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Authors: John Norman

Tags: #Ciencia Ficción, Erótico, Fantástico

Los nómades de Gor (5 page)

BOOK: Los nómades de Gor
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Sería vanidoso y hábil al mismo tiempo, porque era un tuchuk.

La boleadora venía dirigida a mi cabeza, y en lugar de agacharme o de tirarme al suelo detuve sus horribles giros levantando mi espada korobana corta. Al encontrarse con las correas de ese peso volante, el filo de mi arma se abrió camino y cortó dos de ellas. Era normal, si tenemos en cuenta que también habría cortado un pedazo de seda que le hubiese caído encima. Las dos correas salieron despedidas, y los tres pesos, junto con la tercera correa salieron rebotados hacia la hierba. El tuchuk, que rápidamente se dio cuenta de lo que había ocurrido, saltó de la kaiila con la quiva en la mano. Inesperadamente se encontraba frente a un guerrero de Ko-ro-ba que le esperaba a pie firme, empuñando una espada.

La quiva había vuelto a su mano pero tan rápidamente que cuando me di cuenta ya había echado el brazo hacia atrás para lanzar el arma.

Voló hacia mí a una increíble velocidad a través de la escasa distancia que nos separaba. No podía evitarla, sino solamente detenerla, y eso hice con mi espada korobana. Un tañido y un súbito destello del acero señalaron que había detenido la trayectoria de la quiva hacia mi pecho.

El tuchuk se quedó quieto, perplejo, sobre la hierba, sobre la tierra temblorosa de las llanuras polvorientas.

Podía oír a los otros tres guerreros de los Pueblos del Carro, al kataii, al kassar, al paravaci. Todos golpeaban sus escudos con las lanzas.

—Bien hecho —dijo el kassar.

El tuchuk se sacó el casco y lo lanzó a un lado. Abrió de una sacudida la chaqueta que le cubría, así como el jubón de cuero, dejando al descubierto su pecho. Miró a su alrededor, hacia las manadas de boskos, y levantó la vista para ver el cielo una vez más.

Su kaiila permanecía alejada, nerviosa y confundida, con las riendas caídas sobre su cuello.

El tuchuk me miraba. Sonreía con una mueca. No esperaba que sus compañeros le ayudaran, y en verdad no iban a hacerlo. Estudié su cara de rasgos duros, con esas terribles marcas que de alguna manera la ennoblecían, y con esos ojos negros de rasgos parecidos a los pueblos mongoles.

—Si —me dijo sin borrar la sonrisa—, bien hecho.

Me dirigí hacia él y apoyé la punta de mi espada goreana corta sobre su corazón.

No se echó atrás.

—Soy Tarl Cabot —dije—. Vengo en son de paz.

Acto seguido, enfundé de nuevo mi espada.

Por un momento parecía que el tuchuk se había quedado demasiado sorprendido para reaccionar. Me miró sin dar crédito a sus ojos y después, súbitamente, echó atrás la cabeza y empezó a soltar risotadas hasta que le corrieron las lágrimas por la cara. Se dobló hacia delante y se golpeó las rodillas con los puños. Finalmente se incorporó y se secó las lágrimas con el dorso de la mano.

Yo me encogí de hombros.

De pronto, el tuchuk se agachó para recoger un puñado de tierra y hierba, de la hierba que le sirve de alimento al bosko, de la tierra que es la Tierra de los Tuchuks. Puso esa tierra y esa hierba entre mis manos, y yo acepté su ofrenda.

El guerrero me sonrió y puso su mano sobre las mías. Nuestras manos cobijaban en su unión un puñado de tierra y de hierba.

—Sí —dijo el guerrero—. Bienvenido seas a la Tierra de los Pueblos del Carro.

5. LA PRISIONERA

Seguí a Kamchak el guerrero y nos adentramos en el campamento de los tuchuks.

Seis jinetes montados en veloces kaiilas pasaron aullando cerca de nosotros. Disputaban una carrera por placer entre esa multitud de carros apiñados. Se oían los mugidos de los boskos de leche, y aquí y allá se veía corretear a los niños, entre las ruedas. Su juego preferido parecía ser lanzar una pelota de corcho para intentar acertarle con la quiva. Las mujeres tuchuk, sin velo, con sus vestidos de cuero hasta los pies y sus largos cabellos recogidos en trenzas, atendían los cazos humeantes que colgaban de unos trípodes hechos de madera de tem. El combustible que empleaban estaba hecho con excrementos de bosko. Las mujeres no tenían la cara marcada, pero a semejanza de los boskos llevaban un anillo en la nariz. Los de los animales son de oro y muy pesados, mientras que las mujeres lucen joyas mucho más finas, también de oro, que me recordaban a los anillos de boda de mi viejo planeta. Oí a un arúspice cantar entre los carros. Por un pedazo de carne leía el viento y la hierba; por una copa de vino las estrellas y el vuelo de los pájaros; por hartarse de comida, el hígado de un eslín o de un esclavo.

Aunque luego no quieran reconocerlo, a las gentes de los Pueblos del Carro les fascina el futuro y sus señales, y los tienen muy en cuenta. Kamchak me explicó que en una ocasión un ejército de más de mil carros desvió su camino porque un enjambre de reneles (unos insectos venenosos del desierto, parecidos al escarabajo) no defendió su nido destrozado por la rueda de uno de los carros. En otra ocasión, hace más de cien años, un Ubar nómada perdió la espuela de su bota derecha, y por esa razón, cuando había llegado con su pueblo a las mismas puertas de la extraordinaria Ar, deshizo todo el camino.

Al lado de uno de los fuegos vi a un tuchuk que danzaba y daba saltos encogido, con las manos en la cintura. Estaba borracho de leche fermentada y danzaba, según me dijo Kamchak, para complacer al cielo.

Los tuchuks y los demás Pueblos del Carro veneran a los Reyes Sacerdotes, pero no hacen como los goreanos de las ciudades, que confían las dignidades del culto a la Casta de los Iniciados. Creo que los tuchuks no adoran nada, en el sentido normal de la palabra, pero lo cierto es que consideran sagradas algunas cosas, como los boskos o la destreza en el manejo de las armas, o por encima de todo, el cielo; el orgulloso tuchuk siempre está dispuesto a quitarse el casco ante él, ante el simple, vasto y bello cielo, del que cae la lluvia creadora de la tierra, según sus mitos, y del bosko, y de los tuchuks. Cuando un tuchuk reza lo hace dirigiéndose al cielo. A él le pide la victoria y la fortuna para los suyos, la desgracia y la miseria para el enemigo. El tuchuk tan sólo reza cuando está sobre su montura, como lo hacen otros entre los Pueblos del Carro; solamente sobre su kaiila y con las armas en la mano le hace sus súplicas al cielo, pero no como un esclavo a su dueño, o como un siervo a su dios, sino como un guerrero a su Ubar. A las mujeres de los Pueblos del Carro no les está permitido orar, pero muchas son las que protegen a los arúspices, los cuales, además de predecir el futuro con un mayor o menor grado de exactitud y por honorarios generalmente razonables, son proveedores de una increíble variedad de amuletos, talismanes, filtros, pociones, papeles hechizados, dientes de eslín capaces de maravillas, polvos mágicos de cuerno de kailiauk, fantásticas y coloreadas cuerdas que pueden atarse alrededor del cuello de tal o cual manera, según y cómo se quieran utilizar sus poderes... Todas estas chucherías y muchas más venden los arúspices.

Mientras pasábamos entre los carros tuve que echarme atrás porque un eslín intentaba salir de su jaula para atacarme y alcanzarme sacando entre las barras sus garras de seis uñas. En la misma pequeña jaula se amontonaban cuatro eslines más de la pradera y no cesaban de moverse, amenazándose unos a otros, sin descanso, como si fueran serpientes hambrientas. Cuando cayese la noche los dejarían libres para que vigilaran los alrededores de las manadas y cumplieran su papel de centinelas-pastores. También utilizan a estos animales cuando un esclavo escapa, ya que el eslín es un cazador eficiente, incansable, salvaje y casi infalible, capaz de seguir un rastro por antiguo que sea, durante centenares de pasangs. Finalmente, quizás un mes más tarde, encuentra a su víctima, y la destroza.

Me llamó la atención el sonido de las campanillas de esclavo, y al buscar su proveniencia vi a una muchacha que transportaba una carga entre unos carros. Iba completamente desnuda, a excepción del collar y de las líneas de campanillas.

Kamchak se dio cuenta de que había reparado en la chica y se rió entre dientes, pues sabía que no podía parecerme muy normal ver a una esclava pasearse entre los carros.

Las campanillas le colgaban de las muñecas y de los tobillos, unidas y engarzadas en dos líneas de eslabones que formaban pulseras. Llevaba también un collar turiano, en lugar del collar de esclava más común. El collar turiano es un anillo que rodea ampliamente el cuello de la chica. Queda tan holgado que cuando un hombre lo coge con la mano, la chica puede girar en su interior. El collar goreano, por el contrario, es una banda plana de metal que se ajusta al cuello. Ambos collares se cierran por detrás del cuello de la chica y ambos, aunque en el collar goreano resulte más difícil grabar, llevan una leyenda para asegurarse de que si alguien encuentra a la chica la devolverá sin más demora a su amo. En el collar de esa chica también habían fijado campanillas.

—¿Es turiana? —pregunté.

—Claro que sí —me respondió Kamchak.

—En las ciudades solamente las esclavas de placer llevan estas campanillas, y únicamente cuando danzan.

—Lo que ocurre —me dijo Kamchak—, es que su amo no se fía de ella.

Por este simple comentario entendí la situación de la chica; no se le concedían las ropas para impedir que entre ellas ocultara algún arma. Mientras tanto, las campanillas marcarían cada uno de sus movimientos.

—Por la noche —me dijo Kamchak—, la encadenan bajo el carro.

La chica había desaparecido.

—Las muchachas turianas son muy orgullosas —siguió diciendo Kamchak—, y por esta misma razón son excelentes esclavas.

Su afirmación no me sorprendió. El amo goreano prefiere a las muchachas con nervio, a las que rechazan su látigo y el collar, a las que resisten hasta el final, hasta que, meses después quizá, se dan por vencidas y pasan a agradecerle absolutamente todo y sólo temen que se canse de ellas y las venda a otro amo.

—Dentro de un tiempo hará lo que sea para conseguir los harapos de un esclavo.

Supuse que lo que decía Kamchak era cierto. Todo tenía un límite para una chica, y acabaría por arrodillarse ante su amo, y con la cabeza en sus botas le rogaría que le diese un pedazo de tela, aunque sólo fuese para convertirse en Kajira cubierta.

Kajira es la expresión más común para referirse a una esclava. Otra expresión bastante utilizada es Sa-Fora, una palabra compuesta cuyo significado equivale a “hija de la cadena”. Entre los Pueblos del Carro, ser una Kajira cubierta implica llevar cuatro prendas, dos rojas y dos blancas. Una cuerda roja, la Curla, se ata alrededor de la cintura. La Chatka, una correa de cuero negro estrecha y larga, se ata a la parte delantera de la cuerda, baja por entre las piernas y luego vuelve a atarse, muy tensa a la parte posterior de la Curla. La parte superior del cuerpo se la cubren con el Kalmak, un chaleco abierto de cuero negro. Finalmente, la Koora, una cinta de tejido rojo, a juego con la Curla, se ata alrededor de la cabeza para mantener los cabellos atrás, pues las mujeres esclavas no pueden hacerse trenzas ni arreglarse el pelo de cualquier otra manera. Según los Pueblos del Carro el pelo de las esclavas debe estar suelto, y la Koora es la única concesión. Para los hombres esclavos de los Pueblos del Carro, o Kajirus (poco numerosos, si exceptuamos las cadenas de trabajo), ser un Kajir cubierto significa llevar el Kes, una túnica corta sin mangas de cuero negro. En el recorrido hacia el carro de Kamchak tuve ocasión de ver a algunas Kajiras cubiertas, y eran espléndidas. Caminaban con la insolencia y el descaro de la chica esclava, de la jovencita que sabe que tiene un dueño, que los hombres la han encontrado suficientemente bella y excitante como para ponerle un collar. Las austeras mujeres de los Pueblos del Carro, por lo que pude ver, las envidiaban y las odiaban, y aprovechaban para darles algún bastonazo cuando alguna de las esclavas se acercaba demasiado a algún cazo humeante con la intención de robar un pedazo de carne.

—¡Se lo diré a tu amo! —gritó una.

La muchacha se rió de ella, y desapareció rápidamente entre los vagones con un destello de su pelo castaño recogido en la Koora.

Kamchak y yo nos echamos a reír.

Lo más probable era que esa belleza no tuviese que temer de su amo, a menos que dejase de gustarle.

La vista de esos centenares, de esos millares de carros con sus variados y brillantes colores, era impresionante. Para mi sorpresa pude comprobar que eran casi cuadrados, y del tamaño de una habitación bien amplia. Cada carro es arrastrado por dos parejas de boskos, cada uno de los animales sujeto a un saliente, y cada saliente unido por un travesaño de madera de tem. Los dos ejes del carro también son de madera de tem, lo cual, dada su extraordinaria flexibilidad y junto con la falta de accidentes geográficos en las llanuras del sur, permite la amplitud de las viviendas.

La caja del carro, que se eleva a casi dos metros del suelo, está formada por tablas lacadas de madera de tem. En su interior cuadrado se fija la estructura de la tienda, que es redonda y se cubre con las pieles de bosko tensadas, pintadas y barnizadas. El colorido de estas pieles es riquísimo, y de muy trabajado diseño, de tal manera que cada carro compite con su vecino en la pasión y la audacia que se ha puesto en su decoración. Como decía, la estructura redonda se fija dentro de la base cuadrada del carro, de manera que a los lados queda un espacio sobre el que se puede caminar, como en los puentes de los barcos, alrededor de la tienda. Los lados de la caja del carro están perforados aquí y allá por troneras desde las que se pueden tirar las flechas del pequeño arco de cuerno de los Pueblos del Carro. Es una demostración de que esa pequeña arma no solamente es eficaz para el guerrero que monta sobre las kaiilas, sino también, como si de una ballesta se tratara, para la defensa de tan exiguos cuarteles. Una de las características más curiosas de estos carros la constituyen las ruedas, que son enormes: las posteriores tendrán unos tres metros de diámetro, y las anteriores, semejantes a las de los carros de Conestoga, son algo más pequeñas, pues su diámetro no debe llegar a los dos metros y medio. Las ruedas traseras son, por su amplitud, más difíciles de encallar. En cuanto a las delanteras, permiten, por su tamaño y su situación cercana a la tracción de los boskos, una mayor capacidad de giro del carro. Estas ruedas son de madera tallada y están profusamente pintadas, como las pieles de la tienda; sus bordes están cubiertos por gruesas tiras de cuero de bosko que se cambian unas tres o cuatro veces al año. Puede guiarse el carro por medio de una serie de ocho riendas, dos para cada uno de los cuatro animales que forman el tiro, pero normalmente los vagones avanzan en fila india, en numerosas y largas columnas, y solamente se guían los carros delanteros, pues los demás no hacen más que seguir. Para ello se ata a la parte trasera de los carros una correa unida a la anilla de la nariz del bosko que sigue, a veces hasta treinta metros más atrás, arrastrando al siguiente carro, y así sucesivamente. A veces también pueden verse a mujeres o niños que caminan con un punzón en la mano junto a los boskos de tiro, marcándoles el camino.

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