—La verdad es que me entristece que una espada que un día se levantó para defender a la ciudad de Ar se levante ahora solamente para responder a la llamada del oro.
—Lo que ves colgado de mi cuello —me explicó— es un discotarn de oro de la gloriosa ciudad de Ar. Quería comprarle perfumes y sedas a una mujer, y para obtener este discotarn tuve que cortar un cuello. Pero al final, esa mujer se fugó con otro. Me enfurecí y les perseguí. En un combate maté a ese guerrero. Allí obtuve mi cicatriz. En cuanto a la mujer, la vendí a un mercader de esclavos. No podía volver ya a la gloriosa ciudad de Ar. A veces —añadió, señalando su discotarn— se me hace muy pesado llevarlo.
—Fue muy astuto por parte de Ha-Keel —dijo Saphrar— dirigirse entonces a la ciudad de Puerto Kar, cuya hospitalidad para los de su clase es de sobra conocida. Allí fue donde nos encontramos.
—¡Sí, allí fue! —gritó Ha-Keel—. ¡Este urt asqueroso intentaba robarme!
—¿Quiere esto decir que no siempre has sido mercader? —pregunté a Saphrar.
—Bien, quizá podamos hablar con franqueza entre amigos —dijo Saphrar—, particularmente si uno piensa que las historias que va a contar no se volverán a explicar. ¡Sí, claro que sí! ¡Puedo confiar en vosotros dos!
—¿Y eso por qué? —pregunté.
—Porque van a mataros.
—Ah, ya comprendo.
—Yo antes era perfumista, en Tyros. Pero un día, según parece, me fui de la tienda con algunas libras de néctar del talender ocultas entre los pliegues de mi túnica. Por esta razón me cortaron la oreja y me exiliaron de la ciudad. Así que me las apañé para llegar a Puerto Kar, en donde viví de manera muy poco confortable durante un tiempo, alimentándome de los desperdicios que flotaban en los canales y de otras delicadezas por el estilo.
—¿Cómo es posible que te hayas convertido en un rico mercader? —pregunté.
—Conocí a un hombre. Era un individuo muy alto, de apariencia bastante temible, en realidad, con una piel tan gris como las piedras, y con ojos parecidos al cristal.
No pude evitar acordarme inmediatamente de la descripción que Elizabeth había hecho del hombre que la examinó para comprobar si convenía o no como portadora del collar de mensaje... ¡Y eso había ocurrido en la Tierra!
—Yo nunca me he encontrado con ese hombre —dijo Ha-Keel—, pero me gustaría que así hubiese ocurrido.
—¡Te aseguro que es mejor no conocerlo! —se estremeció Saphrar.
—¿Y dices que tu fortuna cambió cuando conociste a ese hombre? —pregunté.
—Así fue, efectivamente. De hecho, fue él quien consiguió hacerme rico, y luego me envió, hace algunos años, a Turia.
—¿Cuál es tu ciudad?
—Creo —dijo sonriendo—, creo que es Puerto Kar.
Con esa respuesta me decía todo lo que yo deseaba saber. Aunque había crecido en Tyros y luego triunfado en Turia, Saphrar el mercader creía que era de Puerto Kar. Por lo visto, esa ciudad podía manchar el alma de un hombre.
—Por esta razón —dije—, tú, un turiano, puedes disponer de una galera en Puerto Kar.
—Exactamente.
—¡Y también se explica —grité, al comprenderlo de pronto— que el papel del collar de mensaje fuera de rence! ¡Claro! ¡Papel de Puerto Kar!
—Exactamente —repitió Saphrar.
—¡Tú escribiste ese mensaje!
—La verdad es que le pusimos el collar a la chica en esta misma casa, aunque la pobre estaba anestesiada en ese momento, y no podía comprender el honor que le otorgábamos. En el fondo —añadió Saphrar sonriendo—, fue un derroche. No me habría importado nada guardarla en mis Jardines del Placer como una esclava más. Pero, ¡qué le vamos a hacer! —dijo encogiéndose de hombros—, él no quería ni oír hablar de tal posibilidad. ¡Teníamos que enviarla a ella, y no a otra!
—¿Quién es “él”?
—El hombre de la cara gris, el mismo que trajo a la chica a esta ciudad, atada a lomos de un tarn, drogada.
—¿Cuál es su nombre?
—Siempre se negó a decírmelo —respondió Saphrar.
—Y tú, ¿cómo le llamabas?
—“Amo”. Sí, así le llamaba. Pagaba bien.
—¡Vaya! —exclamó Harold—. ¡Aquí tenemos a un esclavo gordo y bajito!
Saphrar no se mostró ofendido, sino que sonrió y se arregló las sedas que le cubrían.
—Pagaba muy bien —volvió a decir.
—¿Por qué no te permitió quedarte con la chica para hacerla tu esclava?
—Ella hablaba una lengua bárbara —me respondió Saphrar—, como tú, según tengo entendido. El plan consistía en que los tuchuks leyeran el mensaje, que luego utilizaran a la chica para encontrarte y que cuando lo consiguieran te liquidaran. Pero no lo hicieron.
—No, no lo hicieron —dije.
—En fin. Ahora ya da lo mismo.
Me preguntaba qué muerte me tenía reservada Saphrar.
—¿Cómo fue posible que tú, que nunca me habías visto, me conocieras y me llamaras por mi nombre durante el banquete?
—El hombre gris me había hecho una descripción muy detallada de ti. Por otra parte, estaba seguro de que entre los tuchuks no podía haber dos personas con un color de pelo semejante al tuyo.
Inconscientemente, me puse en tensión. No había ninguna explicación racional a esta respuesta de mi cuerpo, pero siempre me encolerizaba cuando un extraño o un enemigo hablaba del color de mi cabello. Supongo que en eso deben influir de alguna manera las experiencias de mi juventud: en aquel entonces, el color rojo de mi cabellera era objeto de decenas de burlas, burlas que yo intentaba refutar lo más rápidamente posible por medio de mis puños desnudos. Recordé, no sin cierto grado de satisfacción, aunque me hallase preso en la Casa de Saphrar, que había logrado resolver la mayoría de esas peleas a mi favor. Mi tía solía inspeccionarme los nudillos cada tarde, y si los veía despellejados (lo cual ocurría con frecuencia), me enviaba a la cama, en donde me echaba sin cenar, pero con el orgullo bien alto.
—Para mí fue una diversión llamarte por tu nombre —dijo Saphrar—. Quería saber cómo ibas a reaccionar, quería agitar algo en tu copa de vino.
Ésa era una expresión turiana, pues en esa ciudad consumen vinos en los que sumergían y agitaban cosas, sobre todo azúcares y especias.
—¡Matémosle de una vez! —dijo el paravaci.
—¡Nadie te ha pedido que hables, esclavo! —gritó Harold.
—¡Deja que me encargue personalmente de éste! —dijo el paravaci señalando con la punta de su quiva a Harold.
—Sí, quizás te deje —respondió Saphrar.
Acto seguido, el pequeño mercader se levantó y dio dos palmadas. De un lado de la estancia, de una puerta que hasta ese momento había quedado oculta por una cortina, surgieron dos hombres de armas, a los que seguían otros dos. Los dos primeros transportaban una plataforma cubierta por telas de color púrpura. Sobre esta plataforma acolchada se encontraba lo que tanto había buscado, el objeto por el que había viajado tan lejos, por el que tanto había arriesgado y que, aparentemente, iba a costarme la vida. Sí, allá estaba la esfera dorada.
Se trataba claramente de un huevo. Su eje mayor debía medir unos cincuenta centímetros, y el grosor máximo debía ser de unos treinta centímetros.
—Es una crueldad enseñárselo ahora —dijo Ha-Keel.
—¿Por qué? —comentó Saphrar con voz inocente—. ¡Ha venido de tan lejos a por esta esfera, y ha arriesgado tanto! Creo que por lo menos tiene derecho a verla una vez.
—Kutaituchik murió por ella —dije.
—Y otros muchos han muerto ya —dijo Saphrar—, y quizás al final morirán muchos más.
—¿Sabes lo que es esta esfera?
—No, pero sé que es importante para los Reyes Sacerdotes. Ignoro el motivo —dijo levantándose y poniendo un dedo sobre el objeto—, porque además ni siquiera es de oro.
—Tiene la forma de un huevo —dijo Ha-Keel.
—Sí —dijo Saphrar—. Sea lo que sea, parece un huevo.
—Quizás lo sea —sugirió Ha-Keel.
—Quizás —admitió el mercader—, pero en tal caso, ¿para qué pueden querer los Reyes Sacerdotes un huevo como éste?
—¿Quién sabe?
—¿Era o no era esto lo que habías venido a buscar a Turia? —me preguntó Saphrar mirándome fijamente.
—Sí —admití—. Esto es lo que venía a buscar.
—¡Pues ya ves lo fácil que era encontrarlo! —exclamó entre risas.
—Sí —respondí—, muy fácil.
—¡Déjame matarlo como merece un guerrero! —gritó Ha-Keel desenfundando su espada.
—¡No! —exclamó el paravaci—. ¡Deja que yo me encargue de los dos, Saphrar!
—Nada de eso —dijo el mercader—. Ambos me pertenecen.
Ha-Keel enfundó con furia su espada. Estaba claro que su intención había sido matarme honorablemente, de una manera rápida. Por lo visto no le gustaba la idea de dejar que el paravaci y Saphrar dispusieran de mi cuerpo. Ha-Keel podía ser un degollador y un bandido, pero al fin y al cabo era de Ar, y era un tarnsman.
—¿Te has apoderado de este objeto —inquirí mirando a Saphrar— para entregárselo al hombre gris?
—Exactamente.
—¿Lo devolverá luego a los Reyes Sacerdotes? —pregunté con aire inocente.
—No tengo ni idea de lo que hará con él y no me importa lo más mínimo, mientras reciba el oro que me ha prometido. Sí, con ese oro me convertiré quizás en el hombre más rico de Gor. Lo demás, ¿qué importancia puede tener?
—Si el huevo sufre algún daño los Reyes Sacerdotes se pondrán furiosos.
—Por lo que sé, ese hombre es uno de ellos. ¿Quién si no se atrevería a firmar el mensaje del collar con el nombre de los Reyes Sacerdotes?
Naturalmente, yo sabía que tal hombre no era ningún Rey Sacerdote. Pero ahora veía claramente que Saphrar no sabía quién era, ni para quién estaba trabajando. Tenía la seguridad de que ese tipo era el mismo que había traído a Elizabeth Cardwell a este mundo, de que era él quien la había visto en Nueva York y decidido que ella era la indicada para desempeñar un papel en su peligroso juego. También sabía que ese hombre tenía a su disposición tecnología avanzada, avanzada por lo menos hasta el punto de poder realizar vuelos espaciales. Lo que ignoraba era si esa tecnología le era propia, o si había sido desarrollada por sus semejantes, o si simplemente eran otros seres desconocidos quienes le utilizaban, obrando desde la oscuridad, teniendo sus propios intereses en este juego entre dos (o quizás más) mundos. Era muy posible que solamente fuera un agente..., pero, ¿para quién o para qué trabajaba? Algo que podía desafiar incluso a los Reyes Sacerdotes, pero que también los temía, porque de otra manera el ataque se habría producido ya. Si, debía ser algo de la Tierra, o de este mundo, algo que deseaba la muerte de los Reyes Sacerdotes algo que quería que un mundo, o dos, o quizás nuestro sistema solar por completo, estuviera bajo su control.
—¿Cómo sabía el hombre gris dónde se encontraba la esfera dorada?
—En una ocasión —respondió Saphrar— me dijo que le habían informado de...
—Pero, ¿quién?
—No lo sé.
—¿No sabes nada más?
—No.
Me puse a especular. Los Otros debían entender o interpretar el sentido de la política y de las necesidades de los habitantes de las remotas Sardar. Lo más probable era que ya estuvieran al corriente de los asuntos referentes a los Reyes Sacerdotes, y eso era posible particularmente ahora, ya que muchos humanos habían escapado del Santuario de los Reyes Sacerdotes a consecuencia de la guerra, y erraban por el planeta explicando lo que habían vivido. Por eso, por lo que se consideraban estúpidas fantasías, eran objeto de burla y desprecio muy a menudo, pero seguramente los Otros habían tomado buena nota de sus explicaciones, así como de las proporcionadas por espías y traidores del mismo Nido. No, seguro que los Otros no se habían reído de las historias que esos vagabundos explicaban sobre los Reyes Sacerdotes.
De esta manera se habrían enterado de la destrucción de gran parte del material de vigilancia de las Sardar, y de la reducción sustancial de la capacidad tecnológica de los Reyes Sacerdotes, reducción que se prolongaría por lo menos durante un tiempo. Y lo que era más importante todavía, también se habrían enterado de que el motivo de la guerra había sido la sucesión de las dinastías, y que por lo tanto había generaciones de Reyes Sacerdotes en perspectiva. Si habían existido rebeldes, es decir, aquellos que deseaban una nueva generación, también deberían existir las semillas de tal generación. Pero en un Santuario de los Reyes Sacerdotes solamente existía un portador de crías, la Madre, y había muerto poco antes de la guerra. Por lo tanto, los otros podían haber deducido que había uno o más huevos ocultos, huevos que garantizaban el inicio de una nueva generación y que muy probablemente no se hallaban escondidos en el Santuario de los Reyes Sacerdotes, sino en otro sitio, incluso más allá del Sardar negro. Y naturalmente también debían saber que yo había estado presente en la Guerra de los Reyes Sacerdotes, y que allí había ostentado el cargo de lugarteniente de Misk, el Quinto Nacido, el Jefe de los Rebeldes, y que ahora me había desplazado a las llanuras meridionales, a la Tierra de los Pueblos del Carro. No era necesario ser demasiado inteligente para sospechar que mi misión era encontrar el huevo o los huevos de los Reyes Sacerdotes.
Si realmente habían seguido este razonamiento, la estrategia estaba clara: primero debían procurar por todos los medios que no encontrase el huevo, y segundo, tenían que apropiárselo ellos. El primer objetivo estaba garantizado, naturalmente, con mi muerte. El asunto del collar de mensaje había sido una manera muy astuta de intentarlo, pero la astucia de los tuchuks, que no se fían nunca de las apariencias, había sido mayor, y el primer intento de liquidarme les había fallado. Después habían vuelto a intentarlo de manera menos sofisticada, con la quiva paravaci, pero también entonces habían fallado. Lo malo era que ahora estaba en poder de Saphrar de Turia. También podía decirse que habían conseguido su segundo objetivo, es decir, apropiarse del huevo. Habían matado a Kutaituchik y lo habían robado de su carro. Ahora sólo quedaba entregarlo al hombre gris, quien, a su vez, lo entregaría a los Otros, fuesen quienes fuesen. Saphrar llevaba en Turia varios años, y eso me hacía pensar que esos Otros quizás incluso habrían seguido los pasos de los dos hombres que habían llevado el huevo desde las Sardar hasta los Pueblos del Carro. Quizás en esta ocasión habían actuado con rapidez, y más abiertamente, recurriendo incluso a los tarnsmanes goreanos, por temor a que robase primero la esfera y la devolviese a las Sardar. Atentaron contra mi vida una noche, y a la siguiente ya se producía el ataque al carro de Kutaituchik. Recordé que Saphrar también sabía que la esfera dorada estaba en ese carro. Pensé que quizás los tuchuks no habían mantenido en secreto la presencia de la esfera dorada en el carro del Ubar, y eso me confundía. Probablemente no habían comprendido cuál era su auténtico valor. De hecho, el mismo Kamchak me había dicho que la esfera era un objeto inútil. Aunque no podía estar del todo seguro, todo parecía apuntar a que Otros que no eran los Reyes Sacerdotes habían entrado en juego en el planeta de Gor. Esos Otros sabían de la existencia del huevo, y lo querían para sí. Ahora parecía que iban a obtenerlo. Si así ocurría, solamente era cuestión de tiempo: los Reyes Sacerdotes restantes irían muriendo. Sus armas y aparatos se oxidarían en las Sardar y luego, un día, como si de piratas de Puerto Kar a bordo de sus largas galeras se tratase, inesperadamente, los Otros atravesarían los mares del espacio y posarían su embarcación en las arenas de Gor.