—¿Deseas luchar por tu vida? —preguntó Saphrar.
—Naturalmente —respondí.
—Muy bien. Podrás hacerlo en el Estanque Amarillo de Turia.
Harold y yo nos encontrábamos en el borde del Estanque Amarillo de Turia. Nos habían liberado de la barra de esclavo, pero teníamos las muñecas atadas a la espalda. No me habían devuelto mi espada, pero la quiva que había traído a la ciudad estaba ahora sujeta en mi cintura.
El estanque estaba situado en el interior de una estancia muy espaciosa de la Casa de Saphrar. El techo de ese habitáculo era abovedado, y debía medir unos cinco metros y medio de altura. En cuanto al estanque, rodeado por una pasarela de mármol de unos dos metros de altura, era más o menos circular, y su diámetro sería de unos cinco metros.
La estancia en sí estaba maravillosamente decorada, y podía haberse tratado de una de las habitaciones de los renombrados baños de Turia. Abundaban los diseños florales exóticos, hechos con verde y amarillo, que representaban la vegetación de un río tropical, posiblemente la del cinturón tropical del Cartius o de uno de sus afluentes situados al noroeste. Aparte de esos dibujos, abundaban también las plantas, que crecían en parterres que se sucedían aquí y allá sobre la pasarela de mármol. Eran plantas de amplias hojas, trepadoras. Había parras, y helechos, y muchas flores exóticas. Era algo bello, pero también opresivo, sobre todo si se tiene en cuenta que la temperatura de la habitación era muy elevada. Tanto la habían calentado, y el grado de humedad era tan grande, que todo parecía envuelto en una bruma. Supuse que ese ambiente era el adecuado para el desarrollo de las plantas, o bien que su propósito era alcanzar la máxima fidelidad posible respecto al ambiente representado.
La intensa luz de la estancia provenía del techo translúcido, tras el cual habría probablemente bulbos de energía. Saphrar era un hombre tan rico que incluso podía permitirse disponer en su casa de bulbos de energía.
Alrededor de estanque había ocho amplias columnas, levantadas y pintadas como si de troncos de árboles se tratara. Cada una de estas columnas correspondía a uno de los ocho puntos cardinales de la brújula goreana. Las parras, que a veces incluso se extendían sobre el agua, subían hacia arriba, incontenibles, y eran tan numerosas que el techo solamente se distinguía en algunos retales azules entre el enmarañamiento de las plantas. Algunas de esas parras colgaban a tan baja altura que casi tocaban la superficie del agua. En uno de los lados vi a un esclavo, frente a una especie de panel repleto de alambres y palancas. No lograba entender de qué manera se introducía aquella humedad y aquel calor en la estancia, pues no veía ningún respiradero, ni caldero de agua hirviendo, ni aparato alguno que echara agua sobre piedras calientes. Finalmente comprendí que ese calor provenía del mismo estanque, y supuse que lo calentarían de alguna forma. Sus aguas parecían tranquilas. Me intrigaba saber qué se suponía que iba a encontrar en su interior. Por lo menos disponía de la quiva. Advertí que la superficie del estanque, cuando entramos en el recinto, empezó a temblar, pero después se había vuelto a calmar; supuse que algo que se encontraba en el fondo se había despertado al notar nuestra presencia, y que ahora se hallaba a la espera, expectante. Pero ese movimiento me había resultado extraño, pues cualquiera hubiese dicho que el mismo estanque se había estremecido, como nervioso, para luego calmarse.
A pesar de que estábamos maniatados, dos hombres de armas nos sujetaban a cada uno, y otros cuatro, provistos de ballestas, nos habían acompañado.
—¿Cuál es la naturaleza de la bestia de este estanque? —pregunté.
—¡Ya lo verás! —dijo Saphrar entre risas.
Pensé que posiblemente se tratara de un animal marino. Todavía no había surgido nada en su superficie. Quizás sería un tharlarión marino, o varios. A veces, el tharlarión marino, más pequeño que su hermano, y del que se dice que es capaz de levantar entre sus mandíbulas a una galera entera y partirla en dos como si se tratara de un manojo de juncos de rence, es más temible, pues ese animal, que parece todo dientes y cola, ataca en grupos que surgen súbitamente de entre las olas. Claro que también podía tratarse de una tortuga del Vosk. Algunos ejemplares son gigantescos, y es casi imposible matarlos, pues además de ser voraces su resistencia es increíble. Pero si el animal que se hallaba allá sumergido hubiese sido un tharlarión o una tortuga del Vosk, ya habría hecho su aparición en la superficie. Por este mismo razonamiento también podía descartar la posibilidad de enfrentarme a un eslín acuático o a un urt gigante de los canales de Puerto Kar. Estos dos animales habrían salido a la superficie para respirar incluso antes que un tharlarión o que una tortuga.
Por lo tanto, de cualquier manera, la criatura que esperaba sumergida en el estanque debía ser absolutamente acuática, capaz de absorber el oxígeno mismo del agua. Debía estar provista de branquias, como los tiburones goreanos, probables descendientes de los tiburones terrestres que milenios atrás habían traído experimentalmente los Reyes Sacerdotes para emplazarlos en Thassa. Si éste no era el caso, podía tratarse de un ser provisto de gurdo, una membrana ventral cubierta por una lámina porosa con la que cuentan para respirar algunos predadores marinos, quizás originarios de Gor o quizás traídos a este planeta por los Reyes Sacerdotes desde algún otro mundo más distante que la Tierra. Pero no debía hacerme más preguntas, porque pronto hallaría la respuesta.
—No tengo ningún interés en ver lo que sigue —dijo Ha-Keel—, así que con tu permiso me retiraré.
Saphrar pareció acoger estas palabras con disgusto, pero no más del que exigían las reglas de la cortesía. Levantó con benevolencia su mano rechoncha y de uñas escarlatas y dijo:
—¡Por favor, mi querido Ha-Keel! ¡Retírate si eso es lo que deseas, ¡No faltaría más!
Ha-Keel asintió y se volvió para salir airadamente de la estancia.
—¿Me vais a lanzar al estanque con las manos atadas? —pregunté.
—No, claro que no —respondió Saphrar—. No creo que fuese justo.
—Vaya, me alegra comprobar que estas cosas te preocupan.
La expresión de la cara del mercader era semejante a la que tenía durante el banquete, cuando se dispuso a comer un bicho que se estremecía en la punta de un palillo coloreado.
Oí la risita del paravaci, ahogada por su capucha.
—¡Que traigan el escudo de madera! —ordenó Saphrar.
Dos de los hombres de armas abandonaron la estancia.
Mientras tanto, yo seguía estudiando aquel estanque. Era hermoso, de un amarillo resplandeciente, como si estuviera lleno de piedras preciosas. Entre sus fluidos parecían entretejerse unas cintas y filamentos, y aquí y allá podían verse pequeñas esferas de varios colores. Me di cuenta entonces de que el vapor que surgía del estanque lo hacía periódicamente, como respondiendo a un ritmo acompasado. También noté que la superficie del estanque que lamía los bordes de mármol parecía subir ligeramente de nivel, para luego volver a bajar a la vez que se producía la descarga de vapor.
Todas estas observaciones fueron interrumpidas por la llegada de los dos guardianes. Transportaban una barrera de madera, por decirlo de alguna forma, de algo así como un metro y medio de alto y de unos cuatro de ancho. La colocaron de manera que me separaron de Saphrar, el Paravaci y los de la ballesta. Harold y sus guardianes tampoco estaban tras esa barricada que, como la pared curva de la habitación, estaba decorada con motivos florales exóticos.
—¿Para qué queréis este escudo? —pregunté.
—Es por si acaso se te ocurre utilizar la quiva contra nosotros —dijo Saphrar.
Eso me pareció una tontería, pero no dije nada. Ciertamente, lo último que se me podía ocurrir era lanzarles a mis enemigos mi única posibilidad de salvación en la lucha del Estanque Amarillo de Turia.
Me volví tanto como pude y examiné otra vez el estanque. Seguía sin haber visto nada que saliese a respirar a la superficie, por lo que ya tenia la absoluta certeza de que mi enemigo invisible debía ser acuático. Confiaba en que se tratase de un solo ser, y de que fuese grande, pues los de menor tamaño siempre son de movimientos más rápidos. Si por ejemplo se tratase de un grupo de sollos goreanos, unos animales que miden unos cuarenta centímetros, podría matar a docenas de ellos, pero me habrían medio devorado en pocos minutos.
—¡Déjame entrar en el estanque a mí primero! —rogó Harold.
—¡De ninguna manera! —contestó Saphrar—. De todos modos, no te impacientes, muchacho, que enseguida te llegará el turno.
Podía deberse a mi imaginación, pero el amarillo del estanque parecía ahora más rico, y los fluidos adquirían un nuevo brillo. Algunas corrientes filamentosas iniciaban una frenética actividad bajo la superficie, y los colores de las esferas latían. El ritmo del vapor se aceleraba, y podía detectar, o eso creía, que de ahí surgía algo más que simple vapor; quizás se tratara de alguna otra emanación de gran sutileza, que hasta ahora no se había podido captar, pero que en ese momento aumentaba de volumen.
—¡Desatadle las manos! —ordenó Saphrar.
Mientras dos de los hombres de armas continuaban sujetándome, el otro hizo lo que el mercader ordenaba. Tres hombres apuntaban a mi espalda con las ballestas, atentos a cualquier movimiento que pudiera hacer.
—Si consigo liquidar al monstruo del estanque —dije con tranquilidad—, doy por hecho que después seré libre.
—Naturalmente, eso será lo justo —dijo Saphrar.
—Estupendo.
El paravaci echó atrás su cabeza encapuchada y se rió a carcajadas. Los guardianes de las ballestas también sonreían.
—Como ya supondrás —dijo Saphrar—, nadie ha logrado hacer tal cosa hasta hoy.
—Entiendo.
La apariencia de la superficie del estanque era ahora realmente curiosa. Daba la sensación de que el nivel había bajado en el centro, y de que por los lados el agua se esforzaba en subir, en trepar por los bordes de mármol para alcanzar nuestras sandalias. Asumí que no era más que una ilusión óptica de algún tipo. Con esos brillos fulgurantes, con esa increíble variedad de colores se habría dicho que unas manos invisibles levantaban y esparcían una enorme cantidad de joyas en el agua iluminada por el sol. Las corrientes filamentosas habían acelerado su frenética danza, y las esferas de variados colores vuelto casi fosforescentes mientras seguían latiendo bajo la superficie. El ritmo del vapor se había hecho rápido, y los gases que se le mezclaban parecían enfermizos. Era casi como si el mismo estanque respirase.
—¡Entra en el estanque! —ordenó Saphrar.
Avanzando mis pies, con la quiva en la mano, me introduje en el fluido amarillo.
Me llevé una sorpresa al comprobar que el estanque, al menos en la zona próxima a los bordes, no era profundo: el agua solamente me llegaba a las rodillas. Di unos cuantos pasos más, y comprobé que se hacía más profundo a medida que se avanzaba hacia el centro. Cuando llegué a un tercio del camino hacia ese punto, el agua me llegaba a la cintura.
Miraba a mi alrededor, buscando el lugar de donde podía proceder el ataque, el lugar en el que se ocultaba, lo que fuera. El color amarillo y brillante del agua la hacía poco transparente, y se me hacía difícil distinguir qué había bajo la superficie.
Me di cuenta de que el vapor, junto con los gases y humos, había dejado de emerger del estanque. Ahora todo estaba tranquilo.
Los filamentos no se me acercaban, y habían detenido su danza. Casi podía decirse que estaban a la espera. Las esferas también parecían permanecer en reposo, aunque algunas de ellas sobre todo las blanquecinas, flotaban cerca, ligeramente bajo la superficie, formando un círculo en torno mío, a unos tres metros. Di un paso más hacia el centro y las esferas, indudablemente movidas por el agua desplazada en mi avance, parecieron dispersarse lentamente. El fluido amarillo del estanque empezó súbitamente a vibrar.
Esperé el ataque del monstruo.
Y así permanecí, con el agua hasta la cintura, durante por lo menos dos o tres minutos.
Entonces, furioso, pensando que el estanque estaba probablemente vacío y que debían estarse burlando de mí, le grité a Saphrar:
—¿Cuándo demonios me enfrentaré al monstruo?
Oí la risa de Saphrar, oculto tras el escudo de madera.
—¡Ya te estás enfrentando a él!
—¡Me estás mintiendo!
—No —respondió entre risas—, ahí lo tienes.
—Pero entonces, ¿cuál es el monstruo?
—¡Es el estanque! —dijo Saphrar.
—¿El estanque?
—¡Sí! —gritó con júbilo—. ¡Está vivo!
En el mismo instante en que Saphrar me gritaba, se levantó un chorro de vapor acompañado de humos procedente del fluido que me rodeaba. Era como si el monstruo en cuyo seno me encontraba hubiese decidido que su presa ya estaba convenientemente atrapada y se atreviese a respirar súbitamente. Al mismo tiempo podía sentir que el líquido amarillo en el que se hallaba sumergida la mitad de mi cuerpo empezaba a espesarse, casi a solidificarse. Grité, horrorizado por la situación en la que me encontraba e intenté volver sobre mis pasos desesperadamente, luchando por alcanzar el bordillo de la balsa que constituía la jaula de esa cosa en la que me hallaba sumergido. El líquido tenía en aquel momento la consistencia de un barro amarillo y caliente, y cuando llegué a un punto en el que su nivel me llegaba a medio muslo, se volvió tan resistente como cemento amarillo y reciente, con lo que me fue imposible dar un paso más. Sentía cómo los elementos corrosivos empezaban a atacarme las piernas, que se estremecían al sentir esos aguijonazos y desgarramientos.
—A veces tarda horas en digerir completamente a sus víctimas —oí que comentaba Saphrar.
Empecé a hundir furiosamente mi quiva en ese material tan espeso que me rodeaba, pero aunque lograba que la hoja del arma penetrara completamente, sólo conseguía dejar una marca que, como si de cemento húmedo se tratara, desaparecía cuando apenas había retirado la mano.
—Algunos hombres —dijo Saphrar—, y hablo de los que no lucharon, sobrevivieron durante más de tres horas. En algunos casos llegaron incluso a ver sus propios huesos.
De pronto, vi que una de las parras colgaba cerca de donde me encontraba. El corazón me dio un salto ante esa posibilidad. ¡Si únicamente pudiera alcanzarla! Con todas mis fuerzas me movía hacia aquella cuerda vegetal, avanzando de centímetro en centímetro. Extendía los dedos, y los brazos y la espalda parecían desgarrarse en el esfuerzo, y conseguí llegar a un punto en el que con una pulgada más alcanzaría la parra; pero, horrorizado, cuando en un último esfuerzo iba a agarrarla, vi cómo se estremecía y se levantaba por sí misma, quedando fuera de mi alcance. Volví a intentarlo una y otra vez, y siempre ocurría lo mismo. Lancé un grito de rabia, y estaba a punto de volver a intentarlo cuando vi al esclavo en el que reparé al entrar en la estancia: tenía la mirada fija en mí, y sus manos manipulaban las palancas del panel. Prisionero de aquel fluido que se coagulaba, de aquella masa espesa, eché la cabeza atrás, desesperado. Había comprendido que aquel esclavo estaba encargado de la manipulación por medio de alambres de las parras.