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Authors: John Norman

Tags: #Ciencia Ficción, Erótico, Fantástico

Los nómades de Gor (47 page)

BOOK: Los nómades de Gor
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—Vamos a celebrar tu libertad —dije llenándole un pequeño cuenco con aquel líquido.

Elizabeth tomó el cuenco y esperó sonriente a que yo me sirviera. Cuando lo hube hecho, me puse frente a ella y dije:

—Por una mujer libre, una mujer que ha sido fuerte y valiente, por Elizabeth Cardwell, una mujer que es al mismo tiempo bella y libre.

Chocamos nuestros cuencos y bebimos.

—Gracias, Tarl Cabot.

Vacié mi cuenco de un trago.

—Como comprenderás —dijo Elizabeth—, tendremos que hacer algunos arreglos en este carro.

Miró detenidamente a su alrededor con los labios apretados y añadió:

—Tendremos que dividirlo de alguna manera. Supongo que no sería apropiado compartir el carro con un hombre que no es mi amo.

—Bueno —dije confundido—, estoy seguro de que ya se nos ocurrirá algo.

Volví a llenar mi cuenco. Elizabeth no deseaba más. Noté que apenas había mojado los labios en el vino que le había servido antes. Eché un trago de Ka-la-na, mientras pensaba que aquella era, quizás, una noche más indicada para el Paga.

—Sí, tendría que ser una valla —decía pensando en voz alta Elizabeth—, una valla de algún tipo.

—Bébete el vino —le dije, empujándole hacia la boca el cuenco que tenía en sus manos.

Bebió un sorbo, con aire ausente.

—La verdad es que no es mal vino —dijo.

—¿Que no es malo? ¡Es soberbio!

—Supongo que lo mejor sería un muro hecho con pesados tablones —murmuró.

—De hecho —sugerí—, podrías ir siempre con la Vestidura de Encubrimiento, y llevar en la mano una quiva desenfundada.

—Sí, eso es cierto.

Sus ojos me miraban por encima del cuenco mientras bebía.

—Dicen —añadió con picardía—, que cualquier hombre que libera a una esclava es un estúpido.

—Probablemente sea verdad.

—Eres bueno, Tarl Cabot.

Seguía pareciéndome bellísima. Volví a considerar la idea de violarla. Pero ahora que ya era una mujer libre, y no una simple esclava, supuse que sería impropio. De todas maneras, y solamente como especulación, medí la distancia que nos separaba, y decidí que podía alcanzarla de un solo salto y con un único movimiento para luego, con suerte, caer ambos sobre la alfombra.

—¿En qué estás pensando? —preguntó.

—En nada de lo que quiera informarte.

—¡Ah! —exclamó sonriendo y bajando la mirada al cuenco de vino.

—Bebe más Ka-la-na —le sugerí.

—¿Más?

—Es un vino muy bueno. Es soberbio.

—Lo que quieres es emborracharme.

—Si te he de decir la verdad, ese pensamiento me ha pasado por la cabeza.

—Y después de conseguir que me emborrache —añadió entre risas—, ¿qué harás conmigo?

—Supongo que te meteré la cabeza en un saco de estiércol.

—¡Qué poca imaginación!

—¿Qué sugieres tú?

—Estoy en tu carro —dijo abriendo las ventanillas de su nariz—. Estoy sola e indefensa, completamente a tu merced.

—Por favor, Elizabeth.

—Si lo desearas, en un instante podrías volverme a imponer los aceros de una esclava. Eso significaría reesclavizarme, con lo que volvería a ser tuya, y podrías hacer conmigo lo que se te antojara.

—No me parece mala idea.

—Pero, ¿es posible que el comandante de un millar tuchuk no sepa qué hacer con una chica como yo?

Me incliné hacia ella, para tomarla en mis brazos, pero antes de que lo lograra, Elizabeth puso en mi trayecto su copa de vino, y lo hizo de forma bastante hábil.

—Por favor, señor Cabot...

Retrocedí con enfado.

—¡Por todos los Reyes Sacerdotes! —exclamé—, ¡Que me aspen si no estás buscando problemas!

Elizabeth se rió por encima de su cuenco de vino. Sus ojos brillaban.

—Soy libre —dijo.

—Sí, ya me doy cuenta.

Elizabeth continuaba riendo.

—Antes has dicho algo de arreglos, ¿no? —inquirí—. Pues bien, hay algunos que será bueno que consideres. Libre o no, eres la mujer de mi carro. En consecuencia, espero tener la comida preparada, y el vagón ha de estar limpio. También tendrás que engrasar los ejes y cuidar de los boskos.

—No te preocupes, cuando prepare la comida, haré una cantidad suficiente para los dos.

—Me alegra oír eso —murmuré.

—Además, soy la primera que no desearía habitar en un carro sucio, que no tuviese los ejes engrasados y cuyos boskos no estuviesen convenientemente cuidados.

—Claro, eso es natural.

—Pero también creo que podríamos repartirnos todas esas tareas.

—Pero, ¡si soy el comandante de un millar!

—¿Y eso qué más da?

—¿Cómo que qué más da? —grité—. ¡Eso cambia completamente las cosas!

—No es necesario que grites.

Mis ojos no pudieron evitar mirar las cadenas de esclava que estaban junto a la anilla.

—Naturalmente —dijo Elizabeth—, podríamos plantearlo como una especie de división de tareas.

—Bien.

—Por otro lado, siempre podrías alquilar los servicios de una esclava para que realizase este trabajo.

—De acuerdo. Alquilaré una esclava.

—Pero no se puede confiar en las esclavas...

Con un grito de rabia que no pude contener, no faltó poco para derramar el contenido de mi cuenco.

—Casi derramas el vino —dijo Elizabeth.

Decidí que el establecimiento de la libertad para las mujeres era, como muchos goreanos pensaban, un error.

Elizabeth me guiñó el ojo, con expresión conspiradora.

—No te preocupes, ya me encargaré yo del carro.

—¡Estupendo! —exclamé—. ¡Estupendo!

Me senté junto al fuego central, y miré en dirección al suelo. Elizabeth se arrodilló a escasa distancia y bebió otro sorbo de vino.

—Una esclava llamada Hereena —dijo Elizabeth con seriedad—, me ha dicho que mañana habrá una gran batalla.

—Sí —dije levantando la vista—. Creo que es verdad.

—Y si mañana hay que luchar, ¿tomarás parte en el combate?

—Sí, supongo que sí.

—¿Por qué has venido al carro esta noche?

—Para beber vino. Ya te lo he dicho.

Elizabeth bajó los ojos.

Los dos permanecimos en silencio durante un rato. Luego, ella fue la primera en hablar:

—Me alegro de que éste sea tu carro.

La miré y sonreí, para luego volver a fijar la vista en el suelo, perdido en mis pensamientos.

Pensaba en qué iba a ser de la señorita Cardwell. Cualquiera que la encontrase pensaría que no era más que una bella forastera, destinada por su sangre y desde su nacimiento a que le rodearan el cuello con el collar de un amo. Se convertiría en una criatura demasiado vulnerable. Sin un defensor se quedaría completamente desamparada. Ni siquiera las mujeres goreanas tienen demasiadas posibilidades de escapar al hierro candente, a la cadena y al collar cuando están fuera de su ciudad y sin defensor. Tarde o temprano alguien las hará esclavas, y eso si sobreviven a los peligros de la naturaleza. Incluso los campesinos se adueñan de esta clase de mujeres, y las emplean en las labores del campo hasta que pase por el lugar un traficante de esclavos que les pague algo por ellas. Sí, la señorita Cardwell necesitaría de un protector, de un defensor, y resultaba que a la mañana siguiente yo tenía muchas posibilidades de morir en las murallas del recinto de Saphrar. ¿Qué suerte iba a correr en tal caso ella? Pero por otro lado no podía olvidar mi misión, y sabía que un guerrero no puede permitirse cargar con una mujer, y particularmente con una mujer libre. Se dice que el guerrero que lo haga está condenado al peligro. Me dije a mí mismo que habría sido mejor que Kamchak no me hubiese dado la chica.

Mis reflexiones se vieron interrumpidas por la voz de Elizabeth.

—Me sorprende que Kamchak no me haya vendido.

—Quizás debería haberlo hecho.

—Sí, quizás sí —admitió sonriendo. Tomó un sorbo de vino y añadió—: Tarl Cabot, ¿te puedo hacer una pregunta?

—¿Cuál?

—¿Por qué no me ha vendido Kamchak?

—No lo sé.

—¿Por qué me ha metido en tu carro?

—La verdad, Elizabeth, no puedo decírtelo con seguridad.

Era una pregunta que yo también me hacía. Pero en todo lo que había vivido últimamente había muchas cosas que me parecían confusas. Pensé en Gor, y en Kamchak, y en la manera de comportarse, en las costumbres de los tuchuks, tan diferentes de las mías, y de las de Elizabeth Cardwell.

Pensé también en la razón que podía haber llevado a Kamchak a ponerle el anillo tuchuk y marcarla, y a ponerle el collar y vestirla como una Kajira cubierta. ¿Sería realmente porque Elizabeth le había hecho enfurecer? ¿No existiría otra razón? Y, en todo caso, ¿por qué la había sometido, de manera quizás cruel y en mi presencia, a la Caricia del Látigo? Yo creía que se preocupaba por ella, pero ahora me la daba a mí, cuando podía ofrecerla a otros comandantes. Kamchak había dicho que apreciaba a Elizabeth. Y yo sabía que el Ubar de los tuchuks era mi amigo. Entonces, ¿por qué lo había hecho? ¿Por mí? ¿O también por ella? Y en tal caso, ¿por qué?

Elizabeth terminó el contenido de su cuenco. Se levantó para limpiar el vaso, y lo volvió a colocar en su sitio. Ahora estaba arrodillada al otro lado del carro y se desataba la Koora. Sacudió la cabeza para que el cabello se le soltara completamente. Se miró en el espejo moviendo la cabeza en varias posiciones. Yo la miraba, divertido, porque comprendía que estaba investigando la manera de sacarle partido al anillo de su nariz. Un momento después empezó a peinarse su larga cabellera, arrodillada, con el cuerpo muy erguido, como lo haría una verdadera chica goreana. Kamchak nunca le había permitido que se cortara el cabello. Ahora que era libre, suponía que no tardaría en cortárselo. Y yo lo lamentaría, porque siempre he pensado que las largas melenas son algo muy bello en las mujeres.

Mientras se peinaba, no dejaba de mirarla. Al terminar puso el peine a un lado y volvió a atarse la Koora para que le mantuviese el cabello atrás. Luego siguió mirándose en el espejo de bronce, moviendo delicadamente la cabeza.

De pronto, me pareció entender a Kamchak. Sí, realmente apreciaba a la pequeña salvaje.

—¡Elizabeth!

—¿Sí? —respondió bajando el espejo.

—Creo que ya comprendo la razón por la que Kamchak te ha metido en mi carro..., aunque supongo que también pensó que me convenía disponer de alguien para que se ocupase de él.

—Me alegro de que pensase en mí como la apropiada para ser tu esclava —dijo Elizabeth sonriendo.

—¿Cómo dices? —pregunté sorprendido.

—¡Claro! ¿No lo entiendes? —explicó volviendo a mirarse en el espejo—. ¿Quién más habría cometido la estupidez de liberarme?

—Claro, eso es verdad —admití.

Permanecí callado durante un rato.

Finalmente, Elizabeth bajó el espejo que sostenía y se volvió hacia mí, con expresión curiosa:

—¿Por qué crees que lo ha hecho?

—Según los mitos de este planeta, solamente la mujer que ha sido una esclava total, puede ser libre de verdad.

—No estoy segura de entender el significado de lo que estás diciendo.

—Creo que no tiene nada que ver con saber qué mujer es realmente esclava o libre, y tampoco está relacionado con la simplicidad de las cadenas, el collar o el hierro candente.

—¿Entonces?

—Según creo, lo que en verdad significa este mito es que solamente la mujer que se ha entregado totalmente, y que pueda hacerlo, que pueda abandonarse a las caricias de un hombre, solamente esa mujer puede ser realmente una mujer, y por tanto, al ser lo que es, se convierte en un ser libre.

—No puedo aceptar esta teoría —dijo Elizabeth sonriendo—. Yo ya soy libre, en este momento.

—Ya te he dicho que no tenía nada que ver con las cadenas, ni con los collares.

—No es más que una teoría absurda.

—Sí —dije bajando la mirada—, supongo que sí.

—Una mujer que se entregase totalmente a un hombre, que se rindiese a él, no me merecería demasiado respeto.

—Te equivocas.

—Las mujeres son personas, y lo son tanto como los hombres. Mujeres y hombres son iguales.

—Me parece que estamos hablando de cosas diferentes —señalé.

—Quizás sí.

—En nuestro mundo se habla mucho de las personas, y muy poco de hombres y mujeres. Y a los hombres se les enseña que deben ser hombres y a las mujeres que no deben ser mujeres.

—Esto que dices es una tontería, un absurdo —dijo Elizabeth.

—No me refiero a las palabras que usan, o cómo en la Tierra hablan de esas cosas. Me refiero a lo que nadie dice, algo que está implícito en nuestras conversaciones, en lo que se nos enseña. ¿Qué pensarías si te digo que las leyes de la naturaleza y de la sangre son más básicas, más primitivas y esenciales que las convenciones y enseñanzas de la sociedad? ¿Qué pensarías si te dijese que todos esos viejos secretos, todas esas viejas verdades, yacen ocultos, u olvidados, o subvertidos, bajo los requerimientos de una sociedad concebida en términos de unidades de trabajo intercambiables, de unidades a las que se les asigna una tarea técnica funcional y asexuada?

—Pero, ¿cuál es esa sociedad?

—¿Acaso no la reconoces? —le pregunté.

—No, creo que no.

—Nuestra Tierra, Elizabeth.

—Las mujeres no queremos que los hombres nos sometan, ni que nos dominen, ni que nos brutalicen.

—Estamos hablando de cosas diferentes.

—Quizás sí —admitió.

—No existe mujer más libre, más fuerte y más bella que la Compañera Libre goreana. Compara a una de ellas con las mujeres características de la Tierra.

—Las mujeres tuchuks llevan una existencia miserable.

—En las ciudades se consideraría que muy pocas de entre ellas son Compañeras Libres.

—Yo nunca he tenido ocasión de conocer a una Compañera Libre.

Yo permanecí en silencio durante un momento. Me sentía triste, pues había conocido a una mujer de esa clase.

—Es posible que tengas razón —dije finalmente—, pero si observas a los mamíferos, comprobarás que siempre hay uno al que la naturaleza señala como poseedor, y otro al que señala como poseído.

—La verdad, no estoy demasiado habituada a pensar en mi como si fuera un mamífero —sonrió Elizabeth.

—¿Y qué te crees que eres, biológicamente?

—Bien, si quieres mirarlo de este modo...

Di un puñetazo en el suelo del carro, y Elizabeth saltó del susto.

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