Los nómades de Gor (49 page)

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Authors: John Norman

Tags: #Ciencia Ficción, Erótico, Fantástico

BOOK: Los nómades de Gor
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—Pero tú debes prometerme que de verdad intentarás convertirme totalmente en esclava..., aunque sólo sea por un momento.

—De acuerdo.

—La apuesta es la siguiente: mi libertad...

—¿Sí?

—¡Contra la tuya! —exclamó antes de echarse a reír.

—No te entiendo.

—Si pierdes, durante una semana, y en la intimidad de este carro, en donde nadie puede verte, serás mi esclavo. Es decir, que llevarás collar, me servirás y harás lo que yo desee, sea lo que sea.

—No me importan tus condiciones.

—¿Por qué habrían de importarte? De hecho, si no ves inconveniente en que los hombres tengan esclavas, ¿por qué habría de importarte ser el esclavo de una hembra?

—Entiendo.

—Creo que debe ser algo bastante agradable —dijo con sonrisa maliciosa—. Sí, seguro que disponer de un esclavo debe resultar de lo más agradable.

Luego se echó a reír y añadió:

—¡Yo te enseñaré el significado del collar, Tarl Cabot!

—No cuentes tus esclavos antes de haberlos ganado —le advertí.

—¿Haces la apuesta? —preguntó.

La contemplé, y me sorprendió ver que su cuerpo parecía transformado, con todos los sentidos puestos en el desafío. Se notaba en sus ojos, en su postura, en el sonido de su voz... El anillo de su nariz volvió a brillar a la luz del fuego central. También vi el lugar de su muslo en el que no muchos días antes habían presionado de forma tan cruel el hierro candente: al quitarlo, en la piel humeante había quedado marcada la pequeña señal de los cuatro cuernos de bosko. En su bonito cuello vi el duro acero del collar turiano, brillante y cerrado, y pensé que aquel utensilio bárbaro acentuaba su delicada belleza, su tormentosa vulnerabilidad contrastada con la dureza del metal. En aquel collar estaba grabado mi nombre, y proclamaba que ella era mi esclava, si yo lo deseaba. Y esa criatura dulce y orgullosa se mantenía frente a mí, y aunque estaba marcada, aunque le había impuesto el collar, sus ojos brillaban, desafiantes. Sí, era el eterno desafío de la hembra a quien no se ha conquistado, el de la mujer indómita, que provoca al macho para que la toque, para que intente, a pesar de su resistencia, obtener el premio de su rendición, para que la fuerce al sometimiento incondicional, a la más total de las sumisiones: la de la mujer que no tiene otra salida, que ha de reconocerse de la propiedad del que la somete, y que se convierte en su esclava después de haberse sentido prisionera de sus brazos.

Tal como dicen los goreanos, existe una guerra en la que la mujer solamente puede respetar al hombre que le inflige la más absoluta de las derrotas.

Pero en los ojos de la señorita Cardwell, en su actitud, no había nada que hiciera plausible la interpretación goreana. Me parecía que estaba decidida a ganar, que quizás sólo lo hacía para divertirse, pero que quería ganar a toda costa. También contarían en algún sentido sus deseos de venganza por todos los meses y días en los que ella, una muchacha inteligente y orgullosa, se había visto reducida a la condición de esclava. Recordé que había dicho que me enseñaría el significado del collar. Desde luego, si ganaba ella, estaba seguro de que llevaría a cabo su amenaza.

—¿Y bien, amo?

Miré a esa chica tan atormentadora. No deseaba convertirme en su esclavo. Decidí que si alguno de los dos tenía que convertirse en esclavo, ese alguien debía ser ella, la encantadora señorita Cardwell. Sí, ella sería quien llevarla el collar después de la apuesta.

—¿Y bien, amo? —repitió.

—Empecemos la apuesta, esclava —dije sonriendo.

Se echó a reír alegremente y se volvió. Se puso de puntillas para bajar la intensidad de las lámparas de aceite de tharlarión, y luego se inclinó para buscar entre las riquezas de carro algunas Sedas del Placer.

Finalmente se puso ante mí, y había que reconocer que estaba muy bella.

—¿Estás preparado para ser un esclavo? —preguntó.

—Hasta que ganes, serás tú quien lleve el collar.

Bajó la cabeza, fingiendo humildad y dijo:

—Sí, amo.

Levantó los ojos, y me miró con expresión traviesa.

Le indiqué que se acercara, y obedeció.

Abrí los brazos para que entrara en ellos, y así lo hizo. Después me miró a los ojos.

—¿De verdad estás preparado para convertirte en un esclavo?

—Calla —dije con suavidad.

—Creo que me gustaría disponer de ti. Siempre había deseado poseer un esclavo guapo.

—Calla —susurré.

—Sí, amo.

Mis manos apartaron la seda del placer y la dejaron a un lado.

—¡Vaya, amo!

—Y ahora, quiero saborear el beso de mi esclava.

—Sí, amo —dijo obedientemente antes de besarme con fingida pasión.

Sujetándole el collar con la mano, la hice girar y la puse de espaldas a la alfombra, con los hombros apoyados contra el grueso poste.

Ella me miraba con una maliciosa sonrisa en los labios.

Tomé el anillo de su nariz entre el pulgar y el índice, y le di un pequeño estirón.

—¡Oh! —se quejó.

Los ojos le lloraban un poco.

—Ésta no es manera de tratar a una señorita —dijo mirándome.

—Tú no eres más que una esclava.

—Eso es cierto —dijo, ahora con cierta tristeza, girando el rostro.

Yo me sentía un poco irritado.

Volvió a mirarme, y otra vez se echó a reír, como si le divirtiera lo que estaba ocurriendo.

Empecé a besarle el cuello y el cuerpo. Mis manos estaban tras su espalda, levantándola y haciéndola arquearse, de manera que su cabeza oscilaba hacia atrás.

—Ya sé lo que estás haciendo —dijo.

—¿Qué estoy haciendo?

—Intentas que me sienta poseída.

—¡Ah!

—Te advierto que no vas a triunfar.

Yo mismo empezaba a perder la confianza.

Contoneó la cabeza mientras me miraba. Mis manos seguían unidas por detrás de su espalda.

—Los goreanos —dijo con expresión muy seria— dicen que cada mujer, lo sepa o no, ansía convertirse en una esclava, en la esclava total de un hombre, aunque solamente sea por una hora.

—Por favor, calla.

—Sí. Todas las mujeres —repitió enfáticamente—, todas las mujeres.

—Y tú eres una mujer.

—Estoy desnuda en brazos de un hombre —dijo riendo—, y llevo el collar de las esclavas. ¡Me parece que no hay duda de que sea una mujer!

—Sí, y ahora lo eres más —sugerí.

Me miró con irritación durante un momento, y después sonrió:

—Los goreanos dicen que en un collar, una mujer sólo puede ser una mujer.

Evidentemente, aquello lo había dicho en tono de burla.

En ese momento, sin demasiada ternura, mi mano se cerró en torno a su tobillo.

—¡Ay! —exclamó.

Intentó mover la pierna, pero no lo consiguió.

Entonces le levanté la pierna para mi propio placer, para contemplar las maravillosas curvas de su pantorrilla, aunque ella quisiera evitar que lo hiciera. Efectivamente, intentaba bajarla, pero no podía, porque sólo se podía mover de la manera que yo le permitía.

—Por favor, Tarl.

—Vas a ser mía.

—Por favor, Tarl, déjame.

Le sujetaba el tobillo fuertemente, pero sin hacerle daño. En toda su feminidad sabía que yo la tenía atrapada.

—¡Por favor, déjame ir!

—¡Silencio, esclava! —ordené, riendo para mis adentros.

Elizabeth Cardwell puso cara de asombro, y yo me reí.

—Eres más fuerte que yo —dijo en tono de burla—, ¡pero eso no prueba nada!

Entonces empecé a besarle el pie, y luego el interior de su tobillo, sobre el hueso, y ella tembló por un momento.

—¡Déjame ir! —gritó.

Pero yo continué besándola, mientras la mantenía sujeta, y mis labios se desplazaron a la parte posterior de su pierna, al lugar en el que se une con el pie, al lugar en el que se cerraría la ajorca.

—¡Un hombre de verdad —empezó a gritar de repente— no se comportaría de esta manera! ¡Un hombre de verdad es gentil, tierno, amable, respetuoso siempre, dulce y solícito! ¡Sí! ¡Eso es un verdadero hombre!

Sonreí al oír aquellas argumentaciones defensivas tan clásicas, tan típicas de las mujeres modernas, infelices y civilizadas, ésas a las que tanto les horroriza ser una mujer de verdad en los brazos de un hombre, ésas que no reconocen que su naturaleza pueda ser objeto de deseo por la virilidad, ésas que no definen esta virilidad según la naturaleza y el propio deseo del hombre, sino según sus miedos de mujer. Así, intentan hacer del hombre un ser que les resulte aceptable, intentan reconstruirlo según la imagen que de él tienen.

—Eres una hembra —dije despreocupadamente—, y por lo tanto no acepto tu definición del hombre.

Al oír esto, lanzó una exclamación de enfado.

—Discútemelo —sugerí—, explícate..., dame nombres.

Ella gimió.

—Personalmente —dije—, me resulta extraño pensar que un hombre deje de serlo precisamente cuando siente a su hembra, cuando va a poseerla, cuando toda su sangre se rebela en el interior de su cuerpo... Sí, es muy extraño que entonces deje de ser un verdadero hombre.

Ella gritó de desesperación.

Y después, tal como había previsto, empezó a sollozar. Sin duda lo hacía con toda sinceridad. Supuse que en la Tierra, muchos hombres se sentirían conmovidos por ese llanto, y retrocederían ante un arma tan afilada, y se avergonzarían de su comportamiento hasta ese instante, y se desharían en disculpas, tal y como la hembra deseaba. Pero yo sabía que aquella noche, los lamentos no le iban a servir de gran cosa a esa chica.

Le sonreí.

Ella me miró, horrorizada, asustada, con lágrimas en los ojos.

—Eres una esclava preciosa —dije.

Se debatió, furiosa, pero no podía escapar.

Cuando sus sacudidas cesaron, empecé medio a morder, medio a besar su pantorrilla, subiendo hacia el área sensitiva que hay tras las rodillas.

—¡Por favor! —susurró.

—¡Tranquilízate, pequeña esclava! —mascullé.

Entonces, de forma más suave, aunque sin dejar de hacerle sentir mis dientes, con los que podía infligirle dolor en la carne, empecé a desplazar mi boca hacia el interior del muslo. Lentamente, siempre con mi boca, empecé a hacerla ceder.

—¡Por favor! —dijo.

—¿Qué te ocurre?

—Creo que deseo rendirme a ti —murmuró.

—No temas, tranquila.

—No —insistió—, no me entiendes.

Yo estaba confundido.

—¡Quiero rendirme a ti... ¡Como lo haría una esclava!

—Pues entonces, sométete como una esclava.

—¡No! —gritó—. ¡No!

—Sí, te someterás como una esclava se somete a su amo.

—¡No! ¡No!

Continuaba besándola, acariciándola.

—¡Por favor, detente!

—¿Por qué?

—Me estás haciendo tu esclava —susurró.

—Y no me detendré.

—¡Por favor! —dijo sollozando—. ¡Por favor!

—¿No será que los goreanos tenían razón?

—¡No! ¡No!

—Quizás sea esto lo que deseas, quizás sólo quieras rendirte completamente, como una esclava.

—¡No! —gritó, llorando de rabia—. ¡Nunca! ¡Nunca! ¡Déjame!

—No voy a dejarte, hasta que te hayas convertido en una esclava.

—¡No quiero ser una esclava! —gritó con desesperación. Pero cuando acaricié sus tesoros más íntimos, se volvió incontrolable. Se retorcía en mis brazos, y yo reconocí la reacción de la esclava. Así se comportaba en aquel momento la bella Elizabeth Cardwell, que se había convertido en un ser desamparado, mío, en un ser que a la vez era mujer y esclava. Había llegado el instante en que sus labios, sus brazos, su cuerpo entero, como el de una muchacha esclavizada por el amor, me solicitaban y reconocían sin reservas, sin vergüenza alguna, que yo era su amo. Sí, Elizabeth Cardwell se había abandonado por completo.

Yo estaba sorprendido, porque ni siquiera sus respuestas involuntarias a la Caricia del Látigo habían parecido prometer tanto.

De pronto, gritó, y sus propios sentidos le indicaron que era totalmente mía.

Instantes después, apenas se atrevía a moverse.

—Te estás convirtiendo en una esclava —le susurré.

—¡No soy una esclava! ¡No soy una esclava! —susurraba con insistencia.

Sentí sus uñas en mi brazo. Su beso tuvo un regusto de sangre, que no me expliqué hasta que reparé en que me había mordido. Su cabeza estaba echada hacia atrás, sus ojos cerrados y su boca entreabierta. No soy una esclava.

—¡Eres una esclava preciosa! —le susurré al oído.

—¡No soy una esclava! —gritó.

—Pronto lo serás.

—Por favor, Tarl, no me hagas ser una esclava.

—Así, ¿sientes que eso puede ocurrir?

—Por favor, no me hagas ser una esclava.

—¿Acaso no hemos hecho una apuesta?

—¡Olvidémonos de la apuesta! —dijo ella intentando reír—. Por favor, Tarl. Ha sido una tontería. Venga, olvidémonos de la apuesta.

—¿Reconoces que eres mi esclava?

—¡Nunca! —dijo en un silbido.

—Entonces, preciosa chiquilla, es evidente que la apuesta todavía no ha terminado.

Intentó escapar, pero no pudo. Finalmente, como sorprendida, no se movió más.

Me miró.

—Pronto empezará —le dije.

—¡Puedo sentirlo! ¡Puedo sentirlo!

Siguió sin moverse, pero noté la presión de sus uñas en mis brazos.

—¿Es posible que haya más? —susurró.

—Pronto empezará.

—Estoy asustada.

—No tengas miedo, tranquila.

—Me siento poseída.

—Lo estás.

—¡No! ¡No!

—No temas.

—Tienes que soltarme.

—Pronto empezará.

—Por favor, déjame marchar —susurró—. ¡Por favor!

—En Gor, se dice que una mujer que lleva collar sólo puede ser una mujer.

Me miró con enfado.

—Y tú, pequeña y preciosa Elizabeth, llevas un collar. Volvió la cabeza a un lado. Debía sentirse desamparada, furiosa, y las lágrimas brotaban de sus ojos.

No se movía, y de pronto sentí la presión de sus uñas en mis brazos. Aunque sus labios estaban abiertos, podía ver que mantenía los dientes apretados. Su melena se repartía por encima de su cuerpo y por debajo de él. Al cabo de un instante, en sus ojos nació una expresión de sorpresa, y sus hombros se levantaron un poco de la alfombra. Me miraba, y yo podía sentir que todo empezaba en ella, que su sangre se agitaba junto con su respiración. La sentía en mi propia sangre, ligera, bella como el fuego, mía. Supe que había llegado el momento, y mirándola a los ojos, con orgullo, con un repentino desprecio, salvajemente, le dije:

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