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Authors: John Norman

Tags: #Ciencia Ficción, Erótico, Fantástico

Los nómades de Gor (53 page)

BOOK: Los nómades de Gor
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Trajeron la antorcha, y el estanque parecía descargarse de vapores más rápidamente, y los filamentos empezaron a agitarse y se dirigieron al otro extremo. Los colores amarillos parpadeaban, las fibras se retorcían, y las esferas de diferentes colores oscilaban y giraban bajo la superficie, corriendo en una dirección y luego en otra.

Kamchak tomó la antorcha y con su mano derecha, después de describir un amplio arco, la arrojó al centro del estanque...

Fue como una explosión, como una conflagración: el estanque ardía como un volcán, y tanto Kamchak, como Harold, los demás hombres y yo tuvimos que cubrirnos el rostro y retroceder ante la fuerza de las llamas. Se oían los rugidos, silbidos y borboteos del estanque que lanzaba fragmentos incendiados de sí mismo a las paredes. Incluso las parras prendieron. El estanque parecía intentar desecarse para retroceder y volver a su condición sólida, pero el fuego había prendido tanto en su interior que abrió las capas que empezaban a endurecerse en el exterior, y lo convirtió todo en algo que parecía un lago de aceite en llamas. Los fragmentos recién endurecidos prendieron y luego se elevaron en el aire, por encima de las llamas.

Durante más de una hora estuvo ardiendo, hasta que finalmente la cuenca del estanque quedó vacía de su contenido, completamente ennegrecida. En algunos lugares, el mármol se había fundido y derretido. No quedaba nada, aparte de algunas manchas de carbón y grasa, así como unos cuantos huesos carbonizados y unas gotas de oro derretido, que quizá eran todo cuanto restaba del que Saphrar de Turia llevaba sobre los ojos y de sus dos colmillos de oro, que una vez contuvieron el veneno de un ost.

—Kutaituchik ha sido vengado —dijo Kamchak.

Acto seguido, abandonó aquel lugar.

Harold, yo y los demás le seguimos.

Fuera del recinto de Saphrar, que ahora estaba ardiendo, montamos en nuestras kaiilas para volver a los carros, al otro lado de las murallas.

Un hombre se acercó a Kamchak.

—El tarnsman ha escapado —dijo—. Como tú nos habías ordenado, no hicimos fuego contra él, pues no iba con el mercader, Saphrar de Turia.

—No tengo nada en contra de Ha-Keel el mercenario —repuso Kamchak.

Después se volvió a mí y dijo:

—Quien puede volver a encontrarse con él eres tú, sobre todo ahora que sabe lo que hay en juego en todas estas disputas. Sólo saca su espada en nombre del oro, pero supongo que ahora que Saphrar está muerto, los que emplearon al mercader deberán necesitar nuevos agentes que hagan su trabajo..., y que pagarán con placer los servicios de una espada como la de Ha-Keel.

Kamchak me sonrió, por primera vez desde la muerte de Kutaituchik y añadió:

—Dicen que la espada de Ha-Keel es apenas un poco menos rápida y hábil que la de Pa-Kur, el Maestro de Asesinos.

—Pa-Kur está muerto —dije—. Murió en el sitio de Ar.

—¿Recuperaste el cuerpo?

—No.

—Creo, Tarl Cabot —dijo Kamchak sonriendo—, que nunca serías un buen tuchuk.

—Y eso, ¿por qué?

—Eres demasiado inocente, demasiado confiado.

—Hace ya tiempo —dijo Harold, que se encontraba por allí cerca— que no me hago ilusiones con los korobanos.

—Pa-Kur —dije sonriendo— fue derrotado en combate singular sobre el tejado del Cilindro de Justicia de Ar. Allí, para evitar que le capturasen, se lanzó al vacío, y no creo que pudiese volar.

—¿Se recuperó su cuerpo? —volvió a preguntar Kamchak.

—No, pero eso ¿qué importancia tiene?

—Para un tuchuk, mucha.

—Realmente, los tuchuks sois lo que se dice desconfiados.

—¿Qué debió ocurrir con el cuerpo? —preguntó Harold, que parecía tomarse muy en serio esta cuestión.

—Supongo que las multitudes de abajo lo destrozarían. También es posible que lo llevaran junto a los demás cadáveres... Pudieron ocurrir muchas cosas.

—Por lo tanto —dijo Kamchak—, tú crees que está muerto.

—Seguro.

—Bien, pues esperemos que eso sea cierto..., por tu bien.

Hicimos que nuestras kaiilas girasen y, uno al lado del otro, salimos del jardín de la Casa de Saphrar, que seguía ardiendo. Cabalgamos sin hablar, pero Kamchak, por primera vez en semanas, silbó una tonadilla. Luego se volvió hacia Harold y le dijo:

—Creo que dentro de unos cuantos días podremos ir a cazar tumits.

—Sí, me encantaría.

—¿No querrás venir con nosotros? —me preguntó Kamchak.

—Creo que dentro de muy poco tendré que dejar los carros pues he fracasado en la misión que me habían encomendado los Reyes Sacerdotes.

—¿Qué misión es ésa? —inquirió Kamchak con aire inocente.

—Encontrar el último huevo de los Reyes Sacerdotes —respondí, quizás con un poco de irritación—, y luego devolverlo a las Sardar.

—¿Y cómo es que los Reyes Sacerdotes no lo hacen por sí mismos? —preguntó Harold.

—No pueden soportar la luz del sol. No son como los hombres, y si los hombres los viesen, les temerían, e intentarían matarlos, con lo que se correría el peligro de que también destruyesen el huevo.

—Algún día me tendrás que hablar de los Reyes Sacerdotes.

—De acuerdo.

—Pensé que tú podrías ser el hombre —dijo Kamchak.

—¿Qué hombre? —pregunté.

—Los dos que trajeron la esfera me dijeron que un día vendría otro a solicitarla.

—Esos dos hombres han muerto. Sus ciudades se levantaron una contra otra, y se mataron entre sí en una batalla.

—Me parecieron buenos guerreros. Siento mucho oírte decir eso.

—¿Cuándo vinieron a los carros?

—Ahora hará dos años —respondió Kamchak.

—¿Te entregaron el huevo?

—Sí, y me dijeron que lo guardara para los Reyes Sacerdotes. Era una decisión astuta por su parte, pues los Pueblos del Carro son los más fieros de todos los goreanos, y viven a centenares de pasangs de todas las ciudades, menos de Turia.

—¿Sabes dónde está el huevo en este momento?

—Naturalmente que lo sé.

Empecé a moverme incontroladamente sobre la silla de mi kaiila. Estaba temblando. Las riendas se movían en mis manos y la bestia se meneó, nerviosa.

—No me digas dónde está —dije—, o me veré tentado a arrebatártelo para llevarlo a las Sardar.

—Pero, ¿acaso no eres tú quien ha de venir en nombre de los Reyes Sacerdotes para reclamar el huevo?

—Sí, ése soy yo.

—Entonces, ¿por qué pretendes arrebatarlo? ¿No te lo puedes llevar de otra manera?

—Lo que ocurre es que no dispongo de nada que me permita probar que vengo de parte suya. ¿Por qué razón ibais a creerme?

—Porque he acabado conociéndote —repuso Kamchak.

No dije nada.

—Te he estado observando con mucho detenimiento, Tarl Cabot de la ciudad de Ko-ro-ba —dijo Kamchak de los tuchuks—. Una vez me perdonaste la vida, y tomamos juntos la tierra y la hierba, y desde ese momento, aunque tú hubieses sido un proscrito o un bellaco, habría muerto por ti, pero de todos modos aún no podía darte el huevo. Al cabo de un tiempo viniste con Harold a la ciudad, y de esta manera supe que estabas dispuesto a dar tu vida para obtener la esfera dorada, y que para conseguirlo podías superar obstáculos enormes. Una actuación así habría sido imposible en alguien que solamente trabajase por dinero. Eso me demostró que era realmente probable que tú fueses el escogido por los Reyes Sacerdotes para venir en busca del huevo.

—¿Y por esa razón dejaste que viniera a Turia, aun a sabiendas de que la esfera dorada era inútil?

—Sí, exactamente.

—¿Y por qué no me diste el huevo falso?

—Porque necesitaba una última cosa, Tarl Cabot —dijo Kamchak sonriendo.

—¿Y qué era?

—Necesitaba saber si deseabas obtener el huevo para devolvérselo a los Reyes Sacerdotes, y no para ti, para tu propio beneficio. —Kamchak me agarró por brazo y añadió—: Por esa razón también, quería que se rompiese esa esfera dorada. Si no la hubiesen destrozado, lo habría hecho yo mismo, para ver cuál era tu reacción, para ver si esa pérdida simplemente te enfurecía o si por el contrario te llenaba de tristeza, como enviado de los Reyes Sacerdotes.

El Ubar de los tuchuks sonrió y luego añadió:

—Cuando lloraste, supe que tu interés era legítimo, y que tú eres el enviado, el que había de venir, el que lo quería para ellos, y no para sí mismo.

Le miré confundido.

—Perdóname, Tarl Cabot. Soy demasiado cruel, porque soy un tuchuk, pero piensa que por mucho que te aprecie, tenía que conocer la verdad de todas estas cuestiones.

—No tengo por qué perdonarte, Kamchak. En tu lugar, creo que habría hecho lo mismo.

La mano de Kamchak se cerró en la mía, y permanecieron estrechadas durante un buen rato.

—¿Dónde está el huevo? —pregunté.

—¿Dónde crees tú que podrías encontrarlo?

—Si no hubiese dispuesto de otras informaciones..., lo habría buscado en el carro de Kutaituchik, el carro del Ubar de los tuchuks.

—Apruebo tu conjetura —dijo Kamchak—, pero como ya sabes, Kutaituchik no era el Ubar de los tuchuks.

Le miré fijamente.

—Yo soy el Ubar de los tuchuks —dijo sosteniendo mi mirada.

—¿Quieres decir que...?

—Sí. El huevo ha estado en mi carro durante dos años.

—¡Pero si yo he vivido durante meses en tu carro, y no...!

—¿No has visto nunca el huevo?

—No. Debía estar maravillosamente bien escondido.

—¿Qué apariencia crees que tiene ese huevo?

Permanecí unos momentos en silencio sobre la silla de mi kaiila, pensativo.

—No... No lo sé...

—¿Acaso no pensabas que sería un huevo esférico, un huevo dorado?

—Sí, es cierto.

—Por esa misma razón, nosotros los tuchuks tomamos un huevo de tharlarión, lo teñimos, y lo colocamos en el carro Kutaituchik. Luego, solamente tuvimos que hacer saber dónde se encontraba.

Me había quedado sin habla, y no podía hacer comentario alguno.

—Me parece que habrás visto en muchas ocasiones el huevo de los Reyes Sacerdotes —continuó diciendo Kamchak— porque está en el interior de mi carro, bien a la vista. Pero ni siquiera los paravaci que lo saquearon lo encontraron digno de interés, y lo dejaron allí.

—¡Era aquello! —grite.

—Sí —dijo Kamchak—, esa curiosidad, ese objeto gris, como de piel. Ése es el huevo.

Sacudí la cabeza, sin poder creer lo que estaba oyendo.

Recordaba que Kamchak se sentaba en aquella cosa gris, más bien angular, granulosa, de esquinas redondeadas.

—A veces —dijo Kamchak—, la mejor forma de ocultar algo es no ocultarlo, porque todos creemos que si tiene algún valor, esa cosa estará oculta, y por tanto, si está a la vista, es señal de que no lo tiene.

—Pero... Pero lo tenías allí en medio —dije con voz temblorosa—. Lo arrastrabas sobre la alfombra del carro, y un día incluso le diste una patada para que pudiese examinarlo... ¡Y te sentabas encima!

—Espero —dijo Kamchak alborozado— que los Reyes Sacerdotes no se ofendan, y que entiendan que esos pequeños detalles eran una parte esencial del engaño..., que por lo que creo ha funcionado bastante bien.

—No te preocupes —sonreí al pensar en la alegría de Misk al recibir el huevo—, no se ofenderán en absoluto.

—Y no temas, que no ha sufrido ningún daño. Para perjudicar al huevo de los Reyes Sacerdotes habría tenido que usar una quiva o un hacha.

—¡Tuchuk astuto! —exclamé.

Kamchak y Harold se echaron a reír.

—Ahora sólo espero que después de todo este tiempo, el huevo siga viable.

—Lo hemos vigilado —dijo Kamchak encogiéndose de hombros—, hemos hecho lo que ha estado en nuestra mano.

—Y yo te lo agradezco en nombre de los Reyes Sacerdotes.

—Nos complace estar al servicio de los Reyes Sacerdotes. Pero recuerda que nosotros sólo reverenciamos al cielo.

—Y al coraje, y a esa clase de cosas —añadió Harold.

Kamchak y yo reímos.

—Creo que por esta razón, porque reverenciáis al cielo, y al coraje, y esa clase de cosas, os trajeron el huevo a vosotros.

—Quizás sea cierto —dijo Kamchak—, pero sentiré un gran alivio cuando me libre de él, y por otra parte estamos casi en la mejor época para la caza del tumit con la boleadora.

—Hablando de otra cosa, Ubar —dijo Harold guiñándome un ojo—. ¿Cuánto has pagado por Aphris de Turia?

Kamchak le dirigió una mirada que parecía una quiva, directa al corazón.

—¿Has encontrado a Aphris? —pregunté con alegría.

—Albrecht de los kassars la recogió cuando atacaban el campamento paravaci —comentó despreocupadamente Harold.

—¡Fantástico! —exclamé.

—Solamente es una esclava —gruñó Kamchak—, una persona de poca importancia.

—¿Cuánto pagaste para volver a disponer de ella? —inquirió Harold con aire inocente.

—Prácticamente, nada, porque es casi una inútil.

—Me alegra mucho saber que Aphris está bien. Supongo que no te fue demasiado difícil arrebatársela a Albrecht de los kassars.

Harold se puso la mano sobre la boca y volvió la cabeza para reírse más disimuladamente. La cabeza de Kamchak parecía hundírsele en los hombros a causa de la ira que le invadía.

—¿Cuánto pagaste? —pregunté.

—Es difícil ser más listo que un tuchuk cuando se trata de negocios —dijo Harold, con tono seguro.

—Pronto llegará la época de la caza de tumits —murmuró Kamchak, que miraba por la llanura, hacia los carros apostados más allá de la muralla.

Recordaba muy bien cómo Kamchak había hecho que Albrecht de los kassars pagase por el retorno a su carro de la pequeña Tenchika, y recordaba también cómo el Ubar de los tuchuks estuvo a punto de morirse de risa al ver que el kassar pagaba un precio exorbitante, lo que era señal evidente de que había cometido el error de caer en las redes amorosas de la chica, ¡que encima era turiana!

—En mi opinión —dijo Harold— un tuchuk tan despierto como Kamchak, el Ubar de nuestros carros, no debe haber pagado más que un puñado de discotarns de bronce por una muchacha de su estilo.

—En esta época del año —observó Kamchak—, los tumits suelen correr hacia el Cartius.

—De verdad —dije—, estoy muy contento de que Aphris vuelva a estar en tu carro. Te aprecia mucho, ¿sabes?

Kamchak se encogió de hombros.

—Por lo que he oído —dijo Harold—, no hace más que cantar alrededor de los boskos y en el interior del carro todo el día. Yo también me desharía de una chica que insiste en hacer tanto ruido.

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