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Authors: John Norman

Tags: #Ciencia Ficción, Erótico, Fantástico

Los nómades de Gor (54 page)

BOOK: Los nómades de Gor
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—Creo que voy a encargar que me hagan otra boleadora para mis cacerías —dijo Kamchak.

—Estoy seguro —continuó Harold— de que habrá mantenido bien alto el honor de los tuchuks, y que le habrá pagado una cantidad ridícula al estúpido kassar.

Cabalgamos en silencio un rato más, y luego pregunté:

—Oye, Kamchak, sólo por saberlo, ¿cuánto has pagado por ella?

La cara de Kamchak había oscurecido por la rabia. Miró primero a Harold, que sonreía con aire inocente e interrogante, y luego me miró a mí. Puedo asegurar que mi curiosidad era honesta, pero no diría lo mismo de la de Harold, mucho más maliciosa. Las manos de Kamchak sujetaban, rígidas y blancas, las riendas.

—Diez mil barras de oro —respondió al fin.

Tiré de las riendas de mi kaiila y le miré, perplejo. Harold empezó a dar palmadas en su silla mientras se reía a carcajadas.

Los ojos de Kamchak, si hubiesen sido cohetes de fuego, habrían carbonizado al joven tuchuk.

—Vaya, vaya, vaya —dije, sin estar muy seguro de que en mi voz no se detectase un cierto grado de malicia socarrona.

Los ojos de Kamchak parecían tener la intención de carbonizarme a mí también.

Una expresión divertida empezó a vislumbrarse en los ojos del Ubar, y finalmente la cara cicatrizada se distorsionó en una tímida mueca:

—Sí, Tarl Cabot, hasta ahora no sabía que era un estúpido.

—De todos modos, Cabot —dijo Harold—, ¿no crees que después de todo, aunque un poco insensato en ciertos asuntos, Kamchak es un excelente Ubar?

—Bien, pues sí —dije yo—. Después de todo, y aunque sea un poco insensato en ciertos asuntos, es un excelente Ubar.

Kamchak miró a Harold, y luego a mí, para finalmente bajar la cabeza y rascarse la oreja. Volvió a levantar la cabeza, nos miró, y después los tres rompimos a reír, y el rostro de Kamchak incluso se llenó de lágrimas, que bajaban por entre los surcos de sus cicatrices.

—Deberías haber precisado —dijo Harold— que el oro era turiano.

Volvimos a reírnos y, de pronto, apresuramos el paso de nuestras kaiilas, ansiosos por llegar a nuestros respectivos carros, pues en cada uno de ellos nos esperaba una chica, una chica maravillosa, deseable y nuestra. En el de Harold estaría Hereena, la que había sido del Primer Carro. Aphris de Turia, de ojos almendrados, exquisita, que antes había sido la mujer más rica y quizás la más bella de su ciudad, mientras que ahora se había convertido en la esclava del Ubar de los tuchuks, estaría en el de Kamchak. En el mío, en cambio me esperaba la esbelta Elizabeth Cardwell, de ojos y cabellos oscuros, la que había sido una muchacha orgullosa de la Tierra, y ahora sólo era la desamparada y bella esclava de un guerrero de Ko-ro-ba. En su nariz se había fijado el delicado y provocativo anillo de las mujeres tuchuks, en su muslo estaban marcados los cuatro cuernos de bosko, y su cuello estaba rodeado por un collar de acero que llevaba mi nombre grabado. La incontrolable y explosiva sumisión de aquella chica nos había sorprendido a ambos por su profundidad, tanto a mí, que mandaba, como a ella, que se sometía; tanto a mí, que daba, como a ella, que recibía y no tenía más remedio que rendirse. Aquella noche tras abandonar mis brazos, Elizabeth se había tendido sobre la alfombra y llorado.

—No tengo nada más que ofrecer. ¡Nada más!

—Es suficiente —le había dicho.

Y ella lloró de alegría, apoyando su cabeza sobre mi costado con todo su cabello suelto.

—¿He complacido a mi maestro?

—Sí. Sí, Vella, Kajira. Estoy muy complacido, de verdad. Mucho.

Al llegar al carro, salté de mi kaiila y corrí hacia él, y la chica que allí se encontraba gritó de alegría y corrió hacia mí. Nos abrazamos, y nuestros labios se encontraron, mientras ella repetía:

—¡Vives! ¡Estás a salvo!

—Sí, estoy a salvo. Y tú estás a salvo. Y el mundo está a salvo.

Entonces creía que aquello era verdad.

27. LA DISPENSA DE LA PIEDRA DEL HOGAR DE TURIA

Deduje que la época adecuada para la caza de tumits, las grandes aves carnívoras de las llanuras meridionales, estaba cerca, pues Kamchak, Harold y los demás parecían muy impacientes. Kutaituchik había sido vengado, y a Kamchak ya no le interesaba Turia, aunque deseaba que la ciudad se recuperase, probablemente pensando que era un mercado muy valioso para los asuntos de los Pueblos del Carro, y si los ataques a las caravanas no resultaban beneficiosos durante un tiempo, siempre podrían cambiar pieles y cuernos por los productos de la civilización.

En el día anterior a la retirada de los Pueblos del Carro de la ciudad de las nueve puertas y de las altas murallas, Turia, Kamchak celebró audiencia en el palacio de Phanius Turmus. El mismo Ubar turiano, junto con Kamras, el anterior Campeón de Turia, estaba encadenado a la puerta. Ambos vestían el Kes, y limpiaban los pies de todos cuantos entraban.

Turia había sido una ciudad rica, y aunque a los tarnsmanes de Ha-Keel se les pagó una buena cantidad de oro, no representaba gran cosa al lado del total, ni siquiera contando con el que se llevaron los ciudadanos en su huida por las puertas de la muralla que Kamchak mantuvo abiertas durante el incendio de la ciudad. Realmente, las cantidades que tenía escondidas Saphrar en lugares secretos, en docenas de enormes almacenes subterráneos, habrían sido suficientes para hacer de cada tuchuk, y quizás también de cada kataii y de cada kassar un hombre rico, muy rico, en cualquiera de las ciudades de Gor. Recordé que Turia nunca había caído desde su fundación, quizás miles de años atrás.

Así, una buena parte de sus riquezas, aproximadamente un tercio, se destinaron por orden de Kamchak a la ciudad, para que así fuese posible su reconstrucción.

Como buen tuchuk, Kamchak no podía mostrarse tan generoso con las mujeres de la ciudad, y las cinco mil muchachas más bonitas de Turia fueron marcadas y entregadas a los comandantes de los centenares, para que ellos las distribuyesen entre los más bravos y fieros de sus hombres. A las demás mujeres se les permitió quedarse en la ciudad, o bien marcharse por las puertas de las murallas para buscar a sus hombres y familias. Naturalmente, además de las mujeres libres, muchas esclavas habían caído en manos de los guerreros y también fueron enviadas a los diferentes comandantes de los centenares. De ellas, las más maravillosas eran las que se encontraron en los Jardines del Placer de Saphrar de Turia. Por supuesto, las chicas de los Pueblos del Carro que sufrían esclavitud fueron liberadas. En cuanto a las otras, aparte de algunas de Ko-ro-ba en cuya defensa actué, cambiaron sus sedas perfumadas y sus baños calientes y perfumados por la vida nómada, el cuidado de los boskos y armas de sus amos guerreros. Para mi sorpresa, no hubo demasiadas que pusieran objeciones a dejar los lujosos placeres de los jardines de Saphrar, pues con el cambio ganaban la libertad de los vientos y de las llanuras. También soportarían el polvo, el olor a bosko y el collar de un hombre que las dominaría profundamente, pero ante él serían seres humanos individuales; a cada una se la consideraría de diferente manera, cada una sería un ser único y maravilloso, un ser apreciado en el mundo secreto del carro de su amo.

En el interior del palacio de Phanius Turmus, sobre su trono, se hallaba sentado Kamchak. La púrpura del Ubar cubría descuidadamente uno de sus hombros, por encima del cuero tuchuk. Ya no estaba rígidamente sentado como antes, ni su humor era tan terrible, ni estaba abstraído, sino que atendía a los detalles de sus asuntos con alegría y ánimo. De vez en cuando hacía una pausa para lanzarle a su kaiila, que estaba atada detrás del trono, algún pedazo de carne. Una cantidad bastante grande de bienes y riquezas se amontonaba a su alrededor, y entre todo ello, también como parte del botín, se arrodillaban algunas de las bellezas de Turia, vestidas sólo con el Sirik. A la derecha del Ubar de los tuchuks, sin cadenas, vestida como una Kajira cubierta, estaba arrodillada Aphris de Turia.

En la estancia también se encontraban sus comandantes, y algunos líderes de los centenares, muchos de ellos con sus mujeres. A mi lado, no vestida como una Kajira sino cubierta con los breves cueros de una chica de los carros, aunque con el collar, estaba Elizabeth Cardwell. Vestida de forma parecida y también con el collar vi, algo escondida tras Harold de los tuchuks, a la orgullosa Hereena, quizás la única chica de los Pueblos del Carro que hoy no era libre en Turia. Solamente ella seguía siendo una esclava, y así sería hasta que a Harold le pareciese. “Me gusta cómo le queda este collar en el cuello”. Nos había dicho en una ocasión en su carro, antes de ordenarle que nos preparase comida a Kamchak y Aphris, y a mí y Elizabeth, o Vella, como la llamaba a veces. Por lo que pude deducir en aquella ocasión, transcurriría bastante tiempo antes de que Hereena dejase de ser una esclava.

Uno tras otro, los hombres de importancia de Turia se arrastraban ante el trono de Kamchak, vestidos con el Kes y encadenados. Kamchak les decía:

—Tus riquezas y tus mujeres son mías. ¿Quién es el amo de Turia?

—Kamchak de los tuchuks —respondían.

Acto seguido, eran apartados de delante del trono.

Para algunos, la pregunta era diferente:

—¿Ha caído Turia?

A lo cual tenían que responder inclinando la cabeza y diciendo:

—Sí, ha caído.

Finalmente, llevaron ante al trono a Phanius Turmus y a Kamras. Ambos se arrodillaron.

Kamchak señaló con un gesto las riquezas que se amontonaban a su alrededor y dijo:

—¿De quién es toda la riqueza de Turia?

—De Kamchak de los tuchuks —respondieron.

Entonces, Kamchak cogió afectuosamente por los cabellos a Aphris y preguntó:

—¿De quién son las mujeres de Turia?

—¡Amo! —dijo Aphris.

—De Kamchak de los tuchuks —respondieron los dos hombres.

—¿Quién es el Ubar de Turia? —preguntó Kamchak entre risas.

—Kamchak de los tuchuks —volvieron a responder.

—¡Que traigan la Piedra del Hogar de la ciudad! —ordenó Kamchak.

La piedra, que era de forma oval, muy antigua, y tallada con la letra inicial de la ciudad, fue traída ante Kamchak, quien la tomó, levantándola por encima de su cabeza y contemplando las miradas atemorizadas de los dos hombres encadenados ante él.

Pero no hizo que la Piedra estallara en mil pedazos lanzándola contra el suelo. Se levantó de su trono y la colocó sobre las manos encadenadas de Phanius Turmus, al tiempo que decía:

—Turia vive, Ubar.

Las lágrimas brotaron de los ojos de Phanius Turmus, que levantó la Piedra del Hogar de su ciudad hasta su corazón.

—Mañana por la mañana —gritó Kamchak— volveremos a nuestros carros.

—¿Vas a dispensar a Turia de la destrucción, amo? —preguntó Aphris, que conocía muy bien el odio que Kamchak sentía por la ciudad.

—Sí. Turia vivirá.

Aphris le miró sin comprender.

Yo mismo estaba sorprendido, pero nada dije. Creía que Kamchak destruiría la Piedra, para así destruir el corazón de la ciudad y dejarla en ruinas en el recuerdo de los hombres. Fue sólo entonces, en esa audiencia en el palacio de Phanius Turmus, cuando me di cuenta de que permitiría a la ciudad seguir disfrutando de su libertad, y conservar su espíritu. Me había figurado que los turianos podrían retornar quizás a su ciudad, y que las murallas se mantendrían en pie; lo que hasta entonces no había pensado era que Kamchak les permitiría conservar su Piedra del Hogar.

Me parecía un comportamiento muy extraño para un conquistador, y todavía más para un tuchuk.

¿Qué había detrás de esa decisión? ¿Se trataba solamente de lo que dijera Kamchak sobre la necesidad de un enemigo para los Pueblos del Carro? ¿No se escondería tras esta excusa otra razón más compleja?

De pronto, se oyó un alboroto proveniente de la puerta. Tres hombres, seguidos por otros, irrumpieron en aquella sala.

El primero era Conrad de los kassars, y le acompañaban Hakimba de los kataii y un tercer hombre, al que yo no conocía, pero que era un paravaci. Entre los que iban detrás, pude distinguir a Albrecht de los kassars, y también, para mi sorpresa, vi a Tenchika, vestida con los breves cueros y sin collar. Llevaba un bulto envuelto con tela en su mano derecha.

Conrad, Hakimba y el paravaci corrieron hacia el trono de Kamchak, pero ninguno de ellos, como corresponde al Ubar de cada pueblo, se arrodilló ante él.

—Ya se han tomado los presagios —habló Conrad en primer lugar.

—Los han interpretado convenientemente —dijo Hakimba.

—¡Por primera vez en más de cien años —siguió el paravaci—, hay un Ubar San, un Ubar Único, un Amo de los Carros!

Kamchak se levantó y se despojó inmediatamente de la tela púrpura del Ubar turiano, para quedar ataviado con el cuero negro de los tuchuks.

Como un solo hombre, los tres Ubares levantaron sus brazos hacia él.

—¡Kamchak! —gritaron—. ¡Ubar San!

Kamchak alzó los brazos y la estancia quedó en silencio.

—Cada uno de vosotros —dijo—, kassars, kataii y paravaci, tenéis vuestros propios carros y vuestros propios boskos. Continuad así, pero en tiempo de guerra, cuando surjan aquellos que quieran dividirnos, aquellos que quieran combatirnos y amenacen a nuestros carros, a nuestros boskos, a nuestras mujeres, a nuestras llanuras y nuestra tierra, peleemos juntos. Será la única manera de que nadie más pretenda levantarse contra los Pueblos del Carro. Podemos vivir solos, pero cada uno de nosotros pertenece a los carros y lo que nos divide será siempre menos que lo que nos une. Cada uno de nosotros sabe que es malo matar a los boskos y que es bueno ser orgulloso, y que el ser libre y fuerte es algo deseable. Por eso debemos permanecer juntos, y así seremos fuertes y libres. ¡Prometámoslo!

Los tres hombres se colocaron junto a Kamchak y unieron sus manos.

—¡Lo prometemos! —dijeron—. ¡Lo prometemos!

Luego retrocedieron y saludaron:

—¡Salve, Kamchak! ¡Salve, Ubar San!

—¡Salve, Kamchak! —rugieron todos los presentes—. ¡Salve, Kamchak! ¡Ubar San!

Era ya entrada la tarde cuando, terminados todos los asuntos, la sala empezó a vaciarse. Sólo permanecieron algunos comandantes y líderes de centenares. Allí estaban Kamchak y Aphris y allí estábamos Harold y yo, así como Hereena y Elizabeth.

Hasta poco antes nos habían acompañado Albrecht y Tenchika, así como Dina de Turia con sus dos guardianes tuchuks, que habían estado velando por ella durante la caída de la ciudad.

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