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Authors: John Norman

Tags: #Ciencia Ficción, Erótico, Fantástico

Los nómades de Gor (48 page)

BOOK: Los nómades de Gor
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—¡Es que es de ese modo! —dije.

—Tonterías.

—Los goreanos reconocen que a las mujeres les cuesta aceptar esta verdad, que la rechazan y que luchan contra ella, porque la temen.

—Porque no es ninguna verdad —alegó Elizabeth.

—¿Acaso crees que estoy diciendo que una mujer no es nada? ¡En absoluto! Lo que digo es que es un ser maravilloso, pero que sólo se convierte realmente en ella misma, en algo magnífico, tras abandonarse al amor.

—¡Qué idiotez!

—Por tal razón —remarqué—, en este mundo bárbaro, con las mujeres que no pueden rendirse por sí mismas al amor, lo que se hace en ocasiones es invadirlas, simplemente.

Elizabeth echó atrás la cabeza y se rió con ganas.

—Sí —dije sonriendo—, así se gana su rendición, y quien lo hace es a menudo un amo que no puede contentarse con menos.

—¿Y qué ocurre después con estas mujeres? —preguntó Elizabeth.

—Pueden llevar cadenas o no, pero son seres completos, son hembras.

—Ningún hombre, ni siquiera tú, mi querido Tarl Cabot, puede obligarme a dar ese paso.

—Los mitos goreanos dicen que la mujer desea ardientemente su identidad, ser ella misma, aunque solamente lo haga en el momento paradójico en que es totalmente esclava y al mismo tiempo se la libera.

—Todo esto son tonterías.

—Los mitos también dicen que la mujer desea ardientemente que ese momento llegue, pero que no lo sabe.

—¡Vaya, ésta es la mayor de las tonterías que has dicho! —exclamó entre risas.

—Entonces, ¿por qué razón te has puesto ante mí en la actitud de una esclava? ¿Cómo sería eso posible si no hubieses deseado, aunque solamente fuese por un momento, convertirte en una esclava?

—¡Era una broma! —dijo sin dejar de reír—. ¡Una broma!

Elizabeth bajó la mirada. Estaba confundida.

—Con este mito —dije— he encontrado la explicación. Ya sé por qué Kamchak te ha enviado aquí.

—¿Por qué? —preguntó Elizabeth levantando los ojos, sorprendida.

—Porque así, en mis brazos podrías aprender el verdadero significado del collar de esclava, podrías aprender lo que verdaderamente significa ser una mujer.

Elizabeth me miraba, perpleja, con los ojos abiertos por el asombro.

—Como ves —dije—, te tenía en buen concepto. Apreciaba de verdad a su pequeña salvaje.

Me levanté y lancé el cuenco de Ka-la-na al otro lado de la estancia. Se rompió en mil pedazos al chocar con el baúl de los vinos.

Me volví hacia la salida, pero Elizabeth se puso en mi camino.

—¿Dónde vas? —preguntó.

—Al carro público de esclavas.

—Pero, ¿por qué?

—Porque necesito a una mujer —respondí mirándola a los ojos.

—Yo soy una mujer —Elizabeth aguantó mi mirada—. Yo soy una mujer, Tarl Cabot.

No dije nada.

—¿Acaso no soy tan bella como las chicas del carro público de esclavas?

—Sí, eres muy bella.

—Entonces, ¿por qué no te quedas conmigo?

—Creo que mañana habrá lucha, lucha a muerte.

—Puedo complacerte tan bien como cualquier chica de ese carro.

—Pero tú eres libre.

—Te daré más que ellas.

—Por favor, Elizabeth, no hables así.

—Supongo —dijo ella poniéndose muy erguida— que habrás visto a muchachas en los mercados de esclavos que se habrán traicionado a sí mismas con la Caricia del Látigo, ¿verdad?

No respondí, pero era verdad que lo había visto algunas veces.

—¿Viste cómo me movía? —dijo desafiante—. ¿No crees que eso habría hecho subir mi precio más de una docena de piezas de oro, si hubiese estado en uno de esos mercados?

—Sí, es verdad. Tu cotización habría aumentado.

Me acerqué a ella y la sujeté por la cintura, con delicadeza, sin dejar de mirarla a los ojos.

—Te amo, Tarl Cabot —susurró—. No me dejes.

—No me ames. Sabes muy poco de mi vida, y de lo que debo hacer.

—Eso no me importa —dijo ella apoyando la cabeza contra mi hombro.

—Tengo que irme, aunque sólo sea porque te preocupas por mí. Me resultaría demasiado cruel quedarme aquí.

—Poséeme, Tarl Cabot. Poséeme, y si no lo haces como a una mujer libre, hazlo como si fuera una esclava.

—Bella Elizabeth, puedo poseerte como ambas cosas.

—¡No! —gritó—. ¡Me poseerás como una u otra cosa!

—No —dije suavemente—. No.

De pronto, se echó atrás, furiosa, y me abofeteó con la palma de la mano, con violencia, y luego volvió a hacerlo otra vez, y otra, y otra.

—No —repetí.

Ella volvió a abofetearme. Mi rostro ardía.

—¡Te odio! —gritaba—. ¡Te odio!

—No.

—Conoces las reglas, ¿verdad? —me dijo desafíante—. Sí, conoces las reglas de los guerreros de Gor.

—No lo hagas.

Ella volvió a abofetearme, echándome a un lado el rostro, que me ardía.

—Te odio —susurró.

Y entonces, tal y como sabía que iba a hacer, se arrodilló frente a mí, furiosa, y bajó la cabeza, mientras extendía las manos y cruzaba las muñecas, sometiéndose como una hembra goreana.

—Ahora —dijo levantando la cabeza, con ojos brillantes de rabia—, puedes hacer dos cosas: matarme o esclavizarme.

—Eres libre.

—Pues entonces, esclavízame —pidió.

—No puedo hacerlo.

—Ponme el collar.

—No tengo ninguna intención de hacerlo.

—Entonces reconoce que has traicionado tus reglas.

—Busca tu collar.

Ella se levantó para hacerlo, y cuando lo hubo encontrado me lo entregó y volvió a arrodillarse frente a mí.

Rodeé su maravilloso cuello con el acero, y ella me miró con rabia.

Cerré el collar.

Elizabeth empezó a levantarse, pero evité que lo hiciera sujetándola por el hombro.

—No te he dado permiso para que te levantaras, esclava.

Sus hombros temblaban, tal era la furia que sentía.

—Sí, amo —dijo finalmente—. Lo siento, perdóname, amo.

Saqué los dos broches de la tela de seda amarilla, y ésta cayó. Ante mí tenía a Elizabeth vestida como Kajira cubierta.

La pequeña salvaje estaba rígida de rabia.

—Me gustaría contemplar a mi esclava.

—¿No deseas que tu esclava se despoje de las prendas que todavía la cubren?

El odio se transparentaba en su voz.

—No —respondí.

Elizabeth agitó su cabeza.

—No, yo lo haré —dije.

Elizabeth se quedó boquiabierta.

Mientras permanecía arrodillada sobre la alfombra, con la cabeza gacha, en la posición de la esclava de placer, la despojé de su Koora para que su pelo quedara suelto, y luego del Kalmak de cuero, y finalmente la libré de la Curla y de la Chatka.

—Si deseas ser una esclava —dije—, sé una esclava.

Elizabeth no levantó la cabeza, y siguió mirando obsesionadamente al suelo, con sus pequeños puños apretados.

Me desplacé al lado del fuego central, y allí me senté con las piernas cruzadas, sin quitar la vista de ella.

—Acércate, esclava, y quédate de rodillas.

Levantó la cabeza y me miró con furia, orgullosa, durante un momento. Pero finalmente me obedeció, diciendo:

—Sí, amo.

—¿Qué es lo que eres?

—Una esclava —dijo amargamente, sin levantar la cabeza.

—Sírveme vino.

Así lo hizo, arrodillándose ante mí, manteniendo la mirada fija en el suelo, mientras me pasaba el cráter de vino de borde rojo, el del amo, tal y como había visto hacer a Aphris sirviendo a Kamchak. Bebí, y una vez que hube acabado de hacerlo, puse el cráter a un lado y la miré.

—¿Por qué lo has hecho, Elizabeth?

Ella se mantenía en actitud hosca.

—Soy Vella —me dijo—, una esclava goreana.

—Elizabeth...

—¡No, Vella! —dijo con enfado.

—Vella —repuse mostrando mi acuerdo.

Ella levantó la mirada. Nuestros ojos se encontraron, y estuvimos mirándonos durante un largo rato. Finalmente sonrió, y volvió a clavar la vista en el suelo.

—Por lo que parece —dije—, esta noche no iré al carro público de esclavas.

Elizabeth levantó la mirada tímidamente:

—No, parece que no, amo.

—Eres una zorra, Vella.

Se encogió de hombros. Seguía arrodillada frente a mí, en la posición de la esclava de placer, y se desperezó indolentemente, con una gracia muy felina; levantó sus manos por detrás del cuello y echó su cabello suelto hacia delante. Permaneció arrodillada así durante un lánguido momento, con las manos sobre la cabeza sujetando su melena, sus ojos fijos en mí.

—¿Piensas que las chicas del vagón público son tan bonitas como Vella?

—No —respondí—, no lo son.

—¿Y son tan deseables como Vella?

—No, ninguna de ellas es tan deseable como Vella.

Cuando hube dicho esto, con la espalda todavía arqueada, volvió débilmente la cabeza hacia un lado, con los ojos cerrados, y luego los abrió, mientras con las manos se iba echando el cabello hacia atrás. Finalmente, con un pequeño movimiento de cabeza, repartió su peinado adecuadamente.

—Por lo visto —dije—, Vella desea gustar a su amo.

—No —respondió la chica—. Vella odia a su amo —simuló furia en sus ojos—. La ha humillado. La ha desnudado y le ha puesto el collar de una esclava.

—Naturalmente.

—Además, quizás la fuerce a complacerle. Después de todo, sólo es una esclava.

Me eché a reír.

—Dicen que Vella, aunque ella quizás no lo sepa, está ansiosa por ser una esclava, la esclava total de un hombre..., aunque solamente sea por una hora.

—Eso me suena a teoría estúpida —dije entre risas y dándome palmadas en la rodilla.

—Quizás lo sea —dijo la muchacha encogiéndose de hombros—, pero Vella no lo sabe.

—Probablemente lo averiguará pronto.

—Sí, es posible —sonrió.

—Esclava, ¿estás preparada para darle placer a tu amo?

—¿Tengo alguna otra elección?

—Ninguna.

—Entonces —dijo resignada—, supongo que estoy preparada.

Volví a reír.

Elizabeth me miraba, sonriente. De pronto, puso la cabeza contra la alfombra, justo delante de mí, y oí que decía en un suspiro:

—Vella sólo pide que la dejen temblar y obedecer.

Me levanté y la hice levantarse entre risas.

Ella también reía, mientras permanecía en pie, cerca de mí, con los ojos brillantes. Podía sentir su respiración en mi cara.

—Creo que ahora voy a hacer algo contigo —dije.

Me miró con resignación, y bajó la cabeza.

—¿Cuál será la suerte de tu bella y civilizada esclava? —preguntó.

—El saco de estiércol.

—¡No! —gritó asustada—. ¡No! ¡Haré lo que quieras antes que eso! ¡Lo que quieras!

—¿Lo que quiera? —pregunté entre risas.

—Sí —dijo levantando la mirada y sonriendo—, lo que quieras.

—Muy bien, pues, Vella. Solamente te daré una oportunidad, y si me complaces, esa suerte que parece atemorizarte tanto no será la que merecerás..., al menos por esta noche.

—Vella te complacerá —dijo con aparente sinceridad.

—Muy bien: hazlo.

En aquel momento, recordé cómo se había comportado conmigo hacía un rato. Pensé que era conveniente darle a probar a la joven americana un poco de su propia medicina.

Elizabeth me miraba, sorprendida. Finalmente sonrió:

—Ahora te demostraré que conozco bien el significado de mi collar, amo.

Me besó, de pronto. Fue un beso profundo y húmedo, si bien demasiado breve.

—¡Ahí lo tienes! —dijo riendo—. ¡El beso de una esclava tuchuk!

Sin dejar de reír se volvió, y mirándome por encima del hombro dijo:

—Puedo hacerlo bastante bien, ¿no te parece?

No contesté.

—Supongo que mi amo tendrá suficiente con un beso —dijo en broma.

Estaba bastante embravecido, y mis instintos se habían despertado.

—Las muchachas del carro público —dije— sí que saben cómo besar de verdad.

—¿Ah sí?

—Sí. No son secretarias que pretenden haberse convertido en esclavas.

Sus ojos centellearon al volverse para mirarme.

—¡Prueba esto! —dijo acercándose.

Ahora sus labios se rezagaron en los míos, mientras sujetaba mi cabeza con sus pequeñas manos. El contacto se prolongó, y fue tibio, húmedo. Nuestras respiraciones se mezclaron y saborearon ese momento.

Mis manos sujetaban su esbelta cintura.

—No está mal —dije cuando retiró sus labios.

—¿Que no ha estado mal? —gritó.

Entonces me besó apasionadamente, durante un largo rato, y cada vez con mayor determinación. Primero lo hizo con sutileza, después con ansiedad, luego con dureza, para terminar bajando la cabeza.

Levanté su barbilla con el dedo. Me miró con expresión de enfado.

—Supongo que debería haberte dicho —comenté—, que una mujer sólo besa bien cuando está completamente despierta, después de por lo menos medio ahn, cuando está desvalida y complaciente.

Me miró, airada, y se volvió.

—Eres una bestia, Tarl Cabot —dijo mirándome desde el otro lado de la habitación, con la sonrisa en la boca.

—Tú también eres una bestia —me reí—. Una bestia muy bella, que incluso lleva collar.

—Te quiero, Tarl Cabot.

—Ponte las Sedas del Placer, pequeña bestia, y ven a mis brazos.

El resplandor de un desafío cruzó de pronto sus ojos. Parecía trastornada por la excitación.

—Aunque sea de la Tierra, intenta usarme como a una esclava.

—Si así lo deseas... —dije sonriendo.

—Te demostraré que tus teorías son falsas.

Me encogí de hombros.

—Te demostraré —continuó diciendo— que no se puede invadir a una mujer.

—Me estás tentando a hacerlo.

—Yo te quiero, pero aun así, no serás capaz de invadirme, pues eso es algo que yo no permitiré... ¡No lo permitiré, aunque te quiera!

—Si de verdad me quieres, quizás no desee conquistarte.

—Pero Kamchak, que es un tipo generoso, me hizo venir aquí para que tú me enseñaras a ser una hembra, para que me hicieras esclava, ¿no es así?

—Sí, así lo creo.

—Y eso, en su opinión, y quizás también en la tuya, ¿no es conveniente para mí?

—Quizás, pero no estoy demasiado seguro. Todas estas cuestiones son muy complicadas.

—Bien —dijo Elizabeth entre risas—, ¡voy a demostrar que ambos os equivocáis!

—De acuerdo. Veremos quién tiene razón.

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