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Authors: John Norman

Tags: #Ciencia Ficción, Erótico, Fantástico

Los nómades de Gor (51 page)

BOOK: Los nómades de Gor
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En un par de ocasiones oí el entrechocar de las espadas en el otro lado de las murallas. Quizás algunos hombres fieles a Saphrar, o a sus códigos, intentaban evitar que sus compañeros abandonasen el recinto. Pero a juzgar por el continuo éxodo que presenciábamos los leales estaban divididos y eran franca minoría. Por otra parte, aquellos que habrían deseado luchar por Saphrar, al ver que sus compañeros desertaban en tan gran número, debieron comprender enseguida que el peligro era inminente y que se había incrementado, con lo que no tardaron en unirse a los desertores. Incluso vi que algunos esclavos abandonaban el recinto, y a pesar de su condición les dieron también las cuatro piedras de oro. Quizás era ésta una manera de insultar a quienes habían aceptado el soborno tuchuk. Supuse que Saphrar había reunido en torno suyo a aquellos hombres durante los años en que estuvo acumulando su fortuna. Ahora pagaría el precio, su propia vida.

La expresión de Kamchak seguía siendo impasible..

Finalmente, más o menos un ahn después del amanecer, ya no salieron más hombres del recinto, y las puertas quedaron abiertas.

Kamchak había bajado de la azotea, y estaba montado en su kaiila.

Lentamente, dirigió su montura hacia la puerta principal. Harold y yo le acompañamos a pie. Detrás de nosotros venían varios guerreros. A la derecha de Kamchak caminaba un maestro de eslines, que sujetaba con una cadena a dos de esas bestias sanguinarias y sinuosas.

En la silla de Kamchak colgaban varias bolsas de oro. Cada una de ellas debía pesar más de cuatro piedras. Y siguiéndole, entre los guerreros, iban varios esclavos turianos, cubiertos con el Kes y encadenados, cargando con grandes cazos repletos de sacos de oro. Entre esos esclavos estaba Kamras, el Campeón de Turia, y Phanius Turmus, el Ubar turiano.

Una vez en el interior del recinto, vi que las murallas parecían desiertas. El terreno que las separaba de los edificios aparecía igualmente vacío. Aquí y allá se veían desperdicios, como trozos de cajas, flechas rotas, pedazos de ropa.

Kamchak se detuvo y miró a su alrededor. Sus ojos oscuros y profundos miraban los edificios y examinaban con gran detenimiento las azoteas y las ventanas.

Instantes después hizo que su kaiila avanzara lentamente en dirección a la entrada del edificio principal. Ante él había dos guerreros, que parecían totalmente dispuestos a defenderlo. Me sorprendió ver, un poco más atrás, una figura huidiza, vestida de blanco y dorado. Era Saphrar de Turia. Se quedó allí, en segundo término, sujetando algo entre los brazos, algo que estaba envuelto en un paño dorado.

Los dos hombres se prepararon para defender el portal.

Kamchak detuvo su kaiila.

Detrás de nosotros oí el estruendo de centenares de escaleras y de ganchos que golpeaban las murallas. Al volverme vi que cientos y cientos de hombres se adentraban en el recinto por encima de ellas, y también por las puertas abiertas. Los muros se convirtieron en un hervidero de tuchuks y de otros guerreros de diferentes pueblos nómadas. Inmediatamente se detuvieron, y quedaron en actitud expectante.

De pie sobre su silla, Kamchak se anunció a sí mismo:

—Kamchak de los tuchuks, cuyo padre Kutaituchik fue asesinado por Saphrar de Turia, llama a Saphrar de Turia.

—¡Matadle con vuestras lanzas! —gritó Saphrar desde el interior del umbral.

Los dos defensores dudaban.

—Saludad a Saphrar de Turia de parte de Kamchak de los tuchuks —dijo Kamchak con calma.

—¡Kamchak de los tuchuks quiere saludar a Saphrar de Turia! —dijo uno de los guardianes volviéndose bruscamente.

—¡Matadle! —gritó Saphrar—. ¡Matadle!

Una docena de arqueros, que empuñaban el pequeño arco de cuerno, se situaron frente a los guardianes y apuntaron con las armas a sus corazones.

Kamchak desató dos de los sacos de oro que colgaban de su silla. Lanzó uno hacia un guardián, y el otro hacia el segundo guardián.

—¡Luchad! —gritó Saphrar.

Los dos guardianes abandonaron la puerta, para recoger cada uno su saco de oro, y luego corrieron por entre los tuchuks.

—¡Eslines! —gritó Saphrar antes de volverse y correr al interior de la casa.

Sin darse ninguna prisa, Kamchak hizo subir a la kaiila por las escaleras que conducían a la entrada de la casa, y luego, siempre a lomos de su kaiila, entró en la gran sala de recepción de la Casa de Saphrar.

Allí miró detenidamente alrededor suyo y después, con Harold y yo detrás, y también con el hombre de los dos eslines, con los esclavos cargados de oro y con los arqueros y demás hombres, empezó a subir por las escaleras de mármol sobre su kaiila, tras los pasos del aterrorizado Saphrar.

En el interior de la casa nos encontramos también con guardianes, y Saphrar siempre se refugiaba detrás de ellos. Pero Kamchak arrojaba el oro y los guardianes se lanzaban a recogerlo, con lo que Saphrar, jadeante y resollando, no tenía más remedio que seguir corriendo con sus piernas cortas, conservando el objeto envuelto en tela dorada entre las manos. El mercader cerraba puertas tras de sí, pero pronto las volvían a abrir, forzándolas, los que iban con nosotros. Cuando podía arrojaba muebles escaleras abajo para detenernos, pero no teníamos más que esquivarlos. Esa persecución nos llevaba de habitación en habitación, de sala en sala, por toda la inmensa mansión de Saphrar de Turia. Pasamos también por la sala de banquetes, el lugar en el que un tiempo antes el mercader que ahora huía había sido nuestro anfitrión. Pasamos por cocinas y por pasadizos, e incluso por las habitaciones privadas de Saphrar, en donde vimos una multitud de vestidos y pares de sandalias pertenecientes al mercader; cada una de esas prendas estaba confeccionada preferentemente en los colores blanco y dorado, pero en ocasiones se mezclaban con centenares de otros colores. Cuando llegamos a ese punto de la casa, pareció que la persecución había terminado, pues Saphrar se había esfumado. Aun así, Kamchak no dio muestras de la más mínima irritación.

Lo que hizo fue desmontar y tomar una de las prendas que se hallaban sobre la inmensa cama de la habitación. Luego hizo olfatear esa prenda a los dos eslines y les ordenó:

—¡Cazad!

Los dos animales parecieron beber del olor de la prenda, y después empezaron a temblar, y de sus patas anchas y ligeras emergieron las garras para luego volver a retraerse, y sus cabezas se levantaron para empezar a oscilar a uno y otro lado. Como si de un solo animal se tratara, se volvieron y arrastraron por la cadena a su cuidador. Quedaron frente a lo que parecía un muro, y se levantaron sobre las dos patas posteriores, mientras que con las cuatro delanteras arañaban el muro, entre gritos, lloriqueos y gruñidos.

—Romped esta pared —ordenó Kamchak.

No era cuestión de tomarse la molestia de buscar el botón o la palanca que debía abrir aquel panel.

Un momento después, el muro ya estaba destrozado, revelando el oscuro pasadizo que quedaba tras él.

—Traed lámparas y antorchas —ordenó Kamchak.

Nuestro Ubar entregó su kaiila a un subordinado y prosiguió su camino a pie, con una antorcha y una quiva en las manos. Se adentró en el pasadizo con los dos eslines al lado. Tras él avanzábamos Harold y yo, y el resto de sus hombres, varios de ellos con antorchas, e incluso los esclavos que cargaban con el oro. Bajo la guía de los eslines, no tuvimos dificultades en seguir el rastro de Saphrar a través del pasadizo, aunque éste se ramificaba en varias ocasiones. El camino estaba completamente a oscuras, pero allí donde se bifurcaba había encendidas algunas pequeñas lámparas de aceite de tharlarión. Supuse que Saphrar de Turia debía llevar una lámpara o una antorcha, a menos que conociese de memoria los entresijos de aquel laberinto.

En un punto, Kamchak se detuvo y pidió que trajesen planchas. Mediante algún mecanismo había desaparecido la superficie del camino en una longitud de unos cuatro metros. Harold lanzó un guijarro a ese vacío, y tardamos más de diez ihns en oír su choque con el agua allá en las profundidades.

A Kamchak no parecía importarle esa espera. Se sentó y permaneció inmóvil como una roca, con las piernas cruzadas junto al vacío y mirando al otro lado. Finalmente llegaron las tablas que había pedido, y él y los eslines fueron los primeros en cruzar.

En otra ocasión nos ordenó que permaneciéramos quietos donde estábamos. Luego pidió una lanza, con cuya punta rompió un alambre que había en el camino. Inmediatamente, cuatro cuchillas salieron despedidas de una de las paredes, para introducirse con sus puntas afiladas en unos orificios practicados en la pared opuesta. Kamchak rompió las barras que sujetaban esas cuchillas a patadas, y seguimos nuestro camino.

Finalmente, emergimos en una amplia sala de audiencias, de techo abovedado, con espesas alfombras y repleta de tapices. La reconocí inmediatamente, pues era la estancia donde fuimos conducidos Harold y yo tras ser apresados para ser presentados ante Saphrar de Turia.

En esa habitación había cuatro personas.

En el puesto de honor, con las piernas cruzadas, tranquilo, apoyado en los cojines del mercader, estaba el enjuto Ha-Keel con su rostro cruzado por una cicatriz. El que había sido tarnsman de Ar, ahora mercenario del escuálido y maligno Puerto Kar, se encontraba engrasando tranquilamente la hoja de su espada.

En el suelo, bajo esa tarima, estaba Saphrar de Turia, que sujetaba con desesperación el objeto envuelto en púrpura. También se encontraba allí el paravaci, todavía con la capucha del Clan de los Torturadores; sí, allí estaba el que habría podido ser mi asesino, el que había estado con Saphrar de Turia cuando entré en el Estanque Amarillo de Turia.

Oí que Harold gritaba de alegría al descubrir a aquel tipo. El hombre se volvió hacia nosotros, con una quiva en la mano. Bajo su máscara negra debía haber palidecido al ver a Harold de los tuchuks. Sí, podía sentir cómo temblaba.

El otro hombre que les acompañaba era un joven, de ojos y cabellos oscuros. Se trataba de un simple hombre de armas, que no debía pasar de la veintena. Vestía el rojo de los guerreros. Empuñaba una espada corta y no se movía de su sitio, entre nosotros y los demás.

Kamchak le miraba, y en su expresión se denotaba únicamente que parecía divertido con la presencia de aquel muchacho.

—No te metas en esto, chico —dijo Kamchak con mucha tranquilidad. En este lugar estamos tratando de cosas serias, no de chiquilladas.

—¡Atrás, tuchuk! —gritó el muchacho con la espada preparada delante de él.

Kamchak hizo una señal para que le pasaran una bolsa de oro. Empujaron hacia delante a Phanius Turmus, y del cazo que transportaba Kamchak tomó un saco de oro que lanzó hacia el joven. Pero éste no se movió de su sitio, sino que se preparó para enfrentarse a solas a la carga de los tuchuks.

Kamchak lanzó otro saco de oro a sus pies, y luego otro más.

—Soy un guerrero —dijo con orgullo el joven.

Kamchak hizo una señal a sus arqueros, y éstos se adelantaron, con sus flechas apuntadas sobre el joven. Inmediatamente, Kamchak le arrojó, una tras otra, una docena de sacos a los pies.

—¡Ahórrate tu dinero, eslín tuchuk! Soy un guerrero, y conozco mi código.

—Como quieras —dijo Kamchak levantando su mano para hacerles la señal a sus arqueros.

—¡No lo hagas! —grité.

Entonces, lanzando el grito de guerra turiano, el joven se lanzó hacia delante con su espada. Iba a caer sobre Kamchak cuando doce flechas volaron al mismo tiempo, y se clavaron todas sobre su cuerpo. El chico dio dos vueltas sobre sí mismo, pero luego intentó seguir para alcanzar a Kamchak, y otra flecha, y luego otra, hicieron impacto en su cuerpo, hasta que cayó a los pies del Ubar de los tuchuks.

Con sorpresa vi que ninguna de las flechas había penetrado en su torso, ni en su cabeza, ni en el abdomen, sino que interesaban solamente a brazos y piernas.

No había sido ninguna casualidad.

Kamchak le dio la vuelta sobre el suelo con su bota.

—¡Sé un tuchuk!

—¡Nunca! —susurró el joven, aturdido por el dolor, con los dientes apretados—. ¡Nunca, eslín tuchuk, nunca!

Kamchak se volvió para hablar con algunos de sus guerreros.

—Curadle las heridas —dijo—, y haced que sobreviva. Cuando pueda montar, enseñadle a cabalgar en la silla de la kaiila, y a manejar la quiva, el arco y la lanza. Vestidle con el cuero de los tuchuks. Necesitamos hombres como él entre los carros.

Vi los ojos asombrados del joven, que contemplaba a Kamchak sin entender lo que decía. Finalmente, se lo llevaron de la estancia.

—Con el tiempo —dijo Kamchak—, este chico será el comandante de un millar.

Nuestro Ubar levantó la cabeza para contemplar a los otros tres hombres: Ha-Keel, que seguía sentado con su espada en actitud muy reposada, el desesperado Saphrar y el alto paravaci, con su quiva.

—¡El paravaci es mío! —gritó Harold.

El hombre se volvió, furioso, para encararse con él, pero no dio ni un paso ni lanzó su quiva.

—¡Luchemos! —gritó Harold saltando hacia delante.

Obedeciendo al gesto de Kamchak, Harold retrocedió con expresión de enfado, y la quiva en su mano.

Los dos eslines rugían y tiraban de sus cadenas. El pelo rojizo que colgaba de sus fauces estaba salpicado por la espuma de su agitación. Los ojos les brillaban. Las garras emergían y se retraían una y otra vez, desgarrando la alfombra.

—¡No os acerquéis! —gritó Saphrar—. ¡No os acerquéis, si no queréis que destruya la esfera dorada!

Apartó la tela púrpura que había cubierto la esfera, y luego levantó ésta por encima de su cabeza. Mi corazón se detuvo durante un momento. Agarré de la manga a Kamchak.

—¡Que no lo haga! ¡Sobre todo! ¡Que no lo haga!

—¿Por qué no? —preguntó Kamchak—. ¡Esa esfera es un objeto inútil!

—¡Atrás! —gritó Saphrar.

—¡No lo entiendes, Kamchak! —exclamé.

—¡Escuchad al korobano! —gritó Saphrar con ojos brillantes—. ¡Él lo sabe! ¡Él lo sabe!

—¿De verdad crees que es tan importante que no destruya la esfera?

—¡Sí! —respondí—. ¡No hay nada tan valioso en todo Gor! ¡De ella depende el futuro del planeta!

—¡Escuchadle! —gritó Saphrar—. ¡Si os acercáis, la destruiré!

—Es imprescindible que no sufra ningún daño —le dije a Kamchak.

—Pero, ¿por qué?

No respondí a su pregunta porque no sabía cómo decir lo que debía explicar.

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