Los nómades de Gor (23 page)

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Authors: John Norman

Tags: #Ciencia Ficción, Erótico, Fantástico

BOOK: Los nómades de Gor
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Saphrar la miraba, sonriente. Se volvió a Kamchak y preguntó:

—¿Cuánto has dicho que valía, tuchuk?

—¡Oh, ya he bajado el precio! —dijo Kamchak—. Ahora por un disco de cobre es tuya.

—El precio es demasiado alto —dijo Saphrar sonriente. Aphris lanzó un gemido de desesperación.

Saphrar volvió a mirarla a través del pequeño lente que había utilizado antes y la examinó detenidamente. Acto seguido, se encogió de hombros e hizo un gesto a sus esclavos para que diesen media vuelta.

—¡Saphrar! —gritó la chica por última vez.

—Yo no hablo a los esclavos —dijo el mercader mientras su palanquín empezaba a moverse en dirección a las murallas de la distante ciudad de Turia.

Aphris miraba cómo se alejaba, casi sin sentido, los ojos enrojecidos, las mejillas empapadas de lágrimas.

—No importa —dijo Kamchak para consolarla—. Aunque Saphrar se hubiese comportado como un hombre justo y noble, yo no te habría liberado.

La muchacha se volvió para contemplarlo, sorprendida.

—No —dijo Kamchak recogiéndole el pelo y sacudiéndole suavemente la cabeza—, no te habría liberado ni por todo el oro de Turia.

—Pero, ¿por qué? —susurró ella.

—¿Recuerdas aquella noche, ahora hace dos años, en que despreciaste mi regalo y me llamaste eslín?

La muchacha asintió. Su expresión era de terror.

—Esa noche juré que te convertiría en mi esclava.

Aphris bajó la cabeza.

—Por esta razón te digo que no te habría vendido ni por todo el oro de Turia.

La muchacha le miró, con ojos llorosos.

—Sí, querida Aphris, esa noche decidí que te quería para mí, que tenías que convertirte en mi esclava.

Un escalofrío recorrió el cuerpo de Aphris de Turia. Luego, bajó la cabeza.

Las carcajadas de Kamchak de los tuchuks resonaron por toda la llanura.

Había esperado mucho tiempo para poder reír así, para poder contemplar a su bella enemiga en esa situación: vencida, encadenada y humillada, convertida en una esclava.

Poco después, Kamchak alcanzaba la llave que colgaba encima de la cabeza de Aphris de Turia y abría las anillas de sujeción. Cuando hubo hecho esto, condujo a la chica, que no ofrecía ninguna resistencia, al lado de su kaiila.

Allí, junto a las patas del animal, la hizo arrodillarse.

—Tu nombre es Aphris de Turia —le dijo, otorgándole ese nombre.

—Mi nombre es Aphris de Turia —repitió ella, aceptando ese nombre de las manos del guerrero.

—Sométete —ordenó Kamchak.

Temblorosa, Aphris se arrodilló, bajó la cabeza y extendió los brazos con las muñecas cruzadas. Kamchak las anudó con una correa resistente.

Aphris levantó la cabeza y preguntó débilmente:

—¿Me atarás ahora sobre tu silla?

—No —respondió Kamchak—, no tenemos ninguna prisa.

—No comprendo.

En aquel momento, Kamchak estaba atando una correa alrededor de su cuello, cuyo extremo opuesto sujetó después en la silla de su kaiila.

—Correrás a mi lado —le dijo a la chica.

Aphris le miró, atónita. No podía creer lo que había oído.

Elizabeth Cardwell, desatada, ya se había colocado en el otro lado de la kaiila de Kamchak, junto al estribo derecho. Después, Kamchak, sus dos mujeres y yo, abandonamos las llanuras de las Mil Estacas y emprendimos el camino de regreso al campamento de los tuchuks.

A nuestras espaldas podíamos oír aún el estruendo de los combates, y los gritos de la multitud.

Unas dos horas más tarde llegamos a los carros de los tuchuks, y empezamos a avanzar abriéndonos paso entre los niños y los cazos humeantes. A nuestro lado corrían las esclavas del campamento, que se burlaban del premio que Kamchak arrastraba atado al lado izquierdo de su montura. Las mujeres libres, levantando la vista de sus ollas y cazos, miraban con envidia a la nueva mujer turiana que llegaba al campamento.

—¡Estaba en la primera estaca! —gritó Kamchak a las esclavas, que no dejaban de reír—. ¿Tú qué estaca ocupaste?

De pronto, hizo girar a su kaiila, como si fuese a lanzarse contra ellas, y las chicas empezaron a correr riendo y gritando.

Pero enseguida, como una bandada de pájaros, volvieron a agruparse para seguirnos.

—¡Primera estaca! —le gritó a un guerrero señalando con el pulgar a Aphris, que se tambaleaba y jadeaba mientras corría.

El guerrero se rió, y Kamchak no fue menos:

—¡Es cierto! —repetía una y otra vez entre carcajadas y palmadas en la silla—. ¡Es cierto!

Era realmente difícil pensar que aquella muchacha en tan lamentable estado que corría junto a la kaiila de Kamchak podía haber ocupado la primera estaca. Apenas podía mantenerse en pie, y jadeaba. Tenía el cuerpo brillante por el sudor, las piernas negras por el polvo que se les había adherido, el pelo enredado y sucio, los pies ensangrentados, lo mismo que los tobillos, y las pantorrillas repletas de los rasguños rojos de los reneles. Cuando Kamchak llegó a su carro, la pobre chica, temblorosa, buscando más aire para sus pulmones, cayó exhausta sobre la hierba; todo el cuerpo le temblaba después del terrible sufrimiento que para ella había significado aquella carrera. Era de suponer que lo más fastidioso que Aphris de Turia había hecho hasta ese momento debía haber sido entrar y salir de sus baños perfumados. Por otro lado, me alegré al comprobar que Elizabeth Cardwell corría bien, que respiraba acompasadamente y apenas exteriorizaba signos de fatiga. En el tiempo que llevaba entre los carros se había acostumbrado a esta forma de ejercicio, y eso era muy digno de admiración. Aparentemente, la vida al aire libre y el ejercicio le habían resultado beneficiosos. Tenía muy buen aspecto, parecía saludable y optimista. ¿Cuántas chicas de su oficio de Nueva York habrían podido cabalgar como ella al lado del estribo de un guerrero tuchuk?

Kamchak bajó de la silla de su kaiila dando un resoplido.

—¡Arriba, arriba! —gritó alegremente levantando a la exhausta Aphris para obligarla a arrodillarse—. ¡Hay mucho trabajo que hacer, muchacha!

Aphris le miró, aturdida. Todavía llevaba la correa sujeta al cuello, y las muñecas atadas.

—Hay que limpiar a los boskos —le dijo Kamchak—, y hay que sacarles brillo en los cuernos y en los cascos. También tienes que ir a buscar forraje, y recoger el estiércol. Luego podrás limpiar el carro y engrasar las ruedas, y traer agua del riachuelo que corre unos cuantos pasangs más allá, y cortar la carne que hay que cocinar para la cena. ¡Venga, venga! ¡Date prisa, perezosa!

Una vez dicho esto Kamchak se echó hacia atrás y se rió de su broma tuchuk, dándose palmadas en los muslos.

Elizabeth Cardwell desató la correa del cuello de Aphris y también la de las muñecas.

—Ven conmigo —dijo dulcemente—. Te enseñaré lo que hay que hacer.

Aphris se levantó, vacilante, todavía aturdida. Volvió los ojos hacia Elizabeth, en quien parecía reparar por primera vez.

—¡Ese acento! —dijo Aphris lentamente y mirándola como aterrorizada—. ¡Eres una extranjera!

—Como verás —dijo Kamchak—, se viste con una piel de larl, y no lleva collar, ni anillo de nariz, ni ha sido marcada con hierro candente... No como tú, que pronto lucirás todos estos atributos.

Aphris temblaba, y sus ojos reflejaban una actitud implorante.

—¿No sospechas, querida Aphris, por qué razón esta extranjera no lleva ni anillo, ni collar, ni va marcada, aun siendo una esclava?

—¿Por qué? —preguntó Aphris, asustada.

—Porque de esta manera en mi carro habrá siempre alguien superior a ti —respondió Kamchak.

Ya me había preguntado muchas veces por qué Kamchak no había tratado a Elizabeth de la misma manera que a las demás muchachas esclavizadas por los tuchuks.

—Porque así —continuó Kamchak— podrás desempeñar, entre otras muchas tareas, las propias de una esclava sierva de una mujer.

Eso hizo que Aphris reaccionara inmediatamente: se puso en pie, como espoleada por un rayo y gritó:

—¡No! ¡Yo, Aphris de Turia, no voy a hacerlo!

—Sí, lo harás —dijo Kamchak.

—¡Servir a una bárbara! ¡Nunca!

—¡Sí! —rugió Kamchak echando atrás la cabeza para reírse a carcajadas—. ¡Sí! ¡Aphris de Turia, en mi carro, será la sirviente esclava de una bárbara!

La turiana cerró los puños, rabiosa.

—¡Y haré que la noticia corra! —añadió—. ¡Haré que llegue a Turia!

Aphris de Turia temblaba de rabia ante él.

—Por favor —dijo Elizabeth—, ven conmigo.

Intentó tomarle el brazo para arrastrarla, pero Aphris huyó con arrogancia de su contacto. No deseaba sentir la mano de Elizabeth sobre su piel. Finalmente, con la cabeza muy alta, se dignó a acompañarla, y ambas empezaron a caminar.

—Si no trabaja bien —dijo Kamchak alegremente—, dale una buena paliza.

Aphris se volvió para mirarle con los puños cerrados.

—Mi querida Aphris, enseguida aprenderás quién es el verdadero amo aquí.

—¿Tan pobre es un tuchuk —preguntó Aphris— que ni siquiera puede vestir a una miserable esclava?

—En mi carro hay varios diamantes —dijo—. Puedes llevarlos, si quieres. Pero hasta que yo no lo diga, no podrás ponerte encima nada más.

Aphris, con la cabeza levantada, furiosa, se volvió y siguió a Elizabeth Cardwell. Juntas desaparecieron.

Los siguientes en abandonar el carro fuimos Kamchak y yo, y nos pusimos a vagabundear. De hecho, lo que hicimos fue acudir a uno de los carros de esclavos para comprar una botella de Paga que liquidamos entre paseo y paseo.

Al parecer, ese año los Pueblos del Carro lo habían hecho más que bien en las Llanuras de las Mil Estacas. Según las informaciones que recogimos, alrededor del setenta por ciento de las muchachas turianas habían salido como esclavas de la Guerra del Amor. Por lo que sabía, otros años la balanza se había inclinado hacia el otro lado, lo que hacía todavía más apasionante la competición. También oímos que Hereena había caído en manos de un oficial turiano que participaba en representación de la Casa de Saphrar. Después del combate, y a cambio de una suma, había cedido a la muchacha. Se daba por supuesto que iba a convertirse en otra de las bailarinas del mercader. “Un poco de perfume y sedas no le irán mal a esa chica” había dicho Kamchak. Se me hacía muy extraño pensar en ella, después de haberla visto tan arrogante e insolente a lomos de su kaiila, convertida ahora en una esclava perfumada y envuelta en seda para placer de los turianos. Era una lástima, en mi opinión, pero por lo menos había un hombre entre los carros que se alegraría: el joven Harold. Él, que todavía no tenía la Cicatriz del Coraje, a quien Hereena había escarnecido tanto, debía estar contento de que ella, tan despreciativa y de mal carácter, estuviese ahora cubierta de brazaletes, ajorcas y campanillas tras las altas y gruesas murallas de los jardines del placer turianos.

Kamchak había dado media vuelta para dirigirse de nuevo al carro de esclavos.

Decidimos apostar para ver quién iba a pagar la segunda botella.

—¿Qué te parece el vuelo de los pájaros? —preguntó Kamchak.

—De acuerdo —dije—, pero elijo primero yo.

—Muy bien.

Naturalmente, sabía que era primavera, y en ese hemisferio lo normal sería que la mayoría de las aves, si estaban en migración, fueran hacia el sur.

—Sur —dije.

—Norte —dijo Kamchak.

Esperamos alrededor de un minuto, y entonces pudimos ver algunas aves, unas gaviotas de río..., que volaban hacia el norte.

—Son gaviotas del Vosk —dijo Kamchak—. En primavera, cuando el hielo del Vosk se derrite, vuelan hacia el norte.

No tuve más remedio que buscar en mi bolsillo algunas monedas para Paga.

—Las primeras migraciones hacia el sur de los milanos de la pradera —me explicó Kamchak— ya han pasado. En cuanto a las migraciones del hurlit de los bosques y del gim cornudo, no tienen lugar hasta pasada la primavera. En este tiempo solamente viajan las gaviotas del Vosk.

Mientras cantábamos canciones tuchuks nos las arreglamos para volver a nuestro carro.

Elizabeth había cocinado la carne, pero evidentemente la había tenido mucho rato al fuego.

—La carne está demasiado hecha —dijo Kamchak.

—Los dos están asquerosamente borrachos —dijo Aphris de Turia.

La miré y pensé que ambas eran unas bellas mujeres.

—No, lo que estamos es gloriosamente ebrios —dije yo para corregirla.

Kamchak inspeccionaba de cerca a las chicas inclinándose hacia delante. Bizqueaba un poco.

Yo pestañeé unas cuantas veces.

—¿Ocurre algo? —preguntó Elizabeth Cardwell.

Había notado que tenia un verdugón bastante ancho a un lado de su cara, que su pelo estaba revuelto y que en el lado izquierdo del rostro tenía cinco largos arañazos.

—No —respondí.

El aspecto de Aphris de Turia era más lamentable todavía. Era evidente que había perdido más de un mechón de cabello. En el brazo izquierdo tenía marcas de mordeduras y su ojo derecho estaba hinchado y empezaba a amoratarse.

—Sí, la carne está demasiado hecha —refunfuñó Kamchak.

Un amo no debe interesarse por las disputas entre sus esclavas, pues son algo que ha de quedar por debajo de su atención. Naturalmente, Kamchak no habría aprobado que una de las dos hubiese resultado mutilada, desfigurada o tuerta. Pero mientras las cosas no llegasen a este extremo, preocuparse estaba fuera de lugar.

—¿Están satisfechos los boskos? —preguntó Kamchak.

—Sí —respondió Elizabeth con firmeza.

—¿Están satisfechos los boskos? —volvió a preguntar Kamchak mirando a Aphris.

Ella levantó los ojos bruscamente, y vimos que estaban arrasados por las lágrimas. Dirigió una mirada furiosa a Elizabeth y respondió:

—Sí, están satisfechos.

—Bien, bien —dijo Kamchak. Apuntó entonces con el dedo al pedazo de carne y dijo—: Está demasiado hecha.

—Habéis llegado con horas de retraso —dijo Elizabeth.

—Sí, horas —insistió Aphris.

—La carne está demasiado hecha —repitió Kamchak.

—Bien, asaré un pedazo de carne fresca —dijo Elizabeth levantándose para hacerlo. Aphris no hizo más que sorberse la nariz.

Una vez que la carne estuvo lista, Kamchak comió a placer y se bebió una jarra de leche de bosko entera. Yo hice lo mismo, aunque de tanto Paga que había tragado la leche no me sentó demasiado bien.

Kamchak, tal y como hacía a menudo, estaba sentado sobre lo que parecía una piedra de color gris de ángulos rectos y esquinas redondeadas. La primera vez que había reparado en ese objeto se hallaba junto a otros muchos trastos en la esquina de nuestro carro. Habría que decir que entre esos muchos trastos había algunas cajas de joyas y varios baúles cargados con discotarns de oro. En cuanto a la piedra, había pensado que era eso: una piedra, y no le di más importancia hasta que un día Kamchak me dijo que le echara un vistazo y me la envió desde el otro lado de la estancia de una patada. Naturalmente, me sorprendió que no lo fuera. Parecía un objeto hecho con cuero, de superficie granulada y extraordinariamente ligero. Me recordó algo a esas piedras caídas, dispersas, que había visto alguna vez en ciertas áreas abandonadas del santuario de los Reyes Sacerdotes. Nadie habría distinguido el objeto de nuestro carro colocado entre esas piedras.

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