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Authors: John Norman

Tags: #Ciencia Ficción, Erótico, Fantástico

Los nómades de Gor (26 page)

BOOK: Los nómades de Gor
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—Hacías demasiado ruido —dijo Kamchak bromeando.

Elizabeth se puso a aplaudir de alegría, y empezó a examinar el camisk.

—La esclava le está muy agradecida a su amo —dijo Aphris con lágrimas en los ojos.

—Así debe ser —dijo Kamchak.

Aphris se puso enseguida el camisk, ayudada por Elizabeth. El contraste de esa tela amarilla con sus ojos almendrados y su pelo negro y largo la favorecían muchísimo.

—Ven aquí —ordenó Kamchak.

Aphris le obedeció y corrió rápidamente a su lado.

—Yo te enseñaré cómo se lleva un camisk —dijo Kamchak. Tomó la cuerda y la sujetó en un par de apretones y vueltas que dejaron casi sin aliento a la turiana. Finalmente la tensó y la ató alrededor de su cintura.

—Así —dijo—, así es como se lleva un camisk.

Vi que realmente Aphris de Turia iba a estar muy atractiva vestida de esa manera.

Aphris caminó ante Kamchak y se dio dos veces la vuelta.

—¿No soy bella, amo?

—Sí —dijo Kamchak acompañando su afirmación con la cabeza.

Aphris rió encantada, como si llevara uno de sus vestidos blancos y dorados de Turia.

—Para ser una esclava turiana no está mal —corrigió Kamchak.

—Llegaremos tarde a la danza si no nos damos prisa —dijo Elizabeth.

—Creía que preferías quedarte en el carro —dijo Aphris.

—No. Me lo he pensado mejor.

Kamchak buscó algo entre sus trastos, y al final vino con dos trabas para los tobillos.

—¿Para qué es eso? —preguntó Aphris.

—Para que no olvidéis que no sois más que esclavas —gruñó Kamchak—. Vámonos.

Kamchak, con el dinero que cómodamente había obtenido de mí en la apuesta, pagó nuestra entrada, y nos abrimos paso entre las cortinas que rodeaban el recinto.

En el interior ya había un buen número de hombres, algunos acompañados de sus chicas. Incluso vi a algunos kassars y paravaci, así como uno de los raros kataii, que en muy pocas ocasiones se dejan ver en los campamentos de los otros pueblos. Naturalmente, los tuchuks eran mayoría. La gente estaba sentada con las piernas cruzadas y en círculos alrededor de un buen fuego que ardía en el centro del recinto. Todos parecían de buen humor, y reían y movían las manos mientras se obsequiaban unos a otros con explicaciones sobre sus más recientes hazañas, que parecían ser muchas, sobre todo si se consideraba que aquélla era la época más activa en lo que a saqueos de caravanas se refiere. Observé con agrado que el fuego no era de estiércol de bosko, sino de madera. Lo que no me gustó fue comprender que esas vigas y tablones procedían del desguace del carro de un mercader.

Un poco apartados, en un lugar cercano al fuego pero despejado de gente, había un grupo de nueve músicos. Todavía no interpretaban ninguna pieza, aunque uno de ellos tocaba con aire ausente una especie de timbal, la kaska, que se hace sonar con las manos. Otros dos músicos, con instrumentos de cuerda, procedían a afinarlos acercando el oído a las cajas de resonancia. Uno de los instrumentos era un czehar, de ocho cuerdas y de forma parecida a la de una caja rectangular y plana; lo tocan sentados en el suelo, con las piernas cruzadas y el czehar en el regazo. Las cuerdas se pulsan por medio de una púa de cuero. El otro instrumento era la kalika, de seis cuerdas y de puente plano, como el anterior. Sus cuerdas se ajustan por medio de pequeñas clavijas de madera, y su forma recuerda por sus redondeces a la guitarra o al banjo, aunque el mástil sea mucho más largo y la caja de resonancia hemisférica. De la misma manera que el czehar, la kalika se puntea. La verdad es que en Gor no he visto nunca instrumentos de arco, y también hay que decir que en este planeta no he encontrado nunca música escrita; no sé si existirá algún tipo de notación musical, pues las melodías pasan de padres a hijos, o de maestro a alumno. Había otro músico con una kalika, pero éste se hallaba sentado con su instrumento y mirando a las esclavas del público. Los tres flautistas estaban limpiando sus instrumentos y hablaban entre ellos. Deduje que debía tratarse de asuntos profesionales, porque cada vez que uno hablaba interrumpía su explicación para ilustrarla con su flauta, y luego los demás intentaban a su vez corregir o mejorar lo que había tocado el primero. A veces la discusión se acaloraba. También pude ver a otro percusionista, que llevaba una kaska, y otro que se hallaba sentado en actitud muy seria ante lo que parecía un montón de objetos inverosímiles. Entre ellos se encontraba un palo con muescas, que se tocaba haciendo resbalar una vara de tem por su superficie. Había también platillos de todas clases, una pandereta y varios instrumentos de percusión más, como piezas de metal colgadas de un alambre, calabazas rellenas de piedrecillas, campanillas de esclava montadas en anillos, etcétera. Ese músico no iba a ser el único en utilizar todos estos artilugios, pues sus compañeros le ayudarían, sobre todo la segunda kaska y la tercera flauta. Entre los músicos goreanos, los más prestigiosos son los que tocan el czehar. En ese grupo había uno, y era el líder; le seguían en importancia los flautistas, y después los que tocaban la kalika, a los que seguían los percusionistas. El último era el encargado de los instrumentos variados, que debía entregar también a los demás en cuanto los necesitasen. Por último, considero interesante explicar que los músicos de Gor nunca pueden ser esclavizados. Naturalmente pueden sufrir penas de exilio, de tortura y de muerte, pero no se les puede esclavizar, porque se dice, y quizás con razón, que los que hacen música deben ser libres como gaviotas del Vosk o como los tarns.

Dentro del recinto, a un lado, estaba el carro de esclavos. Habían desuncido a los boskos para llevarlos a alguna parte. El carro estaba abierto, y se podía ir para comprar botellas de Paga, si así se deseaba.

—Hay sed —dijo Kamchak.

—Iré a comprar una botella de Paga —dije.

Kamchak se encogió de hombros. Después de todo, él había comprado las entradas.

Cuando volví con la botella, tuve que pasar por encima de numerosas filas de tuchuks sentados en el suelo, y un par de ellos se llevaron un pisotón. Afortunadamente, mi torpeza no fue considerada un desafío. Uno de los que sufrieron mis pisadas fue lo suficientemente educado para decirme: “Perdóname por sentarme por donde tú pasas”. A la manera tuchuk, tuve que asegurarle que no me había ofendido, y al final, sudoroso, llegué al lugar que antes ocupaba sano y salvo. Kamchak había obtenido asientos bastante buenos gracias al método tuchuk que consiste en encontrar dos individuos sentados uno cerca del otro para sentarse en medio, entre los dos. También había hecho sentar a Aphris a su derecha y a Elizabeth a la izquierda. Saqué el corcho del Paga con los dientes y se lo pasé a Kamchak por delante de Elizabeth, como indicaban las reglas de la cortesía. Faltaba alrededor de un tercio de la botella cuando Elizabeth, mareada sólo por el olor de ese brebaje, me la devolvió.

Oí dos chasquidos, y vi que Kamchak acababa de colocar la traba a Aphris. Esa traba de esclava consiste en dos pulseras que se cierran en torno a una muñeca y a un tobillo, y que están unidas por una cadena de unos veinte centímetros. Si la muchacha es diestra, como era el caso de Aphris o Elizabeth, las pulseras o esposas se ponen en la muñeca derecha y en el tobillo izquierdo. La traba no es demasiado incómoda para una chica arrodillada en cualquiera de las posturas tradicionales de las mujeres goreanas libres o esclavas. A pesar de esa cadena, Aphris, vestida con su camisk amarillo, con la negra melena cayéndole por detrás, miraba a su alrededor con gran atención e interés. Varios tuchuks la miraban con admiración. Naturalmente, las esclavas de Gor están acostumbradas a que los hombres las miren con descaro. Es más, lo esperan y les gusta que así sea. Me pareció divertido comprobar que Aphris no era ninguna excepción.

Elizabeth Cardwell también mantenía erguida la cabeza y el cuerpo, y obviamente sabía que era el blanco de una o dos miradas.

Me había llamado la atención que Kamchak, a pesar de que Aphris ya llevaba varios días en el carro, no llamara al Maestro de Hierro. Así, hasta ese momento Aphris de Turia no llevaba ninguna marca hecha con hierro candente, ni ningún anillo en la nariz. Todo eso me parecía muy interesante. También me había fijado en que, tras los primeros días, Kamchak apenas le había puesto la mano encima, aunque sí la pegó bastante fuerte en una ocasión, cuando Aphris tiró una copa. Y hacía un rato había podido comprobar que, a pesar de que Aphris era esclava desde hacía muy poco tiempo, Kamchak ya le permitía vestir el camisk. Sonreí para mis adentros, bebí un buen trago de Paga y me dije: “Así que es un tuchuk muy astuto, ¿eh? ¡Pues vaya!”.

Aphris, por su parte, parecía haberse quitado de la cabeza la idea de hundir una quiva en el corazón de Kamchak, a pesar de que esas armas seguían a la vista en el interior del carro. Quizás pensó que no era una acción demasiado atinada, pues aunque hubiese conseguido su propósito habría muerto después a manos de un miembro del Clan de los Torturadores, y no precisamente de forma plácida. Sí, realmente las consecuencias del asesinato de Kamchak no eran nada ventajosas. Por otro lado, debía temer que Kamchak se diese simplemente la vuelta y la agarrase. Después de todo es bastante difícil deslizarse para atacar silenciosamente a un hombre cuando se llevan las campanillas y el collar. Otra cosa que Aphris debía temer más que a la muerte era el saco de estiércol, y la perspectiva de pasar otra noche con la cabeza metida en él la hacía desistir de cualquier nueva tentativa. Decididamente, el saco de estiércol, como también lo demostraba Elizabeth, era un buen correctivo.

Recuerdo muy bien la mañana que siguió a la primera noche de Aphris como esclava de Kamchak. Ese día nos levantamos tarde. Kamchak, cuando logró incorporarse, se hizo traer un desayuno tardío que Elizabeth le sirvió con bastante lentitud. Cuando el guerrero acabó, salió al exterior y liberó a Aphris del saco de estiércol. Inmediatamente, la muchacha, con la cabeza en los pies de Kamchak, le rogó que la permitiera ir a buscar agua para los boskos. Aunque era pronto para decirlo, a todos nos pareció evidente que aquella encantadora turiana evitaría en la medida de lo posible volver a pasar la noche en similares condiciones.

—¿Dónde dormirás esta noche, esclava? —le había preguntado Kamchak.

—Si mi amo lo permite —contestó Aphris con una sumisión aparentemente sincera—, a sus pies.

Kamchak se echó a reír y dijo:

—¡Venga, levántate, perezosa! ¡Los boskos necesitan agua!

Aphris de Turia se había levantado con mirada agradecida. Enseguida cogió los cubos de piel y desapareció.

Me sacó de esos recuerdos el ruido de una cadena. Miré a Kamchak y vi que me tendía la otra traba.

—Pónsela a la bárbara.

Eso me sorprendió, y lo mismo le ocurrió a Elizabeth. ¿Por qué razón podía querer Kamchak que encadenara a su esclava? Elizabeth era suya, no mía. Encadenar con acero de esclava a una chica constituye una afirmación de propiedad, y es muy extraño que lo haga alguien diferente al amo.

Elizabeth seguía arrodillada, pero su postura era ahora mucho más tensa, y miraba fijamente hacia delante, respirando muy deprisa.

Me incliné y le tomé la muñeca derecha para ponérsela a la espalda; en esa posición le coloqué la primera esposa. Después tomé su tobillo izquierdo con mis manos y lo levanté un poco para deslizar la pulsera a su alrededor y cerrarla. Cuando lo hice se oyó un pequeño chasquido.

Los ojos de Elizabeth me miraban con timidez, asustados.

Guardé la llave en mi bolsillo y volví mi atención a la multitud. Kamchak rodeaba a Aphris con su brazo y decía:

—Dentro de muy poco rato verás lo que puede hacer una mujer de verdad.

—Será solamente una esclava, como yo —respondió Aphris.

Me volví hacia Elizabeth. Me miraba con una increíble cautela.

—¿Qué significado tiene que me hayas encadenado tú? —preguntó.

—Ninguno —respondí.

—A él le gusta —dijo bajando la mirada.

—¿A él? ¿Quién? ¿Aphris la esclava? —dije en tono burlón.

—¿Me venderá?

—Es posible que lo haga —dije al no encontrar ningún motivo para ocultar la verdad. Elizabeth levantó los ojos, que de pronto parecían húmedos.

—Tarl Cabot —dijo en un susurro—: si me vende, cómprame tú.

La miré con incredulidad.

—¿Por qué?

Elizabeth volvió a dejar caer la cabeza.

Kamchak se inclinó por delante de Elizabeth para arrebatarme la botella de Paga que tenía en las manos. Después luchó con Aphris para hacerla beber. Con la cabeza de la turiana sujeta hacia atrás, Kamchak le pinzaba la nariz, mientras le metía el cuello de la botella entre los dientes. Aphris luchaba por desprenderse del guerrero entre risas, y sacudía la cabeza. Pero finalmente tuvo que abrir la boca para respirar, y una buena cantidad de Paga se abrió paso en su garganta, lo cual la hizo toser bastante. Lo más probable era que no hubiese probado nunca más que los almibarados vinos de Turia, y el Paga es bastante más fuerte, como es de suponer. La turiana se había quedado boquiabierta, jadeaba y sacudía la cabeza mientras Kamchak le daba palmadas en la espalda.

—¿Por qué? —volví a preguntarle a Elizabeth.

Pero Elizabeth, con su mano izquierda libre, alcanzó la botella de Paga que Kamchak había dejado a un lado, y sin calcular las consecuencias de su acción bebió unos cinco grandes tragos de Paga. Cuando pude arrebatarle la botella, sus ojos se abrieron como platos, y luego empezó a pestañear. Exhaló con lentitud como si en lugar de aire sacara fuego y después su cuerpo se agitó violentamente, en una reacción tardía. Era como si le pegara alguien invisible. De ahí pasó a unas toses espasmódicas, que parecían hacerla sufrir hasta tal punto que temí que se ahogara y empecé a darle palmadas en la espalda. Con eso pareció recuperarse y se inclinó hacia delante, jadeando. Yo continuaba sentado con las piernas cruzadas, y la sostenía por los hombros. De pronto, Elizabeth se volvió y se lanzó a mi regazo para quedarse estirada descaradamente sobre mí a pesar de la cadena que le unía el brazo y la pierna. Yo estaba asombrado. Elizabeth me miró y dijo:

—Porque soy mejor que Dina y Tenchika.

—¡Pero no mejor que Aphris! —gritó la turiana.

—Sí —dijo Elizabeth—, mejor que Aphris también.

—¡Levántate, eslín! —dijo Kamchak, que parecía divertido—. ¡Levántate, o para preservar mi honor tendré que empalarte!

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