Los nómades de Gor (21 page)

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Authors: John Norman

Tags: #Ciencia Ficción, Erótico, Fantástico

BOOK: Los nómades de Gor
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Ése era un aspecto muy humillante para las mujeres turianas, pero ellas mismas entendían que era necesario. Muy pocos hombres, y menos si se trataba de extranjeros, lucharían por una mujer a la que ni siquiera le han visto la cara.

—Me gustaría echarle un vistazo a ésta —dijo Kamchak señalando con el dedo a Aphris de Turia.

—Desde luego —dijo el juez más próximo.

—¿Acaso no tienes memoria, eslín? —preguntó la chica—. ¿Ya no te acuerdas del rostro de Aphris de Turia?

—Tengo muy mala memoria —dijo Kamchak—. ¡Hay tantas caras!

El juez desprendió el velo blanco y dorado y después, suavemente, echó atrás la capucha, con lo que la maravillosa melena oscura de la turiana quedó al descubierto.

Aphris de Turia era una mujer extraordinariamente bella.

Sacudió la cabeza tanto como pudo, atada como estaba al poste.

—¿Y ahora? —inquirió ácidamente—. ¿Puedes recordarlo ya?

—Es un recuerdo muy vago —dijo Kamchak en tono dubitativo—. Creo que me viene a la cabeza algo parecido al rostro de una esclava, porque estoy seguro de que había un collar...

—¡Eres un tharlarión! —gritó Aphris—. ¡Un maldito eslín!

—¿Tú qué opinas? —me preguntó Kamchak.

—Es maravillosamente bella —respondí.

—Probablemente, entre las estacas las habrá mejores —dijo Kamchak—. Vamos a verlas.

Empezó a caminar, y yo le seguí.

Al mirar a Aphris de Turia, vi su cara contraerse por la rabia y que intentaba liberarse de sus ataduras.

—¡Vuelve aquí! —gritaba—. ¡Vuelve, asqueroso eslín! ¡Vuelve aquí! ¡Vuelve!

Se oía cómo tiraba de las anillas y golpeaba el poste.

—Estáte tranquila —le advirtió el juez—, o de lo contrario nos veremos forzados a administrarte un sedante.

—¡Es un eslín! —gritó.

Pero ya un buen número de guerreros de los Pueblos del Carro habían acudido a inspeccionar su rostro sin velo.

—¿No vas a pelear por ella? —le pregunte a Kamchak.

—¡Claro que sí! —me respondió.

De todos modos, antes de tomar una decisión definitiva, inspeccionamos todas las bellezas turianas.

Finalmente volvimos al lado de Aphris.

—La de este año me parece una partida muy pobre —le dijo Kamchak.

—¡Lucha por mí! —gritó ella.

—No sé si luchar por alguna de ellas. Todas me parecen eslines, o kaiilas.

—¡Debes luchar! —gritó ella—. ¡Debes luchar por mí!

—¿Me lo pides? —inquirió Kamchak con interés.

—¡Sí! —dijo ella asintiendo con rabia—. ¡Te lo pido!

—De acuerdo —dijo Kamchak—. Lucharé por ti.

Por un momento, Aphris de Turia pareció descansar la cabeza contra la estaca, como si sintiese un inmenso alivio. Pero enseguida miró a Kamchak y dijo:

—¡Quedarás muerto a mis pies, eslín!

Kamchak se encogió de hombros, como si no descartase esa posibilidad. Después se volvió hacia el juez y preguntó:

—¿Alguien más desea luchar por ella, aparte de mí?

—No.

Cuando más de un guerrero desea luchar por la misma mujer, los turianos deciden quién va a hacerlo según el rango y las proezas realizadas; en los Pueblos del Carro lo que inclina la balanza son las cicatrices y las proezas. Para decirlo de otra manera, lo que decide quién va a salir a la palestra entre los turianos y entre los carros es algo así como la veteranía y las facultades demostradas. En algunas ocasiones, los guerreros luchan entre ellos para disputarse este honor, pero ni los turianos ni los Pueblos del Carro ven con buenos ojos este tipo de combate, pues encuentran que es algo deshonroso, y más en presencia de enemigos.

—Entonces —dijo Kamchak mirando de cerca a Aphris— debe ser cierto que es poco atractiva.

—No —dijo el juez—. Lo que ocurre es que quien la defiende es Kamras, el Campeón de Turia.

—¡Oh, no! —gritó Kamchak poniéndose el puño ante la frente en fingida desesperación.

—Sí —dijo el juez—, es él.

—¿Y ahora qué harás? —preguntó Aphris alegremente—. ¿Retirarte?

—¡Oh! ¡He bebido tanto Paga esta noche!

—Si no lo deseas, no tienes por qué enfrentarte a él —dijo el juez.

Pensé que era algo muy humano tener la posibilidad de retirarse al saber quién es el contrincante. Realmente no debía ser muy agradable encontrarse en el círculo de arena frente a un guerrero de fama, soberbio, como Kamras de Turia, y debía ser mucho peor no saberlo hasta el momento del combate.

—¡Enfréntate a él! —gritó Aphris de Turia.

—Si nadie se enfrenta a él —dijo el juez—, la muchacha kassar pasará a ser de su propiedad.

Se notaba que la kassar, una muchacha de extraordinaria belleza que ocupaba la estaca frente a Aphris de Turia, estaba preocupada, y tenía motivos para estarlo. Parecía que iba a pasar a Turia sin que por ella luchase nadie.

—¡Enfréntate a él, tuchuk! —gritó.

—¿Dónde están tus kassars? —preguntó Kamchak.

Era una excelente pregunta. Había visto a Conrad hacía un rato, pero se había fijado en una mujer turiana que estaba unas seis estacas más allá. En cuanto a Albrecht, ni siquiera estaba en los juegos. Probablemente estaría en su carro, con Tenchika.

—¡Estarán luchando en alguna otra parte! —gritó la kassar, que estaba a punto de ponerse a llorar—. ¡Por favor, tuchuk!

—Pero tú no eres más que una kassar —dijo Kamchak—. No veo por qué...

—¡Por favor! —gritó.

—Además, creo que las Sedas del Placer te sentarían muy bien.

—¡Pero mira a la turiana! —gritó la chica—. ¿Acaso no es bella? ¿No la deseas?

Kamchak miró a Aphris de Turia.

—Supongo —añadió la kassar— que por lo menos no es peor que el resto.

—¡Lucha por mí! —gritó Aphris de Turia.

—De acuerdo —dijo Kamchak—. Lucharé.

La chica kassar echó atrás la cabeza, temblando por el alivio que sentía.

—Eres un necio —dijo Kamras de Turia.

La verdad es que me asustó un poco, porque no me había dado cuenta de que estuviese tan cerca. Le miré, y comprobé que era un guerrero realmente impresionante. Parecía rápido y fuerte. Su largo cabello negro estaba ahora recogido por detrás de su cabeza. Llevaba las muñecas envueltas en correas de bosko. Un casco le cubría la cabeza, y portaba un escudo turiano ovalado. En la mano derecha sujetaba una lanza. Por detrás de su hombro colgaba la vaina de una espada corta.

Kamchak le miró a la cara, y para ello tuvo que levantar la cabeza. No era que Kamchak fuese particularmente bajo, sino más bien que Kamras era un hombre enorme.

—¡Por el cielo! —dijo Kamchak después de silbar—. Realmente eres un grandullón ¿eh?

—Empecemos —propuso Kamras.

Al oír esto, el juez ordenó despejar la zona comprendida entre las estacas de Aphris de Turia y la encantadora chica kassar. Dos hombres, que supuse eran de Ar, se adelantaron con unos rastrillos y empezaron a aplanar el círculo de arena que había entre las estacas, pues durante la inspección de las mujeres había pasado mucha gente.

Desafortunadamente para Kamchak, ese año correspondía al enemigo turiano la elección de las armas. Pero siempre existía la posibilidad para el guerrero de los Pueblos del Carro de retirarse antes de que su nombre hubiera entrado oficialmente en las listas de los juegos. Por lo tanto, si Kamras elegía un arma con la que Kamchak no se sentía a gusto, el tuchuk podría declinar el combate, lo cual solamente significaría perder una chica kassar, y eso no podía importarle demasiado al despreocupado Kamchak.

—Ah, sí, las armas —dijo Kamchak—. ¿Cuáles preferirás? ¿La lanza de kaiila? ¿Una boleadora rápida y cortante? ¿La quiva, quizá?

—La espada —dijo Kamras.

La decisión del turiano fue para mí una sorpresa desagradable. Durante todo el tiempo que había permanecido entre los carros no había visto ni una sola espada corta goreana, y eso que era un arma eficaz, rápida y muy común en las ciudades. Los guerreros de los Pueblos del Carro no emplean la espada corta, y quizás sea debido a que no es un arma apropiada para su empleo desde la silla de la kaiila. Por otra parte, el sable, que resultaría muy eficaz sobre una montura, es casi desconocido en Gor, y creo además que la lanza ya suple su papel. Esta última se emplea en Gor con una delicadeza y habilidad tan grandes que en lugar de una lanza parece a veces un cuchillo, y para apoyar la efectividad de esta arma se cuenta con las siete quivas o puñales de silla. Hay que decir también que el sable apenas podría alcanzar la silla del tharlarión alto. El guerrero de los Pueblos del Carro raramente se acerca a su enemigo más de lo preciso para hacerlo caer de su silla con el arco o, si ello es necesario, con la lanza. En cuanto a la quiva, se la considera más bien un arma arrojadiza que de mano. Yo deducía que los Pueblos del Carro podían obtener sables si así lo deseaban, y que podían hacerlo a pesar de no disponer de una metalurgia propia. Supongo que de algún modo debe intentarse que estas armas no caigan en manos de los Pueblos del Carro, pero cualquiera sabe, si conoce a los mercaderes de oro y joyas, que los sables se fabrican tanto en Ar como en otros lugares, y que llegan a las llanuras del sur, como llegan las quivas que también se fabrican en Ar. En realidad, lo que explica que el sable no sea un arma corriente entre los Pueblos del Carro es el estilo, la concepción y la naturaleza de la guerra a la que están acostumbrados sus guerreros; es decir, que si no utilizan el sable es más por propia elección que por ignorancia o por limitación tecnológica. Por otra parte, el sable no es sólo impopular entre los Pueblos del Carro, sino también entre los guerreros de Gor en general, pues se la considera un arma demasiado larga y pesada, sobre todo cuando se trata del combate cuerpo a cuerpo, rápido, que tanto aprecian los guerreros de las ciudades. Por último, no es demasiado útil usar un sable desde la silla de un tharlarión o de un tarn. De cualquier modo, lo importante en ese momento era que Kamras había propuesto la espada como arma a emplear en su combate con Kamchak, y lo más seguro era que el pobre Kamchak estuviese tan familiarizado con la espada como vosotros o yo con cualquiera de las armas más inusuales de Gor, como por ejemplo el cuchillo látigo de Puerto Kar o los varts adiestrados de las cavernas de Tyros. Habitualmente, los guerreros turianos eligen como arma de combate en estos acontecimientos la rodela y la daga, o el hacha y la rodela, o la daga y el látigo, o el hacha y la red, o las dos dagas (en tal caso la quiva, si se utiliza, no puede lanzarse), y con estas armas pretenden matar al enemigo y adquirir a la mujer que defiende; pero Kamras parecía indiferente a esta costumbre.

—La espada —repitió.

—Pero, ¡si solamente soy un pobre tuchuk! —dijo Kamchak con voz quejosa.

Kamras se echó a reír.

—La espada —volvió a repetir.

En mi opinión, y considerando el conjunto de su actuación, la maniobra de Kamras al elegir esa arma era cruel e indigna.

—¿Cómo quieres que yo, un pobre tuchuk, sepa manejar una espada?

—Entonces, retírate del combate —dijo Kamras con altanería—, y yo me llevaré a esta kassar a mi ciudad.

La chica gimió.

Kamras sonreía, satisfecho.

—¿Sabes? —dijo—. Lo que ocurre es que soy Campeón de Turia, y no tengo ninguna gana de que mi acero se manche con la sangre de un urt.

El urt es un animal inmundo, un roedor cornudo de Gor. Algunos son bastante grandes, y llegan a tener el tamaño de un lobo o de una jaca, pero la mayoría son muy pequeños, y caben en la palma de una mano.

—Sí, claro —dijo Kamchak—. Yo tampoco quiero que eso ocurra.

La muchacha kassar lanzó un grito de desesperación.

—¡Lucha con él, tuchuk asqueroso! —gritó Aphris, a la vez que tiraba de sus anillas de sujeción.

—Tranquilízate, gentil Aphris de Turia —dijo Kamras—. Permítele que se retire, y todos le señalarán, todos sabrán que no es más que un cobarde fanfarrón. Déjale que viva en la vergüenza, y tu venganza será mayor.

Pero la bellísima Aphris no se dejaba convencer:

—Lo quiero muerto —gritó—, quiero que lo hagas pedazos, que sufra la muerte después de mil cortes.

—Abandona —le recomendé a Kamchak.

—¿Crees que debo hacerlo?

—Sí —respondí—, eso es lo que creo.

—Si de verdad lo deseas —dijo Kamras mirando fijamente a Aphris de Turia—, le permitiré elegir las armas que nos convengan a ambos.

—Mi deseo —respondió Aphris— es que muera.

—De acuerdo, te mataré —dijo Kamras encogiéndose de hombros. Se volvió hacia Kamchak y dijo—: Tú ganas, tuchuk. Te permito que elijas las armas, mientras nos convengan a ambos.

—No sé si combatiré... —dijo Kamchak dubitativo.

—¡Muy bien! —dijo Kamras apretando los puños—. Como quieras.

—Pero quizá sí lo haga —murmuró Kamchak.

Aphris de Turia gritó de rabia, y la muchacha kassar de desesperación.

—Sí, lucharé —anunció por fin Kamchak.

Ambas muchachas gritaron de alegría.

El juez procedió a anotar el nombre de Kamchak de los tuchuks en sus listas.

—¿Qué arma eliges? —le preguntó el juez—. Debes recordar que debe ser un arma o unas armas que os convengan a ambos.

Kamchak pareció perderse en sus pensamientos, y finalmente miró hacia el cielo, como iluminado.

—Siempre me he preguntado qué sensación se debe tener al sujetar una espada.

El juez estuvo a punto de dejar caer la lista.

—Sí, elegiré la espada —dijo Kamchak.

La muchacha kassar gimió.

Kamras, confundido, miraba a Aphris de Turia, que parecía haberse quedado sin habla.

—¡Está loco! —susurró Kamras de Turia.

—¡Retírate! —le dije a Kamchak imperiosamente.

—Ya es demasiado tarde —dijo el juez.

—Ya es demasiado tarde —repitió Kamchak, con aire infantil.

Sin darme cuenta, yo también gemí, pues en los pasados meses había llegado a respetar y a apreciar al impetuoso, astuto y fuerte tuchuk.

Trajeron dos espadas. Eran espadas cortas goreanas, forjadas en Ar.

Kamchak tomó una de ellas como si fuera una de esas palancas de carro que se utilizan para desempantanar las ruedas.

Kamras y yo no pudimos evitar hacer una mueca.

—Retírate —le dijo Kamras.

Encontré que era de agradecer que el turiano también insistiera, y además entendía sus sentimientos. Después de todo, Kamras era un guerrero, y no un carnicero.

—¡Mil cortes! —gritó la gentil Aphris de Turia—. ¡Ofrezco una pieza de oro a Kamras por cada corte que le inflija!

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