Confundido, la vi desaparecer.
Me encogí de hombros, y me dirigí por fin a la salida. Pensaba que me convenía vagabundear unas cuantas horas por el campamento, antes de volver al carro.
Me acordé de Kamchak. Me alegraba por él. Nunca le había visto tan complacido. Pero por otro lado me preocupaba Elizabeth. Su comportamiento no había sido normal esa noche, o eso me parecía. Suponía que en realidad lo que la hacía estar nerviosa era la posibilidad de verse desplazada de su puesto de primera mujer del carro. De hecho, también cabía la posibilidad de que Kamchak la vendiese. Tal como estaban las cosas entre Kamchak y Aphris, todo ello era probable. Los temores de Elizabeth no eran infundados. Lo que yo podría hacer si llegaba el caso era recomendarle a Kamchak que la vendiera a un buen amo, pero lo más probable era que el guerrero se inclinara por el mejor postor antes de hacerme caso. Otra cosa que podría hacer era buscar el dinero necesario y comprar a Elizabeth, para luego intentar encontrarle un buen amo.
Pensaba que Conrad de los kassars podía ser, sin ir más lejos, un amo justo. De todos modos sabia que recientemente había ganado a una muchacha turiana como resultado de los juegos. De una cosa estaba seguro: pocos son los que quieren tener a una esclava bárbara y además inexperimentada, pues aunque se la regales, luego tienen que alimentarla, y precisamente aquella primavera había sido prolífica en chicas a las que se les acababa de imponer el collar y la marca de hierro candente. Muchas de ellas serían también inexpertas, pero sin duda serían goreanas..., y me temía que Elizabeth nunca llegaría a serlo.
Sin tener ninguna razón en particular para hacerlo, y de manera harto imprudente, compré otra botella de Paga. Quizás me iba a hacer compañía en mi solitario paseo.
Había consumido ya una cuarta parte del contenido de la botella, y pasaba junto a un carro, cuando en uno de sus lados lacados percibí el súbito temblor de una sombra. El instinto me hizo echar la cabeza a un lado, y en ese momento una quiva me pasó rozando y quedó profundamente clavada en el lado de madera del carro. Lancé a un lado la botella de Paga, que en el vuelo perdió una buena cantidad de líquido, y al girarme vi que a unos quince metros, entre dos carros, se dibujaba la oscura silueta del hombre encapuchado del Clan de los Torturadores, el mismo que me había seguido. Se volvió inmediatamente y echó a correr. Yo desenvainé mi espada y corrí tras él dando traspiés. Pero mi carrera se vio pronto interrumpida por una reata de kaiilas a las que habían soltado para que cazaran en las llanuras y que ahora volvían al campamento guiadas por un hombre. Cuando por fin logré esquivar los cuerpos de los animales y pasar por debajo de la cuerda que los unía, vi que el encapuchado había desaparecido. Como consolación a mi contrariedad sólo recibí los gritos airados del hombre que conducía la reata de kaiilas. Por si fuera poco, uno de esos violentos animales había intentado morderme y desgarrado la ropa que me cubría el hombro.
Enfadado, volví al carro sobre el que se había clavado la quiva y la arranqué.
El dueño del carro, que naturalmente sentía curiosidad por ver lo sucedido, estaba a mi lado. Aguantaba una pequeña antorcha que había encendido con el fuego de la parrilla interior. Examinaba con irritación los desperfectos que la quiva había provocado en la madera.
—¡A esto le llamo yo un lanzamiento torpe! —remarcó con mal humor.
—Quizás tengas razón —admití.
—Claro que por la cuenta que te trae —dijo volviéndose para mirarme—, más vale que haya sido así.
—Sí, más vale.
Encontré la botella de Paga. Todavía quedaba un poco de líquido en su interior. Limpié el cuello de la botella y se la ofrecí al hombre. Se bebió más o menos la mitad de lo que restaba, se limpió la boca con el revés de la mano y me pasó la botella. Acabé con el Paga y tiré la botella en un agujero de desperdicios, uno de esos que los esclavos cavaban y limpiaban periódicamente.
—Es un buen Paga —comentó el hombre.
—Sí, eso creo yo también.
—¿Me permites ver la quiva?
—Naturalmente —contesté.
—¡Vaya! ¡Qué interesante!
—¿Cómo?
—Esta quiva, que es muy interesante.
—¿Qué tiene de interesante? —pregunté intrigado.
—Que es paravaci.
A la mañana siguiente comprobé, alarmado, que Elizabeth Cardwell no había vuelto.
Kamchak estaba fuera de sí, furioso. Aphris de Turia, que conocía las costumbres de Gor y el carácter de los tuchuks, estaba aterrorizada y no abría la boca.
—No sueltes a los eslines cazadores —le pedí a Kamchak.
—Es posible que haya pasado la noche escondida entre los carros —dijo Kamchak.
—Así ha debido ser —dije yo—. Elizabeth conoce los peligros de los eslines.
Efectivamente, esos animales habrían destrozado a la chica si la hubiesen encontrado en la llanura iluminada por las tres lunas de Gor.
—No andará muy lejos —dijo.
Subió a la silla de su kaiila. A cada lado de la montura había un eslín cazador. Sus cadenas estaban sujetas al pomo de la silla.
—¿Qué le harás cuando la encuentres? —pregunté.
—Le cortaré los pies y la nariz y las orejas y le sacaré un ojo. Luego la dejaré vivir como pueda entre los carros.
Antes de que pudiera protestar para hacer cambiar de opinión al furioso tuchuk, los eslines cazadores parecieron enloquecer repentinamente y se levantaron sobre las patas traseras dando zarpazos al aire y estirando de las cadenas. La kaiila hacía todo lo que podía para mantenerse inmóvil y a causa de los estirones a duras penas lo conseguía.
—¡Ha! —gritó Kamchak.
Divisé a lo lejos a Elizabeth, que se aproximaba al carro con dos cubos de cuero llenos de agua atados a un yugo de madera que transportaba sobre los hombros. Mientras caminaba iba perdiendo algunas gotas.
Aphris gritó de alegría y corrió hacia Elizabeth. Me sorprendió, sobre todo, ver cómo la besaba y la ayudaba a llevar el agua.
—¿Dónde has estado? —preguntó Kamchak.
Elizabeth levantó con inocencia la cabeza y le miró a los ojos:
—He ido a por agua.
Los eslines intentaban alcanzarla, y ella había retrocedido hasta tener la espalda contra el carro mirándolo con desconfianza.
—¡Estas bestias parecen muy feroces! —comentó.
Kamchak echó atrás la cabeza y rió a grandes carcajadas. Elizabeth ni siquiera me dirigía una mirada.
Al cabo de un rato, Kamchak pareció controlar sus risas y le dijo a Elizabeth:
—Entra en el carro, y tráeme los brazaletes y el látigo. Luego ve a la rueda.
Elizabeth le miró, pero no parecía nada asustada.
—¿Por qué? —preguntó.
—Porque te has tomado demasiado tiempo para ir a buscar agua —dijo Kamchak a la vez que desmontaba.
Elizabeth y Aphris desaparecieron en el interior del carro.
—Por lo menos ha sido lo suficientemente astuta para volver —dijo Kamchak.
Yo estaba de acuerdo con esta observación, pero prefería no dar muestras de ello.
—Pero parece que lo del agua es cierto —dije.
—Te gusta esa muchacha, ¿verdad?.
—Me da lástima, eso es todo.
—¿Te lo pasaste bien con ella ayer noche?
—Corrió al exterior del recinto, y no volví a verla más.
—Si me lo hubieses dicho antes habría soltado a los eslines por la noche.
—Entonces se puede decir que Elizabeth ha tenido la suerte de que no te enterases ayer noche.
—Eso es cierto —dijo Kamchak sonriendo—. ¿Por qué no hiciste uso de ella?
—No es más que una niña.
—Es una mujer, y una mujer con sangre en las venas.
Me encogí de hombros.
Elizabeth ya había vuelto, y traía en sus manos el látigo y las esposas, que entregó a Kamchak. Acto seguido se dirigió a la rueda trasera izquierda del carro, y allí esperó a que Kamchak le encadenara las muñecas en lo alto del borde y alrededor de uno de los radios, mientras ella permanecía de cara a la rueda.
Nadie escapa de los carros —dijo el guerrero.
—Lo sé —dijo Elizabeth con la cabeza erguida.
—Me has mentido, me has mentido al decir que habías ido a por agua.
—Estaba asustada.
—¿Sabes quién teme a la verdad?
—No —respondió Elizabeth.
—Una esclava.
Kamchak le desgarró la piel de larl, y deduje que la chica no podría vestir de aquella manera nunca más.
Elizabeth se mantuvo muy digna, con los ojos cerrados y la mejilla derecha apretada contra el borde de cuero de la rueda. Las lágrimas brotaban abundantemente entre sus párpados apretados, pero en todo momento contuvo los gritos.
No había surgido ni un sonido de su boca cuando Kamchak, satisfecho, la soltó de la rueda. De todos modos, el guerrero mantuvo unidas por las esposas las muñecas de la chica. Elizabeth, con las manos por delante, se quedó cabizbaja y temblorosa. El guerrero agarró la cadena que unía las esposas y le levantó las manos por encima de la cabeza, de manera que Elizabeth quedó con las rodillas ligeramente flexionadas y la cabeza gacha.
—¿Sigues pensando que sólo es una niña? —me preguntó Kamchak.
No respondí.
—Eres un estúpido, Tarl Cabot.
Tampoco respondí.
Kamchak mantenía el látigo enrollado en su mano derecha.
—¡Esclava! —dijo Kamchak.
Elizabeth le miró.
—¿Quieres servir a los hombres?
Lloraba, y negó con la cabeza varias veces, para después volver a dejarla caer.
—Observa —dijo Kamchak dirigiéndose a mí.
Entonces, antes de que yo pudiera entender sus propósitos, sometió a Elizabeth a lo que entre los amos de esclavos se conoce como “La Caricia del Látigo”. Para realizarla, se considera lo ideal coger a la chica desprevenida, y Kamchak lo consiguió. De pronto, Elizabeth gritó y echó a un lado la cabeza. Yo contemplaba, sorprendido, la súbita e incontrolable respuesta de sus sentidos a ese contacto. La Caricia del Látigo es un recurso utilizado por los amos de esclavas para forzarlas a traicionarse a sí mismas.
—Es una mujer —dijo Kamchak—. Supongo que habrás visto cómo se manifestaba su sangre secreta, ¿no? Sí, está preparada, está ávida, es una recompensa para el acero del amo. Tú lo has visto: es una hembra. Es una esclava.
—¡No! —gritó Elizabeth Cardwell—. ¡No!
Pero Kamchak, sujetándola siempre por los brazaletes, la arrastró a una jaula de eslín vacía que se hallaba cerca, sobre una carretilla. Allí la metió, sin quitarle las esposas y después cerró la puerta con un candado.
Elizabeth no podía ponerse de pie en esa jaula tan baja y estrecha, de manera que tuvo que arrodillarse, y puso sus manos esposadas en los barrotes.
—¡No es cierto! —gritó.
—¡Esclava! ¡Esclava! —le dijo Kamchak riéndose.
Elizabeth se ocultó la cara con las manos y empezó a sollozar. Sabía tan bien como nosotros que se había descubierto, que su sangre había surgido en su interior, incontrolada, y ahora su memoria debía burlarse de la histeria de su rechazo. Sí, Elizabeth nos había mostrado, y se había mostrado a sí misma, quizás por primera vez, el indiscutible esplendor de su belleza, y el verdadero significado de ésta.
Su respuesta había sido la de una auténtica mujer.
—¡No es cierto! —murmuraba una y otra vez, sollozando como no lo había hecho durante el castigo del látigo—. ¡No es cierto!
—Esta noche —dijo Kamchak mirándome— llamaré al Maestro del Hierro.
—¡No lo hagas! —dije.
—Sí, lo haré.
—Pero, ¿por qué?
—Porque —me respondió sonriendo con frialdad— ha tardado demasiado en ir por agua.
No dije nada. Kamchak, para ser un tuchuk, no era demasiado severo. El castigo para las esclavas que han intentado huir es a menudo penosísimo, y a veces culmina con la muerte de la castigada. Con Elizabeth no iba a hacer más de lo que normalmente se hacía con las esclavas entre los carros, incluso con aquellas que nunca habrían osado contestar a su amo o desobedecerle. Se podía decir que Elizabeth era afortunada a su manera. Kamchak habría podido decir que le estaba permitido vivir. No creía que ella volviese a intentar huir nunca más.
Vi que Aphris se dirigía a escondidas a la jaula para llevar un tazón de agua a Elizabeth. La turiana lloraba.
Si Kamchak la hubiese visto, no le habría dicho nada.
—Ven conmigo —me dijo el guerrero—. Cerca del carro de Yachi, del Clan de los Trabajadores del Cuero, hay una kaiila nueva que me gustaría ver.
Realmente, aquél era un día muy ocupado para Kamchak.
No compró la kaiila que se encontraba cerca del carro de Yachi, aunque en apariencia era un excelente animal. En un momento dado, Kamchak tomó un grueso pedazo de piel y con él se envolvió el brazo izquierdo. Seguidamente golpeó con la mano derecha el morro del animal, el cual no respondió con la rapidez deseada por Kamchak a su agresión: solamente consiguió hacer unos rasguños en la protección de Kamchak antes de que éste retrocediera de un salto y quedase fuera del alcance de la kaiila que intentaba morderle tirando de la cadena que la aprisionaba.
—Un animal tan lento —dijo Kamchak— puede costarle la vida a un hombre en un combate.
Supuse que tenía razón. La kaiila y su jinete luchan en combate como si se tratara de un solo animal salvaje, provisto de lanza. Después de probar esa kaiila, Kamchak se dirigió a un carro en el que discutió con el amo de un semental sobre el cruce de una de sus boskos hembras a cambio de un favor semejante por su parte. El asunto se saldó satisfactoriamente para ambos. En otro de los carros regateó el precio de un juego de quivas forjadas en Ar y después de quedar de acuerdo en el precio se convino que se las entregarían, junto a una nueva silla de montar, al día siguiente. Después comimos carne de bosko seca con Paga, tras lo cual el guerrero se reunió con Kutaituchik en el carro del Ubar, en donde ambos intercambiaron bromas sobre la necesidad de mantener afiladas las quivas, engrasadas las ruedas y saludables a los boskos. Después de dejar al somnoliento personaje se reunió con otros tuchuks de alto rango sobre la tarima. Como ya había sospechado, Kamchak era una persona bastante importante entre los de su pueblo. Después de entrevistarse con Kutaituchik y los demás, Kamchak se detuvo en el carro de un Maestro del Hierro y allí le citó para que acudiera esa misma noche al nuestro, lo cual me produjo indignación.