No le repliqué.
—¡Un korobano! —gritó volviéndose a los demás.
Los hombres se agitaron en sus sillas, nerviosos, y hablaron con furia entre ellos.
—Hicimos que volvieseis sobre vuestros pasos —dije.
—¿Qué asunto te trae a los Pueblos del Carro? —preguntó el guerrero.
Antes de responder hice una pausa para reflexionar. ¿Qué podía decirle? Debía andarme con mucho cuidado en lo que concernía a esta cuestión.
—Ya ves que no llevo ninguna insignia en mi escudo, ni tampoco en mi túnica.
—Eres un insensato —dijo asintiendo—. Nadie busca refugio entre los Pueblos del Carro.
Le había hecho creer que era un proscrito, un fugitivo.
Echó hacia atrás la cabeza y lanzó una carcajada.
—¡Un korobano! —exclamó dándose una palmada en el muslo—. ¡Y busca refugio en los Pueblos del Carro! —añadió mientras continuaba riendo hasta tal punto que las lágrimas le resbalaban por la cara—. Decididamente, debes ser idiota.
—Luchemos —sugerí.
Con rabia, el tuchuk tiró de las riendas de su kaiila, lo que hizo que el animal bramara y se levantase sobre las patas traseras dando zarpazos al aire.
—¡No sabes cuánto desearía hacerlo, eslín korobano! —escupió—. ¡Ya puedes empezar a rezar a los Reyes Sacerdotes para que la lanza no me señale!
No entendí a qué se refería.
Hizo volver a su montura y en un par de saltos se plantó de nuevo entre sus compañeros.
Quien se aproximó entonces fue el kassar.
—Korobano —dijo—, ¿no temías nuestras lanzas?
—Sí, las temía —respondí.
—Pero no has mostrado tu miedo.
Me encogí de hombros.
—Acabas de decirme que sentías temor —dijo con expresión de curiosidad.
Aparté la mirada.
—Y eso —añadió el jinete— me hace pensar en el coraje.
Nos estudiamos uno a otro por un momento, midiéndonos. Y después dijo:
—Aunque seas un habitante de las ciudades, una sabandija de las murallas, creo que no eres indigno, y por eso le ruego a la lanza que me señale a mí.
Hizo dar la vuelta a su kaiila y volvió junto a sus compañeros.
Volvieron a conferenciar durante unos segundos y acto seguido se aproximó el guerrero de los kataii. Era un hombre ágil y orgulloso, y en sus ojos se podía leer que nunca le habían derribado de su silla, y que ningún enemigo le había hecho retroceder.
Tenía la mano sobre la cuerda del arco, y la tensaba. Pero no había ninguna flecha dispuesta en el arma.
—¿Dónde están tus hombres? —preguntó.
—Vengo solo.
El guerrero se levantó sobre los estribos y empequeñeció los ojos.
—¿Por qué has venido a espiarnos? —preguntó.
—No soy un espía.
—Los turianos te han enviado —dijo.
—No —respondí.
—Eres un extranjero.
—Vengo en son de paz.
—¿Acaso no sabes que los Pueblos del Carro matan a los extranjeros?
—Sí —respondí—. Algo de eso he oído.
—Pues es cierto —dijo antes de volverme la espalda y reunirse con sus compañeros.
El último en acercarse fue el guerrero de los paravaci, cubierto con su capa de pieles blancas y luciendo el amplio y brillante collar de piedras preciosas alrededor de su cuello.
—Es bonito —dijo señalando su collar—, ¿no crees?
—Sí —respondí.
—Con esto pueden comprarse diez boskos —dijo—, y veinte carros cubiertos de tela de oro y un centenar de esclavas de Turia.
Aparté la mirada.
—¿No codicias estas piedras? —siguió diciendo para provocarme—. ¿No deseas todas esas riquezas?
—No.
—Pues podrías obtenerlas —dijo con expresión rabiosa.
—¿Qué debería hacer? —pregunté.
—¡Matarme! —respondió entre carcajadas.
—Probablemente no sean más que piedras falsas —le dije con serenidad—. Sí, quizás sólo son gotas de ámbar, o perlas del sorp del Vosk, o conchas pulidas del molusco del Tamber..., o cristales cortados y coloreados en Ar para hacer negocio con los ignorantes pueblos del sur.
La ira deformó todavía más ese rostro poblado de terribles surcos.
Se arrancó el collar y lo lanzó a mis pies.
—¡Comprueba tú mismo el valor de estas piedras! —gritó.
Alcancé el collar con la punta de la lanza y lo observé a la luz del sol. Colgaba como un broche de luz, como un espectro de riquezas inmensas, suficientes para contentar los sueños de más de cien mercaderes.
—Excelente —admití, devolviéndoselo con la punta de mi lanza.
Lo cogió con rabia y lo ató al pomo de su silla.
—Sí, es excelente —dije—, pero yo soy de la Casta de los Guerreros de una muy alta ciudad, y nosotros no manchamos nuestras espadas por las piedras de los hombres. Ni siquiera por piedras como éstas.
El paravaci se había quedado sin habla.
—Te has atrevido a tentarme —continué diciendo con expresión de enfado— como si fuera de la Casta de los Asesinos, o peor todavía, como si fuera un vulgar ladrón que se oculta con su daga al amparo de la noche. Ten cuidado —le dije mirándole con severidad—, porque puedo tomarme tus palabras como un insulto.
El paravaci, cubierto por su capa de pieles blancas, con el valiosísimo collar atado a la silla, permanecía sentado, rígido, completamente enfurecido. Por fin, las cicatrices se agitaron en su rostro, se levantó de un salto sobre los estribos y alzando los brazos hacia el cielo gritó:
—¡Espíritu del Cielo! ¡Haz que la lanza me elija a mí!
Y después, abruptamente, con furia, hizo girar su kaiila para reunirse con los demás. Una vez entre ellos se volvió para mirarme fijamente.
El tuchuk cogió su lanza larga y fina, y la clavó en el suelo, con la punta hacia arriba. Tras ello, los cuatro jinetes empezaron a cabalgar alrededor del arma con su mano libre, prestos a apoderarse de ella en cuanto empezase a caer.
El viento parecía arreciar.
Sabía que esos guerreros me estaban honrando a su manera, que me respetaban por la reacción que había tenido ante su carga con las lanzas. Por esta razón se prestaban ahora a esta especie de sorteo, para que el cielo eligiera al guerrero que iba a vencerme, las armas que iban a bañarse en mi sangre y la kaiila que me desollaría con sus garras.
Miré la lanza que temblaba en la tierra agitada, y me di cuenta de la gran atención que ponían los jinetes en el más mínimo movimiento del arma enhiesta. Pronto caería.
Ahora podía ver con mayor claridad a las manadas, e incluso distinguía individualmente a algunos animales. Sus cuellos peludos y retorcidos se movían entre la polvareda, y los cuernos de millares de ejemplares brillaban al sol poniente. También los jinetes, que corrían a uno y otro lado sobre sus veloces y esbeltas kaiilas, se destacaban del conjunto. Era un bello espectáculo contemplar el sol reflejado por las cornamentas en el velo de polvo que flotaba por encima de las manadas.
La lanza todavía no había caído.
Pronto harían que los animales diesen vueltas para apiñarlos en grupos. De esta manera no tardarían en formar por sí mismos una muralla que detendría al resto de las manadas. Allí podrían pastar y descansar durante toda la noche. Naturalmente, los carros también se detendrían. En el avance de los carros, las manadas representan a la vez una vanguardia y una muralla para ellos. Muchas veces he oído decir que nadie sabe a ciencia cierta cuántos carros hay, y que los animales tampoco tienen un número adjudicado. Ambas afirmaciones son falsas: los Ubares de los Pueblos del Carro conocen bien todas y cada una de las viviendas, así como las bestias marcadas en las diferentes manadas. Cada manada, dicho sea de paso, está compuesta por otras manadas más pequeñas, y determinados jinetes están encargados de su vigilancia.
Los mugidos parecían proceder ahora del mismo cielo, como si de una tormenta se tratara, o del horizonte, como si fuera un océano que iba a romper en una ola inmensa y espumosa al llegar a la orilla. Lo que se acercaba, efectivamente, podía compararse a un mar o a un fenómeno natural de inconmensurables proporciones. Y de eso se trataba, supongo. Y ahora, por primera vez, podía sentir con toda claridad el olor que desprendían esas manadas. Era un olor fresco, como de almizcle, un olor muy penetrante, que provenía de la hierba aplastada, de la tierra revuelta, de los excrementos, la orina y el sudor de quizás más de un millón de bestias. La magnífica vitalidad de ese olor, que para algunos resulta tan ofensivo, me sorprendió, me emocionó porque me hacía sentir la riqueza de la vida, su poder desbordante, bullicioso, primitivo, inconcebible, brutal, maloliente, aplastante, resonante, imparable. Era una avalancha de tejidos, de sangre, de esplendor; una catarata invencible, gloriosa, insistente; era una oleada de resoplidos, de pezuñas, de animales que venían, que sentían bajo su peso la blandura acogedora de la madre tierra azotada por el viento. Y fue en ese instante cuando sentí lo que el bosko debía significar para los Pueblos del Carro.
—¡Ho!
En cuanto oí este grito me giré y pude ver cómo la lanza negra caía y cómo, cuando apenas se había movido, la mano del guerrero tuchuk se apoderaba de ella.
El guerrero tuchuk levantó la lanza en señal de triunfo, y en un mismo movimiento deslizó la mano hasta el nudo de retención y clavó sus botas espoladas en los flancos sedosos de su montura. La kaiila corría hacia mí en un abrir y cerrar de ojos, y el guerrero, fundiéndose con ella, se inclinaba en su silla, con la lanza ligeramente inclinada, cargando contra mí.
El material flexible y fino de la lanza desgarró mi escudo goreano de siete capas, y al chocar con el canto de latón provocó una chispa. El jinete había arremetido directamente contra mi cabeza.
Yo no le había tirado mi lanza.
No quería matar a ese tuchuk.
A pesar de la intempestuosidad de su carga, animal y jinete no se alejaron más de cuatro pasos de mí. Parecía que la kaiila apenas me había sobrepasado, cuando vi que volvía a cargar, esta vez a rienda suelta, para que pudiese destrozarme con sus colmillos.
Me defendí con la lanza, intentando hacer retroceder las terribles mandíbulas del animal. La kaiila atacaba, retrocedía y volvía a atacar. Al mismo tiempo, el tuchuk me golpeaba con su lanza. La punta me alcanzó en cuatro ocasiones y en cuatro ocasiones brotó mi sangre, pero el jinete no podía contar con la fuerza adicional del movimiento de la kaiila, y valiéndose sólo del brazo apenas podía alcanzarme. Finalmente, el animal agarró entre sus fauces el escudo con el que me protegía, y retrocedió. No pude desprenderme de las correas que me unían al escudo, así que cuando la kaiila lo levantó, me levantó a mí con él, lanzándome por los aires. Caí sobre la hierba a una docena de metros, y pude ver cómo el animal mordía mi escudo entre bramidos para luego sacudirlo y lanzarlo lejos.
Yo también me sacudí, procurando despabilarme después de la caída.
Había perdido el casco que colgaba de mi hombro, pero conservaba la espada. Empuñé la lanza.
Me levanté. Estaba sobre la hierba, acorralado. Respiraba con fuerza, y mi cuerpo estaba cubierto de sangre.
El tuchuk se echó a reír estentóreamente.
Preparé la lanza.
La kaiila empezó a girar alrededor de mí cautelosamente, de manera casi humana, vigilando mi lanza. De vez en cuando se adelantaba, hacía amagos, para después retroceder. Era evidente que quería provocarme, que intentaba atraer mi lanza.
Más tarde aprendería que adiestran a las kaiilas para que eviten las lanzas que les arrojan. Es una instrucción que empieza con bastones embotados y que va progresando hasta llegar a las armas auténticas, provistas de sus puntas. Los animales no reciben alimento alguno hasta que demuestran su destreza. Las mismas lanzas son el arma empleada para acabar con aquellos animales que no aprenden a evitarlas. De todos modos, estaba seguro de que podía acabar con aquella kaiila en una lucha a corta distancia. Por rápido que pueda ser este animal, no había duda alguna de que yo era más rápido. Los guerreros goreanos cazan hombres y larls con sus lanzas. Pero yo no tenía ninguna intención de matar a la kaiila, ni tampoco a su jinete.
Para sorpresa del tuchuk y de los demás, que no perdían detalle del enfrentamiento, tiré a un lado mi arma.
El tuchuk, como sus compañeros, se quedó quieto sobre la silla. Después cogió su lanza y golpeó con ella su escudo. Era su manera de reconocer mi acto. Los demás, incluso el paravaci de blanca capa, le imitaron.
Después, el tuchuk clavó su propia lanza en la tierra y colgó su pequeño escudo brillante de ella.
Vi que cogía una de las quivas y que desataba la boleadora de tres pesos que colgaba a un lado de la silla.
Lentamente, al mismo tiempo que entonaba un canto de guerra tuchuk de guturales sonidos, empezó a dar vueltas a la boleadora. Es un arma que consiste en tres correas de cuero, cada una de aproximadamente un metro y medio de largo, atadas en uno de sus extremos a sendos sacos de cuero. Cada uno de estos sacos lleva cosida dentro una pesada bola metálica. Es un arma destinada probablemente a cazar tumits, un ave carnívora de las llanuras enorme e incapaz de volar, pero su uso se ha extendido entre los Pueblos del Carro a las artes de la guerra. Esas correas, lanzadas a baja altura pueden hacer imposible la huida: con su giro de aproximadamente tres metros se enredan alrededor de la víctima en círculos tan apretados que pueden llegar a romperle las piernas. A veces resulta difícil desatar las correas, de tanto que se enredan. Si se lanza a mayor altura, la boleadora goreana puede bloquear por completo los brazos de un hombre; si va dirigida al cuello puede estrangularle; y si va dirigida a la cabeza, el lanzamiento más difícil de realizar, puede estrujarle el cráneo. Normalmente, el tirador inmoviliza desde la montura a la víctima, para luego bajar y cortarle el cuello.
No me había enfrentado nunca a un arma de este tipo, y poco sabía cómo hacerlo.
El tuchuk parecía conocer muy bien su manejo. Apenas podían distinguirse los tres pesos, tal era la velocidad a la que los hacía girar. El canto se interrumpió. Su mano izquierda sujetaba las riendas, y la hoja del cuchillo brillaba entre sus dientes. La boleadora seguía describiendo frenéticos círculos alrededor de su mano alzada. De pronto gritó, y le dio el impulso final al arma.
Pretende matarme, pensé; los guerreros de los demás pueblos le están contemplando. Un tiro bajo sería más seguro, pero si lograra alcanzarme la cabeza o el cuello sería una mejor demostración de sus cualidades. ¿Cuán vanidoso es? ¿Cuán hábil?