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Authors: John Norman

Tags: #Ciencia Ficción, Erótico, Fantástico

Los nómades de Gor (3 page)

BOOK: Los nómades de Gor
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Por lo que sabía, los presagios no habían sido favorables en más de cien años. Sospechaba que eso podía ser debido a las hostilidades y discusiones entre los diferentes pueblos. Mientras la gente no desease realmente esa unión, mientras continuasen atraídos por su autonomía, mientras siguiesen alimentando viejos agravios y cantando las glorias de la venganza, mientras considerasen a todos los demás seres de otros pueblos o del suyo propio como inferiores, mientras todo esto sucediese, no se darían las condiciones para hacer posible una confederación seria, una “unión de todos los carros”, como reza el dicho. Bajo tales condiciones no era sorprendente que los presagios tendiesen a ser desfavorables. ¿Acaso pueden existir peores auspicios? Los arúspices leyendo en la sangre del bosko y en los hígados del verro, no debían desconocer estos, llamémosles así, presagios más graves, de mayor peso que los otros. Como es natural, no sería beneficioso para Turia o para las demás ciudades más lejanas, cualquiera que fuese de las ciudades libres del tranquilo hemisferio norte de Gor, que los pueblos del sur se unieran bajo un único estandarte. Si eso ocurriese quizás guiarían a sus manadas hacia los campos más exuberantes que sus secas llanuras, hacia los verdes valles del Cartius oriental, por ejemplo, o incluso hacia las orillas del Vosk. Poco estaría a salvo si los Pueblos del Carro avanzasen. Se decía que mil años antes habían llevado la devastación hasta las mismas murallas de Ar y de Ko-ro-ba.

Era evidente que el jinete me había visto, y guiaba su montura sin vacilaciones hacia mí.

Ahora también podía distinguir, aunque centenares de metros me separasen de ellos, a tres jinetes más que se acercaban. Uno de ellos iniciaba un rodeo para aproximarse a mí por detrás.

La montura de los Pueblos del Carro, desconocida en el hemisferio norte de Gor, es la terrorífica pero bella kaiila. Se trata de una criatura de tacto muy suave; arrogante y graciosa, de largo cuello y elegante andar. Es carnívora, vivípara y sin duda mamífera, aunque los cachorros no se crían. Tan pronto como nacen se revela su carácter violento y basta con que puedan sostenerse sobre sus patas para que salgan a cazar instintivamente. La misma madre, al sentir que va a dar a luz, pare al cachorro cerca de una presa. Supongo que cuando nace un cachorro de kaiila en cautividad deben proporcionarle un verro o un prisionero para que satisfaga sus instintos. Esas criaturas, una vez saciadas, no tocan comida alguna durante días.

La kaiila es un animal extremadamente ágil que puede superar con facilidad al tharlarión alto, más lento y pesado. También requiere menos alimento que el tarn. Una kaiila, puede cubrir una distancia de más de seiscientos pasangs en un solo día de cabalgada.

Tiene dos grandes ojos a cada lado de la cabeza provistos de un triple párpado, lo que probablemente constituya una adaptación al medio en el que a menudo se producen arrasadoras tormentas de viento y polvo. Esta adaptación, que más detalladamente consiste en un tercer párpado transparente, permite a este animal moverse según su propia voluntad en circunstancias que obligarían a otros animales de la llanura a retroceder o, como en el caso del eslín, a enterrarse bajo tierra. En estas condiciones la kaiila se hace más peligrosa, y parece saberlo porque suele aprovechar esas tormentas para cazar.

Ahora el jinete hizo detenerse a su kaiila.

Se mantenía inmóvil, esperando a los demás.

Podía oír el ruido blando de las pisadas de una kaiila en la hierba, a mi derecha.

Allí se había detenido el segundo jinete. Su vestimenta era muy semejante a la del primer hombre, pero éste no se cubría la cara con una malla, sino que llevaba subida la máscara. Su escudo estaba lacado de amarillo, y su arco era del mismo color. También él llevaba sobre el hombro una de esas finas lanzas. Era un negro. “Kataii”, me dije a mí mismo.

El tercer jinete también había tomado posición después de detener bruscamente a su montura y hacerla levantarse sobre las patas traseras. El animal resoplaba contra el freno y estiraba el cuello hacia mí mientras continuaba erguido. Podía ver su lengua larga y triangular entre las cuatro hileras de colmillos. Ese jinete también llevaba una máscara para protegerse contra el viento. Su escudo era rojo. El Pueblo Sangriento, los kassars.

Me volví, y no me sorprendió nada ver al cuarto jinete inmóvil sobre su montura, ya en posición. Sí, la kaiila se mueve con extrema rapidez. Ese hombre iba vestido con una capa de pieles blancas provista de capucha. Se cubría la cabeza también con amplias pieles blancas que no disimulaban la estructura cónica del casco de acero que había debajo. El cuero de su jubón era negro, y la hebilla del cinturón de oro. Su lanza estaba provista de un gancho para jinetes bajo la punta. Eso quería decir que acostumbraba a desmontar a sus oponentes.

Las kaiilas de esos hombres eran del mismo marrón cobrizo que las hierbas de la llanura, a excepción de la montura del que estaba frente a mí, que era de un negro sedoso y brillante, lo mismo que su escudo.

Alrededor del cuello del cuarto jinete brillaba un enorme collar de joyas tan ancho como mi mano. Deduje que se trataba de ostentación, pero más tarde pude aprender que ese collar de brillantes se lleva para provocar la envidia y acumular enemigos para animar al ataque y dejar que su dueño pueda probar su destreza con las armas. Así se da a entender que el dueño del collar no quiere perder el tiempo buscando enemigos. De todos modos, lo que sí supe enseguida era que se trataba de un paravaci, de un hombre perteneciente al Pueblo Rico, los más ricos de todos los habitantes de los carros.

—¡Tal! —grité levantando mi mano con la palma vuelta hacia dentro. Era el saludo goreano.

Los cuatro jinetes aprestaron sus lanzas como un solo hombre.

—¡Soy Tarl Cabot! —grité—. ¡Vengo en son de paz!

Las kaiilas estaban en tensión, parecían larls. Sus flancos temblaban y los enormes ojos no me perdían de vista ni por un momento. Vi que una de esas largas lenguas triangulares salía disparada para volver a esconderse en repetidas ocasiones. Sobre las cabezas de tan fiera expresión de esos animales, las largas orejas permanecían echadas hacia atrás.

—¿Habláis goreano? —pregunté.

Las lanzas bajaron como una sola. Los Pueblos del Carro no afianzan sus lanzas en el ristre, sino que las llevan en la mano derecha con facilidad debido a su escaso peso. Son flexibles, y se utilizan para clavar, y no para hacer las veces de ariete, como ocurría con las lanzas pesadas de la Edad Media europea. No es necesario decir que manejadas con habilidad pueden ser tan ligeras y rápidas como un sable. Son armas de color negro, y se obtienen de jóvenes árboles tem. Se pueden doblar casi por completo, como si se tratase de acero bien templado, sin que se rompan. Para retener el arma en un combate cuerpo a cuerpo se usa un pedazo de cuero de bosko que envuelve por dos veces la mano. Rara vez se emplea como arma arrojadiza.

—¡Vengo en son paz! —volví a gritar.

—¡Yo soy Tolnus, de los paravaci! —gritó el jinete que estaba detrás de mí. Tras lo cual se quitó el casco. Su melena quedó libre y ondeó por encima de la piel blanca del cuello de la capa. Yo permanecí quieto, con la mirada fija en esa cara.

—¡Y yo soy Conrad, de los kassars!

Ese grito procedía del hombre situado a mi izquierda, quien se descubrió la cara quitándose el casco y se echó a reír. ¿Serían elementos de la Tierra? Me preguntaba. ¿Serían hombres?

A mi derecha se oyó una estentórea risotada:

—¡Soy Hakimba, de los kataii! —rugió.

Se quitó el antifaz contra el viento con una mano. Su rostro de piel negra tenía la misma expresión que los demás.

Y ahora era el jinete que estaba frente a mí quien se quitaba la malla de cadenas coloreadas para que pudiera verle la cara. Era de piel blanca, pero dura, lubricada. El pliegue epicántico de sus ojos denotaba la diversidad de sus orígenes.

Yo continuaba mirando a la cara a esos cuatro hombres, a esos Guerreros de los Pueblos del Carro.

En cada uno de esos rostros resaltaban, como si se tratase de galones anudados a su piel, unos tumores pintados. La viveza de esos colores y lo abultado de esas prominencias me recordaron a las repulsivas marcas que tienen los mandriles en la cara. Pero enseguida pude comprobar que se trataba de desfiguraciones culturales, y no congénitas, y que no revelaban la inocencia natural del trabajo de los genes, sino las gestas, la categoría, la arrogancia y el orgullo de sus portadores. Eran cicatrices hechas en la cara con agujas y cuchillos, con pigmentos y excrementos de bosko. Para marcarlas son necesarios días y noches, y no es raro que los hombres mueran en el transcurso de tan doloroso trabajo. La mayoría de estas cicatrices están emparejadas, y descienden desde uno de los lados de la cabeza hasta la nariz y la barbilla. El hombre que estaba frente a mí ostentaba en su rostro siete de tales marcas: la más alta era roja, la segunda amarilla, la siguiente azul, la cuarta negra, dos amarillas y finalmente otra negra. Las marcas de los demás guerreros, aunque diferentes, eran igualmente horribles, petrificantes, repulsivas, y quizás su principal propósito fuera el de aterrorizar al enemigo. Hasta tal punto me había sorprendido descubrirlas que por un momento me llevaron a pensar con terror que iba a enfrentarme en las Llanuras de Turia a seres de otros planetas lejanos que los Reyes Sacerdotes habían traído a Gor para desempeñar un trabajo ya cumplido u olvidado. Pero ahora ya podía descartar esa idea, y sabía que eran hombres. Ahora podía recordar algo que había oído entre susurros en una taberna de Ar a propósito de los terribles Códigos de la Cicatriz conocidos y cultivados por los Pueblos del Carro. Por lo visto, cada una de esas repugnantes marcas tenía un significado, y cualquier paravaci, o kassar, o kataii, o tuchuk, podía leerlas tan claramente como vosotros o yo podríamos leer un letrero en un escaparate o una frase en un libro. En ese tiempo sólo era capaz de leer la marca superior, roja, brillante, gruesa como una cuerda: la Cicatriz del Coraje. Siempre es la situada más arriba. Es más: sin esa marca ninguna otra puede ostentarse. Los Pueblos del Carro valoran el coraje por encima de todo. Todos los guerreros que tenía ante mí parecían muy orgullosos de lucirla en la cara.

Fue entonces cuando el hombre que estaba delante de mí levantó su pequeño escudo lacado y su lanza negra.

—¡Escucha mi nombre! —gritó—. ¡Soy Kamchak, de los tuchuks!

Y tan pronto como acabó de decirlo, como si esperasen el grito del último nombre como una señal preestablecida, las cuatro kaiilas se lanzaron a la carrera lanzando chillidos, y los jinetes se inclinaron en sus sillas con las lanzas sujetas en la mano derecha. Todos querían ser el primero en alcanzarme.

3. LA SEÑAL DE LA LANZA

Hubiera podido acabar con el tuchuk atravesándole con mi pesada lanza goreana, pero así solamente hubiese conseguido dejarles el campo libre a los demás guerreros para que empleasen las armas a su antojo. Luego, solamente me habría quedado una salida: tirarme al suelo, como hacen los cazadores de Ar después de lanzar su lanza a un larl, y cubrirme con el escudo. Pero enseguida me habrían rodeado las patas provistas de garras de cuatro kaiilas rugientes y jadeantes, y los cuatro jinetes habrían clavado sus lanzas en mi cuerpo tendido, desamparado.

Por eso había decidido confiar en el respeto de los Pueblos del Carro por el coraje de los hombres, y jugármelo todo a esa carta: no hice ningún ademán de defenderme y permanecí de pie, inmóvil; aunque el corazón se agitara en mi pecho, aunque la sangre emprendiese una loca carrera por mis venas, en mi cara no se reflejaba ninguna señal de agitación, y en ninguno de mis músculos o tendones se producía el más leve temblor.

En mi expresión sólo había desdén.

En el último instante, cuando las lanzas de los cuatro jinetes no estaban más que a un palmo de mi cuerpo, las rabiosas kaiilas detuvieron su carga brutal entre gritos y silbidos ensordecedores, obedeciendo a las riendas. De sus patas emergieron las zarpas que se clavaron en la tierra, desgarrándola. Ni uno solo de los cuatro jinetes vaciló por un instante en su silla a pesar de tan súbita parada. A los niños de los Pueblos del Carro se les enseña antes a montar las kaiilas que a andar.

—¡Aieee! —gritó el guerrero de los kataii.

Él y los demás hicieron girar sus monturas y se agruparon unos metros más allá, sin dejar de mirarme.

No me había movido ni un ápice.

—Soy Tarl Cabot —dije—. Vengo en son de paz.

Los jinetes intercambiaron miradas y luego, obedeciendo a una señal del corpulento tuchuk, se alejaron de mi un poco más.

No podía oír lo que estaban diciendo, pero era evidente que discutían.

Me apoyé en mi lanza y bostecé, mirando hacia las manadas de boskos.

Mi pulso seguía muy acelerado. Sabía que si me hubiese movido, o mostrado miedo, o intentado huir, ahora estaría muerto. También cabía la posibilidad de haber luchado. Quizás habría salido victorioso, pero realmente era muy poco probable. Después de matar a, pongamos, dos de ellos, los demás se habrían alejado, y con sus flechas y boleadoras me habrían tumbado fácilmente. Además, lo que era más importante: no deseaba presentarme ante esa gente como un enemigo. Como había dicho, venía en son de paz.

Finalmente, el tuchuk se separó del grupo y avanzó con su kaiila encabritada hasta quedar a unos doce metros de mí.

—Eres un extranjero —me dijo.

—Vengo a los Pueblos del Carro en son de paz.

—No llevas ninguna insignia en tu escudo. Eres un proscrito.

No respondí. Tenía derecho a llevar las marcas de la ciudad de Ko-ro-ba, las Torres de la Mañana, pero no había querido. Hacía mucho tiempo, Ko-ro-ba y Ar habían hecho retroceder la invasión del norte que una alianza de los Pueblos del Carro había llevado a cabo, y los recuerdos de estos hechos, rememorados en las canciones de los campamentos, todavía debían escocer y causar rencor en el ánimo de tan fieras y orgullosas gentes. No, no quería presentarme ante ellos como un enemigo.

—¿Cuál era tu ciudad? —preguntó el tuchuk.

Como guerrero de Ko-ro-ba, no tenía más remedio que responder a esta pregunta.

—Soy de Ko-ro-ba —dije—. Ya habréis oído hablar de esa ciudad.

La expresión del guerrero se endureció, y luego se convirtió en una mueca.

—He oído canciones sobre Ko-ro-ba.

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