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Authors: John Norman

Tags: #Ciencia Ficción, Erótico, Fantástico

Los nómades de Gor (6 page)

BOOK: Los nómades de Gor
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Las tiendas se mantienen siempre firmemente cerradas para proteger su interior del polvo de la marcha. Es una medida muy normal, si se tiene en cuenta que dichos interiores están muy a menudo ricamente ornamentados: los suelos están cubiertos por maravillosas alfombras, las paredes y techos por tapices, y abundan los cofres, las sedas y demás artículos provenientes de los asaltos a las caravanas. Colgantes lámparas de aceite de tharlarión son las encargadas de iluminar tan lujosos almohadones de seda y tan tupidas y trabajosamente tejidas alfombras. En el centro del carro hay un pequeño cuenco de cobre para hacer fuego, provisto de una rejilla de latón elevada. Puede emplearse como cocina, pero su misión principal es proporcionar calor. El humo se va por un orificio hecho en la cubierta de piel que también se cierra cuando el carro está en movimiento.

De pronto se oyó el ruido sordo de los pasos de una kaiila que avanzaba entre los vagones, y después un terrible resoplido. Me eché atrás para evitar las garras del rabioso animal que se levantó ante mí.

—¡Apártate, estúpido! —gritó una voz.

Era una voz de muchacha, y para mi sorpresa pude comprobar que montada a horcajadas del monstruo había una joven sorprendentemente bella, nerviosa, que tiraba con enfado de las riendas del animal.

No era como las demás mujeres de los Pueblos del Carro, no era como aquellas mujeres austeras a las que había visto inclinarse sobre los cazos humeantes.

Llevaba una falda de cuero corta y abierta por un lado para permitirle montar en la kaiila. Su blusa de cuero no tenía mangas. Sobre los hombros llevaba sujeta una capa carmesí, y su espléndida cabellera morena estaba sujeta por una banda de tejido escarlata. Como las demás mujeres de estos pueblos, no llevaba ningún velo para cubrirse la cara y, también como ellas, lucía un fino anillo que le atravesaba la nariz, el anillo que revelaba su origen.

Su piel era tostada y brillante, y sus ojos oscuros y profundos centelleaban.

—¿Quién es este estúpido? —le preguntó a Kamchak—. Es un extraño. Se le debería matar.

—No es ningún estúpido. Su nombre es Tarl Cabot, y es un guerrero, un hombre que ha unido sus manos a las mías para tomar la tierra y la hierba.

La muchacha dio un resoplido de desdén y clavó las espuelas en los costados de la kaiila para alejarse a toda velocidad.

—Es Hereena —dijo Kamchak entre risas—, una chica del Primer Carro.

—Háblame de ella —le pedí.

—¿Y qué quieres que te cuente?

—¿Qué significa ser del Primer Carro?

Kamchak se echó a reír.

—Realmente —dijo—, no se puede decir que sepas mucho sobre los Pueblos del Carro.

—Sí, eso es cierto.

—Ser del Primer Carro significa pertenecer a la corte de Kutaituchik.

Repetí ese nombre lentamente, procurando imitar su pronunciación, que se dividía en cuatro sílabas: Ku-tai-tu-chik.

—Y éste debe ser el Ubar de los tuchuks, ¿no es así?

Kamchak sonrió:

—Su carro es el Primer carro, y él es quien se sienta sobre el manto gris.

—¿El manto gris? —pregunté.

—El manto que constituye el trono para nuestro Ubar, el Ubar de los tuchuks.

Así fue como oí por primera vez el nombre del que según mis deducciones era el Ubar de este pueblo tan orgulloso.

—Algún día te encontrarás en presencia de Kutaituchik —dijo Kamchak—. Yo visito a menudo el carro del Ubar.

Por su comentario deduje que Kamchak no era un hombre cualquiera entre los tuchuks.

—La corte personal de Kutaituchik está compuesta por muchos carros —continuó diciendo Kamchak—, más de un centenar. Pertenecer a cualquiera de esos carros significa ser del Primer Carro.

—Ya entiendo —dije—. Y esa chica ¿no será acaso la hermana de Kutaituchik?

—No, no tiene ningún parentesco con él, como tampoco lo tienen la mayoría de los pertenecientes al Primer Carro.

—Parecía muy diferente a las demás mujeres tuchuk.

Las carcajadas de Kamchak hicieron que se le movieran las marcas coloreadas de su cara.

—¡Pues claro que es diferente! La han educado para que sea un premio en los juegos de la Guerra del Amor.

—No sé a qué te refieres.

—¿No has visto nunca las Llanuras de las Mil Estacas? —me preguntó Kamchak.

—No, nunca las he visto.

Me disponía a insistir en esta cuestión, cuando oímos un grito repentino y el bramido de una kaiila que provenían de alguna parte entre aquella multitud de carros. Después se oyeron gritos de hombres, mujeres y niños. Kamchak levantó la cabeza, escuchando atentamente. Oímos el redoble de un pequeño tambor, seguido de dos toques de cuerno de bosko.

Kamchak me tradujo el mensaje que habían transmitido esos instrumentos:

—Acaban de traer a una prisionera al campamento.

6. HACIA EL CARRO DE KUTAITUCHIK

Kamchak avanzaba a grandes zancadas delante de mí, dirigiéndose al punto de donde había provenido el sonido, y yo le seguía muy de cerca. Evidentemente, no éramos los únicos que corrían para ver qué ocurría, y nos vimos empujados por guerreros armados y ataviados con orgullosas cicatrices, y por muchachos de rostro intacto con el punzón para guiar a los boskos en la mano, y por mujeres vestidas de cuero que habían abandonado los cazos humeantes..., incluso pudimos ver a alguna de esas bellezas de Turia que eran las Kajiras cubiertas. Ni siquiera faltó a la cita aquella chica cuyo único atuendo eran las campanillas y el collar: vimos cómo corría bajo la pesada carga de unas gruesas tiras de carne seca de bosko intentando averiguar cuál era el significado del tambor, del cuerno y de los gritos de los tuchuks.

De pronto nos encontramos en el centro de lo que parecía ser una calle amplia y cubierta de hierba, formada por los carros que se alineaban a ambos lados. Era un espacio extenso y llano, el equivalente a una avenida en esta ciudad de Harigga, o de los Carros del Bosko.

En ese espacio se amontonaban una multitud de tuchuks y de esclavos. Entre ellos también pude distinguir a unos cuantos arúspices y adivinos, así como a cantantes, músicos y, dispersos entre la gente, algunos pequeños buhoneros y mercaderes de varias ciudades a quienes los tuchuks, que codician sus artículos, permiten acercarse a los carros. Cada uno de ellos, según averigüé más tarde, lleva en el antebrazo un pequeño tatuaje con la silueta de los anchos cuernos del bosko. Con esta marca se les permite el paso por las llanuras de los Pueblos del Carro en ciertas épocas del año. Naturalmente, lo que más difícil resulta es obtener el tatuaje. Si no gusta la canción del cantante, si no convencen las mercancías del mercader, se les ejecuta sin dilación alguna. Este tatuaje de aceptación resulta algo ignominioso, pues parece sugerir que quienes se acercan a los carros lo hacen en la condición de esclavos.

Ahora veía que dos jinetes se aproximaban desde el fondo de esa avenida cubierta de hierba montados en sus kaiilas. Una lanza, cuyos dos extremos se hallaban sujetos a un estribo de cada animal, se abría camino con ellos entre las hierbas más altas. Atada por detrás del cuello a esa lanza, entre las dos kaiilas, corría, se tambaleaba y se arrastraba, exhausta, una chica con las manos atadas a la espalda.

Había algo que me sorprendió sobremanera: su indumentaria no era la que correspondía a una goreana; ninguna nativa de las ciudades de la Contratierra iba vestida así, ni tampoco una labradora de los campos de Sa-Tarna o de los viñedos donde crecen los frutos del Ta, ni por supuesto una chica de los violentos Pueblos del Carro.

Kamchak avanzó por el centro de esa efímera avenida con la mano levantada, y los dos jinetes, portadores de tan extraña presa, tiraron de las riendas para detener a sus monturas.

Yo me había quedado sin habla.

La chica jadeaba, le faltaba el aire, y su cuerpo se convulsionaba y temblaba. Sus rodillas estaban ligeramente dobladas: a buen seguro se habría desplomado si la lanza que le tiraba del cuello no la hubiese mantenido de pie. Débilmente intentaba liberar sus muñecas de las correas que las ataban. Sus ojos parecían helados, y apenas le quedaban fuerzas para poder mirar en torno suyo. El polvo había cubierto sus ropas, y el cabello colgaba completamente enmarañado. El abundante sudor hacía que su cuerpo brillara. Le habían sacado los zapatos y se los habían colgado alrededor del cuello. Los pies le sangraban. Los jirones de sus medias de nilón amarillas rodeaban sus tobillos. Su breve vestido había acabado destrozado tras esa carrera a través de los matorrales.

Kamchak también parecía estar muy sorprendido por la muchacha, pues nunca debía haber visto a una ataviada de manera semejante. Como es natural, al ver que su falda era tan corta supuso que se trataba de una esclava, pero le confundía ver que no llevaba ningún collar metálico alrededor del cuello. De todos modos, sí que llevaba un collar que le apresaba literalmente la parte superior del cuello, un collar grueso, de cuero.

Kamchak fue hacia ella y le tomó la cabeza con las manos. Ella levantó la mirada, y al ver aquel rostro cubierto de terribles cicatrices que la observaba con curiosidad se puso a gritar histéricamente, tirando de sus ataduras para intentar huir. Pero la lanza se lo impidió, y todo acabó en unos débiles gemidos y sacudidas de cabeza: no, no podía creer lo que veían sus ojos, no entendía nada, no comprendía qué mundo era ése que la rodeaba, creía haberse vuelto loca.

Advertí que su pelo y sus ojos eran oscuros, castaños.

Pensé que esto podría hacer bajar su precio.

Llevaba una sencilla blusa amarilla a rayas naranjas hechas con lo que alguna vez habría sido tejido Oxford encrespado. Era de manga larga, con puños y cuello abrochado, semejante a la camisa de un hombre.

Pero ahora estaba desgarrada y sucia.

A pesar de su aspecto no podía dejar de opinar que era muy bonita, delgada, de fuertes tobillos, de complexión ágil y ligera. En Gor se cotizaría a un precio bastante aceptable.

Se quejó un poco cuando Kamchak le quitó los zapatos colgados alrededor del cuello de un tirón.

El guerrero me los lanzó.

Eran de color naranja, de cuero muy bien trabajado, con una hebilla. Llevaban un tacón de unos tres centímetros. También pude ver algunas letras en esos zapatos, pero tanto esos signos como las palabras que formaban habrían resultado incomprensibles para los goreanos. Era inglés.

La chica intentaba hablar:

—Me llamo Elizabeth Cardwell —dijo—. Soy una ciudadana de los Estados Unidos. Vivo en Nueva York.

Kamchak miró con expresión confundida a los dos jinetes, que no estaban menos perplejos.

—Es una bárbara —dijo uno de ellos—. No sabe hablar en goreano.

Lo que yo debía hacer, imaginaba, era permanecer en silencio.

—¡Estáis completamente locos! —gritó la chica tirando de las correas que le sujetaban las muñecas—. ¿Entendéis? ¡Locos!

Los tuchuks y los demás se miraban unos a otros, sorprendidos.

Yo no abrí la boca.

Era asombroso que una mujer aparentemente terrestre, que hablaba inglés, cayese en manos de los tuchuks en ese justo momento, cuando yo me encontraba entre ellos con la esperanza de encontrar lo que suponía que era una esfera dorada, el huevo, para devolvérselo a los Reyes Sacerdotes y así salvar a su raza. ¿Habrían sido los mismos Reyes Sacerdotes quienes habían traído a esa muchacha a este mundo? ¿Acaso era ella la última víctima de uno de los Viajes de Adquisición que realizaban? No podía entenderlo, pues suponía que habían dejado de emprender esos viajes con motivo de la reciente guerra subterránea de los Reyes Sacerdotes. ¿Los habrían reanudado? Era evidente que esa chica no llevaba demasiado tiempo en Gor, quizá no llevaba más que unas horas. Y si era cierto que los Viajes de Adquisición se habían reanudado, ¿por qué? Pero, ¿habían sido realmente los Reyes Sacerdotes quienes la habían traído a Gor? ¿No habrían sido otros, llevados por alguna razón desconocida? ¿No sería que la enviaban a los tuchuks, que la habían dejado perdida en la llanura para que sus avanzadillas la encontraran inevitablemente, con algún propósito en concreto? Y si era así, ¿con qué propósito o propósitos? ¿O quizás se trataba solamente de algún fantástico accidente o de una coincidencia? No, algo me decía que la llegada de esa chica no era ninguna casualidad.

De pronto, la chica echó atrás la cabeza y empezó a gritar histéricamente:

—¡Estoy loca! ¡Me he vuelto loca! ¡Me he vuelto loca!

No pude soportarlo más, era un espectáculo demasiado patético. Hice caso omiso de lo que me aconsejaba la prudencia y le hablé:

—No, no estás loca.

Los ojos de la chica me contemplaban. Apenas podía creer lo que acababa de oír.

Los tuchuks y los otros, como un solo hombre, se giraron para mirarme.

Me volví hacia Kamchak, y en goreano le dije:

—Puedo entenderla.

—¡Habla en su lengua! —gritó a la multitud uno de los jinetes mientras me señalaba.

Un murmullo de expectación se levantó en la multitud.

Fue entonces cuando pensé que podían haber enviado a la chica con este propósito: para señalarme como el único hombre entre los tuchuks, como el único entre miles y miles presentes en los carros, capaz de entenderla y de hablar con ella. Era una manera de identificarme, de marcarme.

—Excelente —me dijo Kamchak sonriendo.

—¡Por favor! —gritó la chica—. ¡Ayúdeme!

—Dile que permanezca callada —me indicó Kamchak.

Así lo hice, y la chica me miró, sorprendida, pero no dijo nada.

Descubrí que me había convertido en un intérprete.

Kamchak se había acercado a la chica y tocaba con curiosidad su ropa amarilla. Después, de un solo movimiento, la despojó de ella.

La chica gritó.

—Calla —le dije.

Sabía lo que iba a ocurrir ahora, y era lo mismo que habría ocurrido en cualquier ciudad, o camino, o sendero de Gor. Era una hembra cautiva, y en tal condición debía someterse al juicio de quienes la habían capturado. Además, era necesario inspeccionarla, pues quizás entre sus ropas escondía alguna daga o alguna aguja envenenada, como era frecuente que ocurriera con las mujeres libres.

Se oyeron murmullos de interés procedentes de la multitud cuando quedaron al descubierto aquellas prendas tan desconocidas que hasta entonces habían quedado ocultas por el vestido amarillo.

—¡Por favor! —susurró la chica volviéndose hacia mí.

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