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Authors: John Norman

Tags: #Ciencia Ficción, Erótico, Fantástico

Los nómades de Gor (7 page)

BOOK: Los nómades de Gor
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—Estáte callada —advertí.

Kamchak procedió entonces a quitarle el resto de la ropa, y ni siquiera perdonó los jirones de las medias de nilón que colgaban alrededor de los tobillos.

Un rumor de aprobación se alzó entre la multitud. Ni las mismas bellezas goreanas esclavizadas pudieron reprimir una exclamación de asombro.

Decididamente, pensé, Elizabeth Cardwell se cotizaría a un precio muy alto.

La lanza, que le sujetaba el cuello, le impedía moverse, y sus muñecas seguían atadas por la espalda. Aparte de las correas, lo único que le cubría alguna parte del cuerpo era el collar que le apresaba el cuello.

Kamchak recogió las prendas que se hallaban esparcidas por el suelo alrededor de la chica. También tomó los zapatos, y con todo ello hizo un sucio ovillo que lanzó a una mujer que estaba cerca.

—Quémalo —ordenó.

La chica atada a la lanza miraba con desesperación cómo la mujer se llevaba sus ropas, que era todo lo que le quedaba de su antiguo mundo, hacia un fuego de cocina encendido unos metros más allá, cerca del final de los carros.

La multitud había abierto un pasillo para dejar pasar a la mujer, y la muchacha vio cómo lanzaba sus ropas al fuego.

—¡No! ¡No! —gritó—. ¡No!

Y después intentó liberarse una vez más.

—Dile —me indicó Kamchak— que tiene que aprender goreano pronto. Dile que si no lo hace la mataremos.

Traduje esta advertencia a la chica.

—Dígales que me llamo Elizabeth Cardwell —me pidió ella—. No sé dónde estoy, ni cómo he podido llegar aquí. Solamente quiero volver a mi país, soy una ciudadana de los Estados Unidos, vivo en Nueva York. ¡Llévenme allí, por favor! ¡Les pagaré lo que quieran, lo que quieran!

—Dile —repitió Kamchak— que tiene que aprender goreano deprisa, y que si no lo hace la mataremos.

Volví a traducírselo.

—¡Les pagaré lo que sea! ¡Lo que sea!

—No tienes nada —le indiqué, haciendo que se ruborizara—. Además, no disponemos de los medios necesarios para devolverte a tu casa.

—¿Por qué no? —preguntó.

—¿Acaso no has notado ninguna diferencia en la gravedad? ¿No te has dado cuenta de lo diferente que es el sol?

—¡No es verdad! —gritó.

—No estamos en la Tierra. Estamos en Gor. Es otra Tierra, si quieres, pero no la tuya.

La miré fijamente. Tenía que entenderlo. Añadí:

—Estás en otro planeta.

Ella cerró los ojos y gimió.

—Lo sé —dijo—. Lo sé, lo sé. Pero, ¿cómo? ¿Cómo? ¿Cómo es posible?

—No tengo respuesta para tu pregunta.

No le dije que yo, por razones personales, también estaba profundamente interesado en saber cómo había llegado hasta allí.

Kamchak parecía impacientarse.

—¿Qué está diciendo? —preguntó.

—Está algo preocupada, como es normal. Quiere volver a su ciudad.

—¿Cuál es su ciudad? —preguntó Kamchak.

—Se llama Nueva York —respondí.

—Nunca la he oído nombrar.

—Está muy lejos.

—¿Cómo puede ser que hables como ella?

—Hace tiempo viví en tierras en las que se habla su lengua.

—¿Hay hierba para el bosko en esas tierras?

—Sí —respondí—, pero están muy lejos.

—¿Más lejos incluso que Thentis?

—Sí.

—¿Más lejos incluso que las islas de Cos y de Tyros?

—Sí.

Kamchak lanzó un silbido.

—¡Eso sí que es lejos! —exclamó sonriéndome.

Uno de los guerreros montados en las kaiilas habló:

—Estaba sola. Buscamos, pero no había nadie, sólo ella.

Kamchak me miró, y luego posó su mirada en la chica.

—¿Estabas sola? —pregunté.

La chica asintió débilmente.

—Dice que no había nadie con ella —le indiqué a Kamchak. Éste preguntó:

—¿Cómo ha llegado hasta aquí?

Traduje su pregunta, y la chica me miró. Luego cerró los ojos y negó con la cabeza enérgicamente.

—No lo sé —dijo.

—Dice que no lo sabe —informé.

—Eso es muy extraño —dijo Kamchak—, pero ya la interrogaremos más detenidamente dentro de un rato.

Le hizo un gesto a un muchacho que llevaba un odre de vino de Ka-la-na sobre el hombro. Kamchak tomó el odre y sacó el tapón de hueso con los dientes. Después, colocándose el pellejo sobre el hombro, echó hacia atrás la cabeza de Elizabeth Cardwell con una mano, mientras que con la otra introducía la boquilla de hueso entre sus dientes. Apretó el odre, y la chica, medio ahogada, tragó el vino. Parte de aquel fluido rojo rebrotó en su boca y le corrió por el cuerpo.

Cuando Kamchak consideró que ya había bebido bastante le sacó la boquilla de la boca, volvió a colocar el tapón y devolvió el odre al chico.

Confundida, exhausta, con la cara y las piernas cubiertas de sudor y polvo, con el cuerpo brillante de vino, con las muñecas atadas a la espalda y el cuello sujeto a una lanza, Elizabeth Cardwell permanecía cautiva ante Kamchak de los tuchuks.

Él debía mostrarse clemente. Debía mostrarse amable. Y así lo había hecho.

—Tiene que aprender goreano —me dijo Kamchak—. Enséñale a decir “La Kajira”.

—Debes aprender goreano —le dije a la chica.

Quería protestar, pero yo no iba a permitirlo.

—Di “La Kajira".

Me miró con expresión de desamparo. Luego repitió:

—La Kajira.

—Otra vez —ordené.

—La Kajira —dijo la chica con claridad—. La Kajira.

Elizabeth Cardwell había aprendido sus primeras palabras en goreano.

—¿Qué significa? —preguntó.

—Significa —le respondí—. “Soy una esclava”.

—¡No! —gritó—. ¡No, no, no!

Kamchak hizo un gesto con la cabeza a los dos jinetes.

—Llevadla al carro de Kutaituchik.

Los guerreros hicieron girar a sus monturas, con la chica corriendo entre ellas, y desaparecieron rápidamente entre los carros.

Kamchak y yo nos miramos.

—¿Te has fijado en ese collar? —le pregunté.

No había parecido demasiado interesado en el collar que apretaba el cuello de la muchacha.

—Claro que me he fijado.

—Nunca —dije—, nunca había visto un collar semejante.

—Es un collar de mensaje —dijo Kamchak—. Cosido en el interior del cuero encontraremos un mensaje.

Mi expresión de sorpresa debió divertirle, pues se echó a reír.

—Ven conmigo —me indicó—. Vamos al carro de Kutaituchik.

7. LA KAJIRA

El carro de Kutaituchik, llamado el Ubar de los tuchuks, se levantaba en una colina de amplia y llana cima que dominaba todas las tierras colindantes.

Al lado del carro, en un gran mástil clavado en el suelo, se levantaba el estandarte de los cuatro cuernos de bosko, el estandarte de los tuchuks.

El centenar de animales que tiraban de ese carro se hallaba desuncido. Eran boskos enormes, rojos. Les habían pulido los cuernos, y sus pieles brillaban después de haber sido peinadas y ungidas. Las anillas de sus morros estaban montadas con piedras preciosas, y lo mismo ocurría con los collares que colgaban de sus pulidas cornamentas.

El carro era el mayor del campamento, y también el mayor carro que yo podía haberme imaginado. En realidad se trataba de una amplia plataforma montada sobre numerosas estructuras provistas de ruedas. Aunque a cada lado de dicha plataforma había una docena de grandes ruedas semejantes a las que sustentaban a los demás carros, era fácil comprender que no podían ser las únicas que soportaban el peso de ese fantástico e increíble palacio rodante.

Las pieles que formaban esa cúpula eran de mil colores, y el orificio por el que se escapaban los humos se abría en su cumbre a unos treinta metros de altura sobre la superficie de tan vasta plataforma. Pude suponer la cantidad de riquezas, botines y artículos de todas clases que debían brillar en el interior de la magnífica morada.

Pero no entré en el carro, pues Kutaituchik reunía a su corte en el exterior, al aire libre. Habían montado una tarima que se alzaba a un palmo del suelo en aquella planicie elevada y cubierta de hierba. Sobre dicha tarima habían dispuesto docenas de gruesas alfombras; en según qué lugares había hasta cinco alfombras, una encima de otra.

Muchos tuchuks, y también hombres de procedencias diversas, se hallaban reunidos sobre la tarima. En pie, rodeando a Kutaituchik, vi a varios hombres de quienes se podía decir, a juzgar por su posición cercana al Ubar y por sus atavíos, que eran personajes de gran importancia.

Entre ellos, como he dicho, estaba Kutaituchik, el llamado Ubar de los tuchuks, sentado con las piernas cruzadas.

En torno al líder se amontonaban los objetos preciosos; había vasijas de metales valiosos, cadenas y joyas; había sedas de Tyros, plata de Thentis y Tharna, tapicerías de los talleres de Ar; había vinos de Cos, y dátiles de la ciudad de Tor. Y, como si de un tesoro más se tratara, también pude ver a dos muchachas rubias y de ojos azules, desnudas y encadenadas; probablemente se las habían ofrecido a Kutaituchik como un regalo, o quizás también fuesen las hermanas de algún enemigo. Sí, podían provenir de cualquier ciudad. Ambas eran bellas. Una se había sentado con las rodillas dobladas bajo su barbilla y las manos rodeándole los tobillos; parecía contemplar con aire ausente las joyas que se apilaban alrededor de sus pies. La otra se hallaba estirada indolentemente sobre un costado y nos miraba con expresión aburrida, apoyada sobre un codo; su boca estaba manchada por el jugo amarillo de alguna fruta. Las dos muchachas llevaban el Sirik, una cadena ligera muy usada por los amos goreanos. Consiste en un collar de tipo turiano, es decir, un círculo de acero que queda muy holgado en el cuello, al que se le ata una cadena ligera y brillante. Cuando la chica está de pie, la cadena que cuelga del collar llega hasta el suelo, pues sobrepasa los tobillos en unos veinticinco o treinta centímetros. A esta cadena se le atan un par de brazaletes de esclava, en la caída natural de las muñecas. El extremo de la cadena se une a un par de ajorcas que a su vez están atadas entre sí y que cuando se cierran alrededor de los tobillos elevan del suelo los eslabones sobrantes. El Sirik es un artículo diseñado para realzar la belleza de quien la luce. Quizá deba añadir que los brazaletes y las ajorcas de la esclava pueden separarse de la cadena para usarlos independientemente y esto permite utilizar el Sirik como una correa de esclava.

Kamchak y yo nos detuvimos al borde de la tarima. Allí, unos esclavos turianos ataviados con sus Kes, probablemente antiguos oficiales de las ciudades, nos lavaron cuidadosamente los pies.

Subimos a la tarima y nos acercamos a la figura que se hallaba sentada sobre ella, como en actitud somnolienta.

Aunque la tarima resplandecía, y aunque las alfombras eran lujosísimas, vi que Kutaituchik estaba sentado sobre una simple, gastada y andrajosa piel de bosko gris. Ése era su sencillo asiento. Con seguridad se trataba del manto al que había aludido Kamchak, el manto sobre el que se sienta el Ubar de los tuchuks, el manto que constituye su trono.

Kutaituchik levantó la cabeza y nos miró; sus ojos parecían adormecidos. Era completamente calvo, a excepción de una trenza negra que emergía por la parte posterior de su cráneo afeitado. Era un hombre de anchos hombros y pequeñas piernas. En sus ojos también se hacía notar el pliegue epicántico, y su piel era de un moreno matizado de amarillos. Iba desnudo de cintura para arriba, pero se cubría los hombros con una capa de bosko rojo ricamente ornamentada con joyas. Una cadena decorada con dientes de eslín le rodeaba el cuello; de ella colgaba un medallón de oro con el signo de los cuatro cuernos de bosko. Sus botas estaban hechas con pieles, y llevaba unos amplios pantalones de cuero sujetos por una faja roja, bajo la que había deslizado una quiva. A sus espaldas había un látigo de bosko plegado que quizás simbolizaba el poder. Con aire ausente, Kutaituchik alcanzó una pequeña caja dorada colocada cerca de su rodilla derecha y sacó una cuerda de hoja de kanda enrollada.

Las raíces de la kanda, planta que crece abundantemente en las regiones desérticas de Gor, son extremadamente tóxicas, pero curiosamente muchos goreanos gustan de chupar o mascar sus hojas enrolladas, que son relativamente inocuas. Eso ocurre sobre todo en el hemisferio sur, en donde tales hojas abundan más.

Kutaituchik, sin dejar de mirarnos, se puso un extremo de la cuerda de kanda verde en el lado izquierdo de la boca y empezó a chupar, muy despacio. No dijo nada, como tampoco lo hizo Kamchak, quien simplemente se había sentado cerca del Ubar, con las piernas cruzadas. Yo era consciente de que éramos las tres únicas personas sentadas sobre la tarima. Me había encantado no verme obligado a inclinarme ni a postrarme ante la augusta presencia del eminente Kutaituchik. Estaba seguro de que antes, en su juventud, el Ubar había sido un jinete de la kaiila, y que debió de mostrarse hábil en el manejo del arco, de la lanza y de la quiva. Un hombre así no necesitaba ceremoniales. Alguna vez habría cabalgado más de seiscientos pasangs en un día, y se habría alimentado de un sorbo de agua y un puñado de carne de bosko puesta entre su silla y la kaiila para mantenerla blanda y caliente. Sí, pocos habría tan rápidos con la quiva y tan finos con la lanza como Kutaituchik, porque él había conocido las guerras y los inviernos de la llanura, y se había enfrentado a los animales y a los hombres, y sobrevivido. Un hombre así podía prescindir de los ceremoniales. Me daba cuenta de ello: Kutaituchik, el llamado Ubar de los tuchuks, había sido un hombre así.

Pero a la vez, experimenté una sensación de tristeza al observarle detalladamente, pues vi que para ese hombre ya no habría más sillas de kaiila, ni más vueltas de las boleadoras, ni más cacerías, ni más guerras. Ahora, en el lado derecho de su boca empezaba a emerger lentamente, centímetro a centímetro, la cuerda mascada de kanda, convertida en una hebra húmeda y oscura. Sus ojos marchitos, helados, nos seguían mirando. Para él se habían acabado las rápidas carreras a través de la fría pradera, y los encuentros de los guerreros, e incluso las danzas ofrecidas al cielo alrededor de una hoguera de excremento de bosko.

Kamchak y yo esperamos hasta que acabó de mascar la cuerda.

Cuando así ocurrió, Kutaituchik levantó su mano derecha y un hombre, que no era tuchuk y vestía las ropas verdes de la Casta de los Médicos, le trajo un vaso de cuerno de bosko que contenía cierto líquido amarillo. Sin ocultar su disgusto, el Ubar bebió el líquido y luego lanzó el vaso hacia atrás.

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