* * *
La cena de familia, esa noche, se desarrollaba sin contratiempos.
Carmen velaba por la sucesión perfecta de los platos y la chica que había contratado como ayudante para la velada parecía muy espabilada. Iris, vestida con una larga blusa blanca y pantalones de lino azul lavanda, permanecía en silencio la mayor parte del tiempo y sólo intervenía en la conversación para animarla, cosa que debía hacer a menudo, porque nadie parecía muy hablador. Había algo de obligado y ausente en su actitud, de ordinario tan llena de gracia con sus invitados. Había peinado y atado su larga cabellera negra que caía en espesas y brillantes ondas sobre sus hombros.
¡Qué magnífica cabellera! pensaba Carmen cuando hundía sus dedos entre sus espesos cabellos. A veces Iris le permitía cepillarlos y a ella le gustaba oírlos crepitar bajo el cepillo. Iris había pasado la tarde encerrada en su despacho, sin atender ninguna llamada. Carmen lo había visto en la pantalla del teléfono cuya centralita se encontraba en la cocina. Ningún botón se había encendido. ¿Qué haría en su despacho, sola? Aquello era cada día más frecuente. Antes, cuando volvía a casa, con los brazos llenos de paquetes, gritaba: «¡Carmencita! ¡Un buen baño caliente! Salimos esta noche». Dejaba caer los paquetes, corría a besar a su hijo en su habitación, preguntando: «¿Te ha ido bien el día, Alexandre? Cuéntame, cariño, cuéntame. ¿Te han puesto buenas notas?», mientras Carmen, en el cuarto de baño, llenaba la gran bañera de mosaico azul y verde, mientras mezclaba aceites de tomillo, salvia y romero. Comprobaba la temperatura introduciendo el codo en el agua, añadía sales perfumadas de Guerlain y, cuando todo estaba perfecto, encendía pequeñas velas y llamaba a Iris para que se introdujese en el agua cálida y perfumada. A veces Iris la dejaba asistir a su baño, frotarle los pies con la piedra pómez, masajearle los dedos de los pies con aceite de rosa mosqueta. Los firmes dedos de Carmen envolvían los tobillos, las pantorrillas y los pies, presionando, pellizcando, apretando para después relajar con
savoir faire
y voluptuosidad. Iris se relajaba y le hablaba de su jornada, de sus amigas, de un cuadro visto en una galería, de una blusa cuyo cuello le había gustado, «sabes, Carmen, no realmente roto, sino recto y con una caída por los hombros como si lo sostuviesen unas varillas invisibles…», de un pastelito de chocolate degustado con la boca pequeña, «así no me lo como realmente y no engordo», de una frase escuchada en la calle o de una vieja que mendigaba en la acera y que le había dado tanto miedo que había dejado caer las monedas sobre la palma de su mano apergaminada. «Ay, Carmen, me dio tanto miedo el poder terminar como ella, un día. No tengo nada. Todo pertenece a Philippe. ¿Qué tengo yo a mi nombre?». Y Carmen, acariciando los dedos de sus pies, alisando la suave palma de sus largos pies finos y curvados, suspiraba: «Nunca, señora, nunca terminará como esa vieja arrugada. ¡No mientras yo viva! ¡Limpiaré casas, moveré montañas, pero nunca se sentirá abandonada!». «Vuelve a decírmelo, Carmencita, ¡dímelo otra vez!». Y se abandonaba, cerraba los ojos y se adormecía, apoyada sobre la toalla enrollada que Carmen había dispuesto bajo su cuello.
Esa noche no había habido ceremonia del baño.
Esa noche Iris se había duchado rápidamente.
Carmen se tomaba como algo personal el que cada comida fuera perfecta. Sobre todo cuando Henriette Grobz venía a cenar.
—¡Ah! esa mujer… —suspiró Carmen mirándola por la puerta entreabierta del office desde el que dirigía las operaciones— ¡qué vieja arpía!
Henriette Grobz se sentaba al final de la mesa, tiesa y erguida como una estatua de piedra, los cabellos atrapados en un moño lacado del que no escapaba ningún mechón. ¡Hasta los santos de las iglesias demuestran más abandono que ella! pensó Carmen. Vestía un traje sastre ligero, en el que cada pliegue estaba almidonado. Habían colocado a Hortense a su derecha y a la pequeña Zoé, a su izquierda, y hablaba a la una y la otra inclinándose como una vieja institutriz. Zoé tenía las mejillas enrojecidas, los párpados hinchados y las pestañas pegadas. Debía de haber llorado en el coche antes de llegar. Joséphine apenas comía su plato. Sólo parloteaba Hortense, haciendo sonreír a su tía y a su abuela, lanzando alabanzas a Chef, que ronroneaba de placer.
—Te aseguro que has adelgazado, Chef. Cuando has entrado en la habitación, me he dicho ¡qué guapo está! ¡Cómo ha rejuvenecido! A menos que te hayas hecho algo… ¿quizás un lifting?
Chef se echó a reír y se frotó el cráneo de placer.
—¿Y para quién haría yo eso, preciosa?
—Eh, no lo sé… Para gustarme a mí, por ejemplo. Me daría pena que te volvieses viejo y arrugado… Yo quiero un abuelo fuerte y bronceado como Tarzán.
Sabe cómo hablar a los hombres esa niña, pensó Carmen. Está hinchado de orgullo, el señor Grobz. Hasta tiene la piel de su cráneo calvo erizada de placer. Como de costumbre, le soltará un buen billete cuando se vaya. Cada vez, sin faltar una, le desliza un billete en la mano sin que nadie se dé cuenta.
Serenado por su conversación con Hortense, Marcel se había vuelto hacia Philippe Dupin e intercambiaba algunas informaciones sobre el estado de la Bolsa. ¿En alza, en baja los próximos meses? ¿Vender o, por el contrario, invertir? ¿En qué? ¿En acciones o en divisas? ¿Qué dice la prensa económica? Philippe Dupain escuchaba sin atender, su suegro parecía en plena forma. Diría incluso que más vivo, que rejuvenece a ojos vista; tiene razón la niña, se dijo Carmen, ¡debería andarse con cuidado, la señora Grobz!
Su ayudante arrancó a Carmen de su disección de los invitados preguntándole si convenía servir el café en el salón o en la mesa.
—En el salón, querida… Yo me ocuparé de eso, quita la mesa y pon todo en el lavavajillas, salvo las copas de champán, que hay que lavar a mano.
En cuanto terminó el postre, Alexandre se llevó a su prima Zoé a su cuarto, dejando a Hortense en la mesa. Hortense permanecía siempre junto a los mayores, conseguía pasar desapercibida, tan chisposa ella, tan audaz un minuto antes, se fundía con el decorado y escuchaba. Observaba, descifraba cada frase en suspenso, un lapsus, una exclamación indignada, un silencio pesado. Esa niña es una auténtica arpía, pensaba Carmen. ¡Y nadie se da cuenta! Sé lo que trama. Y ella ha comprendido que la he descubierto. No la gusto, pero me teme. Esta noche voy a tener que ocuparme de ella, llevarla al saloncito para que vea una película.
Como la conversación languidecía, la misma Hortense se aburrió y siguió a Carmen sin resistencia.
En el gran salón, Joséphine tomó su café rezando para que las preguntas no le cayesen encima como ráfagas. Intentó conversar con Philippe Dupin, pero este se excusó: su móvil sonaba, era algo importante y si ella no tenía inconveniente… Se refugió en su despacho para responder.
Chef leía un periódico económico que había en la mesita. La señora madre e Iris hablaban de cambiar las cortinas de un dormitorio. Hicieron una seña a Joséphine para que fuese a sentarse con ellas, pero Jo prefirió ir a hacer compañía a Marcel Grobz.
—¿Qué tal, mi pequeña Jo? ¿Tienes buenas vibraciones?
Tenía una extraña forma de hablar: empleaba expresiones en desuso. Con él se viajaba a los años sesenta o setenta. Debe de ser la única persona que conozco que todavía dice «estar en la onda» o «tienes buenas vibraciones».
—Más o menos, Chef.
Chef le guiñó el ojo, volvió un instante a su lectura y, viendo que ella no se iba, comprendió que estaba obligado a darle conversación.
—Y tu marido, ¿todavía en dique seco?
Ella inclinó la cabeza sin responder.
—Resulta difícil en este momento. Hay que apretarse el cinturón, esperar a que pase…
—Pero sigue buscando. Mira los anuncios por palabras todas las mañanas.
—Si no encuentra nada, siempre puede venir a verme… Lo pondría en algún sitio.
—Eres muy amable, Chef, pero…
—Pero tendrá que inclinarse un poco. Porque tu marido es orgulloso ¿eh, Jo? Y a día de hoy, hay que inclinarse. Hay que inclinarse y decir ¡gracias, jefe! Incluso el gran Marcel, que se deja la piel para encontrar nuevos mercados, ideas nuevas y da gracias al cielo cuando firma un nuevo contrato.
Se golpeaba la barriga mientras hablaba.
—Hay que decirle eso a Antoine. La dignidad es un lujo. Y él no puede darse ese lujo. Mírame, Jo, lo que me salva es que yo procedo de la pobreza. Así que no me molesta volver a ella. Hay un proverbio senegalés que dice: «Cuando no sepas adónde vas, párate y mira de dónde vienes». Yo vengo de la miseria, así que…
Joséphine hizo un esfuerzo para no confesar a Marcel que ella misma no estaba lejos de la miseria.
—Pero ya ves, Jo, pensándolo bien… Si tuviera que contratar a alguien de la familia, preferiría que fueses tú. Porque tú tienes pinta de trabajar duro… Mientras que tu marido, no estoy seguro de que quiera mancharse las manos. En fin, yo me entiendo…
Emitió una risa franca.
—No le pido que se convierta en mecánico.
—No, Chef, ya lo sé. Lo sé…
Joséphine le acarició el brazo y lo miró con bondad. El se sintió incómodo, interrumpió su risa bruscamente, carraspeó y volvió a la lectura de su periódico.
Ella permaneció un momento sentada a su lado, esperando que él retomara la conversación escapando así de la curiosidad de su madre y su hermana, pero Marcel no parecía querer retomar el diálogo. Chef siempre se comporta así, se dijo Joséphine, cuando me habla diez minutos, considera que ya ha hecho su parte y pasa a otra cosa. No le intereso. Estas reuniones familiares deben de ser una verdadera tortura para él. Como para Antoine. Los hombres están excluidos de ellas. O más bien están autorizados a fingir, nada más. Se sabe que el auténtico poder pertenece a las mujeres. Bueno, ¡no a todas! Yo estoy de adorno. Joséphine se sentía aislada. Echó un rápido vistazo a Iris, que hablaba con su madre mientras jugueteaba con sus largos pendientes que se había quitado y balanceaba sus pies de uñas pintadas a juego con las uñas de las manos. ¡Qué gracia! Parece mentira, se dijo, considerar que ese ser resplandeciente, exquisito y refinado pertenezca al mismo sexo que yo. Habría que inventar subcategorías en la clasificación de los seres humanos en dos sexos. Sexo femenino, categorías A, B, C, D… Iris pertenecería a la categoría A y yo, a la D. Joséphine se sentía excluida de esa feminidad voluptuosa y tranquila que rodeaba a cada gesto de su hermana. Cada vez que había intentado imitarla, la experiencia había terminado en terrible humillación. Un día, se había comprado unas sandalias de piel de cocodrilo verde almendra —que había visto llevar a Iris-y caminaba por el pasillo de su casa, esperando que Antoine se diese cuenta. El había exclamado: «¡Qué manera de andar! Con esas cosas en los pies pareces un travestido». Las preciosas sandalias se habían convertido en cosas, y ella, en un travestí…
Se levantó y fue a apoyarse cerca de la ventana, lo más lejos posible de su madre y de su hermana. Contempló los árboles de la plaza de la Muette que se balanceaban con la brisa todavía húmeda del final de la tarde. Los abrumadores edificios de piedra tallada enrojecían bajo el ocaso, los portales de hierro forjado dibujaban jambas de prosperidad, de los jardines en verde apagado, amarillo cálido y blanco grisáceo subía un vapor irisado. Todo sugería riqueza y belleza, riqueza liberada de todo lo material para hacerse evanescente, delicia, sugestión. Chef es rico, pero grueso. Iris es rica y ligera. Ha adquirido el increíble sosiego que da el dinero. Su madre puede intentar ponerse a la altura de su hija, pero será siempre una nueva rica. Su moño demasiado apretado, su lápiz de labios demasiado espeso, su bolso demasiado brillante, ¿y por qué no lo suelta? Es como las viejas pobres: tiene miedo de que se lo roben. Cena con el bolso en las rodillas. Ha podido engañar a Chef, pero no habría podido engañar a otro, aquel al que le hubiese gustado engañar. Ha tenido que contentarse con Chef, Chef el mal vestido, Chef el que se mete el dedo en la nariz y abre las piernas para despegarse el pantalón. Ella es consciente de ello y se lo reprocha. Él le recuerda que ella, como él, es imperfecta y limitada. Mientras que Iris posee una desenvoltura hecha de misterio, de secreto, una naturalidad inexplicable que la coloca por encima de los demás seres humanos, convirtiéndola en un ejemplar único y raro. Iris ha sabido cambiar de mundo y nacer por segunda vez.
Es lo que convertía a Antoine en torpe y sudoroso: esa frontera invisible entre Philippe y él, entre Iris y él. Una diferencia sutil que nada tiene que ver con el sexo, el nacimiento o la educación, que separa la verdadera elegancia de la del nuevo rico y que ponía a Antoine al nivel de un papanatas.
La primera vez que Antoine se había transformado en fuente, había sido allí, en este balcón, una tarde de mayo… Contemplaban juntos los árboles de la avenida Raphael; debió de sentirse tan petrificado, tan impotente frente a la perfección de los árboles, de los edificios, de las cortinas del salón, que había perdido el control de su termostato interior y había empezado a derretirse. Habían corrido hasta el cuarto de baño e inventado una explosión de grifos para explicar el lamentable estado de su chaqueta y de su camisa. Esa noche quizás nos creyeron, pero después no fue posible. Y yo, ¡con lo que le quería! Lo entendía muy bien, porque sudaba por dentro.
Sólo se escuchaba el ruido de las páginas que pasaba Chef en el mayor de los silencios. ¿Qué hará mi pastelito de miel en este momento?, se preguntaba excitado. ¿Estará tendida en el sofá del salón viendo una de esas malas comedias que le gustan tanto? ¿O tumbada en la cama como una enorme torta rubia, en la misma cama donde hemos retozado esta tarde y donde… Voy a tener que dejar esto inmediatamente. ¡Me estoy poniendo a cien y se va a ver! Se había puesto, por orden de la Escoba, un pantalón en tela de gabán, gris, ligero, que le apretaba y que no dejaría de subrayar una erección intempestiva. Esa eventualidad le produjo un ataque de risa que ahogó tan bien que se asustó cuando Carmen se inclinó sobre él y preguntó:
—¿Un pastelito con su café, señor?
Le presentaba un plato de dulces de chocolate, de mazapán y caramelo.
—No, gracias, Carmen, ¡tengo los dientes traseros en remojo!
Al escuchar esas palabras, Henriette Grobz sintió un escalofrío de asco y su nuca se erizó. Chef se alegró. Había que recordarle con quién estaba casada. Y él disfrutaba de lo lindo recordándoselo. Como para marcar esa reprobación muda y poner distancias entre Chef y ella, Henriette Grobz se levantó y fue al encuentro de Joséphine cerca de la ventana. La vulgaridad de ese hombre era su castigo, la cruz que debía llevar. Había conseguido dejar de compartir su despacho, dejar de compartir habitación, dejar de compartir su cama, y seguía temiendo que ese hombre la contaminara, como si fuese portador de un virus peligroso. ¡Tenía que estar desesperada para casarse con un hombre tan vulgar! Y fuerte como un roble, además. Ese vigor la hacía cada vez más irritable. A veces estaba tan irritada de verle alegre y saludable que respiraba penosamente y sentía palpitaciones. Tomaba pastillas para relajarse. ¿Cuánto tiempo debería soportarle todavía? Lanzó un largo suspiro y prefirió concentrar su atención en su hija que, apoyada en la ventana, contemplaba el balanceo de los árboles por la brisa que acababa de levantarse, repartiendo por fin un poco de aire fresco en esa velada.