—Es una de las alegrías de la vejez.
—¡Eh tú, Ben Hur, para el carro! No porque tengas tres años menos que yo vas a presumir de ser un jovencito. Los achaques te acechan a ti también.
El sonrió con aire de suficiencia; el fino bigote dibujado con maquinilla de afeitar formó un sombrerito puntiagudo y dejó caer, despreocupado:
—Me es igual decírtelo a ti porque él te lo dice todo: ¡me largo de aquí! Me han propuesto la dirección de Ikea Francia y he dicho que sí…
—Y te han venido a buscar, a ti. ¿Tienen pensado hundir la empresa?
—Sí, tú ríete. Eras la primera en querer ponerme en la cima. No debo de ser tan malo. ¡Me han llamado ellos, viejita! No he tenido que levantar un dedo meñique, han venido a contratarme ellos. Doble salario, ventajas varias, me han cubierto de oro y he dicho que sí. Como soy un tío correcto, he venido a prevenir al Viejo. Pero se lo dirás tú cuando tengáis un momento de reposo sobre la almohada… Y hablaremos para arreglarlo todo. Cuanto antes mejor, no tengo ganas de enmohecer aquí. Ya me están creciendo hongos y eso me irrita… Voy a acribillaros a los dos, a quemarropa, cariño. ¡A quemarropa!
—Hay que ver el miedo que me das, Chaval, me pones la carne de gallina.
Y le miró de arriba abajo.
—Mira, ya que hablamos de carne… he conocido a la señorita Hortense esta mañana. Un buen lotecito esa chiquilla. Tiene un movimiento de caderas que derretiría a Juana de Arco…
—Tiene quince años.
—Ah, pues parece que tenga veinte bien llevados. Debe de hundirte la moral. Tú que estás cercana a la menopausia.
—Lárgate, Chaval, lárgate. Le daré el recado y él te llamará.
—Como usted desee, mi buena señora y… ¡ten cuidado con el Viagra!
Soltó una risa malvada y se fue.
Josiane se encogió de hombros y escribió una nota para Marcel: «Citar a Chaval. Ikea le ha hecho una propuesta. La ha aceptado…». Recordó que hace menos de un año ella rodaba entre los brazos de Chaval. Ese hombre tiene algo de malvado, de vicioso que atrae y vuelve loca. ¿Por qué la virtud no me hace el mismo efecto? Debo de estar viciada yo también…
El problema de la desubicación, pensó Marcel contemplando los ojos rasgados del ucraniano sentado frente a él, cubierto con un abrigo de pata de gallo, es que hay que deslocalizar todo el tiempo. Apenas se ha encontrado un país jugoso en el que la hora de trabajo es barata, las cargas sociales inexistentes y la mano de obra moldeable a merced entra en Europa o en otra maquinaria de esas y deja de ser rentable. Pasaba su tiempo cambiando sus fábricas de sitio, buscando intermediarios que le vendiesen locales y personal llave en mano, pagando sobornos a diestro y siniestro, aprendiendo los usos y costumbres locales, y apenas se había instalado había que mudarse. Siempre más al este. Hacía el camino inverso al sol. Tras Polonia y Hungría, le llegaba el turno a Ucrania y abrirse y ofrecerse. Sería mejor ir directamente a China. Pero China estaba lejos. Y era difícil. Ya había instalado allí varias fábricas. Le haría falta un brazo derecho. ¡Y Marcel Júnior se hacía de rogar! No aguantaría hasta su mayoría de edad…
Suspiró y volvió a la conversación del ucraniano. Le volvió a servir un vaso de whisky, añadió dos cubitos, se lo tendió con una gran sonrisa empujando el contrato hacia él. El hombre levantó una nalga para atrapar el vaso, sacó un bolígrafo, le quitó la capucha, ya está, se dijo Marcel, ¡ya está! Va a firmar. Pero el hombre dudó… sacó un grueso sobre del bolsillo de su chaqueta, se la tendió a Marcel diciendo: «Son mis gastos de este viaje, ¿podría ponerlos en su cuenta?». «No hay problema», afirmó Marcel que lo abrió, echó un vistazo al montón de papeles arrugados, tiques de restaurante, una factura exorbitante de hotel, facturas de grandes boutiques, una caja de champán, perfumes de Yves Saint Laurent, un anillo y un brazalete Mauboussin. Todas las facturas habían sido libradas a nombre de Marcel Grobz. ¡Listillo, el ucraniano! Sólo le quedaba pagar y abonar las locuras de ese cerdo grasiento. «No hay problema», aseguró haciendo un guiño al ucraniano que esperaba con el bolígrafo levantado, «no hay problema», repitió. «Lo paso a contabilidad y me encargo de todo», amplió su sonrisa para hacer comprender al hombre inmóvil que todo estaba arreglado, ¿a qué espera para firmar, qué quiere este todavía? El hombre esperaba y sus ojitos brillaban con rabiosa impaciencia, «sin problema, es usted mi amigo y… cada vez que venga a París, será usted mi invitado».
El hombre sonrió, se relajó, sus ojos se convirtieron en dos fisuras sin luz, dejó caer el bolígrafo sobre el contrato y firmó.
* * *
Philippe Dupin apoyó los pies sobre la mesa de su despacho y comenzó la lectura de un caso que le había dado Caroline Vibert. La nota decía: «Estamos en un callejón sin salida, no encontramos solución, hay que aconsejar al cliente que compre pero se resiste a invertir, sin embargo aparentemente sólo la fusión salvaría el negocio, ya no hay sitio para dos rivales de esa categoría en el mercado francés…». Suspiró y retomó el caso desde el principio. Era el final del negocio textil en Francia, eso seguro, pero un negocio como Labonal sobrevivía y obtenía beneficios porque se había especializado en el calcetín de gama alta. Las empresas francesas deberían especializarse en el lujo y la calidad, y dejar a los chinos la gama baja. Sería necesario que cada país europeo se especializara en lo que mejor sabía hacer para afrontar la globalización. Para eso hacía falta dinero: comprar maquinaria nueva, registrar patentes, invertir en investigación, en publicidad. ¿Cómo hacer que el cliente entienda eso? Contaban, pues, con él para encontrar los argumentos necesarios. Dejó caer sus zapatos, agitó los dedos de los pies en sus calcetines. Labonal, remarcó. Los ingleses lo han entendido desde hace mucho tiempo. Ya no tienen industria pesada, sólo servicios, y su país funciona como la seda. Suspiró. Quería a su viejo país, quería a Francia, pero asistía, impotente, al naufragio de sus más hermosas empresas por falta de movilidad, de imaginación, de audacia. Habría que cambiar las mentalidades, explicar, hacer pedagogía, pero ningún dirigente quería arriesgarse. El riesgo de ser impopular un cuarto de hora para salvar el futuro. Sonó el teléfono. La línea directa con su secretaria.
—Un tal míster Goodfellow quiere hablar con usted, ha dicho que es importante… Insiste.
Philippe se incorporó y frunció el ceño.
—Lo cogeré. Pásemelo.
Escuchó un clic y la voz de Johnny Goodfellow rápida, entrecortada, mitad en inglés, mitad en francés.
—
Hello, Johnny! How are you?
—
Fine, fine.
Nos han descubierto, Philippe…
—¿Cómo? ¿Descubierto?
—Me siguen, estoy seguro… Han puesto un detective siguiendo mis pasos.
—¿Estás seguro?
—Lo he comprobado… El hombre es un detective privado. Lo he hecho seguir a mi vez. No es muy bueno. Un aficionado. Tengo su nombre, la dirección de su agencia, una agencia de París, sólo queda identificarlo… ¿qué hacemos?
—
Wait and see!
—dijo Philippe—.
Just give me his name and the number where I can reach him and I'll take care of him…
[6]
—¿Seguimos o lo dejamos? —preguntó Johnny Goodfellow.
—Por supuesto que seguimos, Johnny.
Hubo un silencio al otro lado del teléfono y Philippe prosiguió:
—Seguimos, Johnny. ¿OK? Yo me encargo del resto. El lunes que viene, en Roissy, como habíamos previsto.
—OK…
Un nuevo clic y Philippe colgó. Así que le seguían. ¿Quién tenía interés en seguirle? Ni él ni Goodfellow hacían mal a nadie. Era un asunto privado. Privado al cien por cien. ¿Un cliente que buscaba inmiscuirse en su vida para chantajearle? Todo era posible. Algunos casos de la agencia eran muy importantes. A veces su arbitraje decidía la suerte de cientos de empleados. Miró el trozo de papel en el que había escrito el nombre del detective y el teléfono de su agencia y decidió llamar más tarde. No temía nada.
Retomó su caso pero le costó concentrarse. A menudo tenía la tentación de dejarlo todo. Con cuarenta y ocho años, ya no tenía nada que demostrar. Había ganado mucho dinero, se había asegurado el futuro, podría alimentar a varias generaciones de Dupin. Soñaba cada vez más con vender su negocio y conservar un estatus de consultor. Retirarse y dedicarse a lo que amaba. Quería estar en compañía de su hijo. Alexandre crecía, y su hijo se convertía en un extraño. «Hola, papá, ¿qué tal, papá?». Y desaparecía en su habitación, largo, delgado y desgarbado con unos cascos en las orejas. Si Philippe intentaba empezar una conversación, no la oía. ¿Cómo reprochárselo? Volvía a su casa la mayor parte de las veces con casos debajo del brazo. Se encerraba en su despacho tras una comida rápida y sólo salía cuando Alexandre estaba acostado. Sin contar con las noches en las que Iris y él salían. No quiero dejar pasar a mi hijo, articuló en voz alta mirándose la punta de sus calcetines Labonal de costura perfecta. Fue Iris la que me los compró. Los compraba por docenas: azules, grises, negros. Altos. Bien ajustados a la pantorrilla. No se ensanchan tras el lavado. El otro día había tenido una idea: iba a escribir una larga carta a su hijo. Todo lo que no podía decirle en voz alta, lo pondría por escrito. No está bien que ese chico no vea más que mujeres. Su madre, Carmen, Babette, sus primas Hortense y Zoé… ¡Está rodeado de mujeres! Va a cumplir once años, ya es hora de que lo saque de ese gineceo. Ir juntos a ver el fútbol, el rugby, al museo. ¡Nunca lo he llevado a ver el Louvre! Y no va a ser su madre la que piense en ello… Se había dicho voy a escribirle una larga carta en la que le diré que le quiero, que no se enfade conmigo por no tener tiempo para ocuparme de él, le contaré mi infancia, cómo era yo a su edad, las chicas y las canicas, todavía jugábamos a las canicas en mi época, ¿a qué juega él? Ni siquiera lo sé. Philippe había comprado un ordenador portátil para su uso personal. Quería aprender a escribir sin mirar las teclas. Había contratado una mecanógrafa para que le enseñase lo esencial del método y, después, se las arreglaría solo. Siempre quería hacerlo todo a la perfección. «Carta a mi hijo». Sería una hermosa carta. Metería en ella todo su amor. Se disculparía como ningún padre ha hecho nunca con su hijo. Le propondría volver a empezar de cero. Se despeinó, quitándose la raya demasiado recta. Sonrió pensando en Alexandre. Retomó su caso. Ante todo habría que encontrar el dinero. ¿Ofrecer la compra de la empresa a los empleados para implicarlos en su recuperación? ¿Cómo empezaría su carta? ¿Alex, Alexandre, hijo mío? Podría preguntárselo a Joséphine. Ella lo sabría. Cada vez se dirigía más a Joséphine. Le gustaba hablar con ella. Me gusta su sensibilidad. Siempre tiene buenas ideas. Es brillante y no lo sabe. ¡Y tan discreta! Siempre en el quicio de la puerta como si tuviera miedo de molestar. «Creo que voy a liquidar la empresa y retirarme —había soltado el otro día delante de ella—, me aburro, esta profesión es cada vez más dura, mis colaboradores me aburren». Ella había protestado: «¡Pero si sois los mejores de todo París!». «Sí, son buenos, pero se están resecando y, desde el punto de vista humano, ya no tienen demasiado interés, ¿sabes lo que me gustaría, Jo?». Ella había negado con la cabeza. «Me encantaría convertirme en consultor… Dar mi opinión de vez en cuando y tener tiempo para mí». «¿Ya qué te dedicarías entonces?». El la había mirado y había contestado: «¡Buena pregunta! Tendría que empezar de cero, encontrar algo nuevo». Ella había sonreído y dicho: «Qué gracioso que digas siempre "de cero", ¡tú, que ganas tantos ceros!».
Él le había hablado de Alexandre y ella había añadido: «Se siente inquieto, te necesita, necesita que pases tiempo con él. Estás ahí pero, al mismo tiempo, no estás… La gente se cree que lo importante es la calidad del tiempo que pasan con sus hijos, pero también es importante la cantidad, porque un niño no habla bajo pedido. A veces podemos pasar todo el día con él y es por la noche, en el coche, cuando vuelves a casa que, de golpe, se decide a revelar un secreto, una confidencia, una angustia. Piensas que has esperado todo este tiempo, todo este tiempo que creías perdido y que finalmente no lo era… —Se había sonrojado y había dicho—: «No sé si me explico». Se había marchado, un poco encogida, llevándose tres nuevos contratos para traducir. Parecía cansada. Iba a subirle la tarifa de las traducciones.
La había vuelto a llamar y le había preguntado: «¿No necesitas nada, Jo? ¿Estás segura de que te las vas a arreglar?». Ella había respondido: «Sí, sí». Se lo había pensado un instante y había añadido:
—Sabes, Iris sabe que trabajo para ti…
—¿Cómo lo ha sabido?
—Por la abogada Vibert… Tomaron el té juntas. Está algo molesta porque no le hayas dicho nada, así que quizás deberías…
—Lo haré, prometido. No me gusta mezclar familia y trabajo… Tienes razón. Resulta idiota por mi parte. Sobre todo, porque no es un terrible secreto, ¿eh? ¡Los dos somos unos conspiradores de pena! No sabemos mentir bien…
Ella parecía terriblemente incómoda por ese último comentario.
—¡No te sonrojes así, Jo! Hablaré con ella, te lo prometo. ¡Debo hacerlo si quiero empezar de cero!
Y se había echado a reír. Ella, le había mirado, incómoda, y había salido de su despacho andando hacia atrás.
Qué mujer tan extraña, se había dicho. Tan diferente de su hermana. Es para pensar que fue cambiada en la maternidad y que los Plissonnier se fueron con el bebé equivocado. No me extrañaría enterarme un día. Qué cara pondría Henriette si descubriese eso. Se le caería su eterno sombrero.
Caroline Vibert abrió la puerta de su despacho.
—Y bien, ¿has encontrado alguna estrategia para el caso que te pasé?
—No, no hago más que soñar despierto. No tengo ganas de trabajar. Creo que voy a invitar a mi hijo a comer, ¡hoy es miércoles!
Caroline Vibert le miró, con la boca abierta, y vio cómo llamaba al móvil de Alexandre, que gritó de alegría ante la idea de ir con su padre a comer a su restaurante preferido. Philippe Dupin puso el altavoz del teléfono para que la alegría de su hijo resonara en el despacho.
—Y después, hijo, te llevaré al cine y tú elegirás la película.
—No —gritó Alexandre—, vamos al parque y practicamos tiros a puerta.
—¿Con este tiempo? ¡Nos vamos a llenar de barro!
—¡Sí, papá, sí! Tiramos penaltis y, si los paro, tú me dices bravo.
—De acuerdo, tú decides.