Una noche en la que yo tenía cita con Chaval, recordó Josiane. ¡Pobre gordito! Tiene razón. Había pretextado una migraña y le había dejado ir solo a tomar copas con sus clientes.
Él se acercó a la mesa de Josiane y tropezó con un bolso de viaje.
—¿Qué es ese bolso?
—Tenía la intención de largarme. Esperaba explicaciones para ahuecar el ala…
—Pero ¡estás loca! ¡Te patina el cerebro!
—Soy frágil, no es lo mismo.
—No confías seriamente en mí.
—No es un artículo que me hayan ofrecido mucho ese de la confianza…
—Pues bien, vas a tener que acostumbrarte. Porque estoy aquí y aquí me quedo. Y sólo por ti, cariñín. Eres toda mi vida.
El la había tomado en sus brazos y la arrullaba murmurando «qué tontita eres, pero qué tontita, y yo que he pasado las de Caín durante un mes por culpa de tus silencios al teléfono».
Ella se abandonaba a él, esperando a que hubiese terminado su ronroneo para anunciarle la buena noticia, confirmada por la muerte súbita de una rana en el laboratorio. Una emoción primero, luego otra, se decía, le dejo que aterrice y, apenas ha tocado el suelo con la punta de los pies, le envío directo al cielo anunciándole la llegada del pequeño Grobz.
—Sobre todo que, bomboncito, con lo de la foto yo ganaba por partida doble. La embaucaba y, además, alejaba de mí toda sospecha. Lo entiendes, en el caso de que te empiece a crecer la barriga… ¡No se enteraría de nada! Estaría pensando en la Natacha y no en ti. Engordarías tranquila ante sus ojos mientras ella seguiría la pista falsa.
Josiane se separó suavemente. No le gustaba mucho lo que acababa de escuchar.
—Así que ¿no piensas decírselo el día que me quede embarazada? ¿Cuentas con dejar flotar la duda?
Marcel enrojeció violentamente, cogido en flagrante delito de cobardía.
—Que no, bomboncito, que no… Sólo que debo tener tiempo para organizarme. Estoy atado de pies y manos a ella.
—Oye, y desde el tiempo que hace que hablamos de ese niño, ¿todavía no te has organizado, como dices?
—No voy a mentirte, bomboncito, los tengo de corbata. No sé cómo arreglarlo, cómo librarme de ella sin que se vengue y me haga las peores animaladas.
—¿No has ido a ver al notario?
—No me atrevo a decírselo, por miedo a que la prevenga. Están muy unidos, sabes, ella va a visitarle a menudo.
—¿Así que no has hecho nada? ¿Nada de nada? Tú me tocas el violín todo el día hablándome del querubín y te quedas parado con tu culo en el sofá.
—Pero lo haré, bomboncito, lo haré el día que sea necesario. Te lo prometo, estaré a la altura.
—¿A la altura de tu pequeñez? No te molestes, ya estás. ¡A ras de suelo!
Josiane se levantó, se colocó el vestido, ajustó el cuello, cogió su bolso de mano y, señalando a su mesa y a la habitación con un gesto teatral, declaró:
—Mírame bien, Marcel Grobz, porque ya no volverás a verme. Tiro la toalla, me evaporo, me desvanezco en la atmósfera. No te molestes en seguirme, ¡me largo para siempre! Decir que estoy harta sería demasiado suave, me das asco de lo cobarde que eres.
—Bomboncito, te prometo…
—Desde que te conozco me estoy tragando tus promesas. Desde que te conozco no hago más que eso. Las tengo atragantadas en el esófago. Tengo ganas de vomitar. Ya no te creo, Marcel…
Se agachó para empuñar su bolsa de viaje y, haciendo sonar sus tacones con aire decidido, abandonó la empresa de Marcel Grobz el 22 de octubre a las once horas cincuenta y ocho exactamente.
No se detuvo a saludar a René.
No se detuvo a besar a Ginette.
No suspiró delante de la enredadera. No se volvió tras haber franqueado el portal. Si ralentizaba el paso, pensó mirando hacia delante, no se marcharía nunca.
* * *
Esa noche, después de la cena, Alexandre llevó a Zoé a su escondite secreto.
Era un ropero normando, minúsculo, que su padre había comprado en una almoneda. En Saint-Valéry-en-Caux. Habían ido los tres, en familia. Su padre debía ver a un cliente inglés en el pequeño puerto normando. El inglés le había citado en su barco. Tras haber pasado unas horas a bordo, habían ido a pasear a lo largo del puerto. Se habían parado ante una almoneda. Alexandre había hojeado algunos tebeos viejos mientras sus padres iban a escudriñar en la trastienda en busca de alguna tela olvidada. No encontraron ningún cuadro, pero su padre había sentido un flechazo por aquel ropero. Su madre había protestado diciendo que no iba con el mobiliario, que parecería anticuado, fuera de lugar, incluso hortera… «Ya nadie compra roperos normandos, Philippe». Pero su padre había insistido: «No existe de esa talla, en todo caso, nunca lo he visto, lo pondré en mi despacho, no te molestará y hará destacar el mobiliario más moderno, me gusta mezclar estilos, ya lo sabes, y, además, añadirá un poco de calor, de recuerdos de familia burguesa, porque eso es lo que somos, ¿no? Una familia burguesa».
Alexandre no había comprendido el final de la frase, pero sí que su padre iba a comprar el ropero.
Lo había hecho trasladar a su despacho y Alexandre se había acostumbrado a esconderse dentro. Olía a cera y a lavanda y, concentrándose, se podía escuchar el ruido del mar y el murmullo de los mástiles de los barcos. Estaba tapizado con una cretona verde y amarilla. Cerraba las puertas sobre él, se ponía el walkman en las orejas, apoyaba la cabeza en la pared y, hecho una bola, se internaba en su MISS. Su Mundo Imaginario Súper Secreto. En su MISS viajaba a un país donde todo el mundo vivía según las palabras de John Lennon en su canción
Imagine.
Otro accesorio indispensable en el MISS: un par de gafas redondas que permitían ver lo invisible. A menudo llevaba a Zoé con él. «Ves, contaba, en el MISS los paisajes son de pastel, la gente está vestida de blanco, nadie se lava, siempre se está limpio y todo el mundo hace lo que quiere. No hay amos ni dinero ni colegio ni notas ni atascos ni padres divorciados, todo el mundo se quiere, la única regla es no fastidiar al resto de habitantes del MISS».
Y hablar inglés.
Era importante para él. Al principio, a Zoé le había costado. Alexandre hablaba un inglés fluido, pues sus padres le enviaban todos los veranos a un colegio inglés. Ella había aprendido a dejarse guiar por su primo y, cuando no entendía algo, él se lo traducía. A ella le gustaba también cuando no traducía: le producía escalofríos escuchar hablar a Alexandre sin entender nada. Tenía miedo, le cogía de la mano y esperaba la continuación de las aventuras que él inventaba. Siempre interpretaba todos los papeles, incluso el del viento y el de la tempestad.
Esa noche, Carmen les había hecho cenar pronto. Iris había ido a una fiesta del libro y Philippe, a una cena de negocios. Alexandre y Zoé fueron a refugiarse al despacho de Philippe y entraron, con aire conspirador, en el ropero mágico. Alexandre había instituido todo un ritual. Primero había que ponerse las gafas redondas y decir tres veces:
«Helio, John, Helio John, Helio John».
Después se sentaban hechos una bola, cerraban los ojos y cantaban la letra de la canción de Lennon
«imagine no possession, it's not hard to do, no reason to kill or die for, and no religion too».
[10]
Al final, se cogían de la mano y esperaban a que un emisario del MISS viniese a buscarles.
—¿No va a buscarnos Carmen?
—Está viendo su serie en la cocina…
—¿Y tu padre?
—Volverá tarde. ¡Deja de pensar en eso! Concéntrate y llamemos primero al Gran Conejo Blanco…
Zoé cerró los ojos y Alexandre pronunció las palabras mágicas:
—
Hello White Rabbit, where are you, White Rabbit!
—
Here I am, little children… Where do you want to go to day?
—respondió Alexandre imitando una voz grave.
Alexandre lanzó una mirada a Zoé y respondió:
—
Central Park… New York… The imagine garden…
—
Okay, children, fasten your seat belts!
[11]
Hicieron como si se ajustasen los cinturones.
—Nunca he estado en el Central Park —murmuró Zoé.
—Yo, sí. Cállate. Sigámosle… Ya verás qué bonito es. Imagina… Hay calesas tiradas por caballos, lagos con patos y una escultura que representa a
Alicia en el país de las maravillas…
Allí, en Central Park, el Gran Conejo Blanco ¡tiene una estatua!
Estaban a punto de partir hacia Central Park cuando se abrió la puerta del despacho y escucharon pasos.
—¿Tu padre?
—¡Chissst! Espera… Ya veremos.
—No podemos ver nada, estamos encerrados.
—¡Qué tonta eres! Espera… Quizás sea el Gran Conejo Blanco.
Era Philippe. Escucharon su voz. Hablaba por teléfono. En inglés.
—¿Crees que está jugando con nosotros? ¿Conoce el MISS?
—¡Chissst!
Puso la mano en la boca de Zoé y los dos escucharon, reteniendo el aliento.
—
She didn't write the book, John, her sister wrote it for her. I am sure of it…
[12]
—¿Qué dice?
—¡Espera!
—
Yes, she's done it before! She's such a liar. She made her sister write the book and she is taking advantage of it! It's a big hit here in Trance… no! Really! I'm not kidding!
[13]
—¿Qué está diciendo? ¡No entiendo nada!
—¡Qué pesada eres, Zoé! Espera. Te traduciré después. Me vas a hacer perder frases.
—
So let's do it. In New York… At the film festival. I know for sure he's going to be there. Can you manage everything? OK… We talk soon. Let me know…
[14]
Colgó.
Los dos niños permanecieron petrificados en el ropero. No se atrevían a moverse, ni siquiera a susurrar. Philippe encendió entonces su cadena de alta fidelidad y una música clásica inundó la habitación, permitiéndoles hablar.
* * *
—¿Qué ha dicho? ¿Qué ha dicho? —insistió Zoé quitándose sus gafas redondas.
—Ha dicho que mi madre no ha escrito el libro. Que fue tu madre la que lo escribió. Dice que mi madre ha hecho ya eso antes. Que es una enorme embustera.
—¿Y tú le crees?
—Si él lo dice, es que es verdad… Él no miente nunca, estoy seguro.
—Es cierto que el siglo XII es más bien de mamá. Así que ella habría escrito el libro y es tu madre la que… Pero ¿por qué, Alex, por qué?
—No lo sé…
—Podríamos preguntárselo al Gran Conejo Blanco.
Alexandre la miró con aire grave.
—No, vamos a quedarnos todavía un poco más: quizás vuelva a telefonear.
Oyeron a Philippe caminar por el despacho. Se detuvo. Comprendieron que estaba encendiendo un cigarro y pronto sintieron que el olor a tabaco invadía la habitación.
—¡Qué mal huele! —protestó Zoé—. Tenemos que salir. Me pica la nariz…
—Espera primero a que se vaya. No podemos dejar que nos vean… Después ya no habrá más MISS. Un sitio secreto, si es descubierto, deja de existir… Aguántate y espera.
No tuvieron que esperar mucho tiempo. Philippe salió de su despacho para preguntar a Carmen dónde estaban los niños.
Salieron del ropero sin hacer ruido y entraron en la habitación de Alexandre donde los encontró Philippe, sentados en el suelo, leyendo tebeos.
—¿Qué tal niños?
Se miraron incómodos.
—¿Os he asustado? ¿Queréis que veamos una película juntos? Mañana no hay colegio, podéis acostaros tarde.
Aceptaron aliviados y se pelearon por elegir la película. Alexandre quería ver
Matrix
y Zoé,
La bella durmiente
, Philippe los reconcilió proponiendo ver
El asesino vive en el 21.
—Así, Zoé, estarás contenta. Sentirás un poco de miedo, pero sabes que terminará bien.
Se acomodaron delante de la tele y, mientras Philippe ponía la película, los dos niños se lanzaron una mirada de complicidad.
* * *
Había sido Luca el que se lo había comentado seis meses antes: «En octubre próximo habrá un coloquio sobre lo sagrado en la Edad Media, en Montpellier, yo participo, debería usted venir e intervenir. Una publicación más le vendría muy bien». Iba a encontrarse con él en Montpellier. Hablaría el viernes. Ella estaba inscrita para el sábado por la tarde.
Había vuelto después de haber desaparecido todo el verano. Sin explicación. Un buen día se lo había cruzado en la biblioteca. Ella no se había atrevido a hacer preguntas. El había preguntado: «¿Ha pasado usted un buen verano? Tiene usted buena cara, ha adelgazado, le sienta bien… Me he comprado un móvil, detesto la idea de tener uno, pero debo reconocer que es práctico. No sabía cómo contactar con usted este verano, no sabía su número. Los dos estamos pasados de moda de verdad».
Ella había sonreído, conmovida al oírle decir «los dos», conmovida de que él se comparase con ella. Después se había repuesto y había presumido de los encantos del verano, Deauville, París en el mes de agosto, la biblioteca casi vacía, la circulación fácil, las orillas del Sena, París Playa.
Vino a buscarla a la estación. Con su eterna parka, la sonrisa en los labios, una barba de tres días que sombreaba sus hundidas mejillas. Parecía feliz de que ella estuviese allí. Cogió su bolso y la condujo hasta la salida apoyando ligeramente la mano en su hombro. Ella caminaba mirando a uno y otro lado para ver si la gente la miraba acompañada de un hombre tan guapo. Eso le elevaba su autoestima.
—Yo también me he comprado un móvil.
—¡Ah! Muy bien… Ya me dará el número.
Pasaron delante de un quiosco: en el escaparate se presentaba una larga fila de ejemplares de
Una reina tan humilde.
Joséphine sintió un sobresalto.
—¿Ha visto eso? —dijo Luca—. ¡Qué éxito! Lo compré después de toda la publicidad que hicieron y no está nada mal. Nunca leo novelas recientes, pero esta, por la época en la que se desarrollaba, tuve ganas de leerla. La devoré. Muy bien escrita. ¿La ha leído usted?
Joséphine balbuceó que sí y, cambiando de tema de conversación, le preguntó qué tal iban las conferencias. Sí, los conferenciantes eran interesantes, sí, su intervención había ido bien, sí, habría una publicación.
—Y esta noche, si no tiene usted inconveniente, la invito a cenar. He reservado una mesa en un restaurante al borde del mar. Me han hablado muy bien…
La tarde pasó rápido. Ella habló durante veinte minutos con voz clara y segura en un anfiteatro, ante una treintena de personas. Se mantuvo derecha y se sorprendió de su nueva seguridad. Algunos colegas vinieron a felicitarla. Uno de ellos hizo alusión al éxito de
Una reina tan humilde
, congratulándose de que el siglo XII fuese por fin destacado y liberado de sus tópicos. «Hermosa obra, hermoso trabajo», concluyó al dejarla. Joséphine se preguntó si hablaba de su conferencia o de la novela, y luego se recuperó diciéndose que las había escrito la misma persona. ¡Voy a acabar por olvidarlo! Se dijo guardando sus papeles.