Los ojos amarillos de los cocodrilos (57 page)

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Authors: Katherine Pancol

Tags: #drama

BOOK: Los ojos amarillos de los cocodrilos
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Se encontró con Luca en el hotel. Cogieron un taxi para ir al restaurante en la playa de Carnon y ocuparon una mesa al borde del mar.

—¿No tiene usted frío? —preguntó él desplegando el menú.

—No. Con la calefacción exterior gratinándome los hombros bastará —respondió ella, riéndose, indicando con el mentón el brasero que servía de calefacción auxiliar.

—Va usted a acabar asada. Y la pondrán en el menú.

Rio y eso le transformó. Tenía un aspecto más joven y más ligero, liberado de las sombras que habitualmente le rodeaban.

Ella se sentía de buen humor, desenvuelta. Echó un vistazo al menú y decidió pedir lo mismo que Luca. El pidió vino con aire serio. Es la primera vez que le veo tan relajado, quizás, después de todo, se sienta feliz en mi compañía.

Le hizo preguntas sobre sus hijas, le preguntó si siempre había tenido ganas de tener hijos o si Hortense y Zoé habían sido los frutos del azar conyugal. Ella le miró extrañada. Nunca se había planteado esa cuestión.

—De hecho, sabe, antes yo no pensaba demasiado. Fue después de mi separación de Antoine cuando la vida se hizo más complicada. También más interesante… Antes, dejaba pasar la vida, seguía mi pequeño camino trazado: me casé, tuve hijos y hubiese envejecido con mi marido, para después convertirme en abuela. Una vida pequeña sin historia. Es la separación la que me ha despertado…

—¿Y el despertar fue duro?

—Bastante duro, sí.

—¿Recuerda usted cuando fuimos al cine, la primera vez?, me dijo que estaba escribiendo un libro y después se corrigió, me gustaría saber si fue un error de lenguaje o…

—¿Yo dije eso? —preguntó Joséphine para ganar tiempo.

—Sí. Debería usted escribir, tiene una forma muy seductora de hablar de historia antigua. La he estado escuchando esta tarde.

—¿Y usted? ¿Por qué no escribe?

—Porque para escribir tiene que ser uno su propio jefe, tener un punto de vista, saber quién es… Y eso todavía no lo sé.

—Y, sin embargo, da usted una impresión completamente diferente.

—¿Ah, sí?

Había levantado una ceja y jugaba con su vaso de vino.

—Entonces diremos que las apariencias engañan… De hecho, las apariencias engañan casi siempre. Sabe, tenemos algo en común, los dos somos unos solitarios… La observo en la biblioteca, no habla con nadie, me siento muy halagado de que se haya interesado por mí.

Ella se sonrojó y balbuceó:

—¡Se burla usted de mí!

—No, hablo en serio. Trabaja con los ojos hundidos en sus libros y se marcha como un ratoncito. ¡Salvo cuando deja caer los libros!

Joséphine se echó a reír.

Reinaba una atmósfera irreal en torno a aquella cena. No se podía creer que fuera ella la que estaba sentada frente a él en esa terraza al borde del mar. Su timidez la abandonaba, tenía ganas de confiarse, de hablar. El restaurante se había llenado y un fuerte murmullo había reemplazado a la calma del principio de la velada. Estaban obligados a acercarse el uno al otro para hablar, y eso reforzaba su intimidad.

—Luca, me gustaría hacerle una pregunta muy personal.

Atribuyó su atrevimiento al vino, a la brisa marina de ese final de verano que todavía se sentía en los manteles blancos, en las faldas cortas de las mujeres. Se sentía bien. Todo lo que la rodeaba parecía repleto del mismo bienestar. El vaho de la noche dibujaba guirnaldas sobre el parqué de madera, y Joséphine leía en ello un mensaje de aliento. Tenía la impresión, inhabitual en ella, de estar acorde con el decorado. Sentía que la felicidad estaba al alcance de su mano y no quería dejarla pasar.

—¿Por qué no se ha casado usted nunca? ¿Nunca ha tenido ganas de tener hijos?

No respondió. Se ensombreció, sus ojos se fijaron en el horizonte y sus labios se convirtieron en dos trazos cerrados, amargos.

—Preferiría no contestar, Joséphine…

Sintió de nuevo esa penosa sensación de haber cometido una torpeza.

—Lo siento, no quería herirle.

—No me ha herido. Después de todo, soy yo el que empezó a hacer preguntas personales.

Pero si sólo hablamos de generalidades y de la Edad Media, nunca sabremos nada el uno del otro, protestó ella sin decir palabra. Ese verano, hojeando revistas, le había visto de nuevo en anuncios, uno para un perfume masculino; sostenía en sus brazos una larga mujer morena de largos cabellos que reía a carcajadas, dejando adivinar un talle fino y musculoso. Joséphine había observado detenidamente ese anuncio: había en los ojos de Luca una intensidad que ella no conocía todavía. Un deseo grave e imperioso. Los hombres querrán comprar esa colonia para parecerse a él. Se había preguntado si no debería dejarse el pelo largo como la chica morena.

—Le he visto este verano en un anuncio para una colonia, creo —dijo, deseando cambiar de tema.

—No hablemos de eso, ¿quiere?

Su mirada volvió a ser Misteriosa, impenetrable. Giró la cabeza hacia el interior del restaurante como si esperase a alguien. El hombre amable, jovial, con el que hablaba hacía unos segundos se había marchado y no quedaba más que un extraño.

—Hace frío, ¿quiere usted que nos vayamos?

En el taxi que los llevaba al hotel, Joséphine le observaba. El se mantenía en una esquina y miraba por la ventanilla.

—Lo siento, no debí hacerle esas preguntas. Estábamos tan bien antes de que yo hablase, me dejé llevar.

La miró con infinita dulzura y con cansancio a la vez, y, atrayéndola hacia él, pasó su brazo alrededor de su cintura.

—Es usted encantadora, Joséphine. No sabe hasta qué punto me conmueve. No cambie nunca, por favor, no cambie nunca.

Había pronunciado estas últimas palabras como una súplica. Joséphine se sorprendió de la intensidad que había en su voz.

Él le levantó la cabeza, colocó un dedo bajo su mentón y, forzándola a mirarle a los ojos, añadió:

—Soy yo el que soy imposible. Me siento mejor cuando está a mi lado. Me calma, me gusta hablar con usted.

Ella apoyó la cabeza sobre su hombro y se dejó llevar. Respiraba su olor, intentando identificar la verbena y el limón, la madera de sándalo y la corteza de naranja, preguntándose si era el mismo perfume del anuncio. Las farolas de las avenidas desfilaban por la ventana; ella deseaba que el paseo nocturno no terminase nunca. El brazo de Luca en torno a su cintura, el silencio de la noche, el traqueteo regular del coche y de los delgados árboles que se erguían pálidos a la luz de los faros. Se abandonó sin pensar cuando le besó. Un largo beso suave, tierno, que sólo se interrumpió cuando el taxi se detuvo ante el hotel.

Cogieron sus llaves en silencio, subieron al tercer piso en el que se encontraban sus habitaciones y cuando Luca, en el umbral de su habitación, extendió el brazo para entrar, ella le dejó hacer.

Ella le dejó hacer cuando él apoyó sus manos sobre sus hombros y volvió a besarla.

Ella le dejó hacer cuando él levantó su jersey para acariciarla.

Ella le dejó hacer…

Pero, justo cuando ella estaba a punto de abandonarse contra él, la imagen de la mujer morena del anuncio vino a interponerse entre Luca y ella. Vio su fino talle, su vientre bronceado, musculoso, sus brazos delicados echados hacia atrás; apretó los dientes, contrajo su vientre, lo aspiró con todas sus fuerzas para que él no sintiese los michelines de su cintura, estoy gorda, soy fea, va a desnudarme, se va a dar cuenta… Se imaginó desnuda junto a él: una madre de familia con cabellos finos y lacios, granitos en la espalda, una gruesa cintura, unas bragas enormes de algodón blanco…

Ella le rechazó y murmuró «no, no, no, por favor, no».

El se irguió extrañado. Se recuperó. Se disculpó y, hablando con tono ligero, declaró:

—No volveré a importunarla. No hablemos más de ello. ¿Nos vemos mañana en el desayuno?

Ella asintió con la cabeza, acongojada, y le vio desaparecer.

* * *

—¡Idiota, Shirley! Me comporté como una idiota. El estaba allí contra mí, me besaba, me gustaba tanto, tanto, y yo no pensé más que en mis michelines, en mis bragas de algodón blanco… Se fue y lloré, lloré… Al día siguiente, en el desayuno, nos comportamos como si nada hubiese pasado. El muy amable, muy dulce, pasándome la cesta de los cruasanes, preguntándome si había dormido bien, a qué hora era mi tren. Y yo, negándome a comer un solo cruasán por puro odio al michelín invasor. Ese hombre es el sueño de mi vida ¡y yo lo rechazo! Estoy loca, creo que estoy loca… Se acabó, no pasará nada nunca más. Mi vida está acabada.

Shirley dejó que terminara su perorata y después, extendiendo con un rodillo de pastelería la masa de tarta blanca y elástica sobre la mesa, declaró:

—Tu vida no está acabada, apenas ha comenzado. El único problema es que tú no lo sabes. Acabas de escribir un libro que está triunfando…

—No gracias a mí.

—¿No eres tú la que ha escrito el libro?

—Sí, pero…

—Tú y nadie más —replicó Shirley, apuntando con el rodillo de pastelería a Joséphine con gesto amenazante.

—Sí, pero…

—Pero tú no sabías que podías escribir. Así que seamos positivas, tu hermana te ha hecho un favor… No lo habrías escrito si no te lo hubiese pedido y, además, vas a ganar mucho dinero.

—Eso seguro.

—Gracias a ella, sabes que puedes hacerlo. Punto para ti. Ahora, hazme un favor y olvídate de ese libro. Olvida ese libro y continúa con tu vida tranquila… Escribe, ¡escribe para ti! Trabaja por tu cuenta. Deseas a un hombre y lo rechazas, deseas escribir y dudas, joder, Jo, espabila un poco, eres exasperante con tus vacilaciones y tus dudas. Y, sobre todo, sobre todo, ¡deja de pensar que eres fea y gorda! No lo eres.

—¿Entonces por qué me veo así? ¿Puedes explicármelo?

—Audrey Hepburn estaba convencida de que era fea, acuérdate. ¡Todas creemos que somos feas!

—¡Tú, no!

—Digamos que yo he recibido más amor que tú al principio. Mi madre me amaba con locura, aunque tuviera que esconderse para amarme, pero me amaba con locura. ¡Y mi padre también!

—¿Y cómo era tu madre?

Shirley dudó un instante, agujereó la pasta extendida con un tenedor y después dijo:

—Nunca decía nada, no demostraba gran cosa, pero bastaba con que yo entrase en la habitación en la que se encontraba para que su rostro se iluminase, su frente se relajase y que todas sus preocupaciones desapareciesen. No me estrechaba en sus brazos, no me besaba, pero me dedicaba una mirada de amor tal que yo la recibía cerrando los ojos de felicidad. Lo sentía tan fuerte que, a veces, volvía a entrar adrede en la habitación en la que se encontraba sólo para leer de nuevo la alegría en su rostro. Me construyó sin una palabra, sin un gesto; me dio una base tan sólida que no tengo las mismas dudas que tú…

—¿Y tu padre? —preguntó Joséphine, sorprendida de que Shirley se pusiese a hablar de su infancia y con la intención de aprovecharlo al máximo.

—Mi padre también. Tan silencioso y discreto como mi madre. Ni un gesto en público, ni un beso ni una caricia. No podía. Pero estaba allí, siempre. Los dos. Siempre han estado allí, y puedo asegurarte que no era fácil para ellos… Tú no tuviste eso; creciste sola, sin una base sólida. Todavía caminas torpemente, pero ya lo conseguirás, Jo, ya lo conseguirás.

—¿Tú crees? Después de lo que pasó la última noche con Luca no tengo muchas esperanzas…

—Ha sido un accidente. Pero no se ha acabado. Y si no es con él, será con otro…

Joséphine suspiró y contó las rodajas de manzana que Shirley desplegaba ahora sobre la pasta.

—¿Por qué las cortas tan finas?

—Porque es mejor… Más crujiente.

—¿Dónde aprendiste a cocinar?

—En la cocina…

—¡Qué graciosa!

—Se acabaron las confidencias por hoy, guapa. Ya te he contado mucho… ¿Sabes que te estás volviendo astuta?

Shirley metió en el horno la tarta de manzana, ajustó el minutero y propuso a Joséphine abrir una buena botella de vino para celebrar su nueva vida.

—¿Mi nueva vida o mi último fracaso?


Your new life, stupid!
[15]

Estaban brindando por la audacia de la nueva Joséphine, cuando Gary entró en la cocina seguido de Hortense. El llevaba un casco de moto bajo el brazo y tenía el pelo de punta. Besó a su madre en la cabeza.

—¿Has terminado tus tartas,
mummy
querida? Si quieres, puedo ir a entregarlas. Tengo la moto de un colega…

—No quiero que montes en moto. ¡Es demasiado peligroso! —gritó Shirley golpeando la mesa con la palma de la mano—. ¡Te lo he dicho cien veces!

—Pero yo iré con él y le vigilaré —dijo Hortense.

—¡Eso! El conducirá mirándote a ti y tendréis un accidente. ¡No! Me las arreglaré sola o Jo me acompañará.

Jo asintió. Los dos adolescentes se miraron suspirando.

—¿No queda un trozo de tarta? Me muero de hambre —masculló Gary.

—Vocaliza cuando hablas, no entiendo nada. Puedes coger ese trozo, está demasiado cocido… ¿Tú quieres también, Hortense?

Hortense atrapó unas migas de pasta humedeciéndose la punta de sus dedos.

—La tarta engorda…

—Tú no corres ningún riesgo —dijo Joséphine sonriéndole.

—Mamá, si quieres seguir delgada, hay que tener cuidado todo el tiempo.

—Mira, de hecho, tengo noticias de Max —siguió Gary, con la boca llena—. Ha vuelto a París y vive con su madre… ¡Se había hartado de las cabras!

—¿Ha vuelto al colegio?

—No. Tiene más de dieciséis años, ya no está obligado a ir…

—Pero ¿qué hace entonces? —preguntó Joséphine inquieta.

—Anda por ahí… Se pasó por el instituto.

—Va a acabar mal —pronosticó Hortense—. Trafica con costo y juega al póquer con su madre en Internet.

—¿Y la señora Barthillet? —preguntó Joséphine.

—Parece ser que la mantiene un cojo. Es así como le llama Max… El cojo.

—Max podría haber sido tan majo —suspiró Joséphine—. Quizás debería haber dejado que se quedase…

—Con Max en casa, ¡yo me hubiese largado! —protestó Hortense—. ¿Vienes, Gary? Vamos a probar la moto… Te lo prometo, Shirley, no haremos locuras.

—¿Adonde vais?

—Iris nos ha propuesto ir a verla en el estudio Pin-up. Va a hacer una sesión de fotos para
Elle.
Empieza en algo menos de una hora. Gary me lleva y nos quedamos un rato. Iris quiere que le dé mi opinión sobre la ropa. Me ha pedido que le haga un look. Vamos a ir a hacer compras juntas la semana que viene.

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