Estaban sentados en la mesa de honor. En la mesa de Gabor Minar. Cuando él entró, la sala entera se había levantado y estallado en aplausos. Todos los resentimientos se borraron. ¡Magnífico, sublime, cautivador, extraño! ¡Qué fuerza! ¡Qué puesta en escena! ¡Qué energía! Las bocas de las mujeres se tendían hacia él en ofrenda suplicante. Los hombres aplaudían con los brazos levantados para crecer frente al genio. Había aparecido flanqueado por sus actores. Gigante desgarbado, barbudo, vestido con unos vaqueros viejos y agujereados, una cazadora de cuero, botas de motorista y su eterno gorro de lana enfundado en el cráneo. Se había inclinado con una sonrisa, se había quitado el gorro de lana como señal de agradecimiento. Sus cabellos revueltos y grasientos habían escapado, él los había aplastado con un rudo gesto de su mano, había atravesado la sala y había ido a sentarse a su mesa con toda su
troupe.
Se habían movido, les habían hecho sitio. Iris estaba sentada en el borde de su silla, el cuello inclinado, la mirada tensa como un arco hacia él. En ese momento, Philippe le había rozado el brazo; ella lo había retirado como si hubiese recibido una descarga eléctrica. Gabor Minar había saludado con la cabeza, uno por uno, a cada invitado presente en la mesa, agradeciéndoles por haberles hecho sitio. Su mirada cayó sobre Iris. El la había mirado, había hecho un esfuerzo por recordar… Había buscado en su cabeza durante unos segundos. Iris palpitaba, entregada. Los invitados presentes alrededor de la mesa se extrañaron y sus miradas iban de uno a otro. Entonces Gabor había exclamado:
«Irish! Irish!».
Ella se había incorporado, magnífica, sonriente, alumbrada por una intensa alegría.
«Irish! You! Here! Unbelievable! Such a long time!».
[16]
Iris se había levantado para ir a besarle. El la había estrechado en sus brazos. Todo el mundo les miraba. «¿Su mujer conoce a Gabor Minar?», había preguntado a Philippe su vecino de mesa. «¿Le conoce personalmente?». «Sí», había contestado Philippe, los ojos puestos en Iris, sin perderse ni una migaja del espectáculo que ofrecían Iris y Gabor reunidos en el mismo halo luminoso, llevados por los mismos murmullos de curiosidad. «Ella le conoció cuando estudiaba en Columbia». Todos los asistentes miraban a Gabor Minar tomar a Iris en sus brazos y besarla. Iris, en los brazos de Gabor, recibía el mudo homenaje de la sala como si fuese la mujer de Gabor, como si por fin se hiciera justicia y el olvido fuera reparado. ¡Oh! la mirada que entonces había posado ella sobre Gabor… Philippe no la olvidaría nunca. Una mirada de mujer que llegaba a puerto, que volvía a los brazos del hombre, de su hombre. Sus grandes ojos azules devoraban a Gabor, sus manos venían a situarse naturalmente entre sus manos. Él la abrazaba y la estrechaba contra él con su vigoroso brazo.
Después se había vuelto hacia una mujercita rubia, menuda, vestida con una larga falda de volantes y con una camisetita blanca. Una mujer un poco discreta pero bella, que se mantenía a la sombra del gigante y sonreía.
—
Elisa… my wife
—había dicho él tomando a su mujer por el hombro y presentándosela a Iris.
Elisa se había inclinado, había dicho
«how are you, nice to meet you».
Iris la había mirado, los ojos brillantes de estupor. «Estás… estás… ¿casado?», había preguntado con vocecita temblorosa al gigante. Gabor se había echado a reír y había contestado:
«Yes
,
and I have three kids!».
[17]
Después, soltando a Iris como quien deja un objeto codiciado por un instante, había agarrado a su mujer y la había sentado a su lado. Otras personas se habían acercado, él se había vuelto a levantar, y había vuelto a la tarea de dar besos con el mismo ánimo, con el mismo calor, ¡Eh! ¡Jack! ¡Eh! ¡Terry! ¡Eh! ¡Roberta!, cogiéndoles en sus brazos, levantándolos del suelo, dando a cada uno la impresión de ser la única persona en el mundo que contaba, y después, dirigiéndose a su mujer, la presentaba manteniéndola firmemente a su lado. ¡Qué generosidad! ¡Qué fuerza!, no pudo evitar pensar Philippe. Se parece a sus películas: desaliñado y fulgurante. Es un proyector. Te ilumina con un gran rayo sincero, poderoso, generoso, y después te devuelve a las sombras cuando desvía su mirada. Parece conceder todo a una persona y, al instante siguiente, su atención se desplaza y da todo a otra, abandonando a la precedente a una soledad dolorosa.
Iris se había vuelto a sentar. No volvió a abrir la boca.
Y ahora, en la cabina de primera clase de Air France, dormía. O fingía que dormía. La vuelta va a ser dura, pensó Philippe.
John Goodfellow había trabajado de forma magistral. Fue él quien había seguido a Gabor Minar de cerca, él quien había convencido a su productor de hacerle venir a Nueva York, él quien se había asegurado que estaría en la cena del Waldorf. Había sido duro organizar ese encuentro. Les había llevado dos años. Habían sufrido tres tentativas malogradas: en Cannes, en Deauville y en Los Ángeles. El hombre era volátil. Decía que vendría y, en el último minuto, cambiaba sus planes y volaba hacia otro destino. John había tenido que organizar un encuentro del productor y su protegido con el gran jefe de un estudio americano para asegurarse que asistiría. Después convencer al americano de que viajase a Nueva York, seducirle con la promesa de tener a Gabor Minar en su próxima película. Mentiras minuciosamente elaboradas pasando por intermediarios minuciosamente elegidos. Un castillo erigido con mentiras. Hasta el último minuto, el pájaro habría podido volar.
Al día siguiente, al final de la mañana, cuando se habían encontrado en el bar del Waldorf, Philippe le había felicitado:
—
Good job, John!
—Nunca he visto a un hombre tan difícil de localizar —había exclamado John—. Y, sin embargo, estoy acostumbrado. ¡Pero él! Cambia de sitio a todas horas. ¿Ha visto usted a su mujer? Es guapa, ¿eh? A veces, me da pena, tiene aspecto agotado. Hablé con ella, entre otros contactos. Creo que a ella le gustaría que se estableciesen en alguna parte. Es una mujer inteligente, ha comprendido cómo funciona él y le sigue allá donde va. En la sombra. Ni una foto de ella o de sus hijos en la prensa. ¡Apenas se sabe que está casado! Bajo su apariencia bohemia, es un hombre fiel. Obsesionado por su trabajo, no hace el tonto. O quizás una o dos tonterías con una
script
o una maquilladora en noches de borrachera. Nada que pueda hacerle sombra a su mujer. La respeta hasta el infinito. La ama. Es su sostén. Ha encontrado su álter ego y, pero esto le va a sorprender, creo que es un sentimental. Pienso que al principio ella era como él, pero comprendió enseguida que no había lugar para dos genios atormentados en la pareja. Ella es húngara como él. Cosmopolita como él. Artista como él. Loca como él, pero con la cabeza bien puesta sobre los hombros cuando es necesario. Ella le sigue. Con el equipaje, los niños, una especie de gobernanta que forma parte de la familia. Los niños van al colegio cuando su padre se asienta, el tiempo de un rodaje, de la escritura de una película. Hablan todas las lenguas, pero ¡no creo que sepan escribirlas! Me han dicho que uno de sus hijos quería ser futbolista y para eso ¡no hace falta estudiar mucho!
Se había echado a reír. Había pedido zumo de naranja y café.
—¿No tendrá otro trabajo para mí?
—Lo siento John, no tengo más que una mujer. Y, encima, no sé por cuánto tiempo.
Se habían reído.
—¿Cómo ha reaccionado?
Philippe se puso un dedo sobre sus labios cerrados.
—Nada. Silencio total. No ha dicho una palabra desde ayer por la noche.
—Ha sufrido usted mucho con esta historia, ¿verdad?
—No sabe usted lo que es, John, vivir permanentemente a tres.
Y con un fantasma, además. ¡Porque ella le idealizaba! Se había vuelto perfecto: guapo, inteligente, rico, cautivador, fascinante…
—Pero limpio no. Es realmente sucio. ¡Podría hacer un esfuerzo!
—Está usted sacando su lado
gentleman
inglés que se tapa la nariz. Gabor es un eslavo, vive con su alma, ¡no dentro de una lavandería!
—Lástima, me gustaba trabajar para usted.
—Cuando pase por París, llámeme, iremos a comer juntos.
Y no es una promesa al viento.
—Lo sé… he aprendido a conocerle. Es usted un hombre delicado y fiel. Al principio, me parecía un poco… estirado,
old fashion
, pero en el fondo es usted muy cordial.
—Gracias, John.
Habían terminado su desayuno hablando de cine, de Doris, la mujer de John, que se quejaba de no verlo nunca, de sus hijos, de la vida que llevaba. Después se habían estrechado la mano y se habían despedido. Philippe le había visto alejarse con melancolía. Iba a echar de menos sus citas en Roissy. Tenían un lado clandestino que le agradaba. Sonrió interiormente y se burló de sí mismo, es tu único lado aventurero, tú, el hombre de la raya a un lado tan bien trazada.
Iris habló en sueños y murmuró algo que Philippe no entendió. Todavía le quedaba una mentira, una ilusión a la que consagrarse:
Una reina tan humilde.
No la ha escrito ella, estoy seguro. La ha escrito Joséphine. Joséphine. La había llamado antes de marcharse a Nueva York para que tradujese un contrato y, muy gentilmente, ella lo había rechazado. «Tengo que retomar mi HDI». «¿Tu qué?». «Mi informe de habilitación para dirigir trabajos de investigación», le había descifrado ella. «¿Por qué "retomar", lo que has dejado recientemente?». Ella calló un segundo y había respondido: «¡Te fijas en todo, Philippe! ¡Debo tener cuidado con lo que digo, eres temible!». «Sólo con la gente que quiero, Jo…». Había seguido un largo silencio incómodo. Su torpeza se había convertido en una gracia llena de misterio y profundidad. Sus silencios ya no eran confusos, sino perspicaces. La echaba de menos. Tenía cada vez más ganas de hablar con ella, de confiarse a ella. Llegaba a marcar su número y, después, colgaba.
Miró a la bella durmiente a su lado y se dijo que su historia de amor con Iris iba a disolverse pronto, y de eso también tendría que ocuparse: no quería perder a Alexandre. Pero ¿iba ella a luchar para tener la custodia? Ni siquiera estaba seguro de eso…
*
* *
—¡Nunca terminas de sorprenderme! Así que metes la cabeza en un lavabo y todo tu pasado vuelve. ¡Así! ¡Con un golpe de pila mágica!
—Te juro que me pasó tal y como te he contado. Pero para ser completamente honesta, había empezado antes… jirones que volvían, trozos de rompecabezas que flotaban, pero faltaba siempre el centro, el sentido…
—
What a bitch, your mother!
[18]
¿
Sabes que podrían haberla denunciado por delito de omisión de socorro?
—¿Qué querías que hiciese? Sólo podía salvar a una. Ella eligió a Iris…
—Y tú encima la defiendes.
—No la guardo rencor. Me da igual. Sobreviví…
—Sí, pero ¡a qué precio!
—Me siento tan fuerte desde que me he desembarazado de mi pasado. Es un regalo del cielo, sabes…
—Deja de hablarme del cielo con ojos de ángel.
—Estoy segura de que tengo un ángel de la guarda que vela por mí…
—¿Y qué estaba haciendo tu ángel de la guarda estos últimos años? ¿Se estaba tejiendo unas alas nuevas?
—Me ha enseñado paciencia, obstinación, resistencia, me ha dado valor para escribir el libro, me ha dado el dinero del libro para que me libre de preocupaciones cotidianas… Me gusta mi ángel. ¿No necesitas dinero, por casualidad? Porque voy a ser muy rica y no pienso ser tacaña.
—Calla, si soy inmensamente rica.
Shirley se encogió de hombros, cruzó y separó las piernas, enfadada.
Estaban en la peluquería y volvían a realizar la ceremonia de las mechas. Hablaban, transformadas en árboles de Navidad, con su cabeza llena de papel de aluminio.
—¿Y las estrellas, todavía les hablas?
—Hablo con Dios directamente cuando hablo con ellas… Cuando tengo un problema, rezo. Le pido que me ayude, que me dé la fuerza, y El lo hace. Me responde siempre.
—Jo, vas por mal camino…
—Shirley, estoy muy bien. No te preocupes por mí.
—Las cosas que dices son cada vez más extrañas. Luca te ningunea, pierdes la cabeza, la sumerges en un lavabo y sales curada de un trauma de la infancia. ¿No te creerás a veces que eres Bernadette Soubirous?
Joséphine suspiró y rectificó:
—Luca me ningunea, creo que me voy a morir, revivo el abandono trágico de mi infancia y uno las piezas, es otra versión.
—En todo caso, espero que no tenga la cara de volver a llamarte.
—Es una pena, creo que estaba enamorada. Estaba tan a gusto con él. No me había pasado eso desde hacía mucho tiempo… ¡desde Antoine!
—¿Tienes noticias de Antoine?
—Envía correos a las niñas. Siempre con sus historias de cocodrilos. Al menos le pagan, y devuelve el préstamo. Antoine no vive su vida, la sueña con los ojos abiertos.
—Un día va a estamparse contra un muro.
—No se lo deseo. Mylène estará allí…
—¡Esa sí que es dura de roer! Pero me cae bien…
—A mí también. Ya no estoy nada celosa…
Iban a empezar a cantar las alabanzas de Mylène cuando vinieron a buscarlas para quitarles sus bolas de Navidad. Fueron las dos juntas a la pila de lavado e inclinaron la cabeza hacia atrás, silenciosas, con los ojos cerrados, dejando que sus pensamientos vagaran.
Joséphine insistió en pagar. Shirley se negó. Se pelearon en la caja ante los ojos divertidos de Denise. Fue Jo la que ganó.
Se fueron, mirándose en los escaparates, haciéndose cumplidos por su buen aspecto.
—Te acuerdas, hace un año, cuando me trajiste a hacerme mechas por primera vez. Nos atacaron en esta calle…
—¡Y yo te defendí!
—Y a mí me impresionó tu fuerza. Shirley, te lo suplico, cuéntame tu secreto… Pienso en ello continuamente.
—No tienes más que preguntarle a Dios. El te responderá.
—¡No bromees con Dios! Venga, dímelo. Yo te cuento todo, siempre confío en ti, y tú te quedas muda. Soy mayor, tú misma dices que he cambiado. Ahora puedes confiar en mí.
Shirley se volvió hacia Joséphine y la miró con expresión grave.
—No se trata sólo de mí, Jo. Pongo a otras personas en riesgo. Y cuando digo riesgo, debería decir gran peligro, sacudidas sísmicas, temblores de tierra…
—No se puede vivir siempre con un secreto.
—Yo lo llevo muy bien. Sinceramente, Jo, no puedo. No me pidas lo imposible…