Los ojos amarillos de los cocodrilos (58 page)

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Authors: Katherine Pancol

Tags: #drama

BOOK: Los ojos amarillos de los cocodrilos
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—No me gusta, no me gusta —gruñó Shirley—. Ten cuidado, Gary, ¿me lo prometes? ¡Y ponte el casco! ¡Y volvéis aquí para cenar!

Gary besó la frente de su madre, Hortense hizo un gesto con la mano a Joséphine, y salieron empujándose.

—No me gusta que vaya en moto, no me gusta… Y, además, no me gusta tampoco que Hortense revolotee a su alrededor. Este verano, en Escocia, la había olvidado. Me gustaría que no volviese a obsesionarse con ella…

—Yo he tirado la toalla con Hortense. Qué quieres: va a cumplir dieciséis años, es la primera de la clase, los profesores cantan alabanzas. No tengo nada que reprocharle… Y de todas formas, no tengo medios para enfrentarme a ella. Es cada vez más independiente. Es curioso, cuando pienso que hace apenas dos años era una niña…

—Hortense nunca ha sido una niña. Siento decirte esto, pero tu hija siempre ha sido una zorra.

—Cambiemos de tema o nos vamos a pelear. Nunca te ha gustado.

—Sí. Hace mucho tiempo. Pero no me gusta cómo trata a la gente. Manipula a unos, explota a los otros, no tiene ni un gramo de corazón.

—A ti, en cuanto se toca a tu hijo…

—¡Me rindo! Lo dejamos. ¿Vienes conmigo a entregar los pasteles?

* * *

Marcel Grobz, arrebujado en un abrigo de tweed y una bufanda escocesa amarilla, estaba sentado sobre un banco, bajo la enredadera del patio, y miraba con cansancio los sarmientos retorcidos y secos perlados de gotas de lluvia. Josiane se había ido. Había desaparecido desde hacía quince días. Se había inclinado, había empuñado su bolso de viaje y, clic, clac, con sus pequeños tacones de punta, había cruzado el umbral de la puerta y había salido. Clic, clac sobre las baldosas del patio, clic, clac al abrir la verja. No había tenido fuerzas para correr detrás de ella. Hundido por la pena, había seguido el ruido de los tacones y se había dejado caer en la silla ante la mesa de Josiane. Desde entonces, se sentaba donde podía, en cuanto tenía un momento de reposo, y oía el ruido seco y resuelto de los tacones de Josiane. Eso le encogía el corazón.

Una hoja seca se separó de un árbol y cayó revoloteando a sus pies. Se agachó, la recogió y la frotó entre sus dedos. Sin Josiane ya no tenía ganas de luchar. Y Dios sabía que en ese momento necesitaba de todas sus fuerzas. Estaba librando la batalla más dura de su carrera. Para ella, para ellos, para ese bebé del que no dejaban de hablar y que se hacía de rogar.

Ginette le vio por la ventana del taller, aparcó su toro elevador y fue a su encuentro sobre el banco. Se secó las manos en su peto y, dándole una palmada en la espalda, se sentó a su lado.

—Vamos cuesta abajo, ¿eh, Viejo?

—Sí. Sin ella se me quitan las ganas…

—No tenías que haberla dejado marchar. Presionas, Marcel, ¡presionas! Yo la entiendo… La chavala ya está harta de esperar.

—¿Y tú crees que me gusta hacerla esperar?

—Sólo de ti depende que las cosas se arreglen. ¿Cuánto tiempo hace que lo dices y no haces nada? Ella piensa que hay gato encerrado. No tienes más que pedir el divorcio y todo se arreglará.

—No puedo pedir el divorcio en este momento, estoy metido en un asunto enorme. No se lo digas a nadie, Ginette, ¿me lo prometes? Ni siquiera a René…

—Te lo prometo. Ya me conoces, soy tan chismosa como una lápida.

* * *

—Estoy a punto de comprar la empresa de muebles y artículos del hogar más grande de Asia. Es enorme, ¡enorme! He hipotecado todo lo que tengo, estoy en pelotas y no puedo permitirme el lujo de una separación de Henriette; ella me pediría inmediatamente aquello a lo que tiene derecho, ¡la mitad de mi fortuna! Hace año y medio que el asunto está en marcha. Nadie lo sabe. Debo actuar en el mayor de los secretos. Se alarga, se alarga, he contratado un batallón de abogados y aunque intento que la cosa se acelere, no lo consigo. ¿Por qué te crees que acabo de pasar todo un mes en China? ¿Por placer?

—¿Por qué no se lo has dicho?

Marcel hizo una mueca y se hundió dentro de su abrigo.

—Desde el asunto de Chaval, confío menos en ella. No es que la quiera menos, no, pero desconfío. Yo soy viejo, ella es joven, puede volver a caer en los brazos de Chaval por ganas de carne fresca. Es un viejo instinto que me viene de la infancia. He aprendido a pensar en lo peor, a buscar la traición. Así que prefiero que me tome por un pusilánime.

—No hay duda de que piensa que eres un cagado y que no dejarás nunca a la del sombrerito.

—Cuando haya firmado todo, tendré las manos libres. Me las he arreglado para que ella no tenga nada que ver en la nueva organización, ni la menor participación en los beneficios ni en la gestión, le pasaré una cómoda renta hasta el fin de sus días, le dejaré el piso, no le faltará nada, no me portaré como un cerdo, te lo aseguro…

—Lo sé, Marcel. Eres un tío estupendo…

—Pero si Josiane se va, ¿de qué sirve todo eso? De nada…

Recogió otra hoja seca, jugó un momento haciéndola girar entre sus dedos y después la volvió a tirar.

—¡Tenía tantas ganas de tener ese niño! ¡Tenía tantas ganas de vivir con ella! Ella era mi motorcito. Vivir los dos, tranquilos, tan panchos con el pequeño a nuestros pies. Toda mi vida he soñado con tener un hijo y ahora que creía que iba a conseguirlo…

Ginette hundió las manos en los bolsillos de su peto y respiró profundamente.

—Bueno, Marcel. Tengo dos noticias para ti: una buena y otra mala. ¿Por cuál quieres que empiece?

—La mala. En el punto en el que estoy… ¿qué más da otra más?

—La mala es que no sé dónde está. Ni idea. No ha dicho nada, ni ha llamado por teléfono, ni la menor noticia suya…

—¡Ah! —dejó escapar Marcel con un suspiro de decepción—. Pensaba que lo sabías, que no me decías nada porque ella te lo había pedido. Contaba, incluso, con sonsacártelo, ya ves…

—No me ha llamado… Debe de estar realmente cabreada. Me ha metido en el mismo saco que a ti.

El dejó caer su cabeza entre las piernas y esperó un momento. Después se incorporó y, con la mirada vacía, preguntó:

—¿Y la buena?

—¿La buena? La buena es que está embarazada. De tres meses. Seguramente iba a decírtelo cuando empezasteis a discutir…

La boca de Marcel se abrió en un ¡oh! de sorpresa maravillada y su mirada adquirió la inocencia de un niño. Balbuceó, balanceó la cabeza, los hombros. Su cuerpo se puso a vibrar como si fuera él el que llevase al bebé y bailase en su vientre. Cogió la mano de Ginette y la estrechó como si fuese a romperle los huesos.

—¿Puedes repetirlo? Dime, ¿puedes repetirlo?

—Está embarazada, Marcel. Y loca de alegría… Se enteró poco después de tu partida a China y, si no hubiese recibido la visita de la del sombrero con la foto de la rusa, te lo hubiese anunciado a voz en grito por teléfono y te hubiese roto los tímpanos.

—¡Está embarazada! ¡Está embarazada! ¡Gracias, Dios mío, gracias!

Miraba al cielo juntando las manos y las falanges de sus dedos palidecían de tanto que las apretaba. Metió otra vez la cabeza entre sus piernas como para tirar al suelo la espera y la angustia acumulada estos últimos meses. Parece un mono enorme, pensó Ginette afectuosa. De pronto se estiró, su mirada se endureció y, girándose hacia Ginette, preguntó:

—¿Lo va a conservar?

—Tenía las piernas que le temblaban de alegría cuando me lo contó. Y los días que siguieron, caminaba por el borde liso del enlosado para no molestar al bebé. Así que, tú qué crees…

—¡Voy a ser papá, Dios mío! Ginette, te das cuenta…

El la había cogido en sus brazos y le friccionaba la cabeza.

—Cálmate Marcel. Cálmate. ¡No tengo ganas de quedarme calva!

—¡Pero eso lo cambia todo! Estaba dejándome llevar, he dejado el entrenamiento y las vitaminas, vuelvo a empezar a partir de hoy. Si está embarazada, volverá. No va a quedarse sola con su muñequito guardado en un cajón. Tengo toda la parafernalia en mi despacho, tengo la cuna, el cochecito, el sacaleches, los interfonos, ¡tengo incluso el tren eléctrico! Ella lo sabe, volverá… No va a quedarse la alegría para ella sola. ¡Ella no es avariciosa! Sabe lo mucho que me importa ese retoño.

Ginette le miró sonriendo. La alegría de Marcel la contagiaba, pero ella estaba menos segura del retorno de Josiane. La Josiane no se desinflaba fácilmente. Educar a un niño ella sólita no le daba miedo. Ha debido de estar ahorrando y, con el peculio que Marcel le ha estado pasando durante estos años, estará al abrigo por el momento.

No dijo nada, se levantó y, antes de volver al taller, le hizo jurar que no diría nada a Josiane en el caso de que quisiese salir de su escondite.

—Chitón y la boca cosida. ¿Eh, Marcel?

Marcel hizo una gran cruz sobre su boca sonriente y cruzó los dedos.

—Prométeme, si te llama, que me lo dirás enseguida.

—¡Tú alucinas! Es mi amiga, no voy a traicionarla.

—No me digas dónde está. Me dices sólo «anda, ha llamado, está bien, ha engordado tres kilos, le duelen los riñones, se pone cojines en la espalda para aguantar, le vuelven loca los marrones glacés…». Y no olvides preguntarle si el vientre apunta hacia delante, eso es señal de que es chico, o si se va hacia un lado, sería una chica… Dile también que se alimente, que no escatime en carnes rojas, que se acueste pronto, que duerma de espaldas para no aplastarle…

—Oye, Marcel, ¿no crees que estás exagerando?

—Dile, sobre todo, y con esto acabo, que su cuenta en el banco va estallar del ataque de risa. Sobre todo, que no le falte de nada a mi bomboncito. ¡Y que se cuide!

—Escucha, Marcel, yo he tenido tres. Y he sobrevivido. ¡Cálmate!

—Nunca se es lo suficientemente prudente. No está acostumbrada a estar de brazos cruzados. Podría hacerse daño.

—Me vuelvo al curro. No me pagas por esperar al lado del teléfono, ¿verdad?

Marcel se incorporó de golpe, abrazó una rama de la enredadera y la besó. Las gotas de lluvia le mojaron las mejillas. Se hubiera dicho que lloraba de felicidad.

* * *

Iris tiró la revista sobre la mesita baja con una mueca de disgusto. Había caído en una trampa. Había recibido a la periodista en su casa, había hecho servir el té por Carmen sobre una gran bandeja oscura de madera tallada comprada en Brown and Birdy, la había agasajado con un pastel de limón merengado y había respondido a las preguntas con seriedad e indiferencia. Todo era perfecto, yo hubiera podido gritar ¡motor, acción! Escena 14. Despacho del escritor mencionado, fin de un día de otoño: ella recibe a una periodista en su despacho. Repartió libros por el suelo, arrugó algunos papeles, abrió un cuaderno sobre el que había colocado un bolígrafo y había puesto como fondo una música de jazz, la voz rota de Billie Holiday, que subraya su languidez desesperada. Todo había sido perfectamente dispuesto, al menos eso creía…

Su indolencia había sido percibida como arrogancia. Faltaba poco para que me tratara de pija endomingada y chulesca, pensó Iris con irritación. Volvió a leer el artículo. Siempre las mismas preguntas: ¿en qué se diferencian las relaciones entre hombres y mujeres del siglo XII con las de hoy? ¿De qué sufrían las mujeres entonces? ¿Son realmente más felices en el siglo XXI que en el siglo XII? ¿Qué ha cambiado realmente? ¿La modernidad y la paridad no comprometen
in fine
la pasión? «Las mujeres no tienen más seguridad afectiva que en el pasado —había respondido Iris—, se acomodan mejor, eso es todo. La única seguridad posible sería alejarse de los hombres, dejar de necesitarlos, pero eso sería morir un poco… al menos para mí». Eso no estuvo mal. Y no es arrogante. «No hay hombre ideal. El hombre ideal es el que amamos. Puede tener dieciocho o noventa años, no hay reglas. Con tal de que se le ame. No conozco ningún hombre ideal, conozco hombres, algunos me gustan, otros no». «¿Podría usted amar a un chico de dieciocho años?». «¿Por qué no? Cuando se ama, no se tiene en cuenta». «¿Qué edad tiene usted?». «La edad que el hombre que amo quiera darme».

Sintió que sus ojos se llenaban de lágrimas de irritación. Cogió otra revista, buscó en qué página hablaban de ella. No podía hojear un periódico sin encontrarse frente a frente consigo misma.

A veces se miraba con ternura, a veces con incomodidad. Mejillas demasiado enrojecidas, mala iluminación, ¡oh! ¡Qué bien salgo aquí! Lo que más le gustaba era posar para los fotógrafos. Se ofrecía a ellos, hacía mohines, se echaba a reír, se tocaba con un gran sombrero, se aplastaba la punta de la nariz con su índice enguantado… No se cansaba nunca.

Página 121. El artículo de un viejo crítico literario intelectual y refunfuñón. Era conocido por sus ácidos dardos y sus juicios inapelables. Iris leyó las primeras palabras con ansiedad y suspiró aliviada. Le gustaba el libro: «La ciencia y el talento reunidos en una misma pluma. Detalles que enganchan, un impulso narrativo que enardece. Un vocabulario que no cultiva el hermetismo, pero que sabe ser límpido sin ser transparente…». Es bonito eso, «límpido sin ser transparente». Iris extendió la punta del chal sobre su pie, tenía frío, y llamó a Carmen, tenía sed. Recordaba muy bien a ese periodista. Lo había conocido en una cena con Philippe mientras Joséphine estaba en plena escritura. Había adoptado una expresión humilde para escucharle y le había hablado de Chamfort. Era un especialista de Chamfort. «Todo hombre que no es un misántropo a los cuarenta años nunca ha amado a los hombres». Había leído en su mirada un brillo de reconocimiento emocionado y se había callado.

En la próxima novela, Joséphine deberá realizar una obra más erudita, menos simplista. Está muy bien esta historia de maridos que se suceden y la enriquecen, pero resulta un poco frívolo. Al final, eso me perjudica. No es extraño que me tomen por un zoquete. El próximo deberá ser más oscuro, más sulfuroso, menos dirigido al gran público, pero igual de límpido.

Dio una patada a la pila de revistas y decidió ignorarlas. El estadio siguiente es que se hable de mí como una auténtica escritora. ¡Que me dejen de hacer preguntas estúpidas! ¡Y yo qué sé de las relaciones entre hombres y mujeres! Estoy casada desde hace quince años, fiel hasta aburrirme, y el único hombre al que amo vive no sé donde, entre Londres, Nueva York, Budapest, el sur de Francia y el norte de Mali. Vaga por donde le parece, no pertenece a ningún país, a ninguna mujer, detiene un rodaje por amenazas de muerte y vuelve, alegre, despreocupado, para encontrarse con actores que le veneran y aceptarían cualquier cosa de él. Lleva siempre los mismos vaqueros mugrientos y un gorro de lana. Un bohemio genial. ¡Es eso lo que debería haberle largado a esa imbécil! Gabor Minar. El guapo, el célebre Gabor Minar fue mi amante, y todavía le amo. «Permanecer siempre fiel a un antiguo amor es a veces el secreto de toda una vida». Entonces sí que hubiese salido en primera página.

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