Los ojos amarillos de los cocodrilos (60 page)

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Authors: Katherine Pancol

Tags: #drama

BOOK: Los ojos amarillos de los cocodrilos
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Joséphine se había vuelto a sentar y le costaba contener su emoción.

—No me ha reconocido. No ha querido reconocerme.

—¡No debía de esperarse verte aquí! Ponte en su lugar…

—Pero… pero… la otra noche, en Montpellier, me tomó en sus brazos y me besó…

Estaba tan turbada que olvidó que estaba hablando con su hija.

—¿Tú, mamá? ¿Te has pegado el lote con un chico?

—No hicimos nada más, pero después de una conferencia, me besó… me dijo que era maravillosa, que lo sosegaba, que conmigo se sentía bien…

—¿No estarás un poco agotada?

—No, te lo prometo. Es él, Luca. El que me lleva al cine… Con él tomo café en la biblioteca, que ha escrito una tesis sobre las lágrimas en la Edad Media…

—¡Mamá, estás delirando! Vuelve a la realidad. ¿Qué iba a hacer un chico tan guapo como él con una mujer como tú, eh? Piensa un poco…

Joséphine agachó la cabeza, avergonzada, royéndose el borde de las uñas.

—Es lo que no dejo de preguntarme. Por eso el otro día, en Montpellier, le rechacé cuando me besó… No por virtud, sino porque tenía miedo de ser demasiado fea.

—¡Lo rechazaste! —exclamó Hortense con voz sobreexcitada—. ¡Yo alucino en colores! ¡Voy a tener que revisar todas mis bases de cálculo! ¡Tú, rechazar a un tío tan bueno!

Se abanicaba con su cuaderno de croquis para recuperarse. Joséphine permanecía postrada sobre su silla. Las lámparas colgadas del techo se iban apagando una por una.

—Venga, ven, nos vamos… Ya no hay nadie —declaró Hortense.

Le tiró de la manga y salieron. Joséphine lanzó una última mirada hacia atrás para ver si no volvía, si no la había, finalmente, reconocido.

—Te lo prometo, cariño, no estoy mintiéndote.

—Que sí, que sí…

No ha querido verme. Se avergüenza de mí. Le puse en evidencia al llamarle. Nunca podré volver a mirarle a los ojos. Voy a tener que evitarle… Ya no iré más a la biblioteca.

Habían preparado un bufé en el fondo de un gran salón rojo y dorado. Hortense le propuso ir a beber un zumo de naranja o una copa de champán.

—Te sentará bien porque se te va la cabeza, mamaíta…

—Que sí, te aseguro que…

—Vale, vale… Venga, ¡vamos!

Joséphine se soltó.

—Creo que voy a ir a echarme un poco de agua por la cara… Nos vemos en el hall en un cuarto de hora, ¿te parece bien?

—¿Media hora?

—De acuerdo. Pero no más… Necesito volver a casa.

—¡No te enrollas nada! Por una vez que salimos del agujero.

—Media hora, Hortense, ¡ni un minuto más!

Hortense se alejó encogiéndose de hombros y murmurando «¡qué poca gracia!». Joséphine entró en el lavabo. Nunca había visto un cuarto de baño tan lujoso. Una pequeña habitación, bautizada Powder Room en letras rosas sobre la puerta gris, hacía oficio de antecámara donde se habrían otras cuatro puertas grises con adornos de pintura rosa. Abrió una al azar. Penetró en una habitación redonda, toda de mármol, con un profundo lavabo, toallas esponjosas dispuestas a su alrededor, un frasco de agua de colonia, jabones, crema para manos, cepillos para el pelo. Se miró en el espejo. Tenía el rostro descompuesto. Su boca temblaba. Hizo correr el agua en el lavabo y hundió la cabeza. Olvidar a Luca. Olvidar la mirada de Luca. Olvidar la fría mirada de Luca que decía no la conozco. No respirar, permanecer con la cabeza en el agua. Aguantar hasta que los pulmones exploten. Ahogarse bajo el agua para olvidar que me ahogo sobre la tierra. No ha querido reconocerme. Consiente en tratarme como un igual en Montpellier, entre universitarios, pero, bajo los artesonados dorados de este hotel de lujo, entre estas criaturas sofisticadas me ignora. Sus pulmones comenzaban a sufrir, pero aguantaba bien. Olvidar a Luca. Olvidar la mirada fría de Luca. Esa mirada… Ni hostil ni rabiosa, no: sólo vacía. Como si yo no existiese… Si me hago daño, aquí, ahora, si lleno mis pulmones de agua hasta que me estallen los tímpanos, el dolor físico reemplazará al dolor mental. Es lo que hacía cuando estaba apenada, de pequeña. Se cortaba el dedo o se quemaba la piel bajo las uñas. Dolía tanto que olvidaba el otro dolor. Pensaba en el dedo dolorido, le hablaba, le mimaba, le daba besos, y toda su pena se borraba con esos besos, borraba la voz de su madre que decía rechazándola «qué patán eres, Jo, compórtate un poco, toma ejemplo de tu hermana». O: «Joséphine no tiene el brillo de su hermana, no sé qué vamos a hacer, verdaderamente esta niña no está dotada para la vida». Ella se encerraba en su habitación, se hería, y después se consolaba. Era un ritual que seguía sin excepción. Pálida, digna, colérica. Funcionaba. Sacaba sus cuadernos y se ponía a hacer los deberes. Voy a encontrarme con Hortense y dejaré de pensar en Luca. Hundió una vez más la cabeza en el agua y permaneció sin respirar, aguantando hasta el límite de su resistencia. Tragaba agua, pero permanecía sumergida, agarrándose al borde del lavabo. La sangre batía en sus oídos, golpeaba contra sus sienes, sentía sus mandíbulas a punto de explotar.

Él la había mirado fríamente y, después, le había dado la espalda y se había alejado. Como si ella no mereciese la pena, como si no existiese.

Sacó la cabeza del lavabo salpicando agua por todos lados, mojando las toallas inmaculadas y blancas, el embalaje de los jabones. Se echó los brazos alrededor del cuerpo y se abrazó. Voy a morirme, voy a morirme. Se ahogaba, se sofocaba, levantaba la cabeza buscando aire. Percibió en el espejo la figura pálida de una ahogada, y un recuerdo vino a golpear su memoria. Papá, los brazos de papá, «eres una criminal», y ella escupiendo agua salada y llorando… Sintió un escalofrío de terror. Todo volvía. El baño con su madre e Iris, una tarde de verano, en Las Landas. Su padre se había quedado en la orilla, no sabía nadar. Su madre y su hermana se reían de él y se tiraban corriendo en las olas mientras él permanecía allí, avergonzado, vigilándolas. No vayáis muy lejos, hay corrientes, es peligroso… Su madre era una excelente nadadora. Iba a bañarse y desaparecía nadando con un crol potente y regular. Las niñas, cuando eran pequeñas, la miraban alejarse mudas de admiración. Les había enseñado a nadar como ella. Hiciese el tiempo que hiciese, las metía en el agua y las llevaba lejos. Decía: «No hay nada mejor que la natación para formar el carácter». Ese día, el mar estaba en calma. Hacían la plancha, batiendo los pies mientras que su padre, en la orilla, se enfadaba y hacía grandes señas con las manos. En un momento dado, su madre había mirado a la orilla y había dicho: «En efecto, nos alejamos, hay que volver, vuestro padre quizás tenga razón, el mar puede ser peligroso por aquí…». Les costaba volver. Ya podían nadar, nadar con todas sus fuerzas, que la corriente las arrastraba. Se había levantado viento, las olas se ornaban con amenazantes tocados de espuma. Iris había empezado a llorar, «no lo conseguiré, mamá, no lo conseguiré nunca», su madre había apretado la boca, «cállate, no llores, no sirve de nada, ¡nada!», Joséphine podía leer el miedo en su rostro. Y entonces el viento había soplado más fuerte y la lucha había sido más dura. Se habían agarrado al cuello de su madre y tragaban agua. Las olas les golpeaban, el agua salada les picaba en los ojos. Entonces Joséphine sintió cómo su madre la rechazaba. «Déjame, déjame». Había atrapado a Iris por el mentón, le había dado una bofetada y, agarrándola bajo su brazo, había vuelto a la orilla nadando a braza lateral, hundiendo la cabeza en las olas, escupiendo el agua a un lado, efectuando poderosos movimientos de piernas.

Ella se había quedado atrás. Sola. Su madre no se había vuelto. La había visto intentar franquear varias veces la barrera de olas. Varias veces había sido rechazada, pero había vuelto al asalto, llevando a Iris inconsciente bajo su brazo. Les había visto franquear la barrera. Había percibido a su padre gritando sobre la arena. Había sentido pena por él y había imitado a su madre, la braza lateral de su madre, el brazo hacia delante buscando la orilla, la cabeza bajo el agua, había partido al asalto de las olas que se hacían cada vez más grandes. Tragaba agua salada, la escupía, la arena de las olas le arañaba los ojos. «No llorar, se repetía, no llorar, voy a perder mis fuerzas si lloro». Recordaba muy bien aquella frase, «no llorar, no llorar»… Tuvo que intentarlo varias veces antes de que una ola la cogiese y la devolviera a la orilla, a los pies de su padre, que había entrado hasta la cintura en el agua y le tendía la mano gritando su nombre. El se la había arrancado a la ola y la había llevado en su regazo repitiendo «criminal, criminal, criminal». Ya no recordaba lo que había pasado después. Nunca se volvió a hablar de aquello.

Miró a la ahogada en el espejo. Por qué te preocupas, dijo a la chica del espejo, aquel día te salvaste, tendrías que haber muerto, pero una mano vino a recogerte sobre esa ola y te condujo a la orilla; entonces no tengas miedo, no tengas miedo nunca más, no estás sola Joséphine, no estás sola.

De pronto tuvo esa certidumbre: no estaba sola.

Sobrevivirás a esa mirada de Luca, sobrevivirás como sobreviviste a la mirada de tu madre que te abandonó, sin volver la vista atrás.

Se secó la cara con una toalla, puso en orden su peinado y se empolvó la nariz.

Una niña la esperaba en el hall del hotel. Su niña, su amor. La vida había continuado después, la vida continúa siempre. Te da razones para llorar y razones para reír. Es la vida, Joséphine, confía en ella. La vida es una persona, una persona que hay que tomar por compañera. Entrar en su corriente, en sus remolinos, a veces te hace tragar agua y te crees que vas a morir, y después te agarra por el pelo y te deja más lejos. A veces te hace bailar, otra te pisa los pies. Hay que entrar en la vida como se entra en un baile. No parar el movimiento llorando por uno, acusando a los demás, bebiendo, tomando pastillitas para amortiguar el choque. Bailar, bailar, bailar. Pasar las pruebas que te envía para hacerte más fuerte, más determinada. Tras ese baño en Las Landas, había estudiado encarnizadamente, se había sumergido en sus estudios, había construido su vida. Otra ola se había llevado a Antoine, pero ella había sobrevivido. Llegarían otras olas, pero sabía que tendría la fuerza de atravesarlas y que siempre, siempre habría alguien en la orilla. Así es la vida, se dijo con certeza mirándose en el espejo. Olas y olas.

Miró a la chica del espejo. Sonrió tranquila. Inspiró profundamente y volvió a buscar a Hortense.

* * *

Domingo por la noche. El avión hacia París acababa de despegar del aeropuerto JFK y Philippe miraba a su mujer tumbada a su lado. No habían hablado casi desde la cena de la víspera en el Waldorf Astoria. La gran cena de clausura del Festival de Nueva York. Esa mañana se habían levantado tarde, habían tomado su desayuno en silencio. Philippe había dicho: «Tengo que ver a dos personas hoy, ¿quedamos a las cinco en el hotel para ir al aeropuerto? No tienes más que ir de compras, pasearte, hace bueno». Ella no había respondido, metamorfoseada en gran estatua de piedra dentro del gran albornoz blanco del hotel. Sus ojos azules miraban al vacío y sus pies finos se balanceaban. Él le había dejado dinero para coger taxis o ir al museo. Abren en domingo, aprovéchalo. Se había ido sin que ella abriese la boca. Por la noche, un coche les había conducido al aeropuerto. Dos plazas, first class, para Roissy-Charles-de-Gaulle. Nada más acomodarse en el avión, había pedido a la azafata que no la despertaran. Se había puesto un antifaz en los ojos y había girado la cabeza hacia él diciendo: «No te importa si me duermo, estoy agotada. Ida y vuelta en un fin de semana, no volveré a hacerlo».

Él la miraba dormir. Sin sus grandes ojos azules, se parecía a cualquier mujer elegante que viaja en primera clase, confortablemente instalada bajo su manta. Sabía que no dormía. Debía de estar repasando los acontecimientos de la víspera.

«Lo sé todo, Iris —tuvo ganas de decir—. Lo sé porque fui yo quien lo organizó».

La llegada a Manhattan. La gran limusina que les había llevado al hotel. Ella parloteaba como una niña, se extrañaba de un tiempo tan luminoso en noviembre, estrechaba la mano de Philippe, señalaba con el dedo un cartel publicitario, una casa irregular. En el hotel, se había lanzado sobre los periódicos, página de espectáculos. Se anunciaba la llegada de Gabor Minar, «el gran director de cine europeo, con quien todas las actrices sueñan rodar. Sólo le falta un contrato con una gran productora americana para hacer de él el maestro del cine contemporáneo», escribía el periodista del
New York Times
; no debía de estar muy lejos. «Se murmura que tiene una cita con Jo Schrenkel». Los leía desde la primera hasta la última línea, levantando apenas la cabeza para responder a sus preguntas. «¿Qué películas quieres ir a ver?», preguntó él mientras consultaba el programa del festival. Ella respondía «elige tú, confío en tu opinión», dirigiéndole una sonrisa distraía, de conveniencia. El sábado habían comido en Bernardin con unos amigos venidos también de París. Iris decía sí, decía no, decía es buena idea, pero Philippe la sentía fijada en un único objetivo: su encuentro con Gabor. La primera noche, cuando se vestía para la velada, había cambiado tres veces de vestido, de pendientes, de bolso. Demasiado vestida, decían sus cejas fruncidas, demasiado señora, no lo suficientemente bohemia. Al término de la proyección de su película, Gabor Minar no había venido. Estaba previsto que hablase, que respondiese a las preguntas de los espectadores. Cuando las luces se encendieron, un organizador había anunciado que no se presentaría. Del público surgió un ¡oh! de decepción. Al día siguiente, se supo que había pasado la noche de fiesta en un club de jazz en Harlem. No se puede contar nunca con él, había dicho un productor, despechado. Estamos obligados a plegarnos a sus caprichos. Quizás por eso hace películas tan poderosas, había comentado otro. Estaban en el desayuno. No se hablaba más que de la ausencia de Gabor Minar. Por la tarde, habían visto otras películas. Sentada a su lado, Iris se agitaba en su butaca, después se paralizaba cuando un espectador tardío venía a sentarse delante de ellos. Sentía su cuerpo en tensión por la esperanza de ver a Gabor. El no se atrevía a posar su mano en la de ella por miedo a que saltase como un resorte. Por la noche, nuevamente, se había preparado. Baile de vestidos, aspecto perplejo, baile de zapatos, aspecto inquieto, baile de joyas, aspecto contrariado. Era la cena de gala. El iba a venir. Era el invitado de honor. Ella había elegido un vestido largo de noche en tafetán que le resaltaba sus ojos, su largo cuello, la gracia de su porte. Philippe se había dicho, mirándola, es como una larga liana con dos grandes ojos de azul profundo. Ella canturreaba al abandonar la habitación y correr hasta el ascensor haciendo volar su vestido.

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