Alexandre era el hijo único de Philippe e Iris Dupin. Tenía diez años, la misma edad que Zoé. Siempre estaban conversando debajo de la mesa, con aspecto serio y concentrado, o construyendo, en silencio, maquetas gigantes, alejados de las reuniones familiares. Se comunicaban intercambiando guiños y signos que utilizaban como un auténtico lenguaje, lo que irritaba a Iris, que predecía un desprendimiento de retina para su hijo o, cuando se enfadaba de verdad, una segura idiotez. «¡Mi hijo va a terminar idiota y lleno de tics por culpa de tu hija!», pronosticaba señalando a Zoé con el dedo.
—¿Las niñas están al corriente?
—Todavía no…
—Ah… ¿Y cómo se lo vas a decir?
Joséphine permaneció en silencio, rascando con la uña el borde de la mesa de fórmica, formando una bolita negra que tiró al fuego de la cocina.
Iris insistió. Había cambiado otra vez de tono. Ahora hablaba con voz dulce, envolvente, una voz que a la vez la tranquilizó y la relajó, dándole ganas de echarse a llorar.
—Estoy aquí, cariño, sabes que siempre estoy a tu lado y que nunca te abandonaré. Te quiero como a mí misma, y eso significa mucho.
Joséphine ahogó una carcajada. ¡Iris podía llegar a ser tan divertida! Hasta su boda habían compartido numerosos ataques de risa. Y después se había convertido en una señora, una señora responsable y muy ocupada. ¿Qué tipo de pareja formaba ella con Philippe? Nunca les había sorprendido abandonándose, intercambiando una mirada tierna o un beso. Parecían siempre representar un papel.
En ese momento, sonó el timbre de la puerta y Joséphine se interrumpió.
—Deben de ser las niñas… Te dejo. Y te lo suplico: ni una palabra mañana por la noche. ¡No tengo ganas de que sea el único tema de conversación!
—Vale, hasta mañana. Y no lo olvides: ¡Cric y Croe se comieron al gran Cruc, que creía poder comérselos!
Joséphine colgó, se secó las manos, se quitó el delantal, el lápiz del pelo, se tocó el cabello para ponerlo en orden y corrió a abrir la puerta. Hortense fue la primera en entrar en casa sin decir hola a su madre ni siquiera mirarla.
—¿Está papá? ¡Me han puesto un notable alto en expresión escrita! ¡Con esa puta de Ruffon, además!
—Hortense, por favor, ¡sé más educada! Es tu profesora de lengua.
—Una tía asquerosa, eso es lo que es.
La adolescente no se precipitó para besar a su madre o darle un mordisco a un trozo de pan. No dejó caer su mochila ni su abrigo en el suelo, sino que depositó la primera y colgó el segundo con la gracia distinguida de una debutante que abandona su largo abrigo de baile en el vestuario.
—¿No le das un beso a mamá? —preguntó Joséphine comprobando con molestia un tono de súplica en su voz.
Hortense tendió una mejilla suave y aterciopelada en dirección a su madre, mientras levantaba la masa de su pelo color caoba para ventilarse.
—¡Hace un calor! Tropical, diría papá.
—Dame un beso de verdad, cariño —suplicó Joséphine perdiendo toda dignidad.
—Mamá, ya sabes que no me gusta que te me pegues así.
Rozó la mejilla que su madre le tendía para decir inmediatamente después:
—¿Qué hay de comer?
Se acercó a la cocina y levantó la tapa de una cacerola esperando oler un plato cocinado. Con catorce años, tenía ya la gracia y el aire de una mujer. Vestía ropa bastante simple, pero se había remangado la camisa, cerrado el cuello, añadido un broche y ajustado el talle con un cinturón ancho, transformando su ropa de estudiante en un figurín de moda. Su pelo cobrizo enmarcaba una piel clara, y sus grandes ojos verdes expresaban una ligera extrañeza, matizada por un imperceptible desdén que mantenía a los demás a distancia. Si había una palabra que parecía estar inventada para Hortense, esa era «distancia». ¿De quién ha sacado esa indiferencia?, se preguntaba Joséphine cada vez que observaba a su hija. No de mí, desde luego. ¡Parezco tan desastrosa al lado de mi hija!
Es fría como un témpano, pensó después de abrazarla. Y como se arrepintió inmediatamente de haber formulado esa idea, la volvió a abrazar, lo que molestó a la chica, que se zafó de ella.
—Huevos fritos con patatas…
Hortense hizo una mueca.
—Muy poco dietético, mamá. ¿No hay un filete a la plancha?
—No, yo… Cariño, no he podido ir a la…
—Entiendo. No tenemos suficiente dinero, ¡la carne es cara!
—Es que…
Joséphine no tuvo tiempo de terminar su frase porque otra niña apareció en la cocina y se lanzó contra sus piernas.
—¡Mamá! ¡Mamaíta querida! ¡Me he encontrado con Max Barthillet en la escalera y me ha invitado a ver
Peter Pan
en su casa! Tiene el DVD… ¡Se lo ha traído su padre! ¿Puedo ir esta tarde después del colegio? No tengo deberes para mañana. ¡Di que sí, mamá, di que sí!
Zoé alzó un rostro repleto de confianza y amor hacia su madre, que no pudo resistirse y la abrazó fuertemente diciendo: «Claro que sí, claro mi niña, mi muñequita, mi bebé…».
—¿Max Barthillet? —se lamentó Hortense—. ¿La dejas ir a su casa? ¡Tiene mi edad y está en la clase de Zoé! No para de repetir, terminará siendo aprendiz de carnicero o de fontanero.
—No hay de qué avergonzarse por ser carnicero o fontanero —protestó Joséphine—. Si no se le dan bien los estudios…
—No me gustaría que se metiera en la familia. ¡Tengo miedo de que se sepa! Tiene muy mala reputación, con esos pantalones enormes, sus cinturones con tachuelas y su pelo demasiado largo.
—¡Oh, la miedica! ¡Oh, la miedica! —gritó Zoé—. Primero, no es a ti a quien ha invitado, ¡sino a mí! ¡Sí que voy, ¿eh, mamá?! Porque a mí ¡me da igual que sea fontanero! ¡Incluso le encuentro muy guapo! ¿Qué comemos hoy? Me muero de hambre.
—Huevos fritos con patatas.
—¡Ummmm! ¿Me dejarás romper la yema del huevo, mamá? ¿Podré aplastarla con el tenedor y poner un montón de ketchup encima?
Hortense se encogió de hombros ante el entusiasmo de su hermana pequeña. Con diez años, Zoé tenía todavía los rasgos de un bebé: mejillas redondeadas, brazos regordetes, pecas en la nariz y hoyuelos que marcaban sus mejillas. Era toda redonda, le gustaba dar besos fuertes que marcaba ruidosamente tras haber cogido carrerilla y placado al feliz destinatario como un defensa de rugby. Tras lo cual se acurrucaba contra él ronroneando mientras jugaba con un mechón de su cabello castaño claro.
—Max Barthillet te invita porque quiere acercarse a mí —declaró Hortense masticando una patata frita con la punta de sus blancos dientes.
—¡Oh, la chulita! Se cree siempre que hay alguien detrás de ella. Me ha invitado ¡solamente a mí! ¡Na, na, na! Ni siquiera te ha mirado en la escalera. Ni queriendo.
—La ingenuidad roza a veces la estupidez —contestó Hortense, mirando a su hermana por encima del hombro.
—¿Y eso qué quiere decir, mamá? Dime.
—¡Quiere decir que os calléis y comáis en paz!
—¿Es que tú no comes? —preguntó Hortense.
—No tengo hambre —respondió Joséphine, sentándose a la mesa con sus hijas.
—Ese Max Barthillet puede seguir soñando —dijo Hortense—. No tiene ninguna posibilidad. Lo que yo quiero es un hombre guapo, fuerte, tan viril como Marión Brando.
—¿Quién es Marión Bardot, mamá?
—Es un actor americano muy famoso.
—¡Marión Brando! Es guapo, ¡pero qué guapo es! Salía en
Un tranvía llamado deseo
, fue papá el que me llevó a ver esa película… Papá dice que es una obra de arte.
—¡Ummm! Tus patatas fritas están riquísimas, mamaíta.
—Por cierto, ¿papá no está? ¿Tiene una cita? —se preguntó Hortense secándose la boca.
Era el momento que tanto temía Joséphine. Posó sus ojos en la mirada interrogante de su hija mayor y después sobre la cabeza inclinada de Zoé, absorta mientras mojaba sus patatas fritas en la yema de huevo manchada de ketchup. Tenía que decírselo. De nada serviría dejarlo para más tarde o mentir. Tarde o temprano se enterarían. Habría sido mejor hablarles por separado. Hortense estaba tan unida a su padre, lo veía tan «chic» y con tanta «clase», y él hacía cualquier cosa por complacerla. No había querido que se hablara delante de sus hijas la falta de dinero o la angustia de un futuro incierto. Sólo se comportaba así con su hija mayor, no con Zoé. Ese amor sin fisuras era todo lo que le quedaba de su pasado esplendor. Hortense le ayudaba a deshacer las maletas cuando volvía de viaje, acariciando la tela de sus trajes, alabando la calidad de las camisas, alisando las corbatas con la mano, alineándolas una a una en las varillas del ropero. ¡Qué guapo eres, papá! ¡Qué guapo! El se dejaba querer, se dejaba alabar, cogiéndola a su vez en sus brazos y dándole un pequeño regalo sólo para ella, un secreto compartido. Joséphine les había sorprendido varias veces en sus conciliábulos conspirativos. Ella se sentía excluida de su complicidad. En su familia existían dos estamentos: los señores, Antoine y Hortense; y los vasallos, Zoé y ella.
Ya no podía dar marcha atrás. La mirada de Hortense se volvía pesada y fría. Esperaba una respuesta a su pregunta.
—Se ha ido…
—¿Y a qué hora vuelve?
—No va a volver… En fin, al menos aquí.
Zoé había levantado la cabeza y Joséphine leyó en sus ojos que intentaba comprender lo que su madre había dicho pero no lo conseguía.
—Se ha ido… ¿para siempre? —preguntó Zoé, con la boca abierta de estupor.
—Me temo que sí.
—¿Y ya no será mi papá?
—Pero ¡claro que sí! Pero ya no vivirá aquí, con nosotras.
Joséphine tenía miedo, mucho miedo. Habría podido indicar con exactitud dónde sentía el miedo, medir su longitud, su grosor, el diámetro del nudo que le apretaba el plexo y le impedía respirar. Le hubiese gustado acurrucarse entre los brazos de sus hijas. Le hubiese gustado que se abrazaran las tres e inventasen una frase mágica como las de los cuentos infantiles. Le hubiese gustado tantas cosas, poder rebobinar el tiempo, volver a los tiempos felices, el primer bebé, la vuelta de la maternidad, el segundo bebé, las primeras vacaciones los cuatro, la primera discusión, la primera reconciliación, el primer silencio que lo dice todo y que desemboca en el silencio que ya no significa nada, que finge; darse cuenta de cuándo se ha roto la cuerda, cuándo el chico encantador con el que se había casado se había convertido en Tonio Cortès, marido cansado, irritable, en paro, detener el tiempo y volver atrás, atrás…
Zoé se echó a llorar. Su rostro se arrugó, se torció, enrojeció y se llenó de lágrimas. Joséphine se inclinó hacia ella y la abrazó. Escondió su cara entre los cabellos suaves y rizados de la niña. Sobre todo debía evitar ponerse a llorar también. Debía ser fuerte y decidida. Mostrarles a las dos que no tenía medio, que las iba a proteger. Se puso a hablar sin temblar. Les repitió lo que todos los manuales de psicología aconsejan decir a los padres cuando se separan. Papá quiere a mamá, mamá quiere a papá, papá y mamá quieren a Hortense y a Zoé, pero papá y mamá no pueden vivir juntos más tiempo, así que papá y mamá se separan. Pero papá querrá siempre a Hortense y a Zoé y siempre estará allí a su lado, siempre. Tenía la impresión de estar hablando de gente que no conocía.
—En mi opinión, no se ha ido muy lejos —declaró Hortense con un tonillo afectado—. ¡Qué decadencia! ¡Hay que estar muy perdido y no saber qué hacer!
Suspiró, dejó en el plato la patata frita que estaba a punto de morder y, mirando a su madre, añadió:
—Pobre mamaíta, ¿qué vas a hacer?
Joséphine se sintió deplorable, pero le alivió recibir una prueba de conmiseración por parte de su hija mayor. Sobre todo le hubiese gustado que Hortense fuese más lejos y la consolase, pero se recuperó inmediatamente: era ella la que debía abrazar. Tendió un brazo hacia Hortense que le acarició la mano por encima de la mesa.
—Mi pobre mamá, mi pobre mamá… —suspiró Hortense.
—¿Os habéis peleado? —preguntó Zoé, los ojos llenos de pavor.
—No, mi niña, hemos tomado esa decisión como dos adultos responsables. Papá está muy triste porque os quiere mucho, mucho. No es culpa suya, sabes… Un día, cuando seas mayor, comprenderás que no siempre hacemos lo que queremos en la vida. A veces, en lugar de decidir, los acontecimientos deciden por nosotros. Desde hace algún tiempo a papá le han pasado muchas cosas desagradables y prefiere marcharse, alejarse para no imponer su estado de ánimo. Cuando encuentre trabajo, os explicará por lo que ha pasado…
—Y entonces volverá, di mamá, ¿volverá?
—No digas tonterías, Zoé —le interrumpió Hortense—. Papá se ha ido, punto y final. Y no para volver, si quieres mi opinión. En cuanto a mí, no lo entiendo… Ella es una zorra, nada más.
Había pronunciado esa palabra con tono asqueado, y Joséphine comprendió que lo sabía. Conocía la infidelidad de su padre. Debía de saberlo desde mucho antes que ella. Quería decírselo pero, en presencia de Zoé, dudó.
—El único problema es que vamos a ser realmente pobres ahora… Espero que papá nos dé algo de dinero. Estará obligado ¿no?
—Escucha, Hortense… No hemos hablado de eso.
Se detuvo, consciente de que Zoé no debía oír el resto.
—Deberías ir a sonarte la nariz, cariño, y a lavarte un poco la cara —aconsejó a Zoé levantándola de sus rodillas y empujándola fuera de la cocina.
Zoé salió gruñendo y arrastrando los pies.
—¿Cómo lo sabías? —preguntó Joséphine a Hortense.
—¿Saber qué?
—Saber lo de… esa mujer.
—Bueno… mamá. ¡Lo sabe todo el barrio! ¡Me sentía molesta por ti! Me preguntaba cómo hacías para no ver nada.
—Lo sabía pero hacía como que no lo veía.
No era cierto. Lo había sabido el día anterior, se lo había dicho su vecina de rellano, Shirley, que le había hecho los mismos reproches que su hija: «Pero bueno, Joséphine, ¡abre los ojos, joder! ¡Te ponen los cuernos y ni te enteras! ¡Despierta! ¡Hasta la panadera se aguanta la sonrisa cuando te da el pan!».
—¿Quién te lo dijo? —insistió Joséphine.
La mirada que le lanzó Hortense en ese momento la dejó helada. Era una mirada fría, llena del desprecio de la mujer sabia a la que no lo es, la mirada de una cortesana avisada hacia una tontita.
—Pobre mamá, ¡abre los ojos! ¿Has visto cómo te vistes? ¿Cómo te peinas? ¡Te has descuidado completamente! ¡No es extraño que busque en otro sitio! Ya va siendo hora de que dejes la Edad Media para vivir en nuestra época.
La misma voz, el mismo tono divertido, los mismos argumentos que su padre. Joséphine cerró los ojos, se puso las manos en los oídos y empezó a gritar.