Los pájaros de Bangkok (26 page)

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Authors: Manuel Vázquez Montalbán

Tags: #Novela negra

BOOK: Los pájaros de Bangkok
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—Pregunta que de parte de qué amigo.

—De Archit.

De nuevo una consulta y el amago de un paso atrás del boxeador, para luego volver a contemplar al extranjero con fijeza. El intermediario le hace a Carvalho una invitación de aproximación y le señala con un brazo el camino a seguir por un lateral del escenario. Carvalho pasa junto a las bailarinas de rostro blanqueado, sentadas en cuclillas, con la indefinición de la edad en sus cuerpos ingrávidos. Los dos hombres le esperan en un rincón del proscenio. En la pista un círculo de hombres aniñados juega al "takraw", pasándose los unos a los otros una pelota que impulsan con todas las partes del cuerpo menos con las manos. El americano borracho interrumpe el juego, quiere participar, paga por participar, pero sus vigilantes le devuelven a su condición de espectador, aunque acepten sus dólares y sus protestas de amistad.

—¿Viene de parte de Archit? ¿Cuándo ha visto a Archit?

Desde las gradas parecía un muchacho. De cerca es un hombre maduro con la cara llena de cicatrices y el tatuaje de un dragón en el pecho.

—Quiero verle.

Bancha increpa en thai al intermediario. Le está diciendo que le ha engañado, que aquel hombre no viene de parte de Archit. Luego Bancha da media vuelta y se va hacia una puerta trasera de salida.

—Charoen me ha dado su nombre. El inspector Charoen.

El boxeador se vuelve. En sus ojos se percibe el terror de la cobra ante la mangosta y diríase que sus cicatrices señalan las mutilaciones de una cobra impotente.

—No he visto a Archit. No sé dónde está.

—He venido solo. Quiero ayudar a Archit.

—No he visto a Archit. No sé dónde está. Por favor.

—Puedo ayudarle a escapar.

El boxeador ladra más que habla y dos hombres se sitúan entre él y Carvalho. Dos palizas en veinticuatro horas son demasiadas palizas. Carvalho retrocede y Bancha hace lo propio en la otra orilla, para desaparecer por la puerta trasera. El intermediario coge a Carvalho por un brazo y le fuerza a retornar a la condición de espectador.

—El público no puede estar aquí.

Carvalho se sacude el brazo y acelera los pasos para recuperar su asiento. Los jugadores de "takraw" han sido sustituidos por los gallos de pelea. Carvalho desvía los ojos de la carnicería histérica a la que se entregan los dos pequeños asesinos y es entonces cuando ve a Charoen hablando con Bancha. Hablan entre ellos y miran hacia Carvalho. El policía parece querer convencer de algo al boxeador y Carvalho ve cómo le reclaman con ademanes, y cuando llega hasta ellos sale a su encuentro la mano de Bancha, su sonrisa y un voluntarioso:

—¿Qué tal, amigo? No había entendido bien lo que me decía. ¿Por qué no me ha dicho que era amigo de Uthain Charoen? Los amigos de Uthain Charoen son mis amigos.

Charoen escuchaba y asentía. Carvalho hubiera jurado que repetía mudamente lo que estaba diciendo Bancha. Como un ventrílocuo.

41

Archit era muy bueno, pero hoy día ya no era bueno. Había sido un buen hijo, pero ahora ya sólo era un asesino. Bancha había adquirido soltura lingüística en pocos minutos y ponía a Charoen como testigo de su vehemencia en la condena de Archit.

—Ni le he visto, ni quiero verlo. Él sabe que yo cumplirla con mi deber.

Charoen asentía y sus cabeceos estaban dirigidos más a Carvalho que a las palabras del boxeador. ¿Lo ve usted? ¿Lo ves, extranjero de mierda?

—Desde que empezó a escapar, ¿en ningún momento se puso Archit en contacto con usted?

—No. Nunca. Nunca. Ni lo hará. Porque sabe que yo cumpliría con mi deber y llamaría al inspector Charoen. En seguida.

Bancha secundaba con gestos sus propias palabras y se ponía un invisible teléfono en la oreja y los labios para llamar a Charoen. El inspector se apartó de Carvalho y Bancha, en un expreso deseo de que se quedaran solos, sin la posible coacción de su presencia. Cuando se hubo alejado lo suficiente, Carvalho bajó el tono de voz.

—Dígame si sabe algo. Yo no le diré nada a Charoen.

Pero Bancha no bajó el tono de voz. Al contrario, lo subió para insistir:

—Si Archit me buscara, yo llamaría en seguida al inspector.

Carvalho miró con desprecio al boxeador e hizo con los labios el gesto y el ruido del salivazo. Pero no cambió la expresión del rostro de Bancha, ni el enérgico cabeceo de su cabeza.

—Tú no eres un amigo, eres peor que una mangosta.

Había querido decir cobra, pero había dicho mangosta. Tal vez el cambio de moralidad en la elección de animal desconcertó a Bancha o ya estaba harto de la situación. Se inclinó ceremoniosamente con las manos unidas sobre el pecho y se marchó. Su ausencia fue inmediatamente compensada por la presencia de Charoen.

—Lo ve? Archit está solo. Bancha es un hombre responsable que está al lado de la ley.

—¿Desde cuándo trabaja aquí?

—Desde hace muy poco.

—¿Quién le ofreció este empleo? ¿Usted?

—No recuerdo. Pero quizá sí. Quizá yo intervine.

—Me lo están poniendo muy difícil.

Charoen le dedicó una breve risita.

—Ya se lo decía yo. Las cosas no son sencillas.

Un general persigue a los traficantes de droga, otro trafica con droga. El equilibrio. También se daba en la conducta del propio Charoen. Por una parte ofrecía el nombre de Bancha y por otra impedía que Bancha hablase o pudiera ayudar realmente a Carvalho. El anfiteatro se estaba vaciando y el público se iba distribuyendo por las gradas de bambú protegidas por un cobertizo de paja donde habían instalado el rótulo: "Spectator Stand for Elephant at Work". Los elefantes metían y sacaban troncos de un estanque, estimulados por un piolet de hierro con el que los aguijoneaba su amaestrador. A Carvalho le parecieron demasiadas emociones thailandesas en un solo día y se fue en busca de su taxista. Charoen caminaba en su estela.

—¿Le interesa ver a los padres de Archit? Si hay alguien en el mundo que pueda saber dónde están los fugitivos, son ellos. Nosotros ya los hemos interrogado, pero juran que no saben nada.

—Si le han jurado a usted que no saben nada, ¿qué me van a decir a mí?

—Un momento, un momento.

Charoen cogió a Carvalho por un brazo y movió la cabeza como tratando de aventar las suspicacias del extranjero.

—Yo le acompaño, los presento y luego me voy. Usted habla con ellos. El padre se está muriendo por falta de droga. Yo le he prometido droga si me dice dónde está su hijo y no me lo ha dicho. Es un miserable, lo ha sido toda su vida y si lo supiera me lo diría, porque es capaz de vender a su hijo y a cien hijos que tuviera. Pero quiero que usted se convenza, o a lo mejor es usted más persuasivo que yo.

—¿Vamos ahora?

—No. Mañana. Están fuera de Bangkok, en Ratchaburi, junto al canal Damnerm Saduak. Le recogeré en el hotel. Temprano.

Carvalho sentía en la piel el deseo de volver cuanto antes a la piscina y al vaso de Mekong con hielo. El taxista estaba dispuesto a recuperar el tiempo perdido y le ofreció catálogos de pedrerías y sedas, con el añadido de un nuevo producto: reproducciones de las orquídeas de Siam en metal con baño de oro. Carvalho respondió con gruñidos a las ofertas. Estudiaba la posición del sol y la posibilidad de que en su ocaso pudiera infiltrarse por el desfiladero entre los bloques del hotel. Un resol de trópico bastaba para que la piel cambiara de color, y al analizar el porqué de aquel neurótico deseo de volver moreno, cuando era incapaz de tomar el sol ni cinco minutos durante el verano en España, Carvalho dedujo que era un elemento compensador más del gasto del viaje.

Las damas americanas estaban allí, como si no se hubieran movido de sus gandulas desde el día anterior. Allí estaba la morenita con su "maillot" negro que le contenía la grasa sobrante en los riñones, la percherona rubia con los tobillos inflamados, la obesa con túnica mexicana que se le adhería a la piel mojada resaltando todos los culos que cabían en su cuerpo, el "businessman" marica con su chulito dorado, matrimonios de la tercera edad beneficiándose de la temperatura del atardecer y del sicológico bálsamo del agua. Carvalho cruzó miradas furtivas con la morena del "maillot" y cuando se cansó del juego y del resol que se colaba por el desfiladero, cogió el ascensor en dirección a la azotea con pista de tenis, sauna y habitación de "squash". Dos jóvenes dorados jugaban al tenis y dentro cuatro drogadictos del ejercicio físico le daban a la pelota en una sala de "squash". Carvalho pidió otro Mekong con hielo en el bar y luego se metió en la sauna sin saber por qué. Y cuando trató de saberlo volvió a encontrar una respuesta utilitaria: para compensar los gastos del viaje, para utilizar un servicio más del hotel. Incapaz de relajarse, Carvalho se dedicó a dar vueltas por el reducido espacio de la sauna a la espera de cumplir el expediente del sudor, y cuando estuvo empapado consideró que ya había sacado el provecho requerido, abandonó la sauna, se duchó, se acabó el Mekong, dejó a los del "squash" peleándose con las paredes y a los filiformes tenistas ensayando un tuya mía de pelota a poca distancia de la red, un tuya mía estúpido como el intento de batir el récord mundial de comer huevos duros. A la piscina ya no llegaba el sol, pero sí habían llegado los maridos cocodrilos que nadaban perezosamente y gritaban su entusiasmo desde las aguas, bajo la mirada neutra de sus mujeres anfibias. Seguramente a algunos de ellos les olía el sobaco a pólvora y sabían distinguir una heroína del grado tres de otra del grado cuatro de una simple ojeada. Ahora parecían niños de Mark Twain regocijados por la liberación de las aguas, liberación de peso, de rol, del cansancio de sí mismos.

Carvalho quería compensar el mal sabor de boca que le había dejado el menú proteínico del mediodía y buscó información sobre un restaurante chino que estuviera en condiciones de defender la dignidad del adjetivo. No había unanimidad de pareceres entre Peter Pan, el Bell Captain y un escocés rojo, gordo y borracho que bebía solo en la barra del bar del hotel y hablaba el thai lo suficiente para que los camareros le entendieran. Carvalho consideró que la opinión menos condicionable por la comisión era la del escocés y le hizo caso cuando le aconsejó:

—Le recomendarán el Bangkok Maxim o el Chiu Chau del Ambassador, pero usted vaya al Gran Shangarila, está cerca y es excelente.

La planta baja del Shangarila era la de un restaurante inmenso y popular, donde un tanto por ciento elevado del mil millón de chinos existentes en el mundo se dedicaban a tejer y destejer su voracidad mediante el manejo de los palillos. Por la escalera se accedía a las plantas superiores donde el establecimiento se iba acercando planta a planta a los parámetros de un restaurante caro, con azafatas de largo vestido rojo con un corte para que asomara una preciosa pierna asiática realzada sobre un zapatito de charol. Ante Carvalho desfiló un carrito con un pato lacado y lo siguió en pos de su aroma hasta la pequeña mesa que le indicaron. La cortés funcionalidad de los asiáticos se demostró en el hecho de que ante la soledad de Carvalho le destinaran un camarero afeminado que le solicitaba sus deseos gastronómicos a diez centímetros de su cara, con un batir de pestañas de novia del Pato Donald y un inglés de institutriz con furor uterino. Carvalho pidió una ración de arroz frito a la cantonesa, media de abalones en salsa de ostra y una de pato a las hojas de té Long Jing Ya, exquisitez que sonaba tan bien en castellano como en chino. Aquella planta del edificio estaba llena de hombres chinos con cara de rico y hombres chinos con cara de nuevos ricos. Poseedores de las principales fuentes de riqueza del país, los chinos de Thailandia, como los de todo el sudeste asiático, habían abandonado China a lo largo de los dos últimos siglos empujados por el hambre y habían impuesto su voluntad de sobrevivir sobre la indolencia de los hijos del trópico. Y era un nuevo rico aquel chino obsesivo que dirigía la cena de sus dos compañeros de mesa, más discretos, troceando afanosamente el pescado cocido a las algas, multiplicando sus palillos sobre los platos que ocupaban la mesa, engullendo hasta cinco cuencos de arroz blanco situados al borde de los labios, para que no se perdiera ni un instante, ni un grano en el viaje de los palillos sin distancia entre el cuenco y las fauces. Aquel chino comía con la memoria, y no sólo con la suya, comía con la memoria colectiva de un pueblo fugitivo del hambre y curiosamente inspiraba confianza histórica en el papel del apetito humano. Carvalho predispuso su mejor humor ante las bandejas de arroz, abalones y pato que colocaron a su alcance. El pato era una novedad para él, y cuando solicitó del camarero una explicación sobre su elaboración, el buen mozo se disculpó diciendo que él de cocina no entendía nada, pero que el "ma3tre" le daría toda clase de explicaciones. El "ma3tre" le dijo que el plato debía hacerse con té fresco, a ser posible de la provincia de Zhejiang en China, pero como era imposible tenerlo durante todo el año, utilizaban té seco, pero del mejor, del más aromatizado. El pato se maceraba en jengibre, canela, anís estrellado, hojas de té y un vaso de vino "shao hsing" después de haber sido frotado con azúcar y sal. A la marinada se añadía un vaso de agua y en este caldo se cocía el pato al baño María durante dos horas. Se dejaba enfriar luego la bestia y se preparaba una cazuela con té Long Jing en la que cocía el pato durante cuatro minutos. Ya casi estaba. Bastaba freír los pedazos de pato en aceite de aráquida hasta dorarlos y servirlos a continuación bien calientes.

—¿Quiere probar el "shao hsing" como vino de acompañamiento? Es el vino ideal para este plato.

Fuera vino o fuera lo que fuese, aquella especie de suave jerez amarillo le sentaba a las mil maravillas al guiso y Carvalho se premió la elección con un Condal seis que sacó de su cigarrera del bolsillo y que encendió cuando terminó su postre de lichis en almíbar y nueces chinas. La propina no consiguió compensar el aleteo frustrado de las pestañas del camarero cuando vio que Carvalho se levantaba y se despedía sin besarle en la boca. A la puerta del restaurante le esperaba el coro de celestinas masculinas con las manos llenas de fotografías de muchachas en flor. Carvalho se dejó secuestrar por un taxi que casi le cortó el paso, y ordenó:

—A la casa de masajes Atami.

42

El taxi le dejó al final de un callejón que desembocaba en Petchburi Road. La grafía del rótulo luminoso estaba en thai y, por un momento, Carvalho temió que le hubiera dejado ante una sala de masajes que no fuera el Atami. Más allá de la puerta le esperaba una penumbra amarilla, un montón de asiáticos de ambos sexos sentados en la sombra frente a un escaparate iluminado como una pecera donde permanecían sentadas en hileras varias decenas de mujeres. Carvalho no tuvo tiempo de valorarlas, ni de darse cuenta de la cantidad de ropa que llevaban. Un recepcionista se le echó encima, menospreció lo que ofrecía aquel primer escaparate e invitó a Carvalho a subir por una escalera en busca de las alturas, donde le esperaba lo mejor de la casa. El ahorro de energía eléctrica los acompañó durante el recorrido, jalonado por encuentros con puñados de aborígenes de ambos sexos que distraían la conversación para sonreír con malicia al extranjero. En el último piso, por un pasillo oscuro, llegaron ante la magnificencia de otro escaparate donde varias decenas de muchachas semidesnudas, maquilladas, con la piel de melocotón, bajo influencia de una luz mágica de paraíso, empezaron a lanzar gruñidos de reclamo cuando vieron la posibilidad de un cliente.

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