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Authors: Manuel Vázquez Montalbán

Tags: #Novela negra

Los pájaros de Bangkok (22 page)

BOOK: Los pájaros de Bangkok
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—No hemos concertado una cita.

—A los extranjeros se los encuentra siempre en Bangkok.

Se inclinó nuevamente y acabó de meter el cuerpo en el coche que arrancó en cuanto hubo cerrado la portezuela. Carvalho estaba en mitad de la calle, contemplado por la oscura curiosidad de los destartalados "boys" del Malasya. Uno de ellos avanzó hacia él para ofrecerle chicas, chicas que al parecer estaban en el hotel. Ante la negativa de Carvalho le ofreció chicos. Carvalho echó a andar por toda respuesta y uno de los aparentes "boys" del hotel siguió sus pasos. Carvalho estaba empapado de su propio sudor y añoró la pequeña piscina del Dusit Thani, el canto de sirena del aire acondicionado y empezó a deprimirse por el seguimiento. Todas las ventajas eran de su perseguidor, seguro que el otro no sudaba y que su presencia le acompañaría durante toda su estancia en Bangkok, un asiático detrás de otro, toda Asia siguiendo a Carvalho, a través de un itinerario inútil. Volver al Dusit Thani significaba malgastar parte del dinero de la vieja Marsé y tiempo para encontrar a Teresa. Salió a una calle ancha y en el inmediato horizonte descubrió la Sathorn Road, una vía rápida que orientaba el tráfico hacia el río o hacia las encrucijadas del parque Lumpini. Las calles estaban llenas de thailandeses delante o detrás de cocinillas rodantes donde humeaban el arroz blanco y los caldos para cocer los pedacitos de verduras, pollo, magro de cerdo, un humo que servía para avisar a las moscas azules y como punto de referencia al infierno que se escapaba de los tubos de escape de los pus-pus individuales y de los tuc-tucs colectivos. A la aparente uniformidad de los rostros se sumaba el lenguaje cerrado de los rótulos en thai, salpicados aquí y allá por rótulos en inglés al servicio del enunciado de marcas conocidas. De pronto Carvalho tuvo la impresión de que jamás encontraría a Teresa, de que adquiría en Bangkok pleno sentido la advertencia de que era imposible encontrar una aguja en un pajar.

—¡Señol, señol!

Se volvió y allí estaba Jacinto desde lo alto de la escalerilla de un autocar con aire acondicionado.

—Estamos visitando los templos. Hemos ido al del Buda de Oro y ahora vamos al del Buda Esmeralda.

Carvalho examinó el interior del autocar. Allí estaba España señalando con el dedo a los chinitos que iban por la calle en su amarillez. La perspectiva de huir de su seguidor, de acogerse a la atmósfera propicia del aire acondicionado, se contrarrestaba con la obligación del recorrido por los "wats" de Bangkok que a Carvalho la parecían fallas valencianas de marquetería en colores blanco, naranja, verde y rojo, entre comentarios de gentes dispuestas a tomarse en serio las interpretaciones teatrales del clero católico, pero a tomarse a chacota las interpretaciones teatrales de los monjes budistas, a caer de rodillas ante el brazo incorrupto de santa Teresa, pero a morirse de risa cuando Jacinto les dijera que bajo un colosal templo estaba enterrado un diente de Buda.

—Lo siento, Jacinto, pero estoy cansado y me iba al hotel.

—Suba. Pasalemos celca.

Carvalho fue recibido con una cierta curiosidad. Buscó el rincón de los solteros escépticos ante las toneladas de budismo que se les había caído encima.

—¿Qué tal?

—Los templos, una lata.

—Nosotros somos animales de noche.

Se echaron a reír. Uno de los solteros se inclinó hacia Carvalho, le guiñó un ojo y le dijo:

—El Atami. No olvide este nombre.

Por un segundo, Carvalho asoció el misterio de la recomendación al caso Teresa Marsé. Afortunadamente la confidencia tenía una segunda parte.

—El Mona Lisa es más fino. Pero las mejores tías en el Atami.

Carvalho le agradeció la recomendación y apuntó el nombre del Atami en uno de los papeles que llevaba en el bolsillo. Luego repasó a los habitantes del autocar y su mirada tropezó con la de uno de los componentes de las dos parejas de la aventura de la noche anterior. El hombre se negó a reconocerle y desvió los ojos.

34

La iniciativa había sido de Bromuro. Biscuter caminaba melancólico por la placita del Arco del Teatro y el Bromuro le llamó desde su estatura de limpiabotas ante los mocasines del dueño de alp Sport, una tienda de artículos deportivos que acababan de abrir en la calle de Escudillers.

—Biscuter, qué color tienes, hijo.

—¿Qué color voy a tener? Si no salgo de casa. Y cuando salgo no sé qué hacer. Ahora mismo, estoy solo y me paso el día subiendo y bajando la escalera. Cuando estoy en el despacho no sé qué hacer. Cuando estoy en la calle, tampoco.

Bromuro tenía una mañana creativa y hacía molinetes con el cepillo por delante y por detrás de su cuerpecillo, alzado como de milagro sobre unas piernas acuclilladas.

—Mira qué reflejos, Biscuter, mira.

Y de reojo comprobaba el efecto que sus habilidades provocaban en un cliente hierático, entregado a la lectura del periódico.

—Pues si te aburres, Biscuter, baja y pega la hebra conmigo. ¿Dónde está Pepe?

—En Thailandia.

—La madre que le parió. Sí que se ha ido lejos.

—¿Y por qué no subes tú?

—Yo me debo a mi clientela.

Y ofreció una sonrisa entre el amarillo y la mella a un cliente que no se la aceptó.

—Tengo un ossobuco en el congelador y no sé quién se lo va a comer.

—¿Ese animal se come?

—Si es la pantorrilla de la vaca, el jarrete, pero cortado de otra manera, a rodajas.

—¿Y está bueno?

—Buenísimo.

—Usted, señor, habrá probado el ossobuco, ¿verdad?

El otro apartó el periódico, contempló perplejo a los dos residuos humanos que dialogaban y gruñó un sí para volver a meterse en su casita de papel.

—Pues sí que subiré, Biscuter, porque estoy malo de lo mal que como o de lo poco que como. En mi desconfianza a lo que se vende y a lo que se guisa ahora, me limito a comer vegetales crudos y sano lo estoy, pero tengo una hambre que pa qué.

—Voy a calentarlo y te espero.

Una pequeña alegría trascendió del cuerpecillo de Biscuter, que cruzó la Rambla con urgencia y subió los escalones del despacho de Carvalho de dos en dos. Sin cerrar la puerta tras de sí, fue directo a la pequeña nevera y del congelador sacó una fiambrera de aluminio en la que dormían un sueño de congelación dos rodajas de ossobuco con níscalos. En cuanto el fuego despertó a la bestia y el aroma de la salvia y el ajo aromatizó el despacho, Biscuter se fue hacia la puerta reclamado por la llegada de Bromuro. En la nariz del limpiabotas lo que no era nariz era espinilla.

—Coño, Biscuter, guisas como mi madre. Huele como olían las comidas de mi madre.

No le gustó a Biscuter el comentario, se le nubló la vista y necesitó correr hacia su cuartucho para sacarse de los ojos las lágrimas imprescindibles.

—¿Qué te pasa?

—Es que se murió mi madre hace poco.

—Te acompaño en el sentimiento, Biscuter. Pepe no me dijo nada, de lo contrario habría ido al entierro.

Biscuter apartó cuidadosamente los papeles de Carvalho, dispuso dos mantelitos individuales de arpillera y un centro de paja sobre el que depositó la fiambrera con el ossobuco humeante. Luego trajo de la cocina dos platos con sendos montoncillos de arroz pilaf, dos vasos y una botella de Torres Santa Digna tinto que Carvalho había dejado recién abierta y de la que Biscuter iba bebiéndose un vasito en cada comida, sin atreverse a hacerlo en las cenas.

—Me cago en la mar ¡y vino de marca! Hace tiempo que Pepe no me da una botella de sus vinos. Cómo bebe el tío.

Y cómo come, añadiría instantes después cuando se llevó a la boca medio quilo de carne de una sola tacada.

—¿Y esto lo has hecho tú, Biscuter? Pues tienes unas manos que no tienen precio. Si alguna vez pongo un restaurante cuento contigo.

Dijo que sí Biscuter, no sin dejar de lanzar una mirada valorativa de la ruina física en que estaba Bromuro, ya entre los cascotes de sus arrugas, varices, espinillas y manchas de roña rancia asomante en los calveros de su cabeza.

—Con permiso.

Biscuter y Bromuro llevaron automáticamente las manos sobre sus platos, como tratando de protegerlos o esconderlos, y se quedaron mirando a la intrusa.

—Me llamo Marta Miguel y busco a don José Carvalho.

Biscuter se limpió los aceitados labios, entornó los ojos y buscó plomo para la voz en el fondo de su garganta.

—El señor Carvalho no está. Está de viaje.

—¿Muchos días?

—Imprevisible.

Dijo Biscuter e inició el gesto de ofrecer una silla a la esposa del coronel recién introducida en un club londinense.

—No. No quiero molestarlos. ¿Se ha ido muy lejos?

—A Bangkok. Reclamado por uno de nuestros asuntos. A veces tenemos que viajar. Porque, como dice el señor Carvalho, la corriente de aire que se produce en Calcuta provoca un constipado en Tarrasa.

—Cuánta razón tiene.

Apostilló Bromuro que había recuperado cuchillo y tenedor y los mantenía en posición de presentación de armas, dispuesto a lanzarse sobre lo que quedaba de comida en cuanto la situación se normalizara.

—Pero coman, por favor, la comida fría no vale nada. Que aproveche.

—¿Gusta?

—Acabo de comer.

—Con su permiso, pues, señora.

Avisó Bromuro y acuchilló el resto del ossobuco hasta dejar la rodaja de hueso y tuétano en una radical soledad.

—Si no les importa vuelvo más tarde o me espero a que acaben de comer, porque me interesaría saber cuándo vuelve el señor Carvalho o si ha dejado algo para mí.

—Ya acabábamos.

—¿No hay nada más?

La pregunta de Bromuro fue contestada por Biscuter yendo a la cocina y volviendo con lo que quedaba de carne, salsa y arroz blanco.

—Te juro, Biscuter, que no comía tan bien desde que Pepiño me invitó en el Agut d.Avignon, y aun entonces tenía en mi contra el ambiente, porque aunque me había puesto corbata, o quizá porque me la había puesto, no dejaba de tener el aspecto de un ahorcado. ¿Tienes algo de postre, Biscuter?

—Hay yemas de Ronda.

—La hostia, la rehostia, Biscuter, con lo que me gustan a mí las yemas.

—Pero están un poco resecas.

—Saben mejor. Aunque se piense lo contrario, la yema reseca tiene más sabor, te lo digo yo que estuve a punto de ser hijo de un pastelero, porque el primer novio de mi madre tenía una pastelería en Atienza.

A la vista de la velocidad con que Bromuro acarreaba las yemas hacia su estómago, Biscuter le regaló el resto de la caja y presenció cómo el limpiabotas se bebía la botella hasta el solaje, para limpiarse los labios con la manga de una chaqueta a cuadros príncipe gales que compartía con las manos del limpiabotas la solera de viejos, sólidos betunes, cuya implantación se remontaba hasta los tiempos en que Bromuro había rescatado la chaqueta de un contenedor.

—Y está como nueva.

Se miraba Bromuro la chaqueta.

—La cogí cuando estaba Fraga de ministro del Interior.

—Me queda algún traje de mi padre. Era de su talla. Se lo puedo ofrecer. ¿Dónde puedo dárselo?

—Me haría un gran favor, señora. Me encuentra por aquí abajo o pregunta por mí a cualquiera del sur de las Ramblas, porque soy el decano de los trabajadores por cuenta ajena de esta zona.

—¿Cómo por cuenta ajena?

Se planteó Biscuter desconcertado.

—Siempre se trabaja por cuenta ajena, Biscuter, no olvides nunca lo que te digo, ni a quien te lo dijo.

35

Biscuter se esmeró en recoger la mesa como él creía que recogían la mesa los camareros de restaurantes distinguidos. La presencia de Marta Miguel, inmovilizada sobre la silla, con las manos sobre las rodillas unidas y el culo sin acabar de entregarse al culero, condicionaba la conducta de Biscuter, que se reprochó a sí mismo, nada más decirlo, el haber ofrecido a una señora primero un café, luego una copita y finalmente un carajillo. Lo que más le dolía era haber ofrecido el carajillo y se hubiera dado de bofetadas mientras apilaba los platos sucios en la fregadera y preparaba la estrategia a seguir con una dama en ausencia de su jefe. Se miró en el espejo oxidado que pendía sobre el pequeño lavabo de su habitación y se humedeció las palmas de las manos para a continuación tratar de domar los haces de pelos hirsutos y rubios que le subían desde los parietales hacia la estratosfera. Rebuscó en el armario de plástico cerrado con cremallera y sacó una corbata de punto que se anudó en torno a su cuello de pajarito. Luego se endilgó una ex chaqueta de pana de Carvalho que le habían acondicionado en una sastrería de arreglos, se cepilló los zapatos con el mismo cepillo que usaba para la ropa y fue al encuentro de Marta Miguel con la expresión a medio camino entre la atención y la preocupación.

—Usted dirá.

Dijo al tiempo que se entregaba con naturalidad al sillón giratorio de Carvalho.

—¿Seguro que el señor Carvalho no le ha dejado nada para mí?

—Ha dicho usted que se llama…

—Marta Miguel.

—No me suena. La última vez que despachamos fueron tantas las cosas que me dijo, que es probable que me haya olvidado. Consultaré el cajón de las cosas urgentes.

Abrió un cajón y aparecieron tres botellas de orujo de cuerpo presente.

—No. No hay nada. Pero si usted me explica de qué se trata.

—En realidad, no hay nada concreto. Pero pensé que el señor Carvalho podría haber comentado mi caso con usted. No soy una cliente. Soy una amiga.

—Mi jefe trata a los clientes como amigos y…

Y a los amigos como clientes, iba a decir, pero pensó que iba a decir una tontería y se contuvo.

—La policía me está molestando porque fui testigo, bueno testigo, acompañé a una persona a la que luego asesinaron. Tal vez lo leyó en el periódico. Fue el asesinato de aquella chica rubia, Celia Mataix.

—Ondia, el crimen del champán. Recuerdo que el jefe estaba muy interesado y ahora me lo explico, usted es su amiga y era lógico que él estuviera preocupado. Parece un hombre frío que no piensa en los demás, pero, oiga, no se le escapa nada y siempre tiene un detalle. Conmigo, con su novia, la señorita Charo, con Bromuro. A mí me ha abierto una cartilla de ahorros en la Caixa y me ha nombrado su heredero, a mí, ¿qué le parece? No es que vaya a heredar mucho, pero es un detalle, y que se fija en lo que necesito. Esos zapatos no se los pone ni un mendigo, Biscuter, a cambiarlos, y no para hasta que me los cambio. Y como lo que él come. Yo me lo compro, yo me lo guiso, yo me lo como. No tengo pagas, eso no. Pero me ha metido en la seguridad social como si yo fuera del servicio doméstico y tengo el seguro. Y yo no le pedí nada. Todo fue cosa suya. Me lo arregló todo el señor Enric, el gestor amigo suyo de Vallvidrera, y así el día de mañana tendré un retiro. A veces me lo digo a mí mismo y no me lo creo. Qué suerte has tenido, Biscuter.

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