—¿El señor Carvalho?
—Sí.
—Oiga, ¿es aquí una agencia de detectives, un señor que se llama Carvalho?
—Sí.
—¿Está el señor Carvalho?
—Soy yo.
—Ya me lo parecía, ya. Soy Daurella. Daurella. ¿Se acuerda? El de los toldos. ¿Qué tal, señor Carvalho?
—Bien. ¿Y usted?
—Mire. Vamos tirando.
—Usted dirá.
—Mire usted, dirá que soy tonto o un pesado, pero el otro día me quedó una cosa aquí que no sé, si no le llamo reviento, señor Carvalho.
Hablaba en un tono de voz bajo, como si temiera ser escuchado.
—Ellos se creen que soy tonto, pero de tonto no tengo un pelo, se lo aseguro.
—No lo dudo.
—Pero están por medio los nietos, la hija, la mujer, ¿comprende?, ¿verdad que me comprende, señor Carvalho?
—Le comprendo.
—¿Ya cobró el cheque?
—Lo cobré.
—Sin problemas, ¿verdad?
—Sin problemas.
—Yo le estoy muy agradecido, señor Carvalho, porque usted me abrió los ojos, pero qué le voy a hacer. Los cierro y me hago el tonto. La hija, los nietos, la mujer… no lo hago por él, no, porque es un "pocavergonya", un degenerado, pero los nietos, la hija, la mujer. No le entretengo más, señor Carvalho. Es que tenía que llamarle, no sé si me comprende.
—A mandar. Ya sabe dónde me tiene cuando le hagan el próximo desfalco.
—No me lo hará, no. Ahora le vigilo.
Pero por el tono de voz parecía ser él el vigilado.
—Nada, pues, a cuidarse, señor Carvalho. Mucha salud y mucha suerte, que corren malos tiempos.
Mierda, pensó Carvalho y razonó su exabrupto mental ante el espectáculo imaginativo del pobre Daurella, incapacitado a su vejez para pegarle una patada en el culo al chulo putas de su yerno.
—Cuando cumpla cincuenta y cinco años, Biscuter, me metes cianuro en un guiso de bacalao al pil pil.
—Se notaría mucho, jefe. El sabor del bacalao al pil pil es inconfundible.
Y continuó reprochándose en silencio lo mal hijo que había sido. Sonó el teléfono y cuando reconoció la voz de Charo en la otra orilla apretó los dientes y se predispuso al chaparrón. Después del hola Pepe, silencio, y tras una travesía del desierto sonoro un estallido de lágrimas y de sollozos desesperados.
—Hemos terminado, ¿verdad, Pepe?
—Tengo mucho trabajo, eso es todo. Pero en cuanto lo termine cogemos una maleta y nos vamos a Meranges, a pisar nieve y a comer bien en Can Borrell.
—¿Lo dices en serio?
—Lo digo en serio.
La puerta del despacho se había abierto y poco a poco la señora Marsé se metió en la estancia como un caracol.
—Y ahora cuelgo porque estoy con un cliente.
La rotundidad del beso telefónico prolongó su eco hasta que el auricular estuvo en posición de descanso. La señora Marsé avanzaba tímidamente y se decidió a sentarse ante la oferta de Carvalho.
—Aquí trabaja, un sitio muy bonito. Muy típico. Las Ramblas son lo más bonito de Barcelona.
La mujer se sentó y dejó las manos sobre el bolso y el bolso sobre el regazo y la mirada sobre la cara inexpresiva de Carvalho.
—He venido por lo de ayer. Hemos de hablar, usted y yo. Pero, por favor, no le diga nada a mi marido. ¿Por cuánto dinero iría usted a buscar a mi hija?
—Ya lo dije ayer. Tengo tarifas fijas.
—He hecho mis cálculos y no puedo llegar a la cantidad que usted pide. Yo tengo un rinconcito que Higinio no conoce, pero como mucho llegaría a las cien o ciento veinte mil pesetas, más los gastos de viaje, desde luego, que pagaría mi marido. Puedo empeñar alguna joya, es cierto, pero tengo pocas y mi marido se daría cuenta. Si tiene paciencia, con el tiempo le daría más.
Carvalho sopló contra el aire.
—No hay nada más deprimente que ricos sin dinero.
—Le ofrezco lo que tengo. Y lo hago tanto por Teresa como por Ernesto, el pobre está desesperado, quiere mucho a su madre. Es un sufridor, como yo. En cambio su madre es como mi marido, no sufren por nada ni por nadie.
—Usted me propone trabajar a un precio de beneficencia y no tengo ningún motivo para hacerlo.
La vieja se quedó quietecita y con aspecto de tener lástima de sí misma. Biscuter asistía silencioso a la conversación, pero Carvalho notaba que iba tomando partido por la mujer. Biscuter estaba dispuesto a adoptar y ser adoptado.
—Además es un viaje pesadísimo y azaroso. El precio del viaje incluye un tour turístico, pero vaya usted a saber dónde se ha metido esa chica.
—Poco a poco podré pagarle lo que me pida.
—Estamos en plena época de las lluvias en el sudeste asiático.
—Aquí también llueve.
—Me tendría que vacunar, necesito un visado.
—No. No necesita vacuna ahora y tampoco visado si va a estar menos de quince días. Me he enterado y le traigo el dinero.
Había abierto el bolso, sacó de él un fajo de billetes ligados por una goma y se lo tendía a Carvalho.
—Ciento veintisiete mil pesetas. Mi marido le pagará el viaje y los gastos hasta ciento cincuenta mil. Lo demás quedará pendiente.
—Aborrezco viajar. No hay nada peor que buscar a alguien que no quiere ser encontrado.
—Mi hija quiere ser encontrada. Le telefoneó. ¿No es verdad?
—En qué cabeza cabe que un profesional deje su trabajo, su oficina, sus obligaciones, para coger un avión y plantarse en las antípodas. Estamos en un período difícil. Va a haber elecciones. Quisiera votar.
—Vote por correo. Yo estoy empadronada en Barcelona y vivo en el Maresme. Votaré por correo. Es muy fácil. Hay que ir a Estadística y hablar con un señor que se lo arreglará todo.
—Imagínese que ganan los socialistas, que hay un golpe de Estado y que todo eso me pilla en Thailandia.
—Mucho mejor que le pille en Thailandia que no que le pille aquí, jefe.
Era Biscuter quien terciaba y aguantaba con resolución la mirada indignada que le dirigía Carvalho. La vieja se había levantado. Dejó el dinero sobre la mesa y dio media vuelta. Desde la puerta dijo:
—Piénselo y llámenos. No hay otra solución.
Carvalho recogió el dinero y se levantó para ir en pos de la mujer, pero ella había aligerado bruscamente el paso, en un cambio de ritmo de excelente centrocampista que a Carvalho le recordó las galopadas de un Bobby Charlton, y cuando llegó a la puerta la señora Marsé era una cabecita canosa situada a la altura del segundo piso.
—Ciento veinticinco mil pesetas son ciento veinticinco mil pesetas, jefe.
Carvalho tiró el dinero contra la pared por encima de la cabeza de Biscuter y se fue al retrete donde meó contra el mundo y contra sí mismo. Luego pasó ante Biscuter sin decirle nada y salió del despacho para bajar a la calle, sin otra intención que dejar atrás el ámbito donde había ocurrido lo que había ocurrido. Y ya en las Ramblas se sorprendió a sí mismo callejeando, dejándose llevar por estelas subconscientes que le movían entre los peatones mañaneros y las evidencias de los reclamos electorales florecidos durante la noche, llena la ciudad de imágenes de pago de Felipe González y de imágenes militantes de los líderes comunistas, uno de ellos, Gutiérrez Díaz, en el trance de bendecir a los electores, le votasen o no le votasen. Y la primera conciencia de objetivo la tuvo cuando se encontró ante los escalones del edificio de Estadística y luego ante un bedel al que preguntó:
—Lo del voto por correo, ¿dónde es?
Pasó la palma de la mano por la espalda desnuda de Charo como si recogiera una parte de la mujer y se la quedara luego en el cuenco de la mano semicerrada para mirarla muy cerca de los ojos. Entre sueños Charo preguntó:
—¿A qué hora sale el avión?
—A la una.
El sonido de la voz de Charo le relevaba de la obligación de respetar su sueño. Sacó las piernas desnudas fuera de las sábanas y se las quedó mirando como si las redescubriera tras una larga ausencia. El viaje le esperaba allí en la pared o más allá de la puerta entreabierta del cuarto de baño de Charo. El viaje era su proyecto, su futuro. Una mezcla de hastío y cansancio se le mezcló con el deseo de marcharse a donde fuera. Charo hacía esfuerzos por despertarse.
—Te prepararé un café.
—Pasaré por el despacho y Biscuter me lo hará.
—Quiero que el último café sea el mío.
Charo se sentó en el lado opuesto de la cama. Se cubrió los senos con las manos y se levantó para ir hacia el lavabo. Carvalho aprovechó su ausencia para vestirse, y cuando la mujer salió con el camisón puesto, Carvalho acertaba a introducir el último pie que le quedaba sin calzar en la abertura malformada del zapato acostumbrado a su desidia.
—Espérate.
—Déjalo. Prepárame el café para dentro de unos días. No tardaré.
—Un viaje tan bonito. Ya me gustaría ir a mí.
Carvalho besó y se dejó besar y cuando el ascensor le separó de Charo se reprochó no haber dicho algo importante en el último minuto. Hacía más de veinte años que no le decía a nadie te quiero y tal vez era sincero al no decirlo. Biscuter también estaba impresionado por el viaje.
—Thailandia está muy cerca de China, jefe.
—Muy cerca.
—Y del Vietnam. ¿Quiere que le prepare algo para el viaje?
—En los aviones dan comida.
—¿Muy cara?
—Va incluida con el precio del pasaje.
—Pues no será muy buena.
—Sobrevives. Si me pasa algo, ya sabes. El gestor Fuster tiene mi testamento. Te dejo algo y a cambio quiero que escuches el pasodoble "Suspiros de España" cada aniversario de mi muerte.
Biscuter estaba al borde de las lágrimas.
—Es un pasodoble muy bonito.
—Es un rebuzno armonioso.
Dio una palmada en la espalda de Biscuter y bajó hasta las Ramblas en busca de un taxi. En el aeropuerto distinguió a la guía de la agencia agrupando a los expedicionarios del grupo organizado.
—En Bangkok dispondrán de un guía, pero usted para cualquier problema recurra a nuestro corresponsal.
Carvalho se predispuso al control de pasaportes cuando vio venir hacia él una curiosa comitiva compuesta por un muchacho con cola de caballo, una flautista preñada y una anciana victoriana que caminaba ligera por delante de los jóvenes.
—Hemos venido a despedirle y a darle las gracias.
Carvalho temió que la flautista se sacara la flauta de alguna parte y se convirtiera en la atracción del aeropuerto o que la anciana le ofreciera un bocadillo de tortilla o veinte duros para un refresco. Todo era posible por parte de aquellos desquiciados sin sentido de la realidad.
—Cualquier cosa que sepa nos la comunica en seguida.
—No repare en gastos.
Aconsejó Ernesto y Carvalho no supo apreciar el menor matiz cínico en su oferta. Los despidió con un gesto y media sonrisa y se entregó al control de pasaportes para sacárselos de encima. Luego se pasó el primer vuelo hasta Frankfurt tratando de adivinar quiénes serían sus compañeros de viaje entre Frankfurt y Bangkok. Estaba rodeado de mallorquines por todas partes, con esa entonación vasca que tienen los mallorquines cuando hablan castellano y esa capacidad de sorpresa y sorna de los isleños. Los mallorquines estaban vertebrados en torno a una mujer treintañera, rubia, consciente de su encanto, con aspecto de joven divorciada de un fabricante de sobrasadas poco escrupulosas. Luego resultó ser una guía profesional y durante el vuelo Frankfurt-Bangkok secundó el río de whisky que los jóvenes matrimonios mallorquines pusieron en circulación fruto de sus compras en el Free Shop. Uno de los mallorquines había descubierto la existencia real de los orientales y estaba fascinado en especial con un chino al que hablaba en mallorquín, sin que el chino hiciera otra cosa que adaptar su sonrisa a las claves de un idioma insospechado.
—
"Escolta, xinet, a Mallorca tens la teva casa"
[Escucha chinito, en Mallorca tienes tu casa].
El chino sonreía y decía que sí. El mallorquín lo contemplaba como si el chino le faltara en su colección de insectos tropicales. Carvalho se puso el audífono que le ofreció la azafata y jugó con los distintos canales: de Ives Montand a Steve Wonder, pasando por Ella Fitzgerald y Von Karajan dirigiendo "El mar" de Debussy. El mapa de la Lufthansa le prometía los cielos de Yugoslavia, Rumania, Turquía, Irán, la India, y a la altura de Estambul Carvalho se durmió. Le despertó la brusca oscuridad decretada para dar paso a la película que los distraería durante hora y media de vuelo. Ya la había visto en España. "Georgia". Una cabeza de serie de cine dedicado a las culturas de los distintos sectores inmigrantes en los Estados Unidos. En esta ocasión el asunto iba de servocroatas y la protagonista tenía dos tetitas adolescentes y cuerpo de magreo, poca cosa más. En cambio despertaba grandes pasiones y los protagonistas tenían una inmensa capacidad de infelicidad y complejo de culpa. En Delhi los indios invadieron el avión. Unos cuantos para limpiarlo entre el escepticismo y la curiosidad de los mallorquines y los alemanes que componían la mayoría racial. Otros para actuar como viajeros mal aceptados hasta Bangkok o Manila. A los europeos les parecía tan inverosímil que aquellos seres oscuros sirvieran para limpiar como que sirvieran para viajar. El mallorquín trocó durante unos minutos su curiosidad por el chino por una cierta atención ante los indios parsimoniosos que iban buscando sus asientos para establecer islas de oscuridad en el luminoso océano de la Europa blanca. Carvalho no tenía ganas de dormir, pero tampoco de mirar. De vez en cuando pasaba por su campo visual la guía rubia que se iba adaptando poco a poco a la proximidad del trópico y lucía unos hermosos brazos dorados por el sol de viajes próximos.
Amanecía cuando terminó la escala técnica en Delhi y por la ventanilla Carvalho esperó la aparición del golfo de Bengala cuando el avión sobrevoló Calcuta. Luego las selvas de Birmania, el asalto de los colores excitados por la lluvia y el calor del trópico, y de pronto creyó oír algo que no esperaba oír. Los españoles cantaban y cantaban lo que cantarían en un autocar camino de cualquier romería: "Asturias, patria querida". Carvalho temió lo peor. Temió que a continuación entonaran "El vino que tiene Asunción ni es claro ni es tinto ni tiene color". Los españoles son capaces de convertir un DC-10 de trescientas plazas en un autocar de excursión escolar. Los chinos, los indios, los alemanes escuchaban "Asturias, patria querida" como si fuera el "Deutschland, Deutschland über alles". Al fin y al cabo cualquier inglés, francés, alemán, americano, chino, indio, árabe, cuando está en Asia está en su casa, y en cambio los españoles en cuanto salen de Calahorra están en el extranjero. El avión se asomaba a las selvas profundas y a las aguas transparentes de un mundo de geografía de tercer curso de bachillerato o de colección de cromos de razas y costumbres de chocolates Suchard. El mallorquín le decía al chino: