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"Quan vinguis a Mallorca et posarás morat de sobrassada i ens anirem tu i jo de putes"
[Cuando vengas a Mallorca te pondrás morado de sobrasada y nos iremos tú y yo de putas].
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"Quines coses de dir-li"
[¡Qué cosas de decirle!].
Oponía la mujer del mallorquín, pero él no le hacía caso. Estaba obsesionado con su chino y el chino se dejaba coleccionar con la sonrisa por delante y la posible reserva mental de que en la primera ocasión lanzaba a aquel pesado a los cocodrilos. Nubes sobre Bangkok, de pronto ciudad para el vuelo de los pájaros desparramada en torno al Chao Phraya. Una imagen atravesó la mente de Carvalho como un flash rescatado del baúl de los olvidos. Una muchacha thailandesa con un cigarrillo en la vagina, fumando por la vagina, desnuda, rodeada de soldados americanos de paisano y con permiso y de matrimonios del mundo entero comprobando, una vez más, que los asiáticos lo hacen todo al revés.
En el aeropuerto les esperaba un joven guía que se presentó como Jacinto, aunque aseguró que en thailandés su nombre era mucho más complicado. Los mallorquines iban en otro grupo y Carvalho se vio rodeado de viejas ricas mesetarias sorprendidas por la cantidad de mallorquines que había en el mundo y de algunos matrimonios jóvenes que se agarraron al primer salacot de paja que vieron. Jacinto aprovechó el trayecto entre el aeropuerto y el hotel para decirles que en Bangkok había cinco millones de personas, la mayoría pobres y dispuestas a robarles el bolso a las señoras. Qué gracioso, qué gracioso, repetía una y otra vez una señora que se llevó una mano previsora o defensiva a la peluca artificial. La comprobación de que Bangkok estaba lleno de asiáticos había sido una seria advertencia para los pobladores del autocar climatizado, conscientes ahora de que se habían convertido en una avanzadilla aventurera en el Extremo Oriente. El guía seguía informando. Estaban en una democracia vigilada, en una dictadura democrática, en una monarquía constitucionalista militarizada.
—¿Quién ganal las elecciones en España?
Preguntó el guía en perfecto siux con el añadido de cambiar las erres por eles como en los doblajes de las más recalcitrantes películas coloniales.
—¿Felipe González ganal, no?
—La madre que le parió.
Gritó un hombre gordo y oscuro con varices en las bolsas de los ojos.
—Yo prefiero que ganen los socialistas a que ganen los comunistas.
Opinó una señora andaluza.
—Aquí no habel comunistas. Comunistas en la selva. En Bangkok, no.
Informó el guía despertando perplejidades y expectativas.
—¿Los tenéis en la selva, como si fueran monos?
—Como monos no, como gueliyelos. Plohibidos en Bangkok y entonces ellos ilse selva.
Jacinto era una mina. Advertía a los caballeros sobre los tipos de masaje que podían recibir. Desde el primer grado hasta el tercero y luego ya lo que Dios quisiera. Las veteranas mujeres escuchaban las instrucciones masajeras conscientes de que no estaban en su terreno y que debían demostrar su capacidad de adecuación moral al final del milenio.
—Vosotras a compraros zafiros y nosotros de masajes.
—Zafilos y lubíes, no olviden. Las otlas piedlas no sel de aquí. Aquí y en Bilmania, zafilos y lubíes.
Más allá de la isla climatizada, Bangkok era como México capital o como Villaverde alto o Bellvitge, una ciudad para inmigración salvaje y además un burdel para soldados americanos venido a menos. El clima del trópico ablandaba y ensuciaba las arquitecturas occidentalizadas y una lógica de locos desorientados dirigía las maneras de los conductores, empeñados en jugar a la ruleta rusa con sus coches japoneses. Lo normal en una calle de dos direcciones era que los coches formaran tres vías, y podía convertirse en un apasionante juego mental el calcular cuál de ellos y por qué se apartaría en el último instante, en el instante previo al choque. Los niños aprovechaban los semáforos para limpiar los parabrisas de los conductores o para ofrecer guirnaldas de flores frescas y olorosas a los turistas o pregonar el "Bangkok Post".
—¡Qué monos! Parece mentira lo feos que se hacen luego de mayores.
—Ellas son muy monas.
—Mi problema es que a mí me parecen todos iguales.
—Es que son iguales, igualitos. En Europa somos más diferentes los unos a los otros.
Un pelotón de turistas solteros dejaba decir, dejaba pasar, en su obsesión de pistoleros nocturnos a la caza de las masajerías y sobre todo del "body body".
—Oye, Jacinto. ¿Dónde hacen mejor el "body body"?
—Muchos sitios. Mona Lisa, sel el mejol. Podel il señolas con malidos pala vel chicas en escapalate y cenal mientlas malido masaje.
—¡Oggg! ¡Qué gracioso! ¿Has oído, tú?
—Eso, eso.
Palmoteaban contentos los maridos.
—Pelo si las señolas quelel masajes también podel. El masaje a señolas lo dan también chicas, pelo si las señolas quielen pueden dálselos hombles.
Un silencio de sepulcro climatizado siguió a las últimas revelaciones de Jacinto. Imperturbable, el muchacho insistió en las características del masaje femenino.
—Esos hombles que dal masajes a señolas aquí llamalse de una manela que en España sel muy fea.
—Anda Jacinto, macho, dinos cómo se llaman.
Instó uno de los solteros.
—Putos.
Dijo Jacinto sin inmutarse y pasó su atención a la lista de pasajeros y a la distribución en distintos hoteles. Cuando llegaron al Dusit Thani, Carvalho le tendió a Jacinto la tarjeta que le habían dado para él los responsables de la agencia. Jacinto cabeceaba haciéndose cargo de la situación y examinaba a Carvalho por si estaba o no a la altura de las circunstancias.
—Hoy no podel hacel nada. Domingo. Aquí domingo.
—Mañana quisiera ir a la embajada.
—Celca de aquí, muy celca.
Le señaló un parque situado más allá de una enjundiosa estatua que marcaba la encrucijada de varias avenidas.
—Palque Lumpini. La embajada allí detlás.
Entrar en el Dusit Thani fue para Carvalho como recuperar un viejo amigo. El mismo portero disfrazado de Peter Pan thai, el mismo marco de hotel asiático internacional en el que los indígenas se convertían en una hermosa excepción de fragilidad y gracia entre animales prepotentes y blancos. La fealdad anglosajona quedaba en evidencia en contraste con la pequeñez infantil y la delicadeza de los gestos de las jóvenes thailandesas que ofrecían al extranjero información o jazmines y orquídeas recién cortadas en las selvas que rodean a Bangkok, a la espera del menor descuido de la ciudad obscena. Carvalho dejó el equipaje en la habitación y preguntó si sobrevivía el Mercado Fin de Semana. Sobrevivía, pero ya no estaba junto al viejo palacio Real. Está muy lejos, le dijo el jefe de taxis del hotel para justificar los ciento ochenta baths que le pedía por el recorrido. El taxi blanco y climatizado atravesó Bangkok y durante el trayecto el conductor fue entregando a carvalho folletos de tiendas de piedras preciosas, seda thailandesa, artesanía, platerías.
En vano las manos y las palabras de Carvalho oponían un dique de negaciones a la catarata de folletos que salía de la guantera del Datsun. Endomingadas gentes empezaron a conformar la avanzadilla de las masas que presagiaban la llegada al mercado, como las aves presagian la cercanía de la costa, y por fin apareció una explanada que prolongaba hasta el horizonte más próximo un laberinto de tenderetes y puestecillos a cuerpo descubierto. Nada más descender del taxi y perder la atmósfera del aire acondicionado, Carvalho recibió en las narices y los pulmones una oleada de aire caliente y grasiento, perfumado por las frituras en aceite de coco y las aromatizaciones del perejil asiático, las cebolletas y el jengibre. No tenía bastantes ojos Carvalho, ni bastante vida para aprehender en su totalidad todo lo que le ofrecía el Mercado del Domingo. La selva en macetas, jaulas y peceras gigantes, o en las cajas de cartón donde las mariposas se habían convertido en extrañas flores del mal de córpore insepulto. Salazones bronceados, moscas, escupitajos de betel, granos verdes de arroz, salchichones dulces purulentos, animales momificados en su sequedad, guindillas amenazantes y nerviosas como ejércitos de langostas africanas, setas ingrávidas, alfarería sospechosamente valenciana, placas de césped natural, gallinas, colibríes, cálaos, lagartos, un pequeño tigre, cocinillas portátiles y rodantes ofrecidas a la filosofía del comer cuando se tiene hambre y al derecho natural de las moscas asiáticas a la supervivencia, jarabes de todos los colores de la jarabería, bosques de botellas de salsa de pescado, la sal de Thailandia, un perro lamprea largo, duro y pardo, cerditos negros, pantalones tejanos, cobras sin veneno, mangostas en su jaula manicomio, cassetes de Steve Wonder y los Supertramp, coco hilado, cocos domesticados por el machete hasta la condición de caja verde para el sorbedor de plástico, tejadillos prefabricados, un joven tigre sin un rugido que llevarse a los labios, pinchitos de cerdo cubiertos por una miel oscura, spaghetti de arroz sutiles cual comida de ángeles vírgenes, orquídeas alimentadas por cortezas de coco, cazadoras acolchadas de plástico para inviernos mentales, ropa de campaña para guerrilleros urbanos, machetes, llaveros, huevas en salazón a semejanza de cojones de mulato, una bañera de cemento pintada de verde, agitadores sociales con megáfono incitando a las masas mientras la policía parece no escuchar a una distancia tolerante y prudente. "Prosiguen las protestas estudiantiles contra la subida de los autobuses", anunciaba el "Bangkok Post" en su primera página y aparecía un viejo en cuclillas dialogando con jóvenes estudiantes también en cuclillas. Un diputado solidario con las reivindicaciones realmente existentes. Carvalho paseó ante la selva en sus macetas en la esperanza de descubrir macetas de comunistas.
El Dusit Thani le ofrecía un restaurante internacional y caro, otro thailandés, una tercera posibilidad de comida japonesa y un coffee shop más económico, donde se servía cocina asiática occidentalizada y cocina occidental asiatizada. Carvalho se había hecho el propósito de no probar nada occidental durara lo que durara su estancia en Thailandia y penetró en el restaurante japonés. Fue recibido por camareras supuestamente japonesas que compusieron el saludo típico de unir las dos manos sobre el pecho e inclinar suavemente el tórax y la cabeza. Pidió un "sashimi" y le trajeron una fuente con hielo y sobre el hielo filetes mínimos de pescado crudo, dorada, carpa, turbó, atún, una taza con salsa Sambai-Yo, palillos, otra taza vacía y una tetera. Le costó a Carvalho adquirir cierta solvencia en el uso de los palillos para apresar los trocitos de pescado crudo, sumergirlos en la salsa de mostaza, vinagre y soja y llevárselos a la boca. Al acabar el plato, le parecía haberse comido el mar y pidió de postre un arroz al sake que acompañó de dos tragos rápidos de sake helado. Deambuló por el hotel, entre escaparates de piedras preciosas, sederías y maderas de teka, malgastó un cierto tiempo en su habitación forcejeando en el televisor con el canal de video, hasta encontrar una película americana interpretada por Rod Steiger y una preciosidad rubia, violada por unos cazadores de bragueta atormentada. A cien metros del hotel tenía la posibilidad sin fondo de la Silom Road y los tres callejones sucesivos del Patpong, histórico barrio del vicio que, según el portero disfrazado de Peter Pan, ya no era lo que había sido.
—Hay otros sitios más interesantes en la ciudad.
Preparaba el portero una recomendación mercenaria, pero Carvalho insistió en el Patpong y el portero admitió:
—Ha perdido, pero sigue siendo lo que era.
A las puertas del hotel le esperaba una vaharada de calor tan nocturno como pegajoso. La luminosidad occidentalizada del Dusit Thani era una isla en un mar de oscuridad inmediata, rota en algunas manchas luminosas de poco voltaje que jalonaban el Silom Road. Los tenderos mantenían sus negocios abiertos a pesar del domingo y de la noche y Carvalho fue sorteando ofrecimientos de fotografías de muchachas desnudas que intermediarios profesionales mostraban a los extranjeros, con directas promesas de fornicación y delicias, posiblemente turcas. Los callejones del Patpong eran un muestrario de restaurantes chinos, vietnamitas, thais, japoneses, locales de "strip", hombres callejeantes, conductores de pus-pus o de tuc-tuc ofreciendo la distancia más corta hacia paraísos del sexo, paisanos sentados en torno de cocinas rodantes utilizando las manadas de extranjeros como espectáculo gratuito y excitante hasta la hilaridad mortificante. Carvalho se cruzó con el grupo de mallorquines comandado por la guía rubia de los hermosos brazos y con Jacinto, al frente de un pelotón de jóvenes matrimonios en busca de los espectáculos de las muchachas del ping pong, o de las que utilizan la vagina para fumarse un Marlboro con inequívoco sabor americano. Carvalho esquivó los grupos y el ofrecimiento de Jacinto de secundar su expedición, pero poco después le abrumó la sensación de depresiva soledad y de noche sin sentido e inconscientemente se descubrió a sí mismo buscando la estela de los españoles y fue entrando y saliendo de los night-clubs, hasta que encontró el grupo más propicio en una pequeña sala, donde las muchachas thailandesas desnudas y aniñadas ponían una lascivia mecánica y desinteresada al alcance de la doble conducta de los occidentales. Sonrisas de ironía y crispación sexual en los ojos y en el sur del cuerpo, los europeos contemplaban aquella gimnasia sexual como si fuera una parte importante de la compensación del viaje. Los intermediarios se mezclaban entre las parejas alienadas y ofrecían toda clase de combinaciones: hombre con hombre, mujer con mujer, tríos, cuartetos. ¿Dónde? Aquí, en el edificio de al lado. Carvalho se asomó y vio el rótulo "Apolo" sobre una casa oscurecida. De pronto recordó que allí había ejercido la prostitución Archit, el acompañante de Teresa, y encaminó sus pasos hacia aquella masajería masculina. dos parejas jóvenes de españoles le ofrecieron meterse en un caserón adlátere donde les habían ofrecido el espectáculo de un enculamiento entre varones indígenas.
—Por una vez en la vida no quiero perdérmelo.
Decía un hombre rubio y embigotado, con un hilo de voz que se le ablandaba por momentos.
—Yo tampoco.
Le respaldó su acompañante femenina.
Carvalho los siguió y vio como se metían en un caserón iluminado por el mínimo de watios indispensables para que no hubiera oscuridad. Las dos parejas seguían a dos muchachos thais y Carvalho los rebasó en el momento en que se introducían en una habitación con la misma promesa de sordidez que el resto del edificio. Prosiguió por el pasillo bañado por una penumbra amarilla y le costó descubrir cuerpos de hombres y mujeres sentados en el suelo, en su mayor parte silenciosos, sin apenas capacidad de atención hacia el intruso que los convertía en un espectáculo. Ropas sucias y viejas subrayaban la oscuridad de las pieles, la ambigua vejez de unos cuerpos aparentemente jóvenes, breves acercamientos de la mirada asomaban a Carvalho al fondo enrojecido a glauco de ojos enfermos. Cansancio de drogadictos "yonquis" en aquellos cuerpos mercenarios, que ofrecían la miseria de sus músculos al extranjero tolerante con la corrupción subdesarrollada. Un hombre salió de una habitación con un fardo de sábanas amarillentas sobre los brazos. Carvalho le preguntó por Archit.