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Authors: Manuel Vázquez Montalbán

Tags: #Novela negra

Los pájaros de Bangkok (16 page)

BOOK: Los pájaros de Bangkok
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El dueño de la agencia asintió respaldando la prudente decisión de su guía.

—Vinieron a Chiang Mai. Por la noche asistieron al tradicional festival folclórico mheo y al día siguiente teníamos programada la excursión hacia el poblado mheo para ver sus costumbres, en los límites de la zona del opio. Ellos no se presentaron a la hora de subir al autocar y no me preocupé. Pero al día siguiente tampoco se presentaron en el aeropuerto en el momento de volver a Bangkok y entonces me alarmé. Yo no podía abandonar a la expedición en aquel momento, pero dejé a uno de los intérpretes nativos para que fuera a ver qué había pasado.

Nuevo voto de confianza del patrón.

—Al día siguiente el guía voló a Bangkok y me dijo que no estaban en su hotel, que lo habían abandonado precipitadamente, que no habían pagado la factura de extras y que además se habían presentado tres o cuatro tipos preguntando por ellos con caras de pocos amigos. Dejé pasar unas horas, de hecho el tiempo que faltaba para el próximo vuelo regular desde Chiang Mai. Yo estaba entre la espada y la pared, porque debía acompañar a los viajeros a la excursión a Pattaya y al mismo tiempo quería resolver el asunto. Así es que me puse en contacto con la embajada española y les dije lo que había ocurrido. Me tranquilizaron y me dijeron que ellos estarían al tanto de la probable reaparición de la pareja y que yo me fuera tranquilamente a Pattaya. Cuando volví la cara del secretario de embajada era un poema. No sólo no habían aparecido sino que cuando, alarmado, se puso en contacto con la policía le dijeron a qué se dedicaba el chico y que en los bajos fondos habían detectado un rumor sobre una pareja a la que estaba buscando un gang de Bangkok. El chico trabajaba en uno de los establecimientos esos donde las chicas hacen lo de la pelota de ping pong y lo del cigarrillo… ya me entienden.

—Yo no entiendo nada.

Cortó el viejo Marsé adelantando la cabeza hasta estrellarla contra el barrote de su propio bastón.

—En fin. Es como el living sex europeo, pero a la manera de allí. El chico trabajaba en esos establecimientos por si había una emergencia. Al lado hay un gran caserón donde se pueden encontrar chicas casi blancas del norte para los turistas, son chicas de una raza especial, muy cotizadas, o sus padres las venden muy jovencitas o provienen de auténtica trata de mujeres. Pero a veces se pide un hombre y no una mujer, y Archit estaba allí para eso. Archit es el nombre del chico.

—Es decir, que mi hija lo contrató para tirárselo.

—No necesariamente. Lo más probable es que se conocieran en una de las salidas nocturnas del grupo para ver el espectáculo de ping pong y que establecieran una relación, pero no diría yo que económica. No sé si me explico. Parecían enamorados.

—¡Enamorados!

Explotó el viejo Marsé golpeándose las rodillas con los puños.

—Siga, por favor.

—Bien. Yo misma, entonces, con el secretario de embajada, fuimos al Ministerio del Interior a ver qué se sabía del asunto, y allí topamos con Asia. Sonrisas, insinuaciones, súbitas indignaciones, vaguedades y finalmente nada de nada. Algo de tráfico de no sé qué hay por medio, y eso es como un túnel que no sabes dónde empieza y dónde acaba, porque allí, bajo el aparente desorden, todo está controlado y se sabe lo que se puede y no se puede traficar, cuándo, dónde, quién, y se sabe qué personaje concreto del poder se beneficia de cada tráfico, sea prostitución, droga, diamantes. fueron pasando los días y no sacábamos nada en limpio. Fue por entonces cuando ella, la señora Marsé, le envió a usted el telegrama del que me ha hablado el señor Tobías y a continuación la llamada… Tuvimos que volver y dejé toda clase de recomendaciones a la embajada. Harán lo que puedan. Sobre todo para impedir que vaya a parar a la cárcel, porque en Thailandia la cárcel es horrorosa, como sólo puede serlo en un país subdesarrollado. No quiero preocuparles, pero más de un español metido en asuntos de droga se ha suicidado en una cárcel de Thailandia.

Todos se miraban entre sí para finalmente quedar pendientes del viejo Marsé. La nuez de Adán de Ernesto subía y bajaba en un desesperado esfuerzo de contener la emoción y la angustia que estaba a punto de estallarle en el pecho. Finalmente las miradas se concentran en el viejo Marsé, impresionado por las últimas palabras de la guía. El viejo es consciente de pronto de que todos están pendientes de él y se complace recibiendo las miradas una por una. Su voz sale extrañamente suave, casi dulce, cuando se dirige a la guía para preguntarle:

—Usted que conoce aquello, ¿qué opina? ¿No puede ser una falsa alarma?

—Lo dudo. Además está la llamada telefónica.

—De eso no haga caso. Mi hija tiene la cabeza de chorlito.

—La verdad, señor Marsé, y no lo digo por angustiarle, la historia tiene muy mal, pero que muy mal aspecto.

—¿Y en consecuencia?

—Alguien tendría que ir allí para remover la cosa. Nuestro corresponsal ya está advertido, pero tendría que ser alguien de la familia o un abogado o alguien por el estilo.

El viejo Marsé es ahora quien mira a todos los presentes de hito en hito.

—Pagando yo, claro.

Carvalho retiene la furia de Ernesto casi abrazándolo y clavándolo en el asiento.

—Bien. Para empezar. ¿Cuánto cuesta un viaje a Thailandia y qué descuento me haría la agencia por la responsabilidad que le pertoca?

La propuesta era directa y la perplejidad se convirtió en la inicial tartamudez con que el director de la agencia empezó a elaborar una respuesta.

24

—Ante todo, comprendo su dolor por lo ocurrido con su hija…

—A mí no me duele nada. Me preocupa. Simplemente eso.

—Pero he de añadir, y déjeme acabar, que no hay responsabilidad alguna de la agencia en lo ocurrido. Su hija es mayor de edad y en las circunstancias de su desaparición no ha intervenido para nada la agencia. Declinamos toda responsabilidad y, por lo tanto, no hemos de hacernos cargo de ningún coste.

—Cuando en una excursión a un maestro se le pierde un niño, el responsable es el maestro, no los padres del niño.

El director abría los brazos y miraba a todos los presentes en busca de comprensión.

—Por favor, señor Marsé… Por favor… seamos serios… seamos serios… por favor, señor Marsé… seamos serios…

—¡No me repita que sea serio! Soy muy serio. Pregunte a mis proveedores y a mis clientes. No había en el ramo nadie más serio que Higini Marsé.

—Si no lo dudo, señor Marsé. Si no lo dudo.

—Ustedes me dicen que hay que ir a buscar a mi hija. Un viaje a Bangkok no es un viaje a Las Planas.

—Tampoco es un viaje a la Luna, señor Marsé.

—¿Por cuánto puede salir?

—Un viaje así, rápido, unas doscientas mil pesetas.

—Vámonos.

El señor Marsé se había puesto en pie e instaba a su mujer a que le secundara. Semiincorporado blandió el bastón en dirección a los de la agencia.

—¡Doscientas mil de viajes, comidas, gastos… Cuatrocientas mil, al menos.

—Pero ¿qué regateas?, ¿la vida de una persona?

La exclamación de Ernesto no varió el propósito del viejo, que seguía incorporado reclamando la solidaridad de su mujer.

—Señor Marsé, siéntese, por favor, podemos hablar…

—Claro que podremos hablar, porque a usted tampoco le interesa que esto se haga público y se sepa que en los viajes de su agencia desaparece gente…

—Pero ¿qué dice este hombre?

Menos Carvalho, todos estaban tratando de traducir a un lenguaje racional lo que estaba diciendo el viejo.

—Si no nos tranquilizamos, no saldremos adelante.

El director de la agencia había adelantado las manos y con las palmas trataba de achicar el aire o de bajar el sonido de la orquesta.

—Señor Marsé, siéntese y hablemos con tranquilidad. Es posible rebajar esa cantidad sustancialmente.

—¿Sustancialmente?

—Sustancialmente.

—Bien. Si usted lo dice.

El director había recuperado el aplomo e incluso se había permitido recostarse en el respaldo de su sillón y llevarse un dedo a la sien.

—Según la fecha de partida y según los días de duración del viaje, se podría ir en un viaje organizado y entonces la tarifa aérea baja sensiblemente. Les puede salir un viaje de unos diez días por un precio que oscila entre las noventa mil y pico y las ciento diez mil.

—Eso es otra cosa.

Comentó el viejo a su mujer.

—¿Y de qué depende esa diferencia?

—Pues, por ejemplo, de que el que vaya quiera una habitación individual o se preste a compartirla.

—¿Para qué va a querer una habitación individual?

—Puede roncar.

Terció Carvalho.

—¿Quién?

—El que vaya o el compañero de habitación del que vaya.

Chasqueó el viejo la lengua contra el paladar.

—Se hace así y se despierta y deja de roncar. Éstas ya son cantidades decentes y a partir de ahí podemos hablar. Además usted nos hará un descuento por pronto pago.

—¿Un qué?

—Un descuento por pronto pago, porque yo no quiero letras ni mandangas, bastantes letras tuve que pagar mientras permanecí en activo. Yo pago trinco trinco y quiero un descuento.

—Pero bueno, ¿usted se cree que va a comprar un burro, o qué?

—Bien. Si partimos de esas noventa mil yo creo que con ciento cincuenta mil se pueden redondear los gastos. A eso juego. Yo pongo ciento cincuenta mil pesetas y no se hable más. ¿Quién va?

La pregunta se convirtió en una bombilla cenital que de pronto iluminó a los reunidos y los dejó en suspenso. Ernesto miraba a Carvalho de hurtadillas, pero no se atrevía a expresar su propósito. Carvalho contemplaba la punta de uno de sus zapatos. El director insinuó:

—Tal vez el abogado de la familia.

—Mi familia no tiene abogados. Ya terminé los tratos con esos mangantes. Lo último que hice fue el testamento y más de uno se va a morir del susto cuando se haga público. Ya sólo tengo notario.

—El esposo de su hija.

—Ése cogería los cuartos y se lo gastaría todo en vicio.

El director reparó en Ernesto. Dijo, casi sin voz:

—Su hijo.

—Si no va nadie iré yo. Tengo dieciocho años. Espero un hijo. Tengo un trabajo cogido por los pelos. Pero si no va nadie, iré yo.

—¿Y usted?

El usted pronunciado por el director sonó como un pistoletazo dirigido contra Carvalho. Declinó la invitación con un gesto, pero añadió:

—Nadie me ha dado vela en este entierro. Conozco menos a la señora Marsé que su padre, su marido o su hijo. Yo soy un profesional. No voy por el mundo buscando a la gente que conozco.

El viejo Marsé se encogió de hombros.

—Entre todos la mataron y ella sola se murió.

—Sólo usted puede ir.

Dijo por fin Ernesto. Había una imploración en su voz y en su mirada.

—Que alguien me encargue el caso e iré. Cinco mil pesetas diarias, gastos aparte, y doscientas mil si sale todo bien. No se preocupe. Si hay pronto pago le hago un diez por ciento de descuento, señor Marsé.

—No me sacará ni un céntimo, Arsenio Lupin. Sé ir por el mundo y a todos los mangantes que he conocido ya sólo me faltaba añadir un detective privado.

Guiñó el ojo el viejo y se arrellanó en el sillón. Las miradas no se habían retirado de Carvalho. Dudó entre contestar de palabra o marcharse y optó por lo segundo. Salió a la oficina general de la agencia y fue alcanzado en la puerta de la calle por Ernesto.

—Lo del dinero podría arreglarse.

—¿Quién lo va a arreglar, tú?

—Si me da tiempo.

Se volvió y le miró fijamente a los ojos.

—Mira, muchacho. Yo no tengo ninguna obligación sentimental con tu madre. Ha tenido cuarenta y cinco años para madurar y saber dónde se metía. Y si no lo ha aprendido es porque pertenece al sector social que más detesto, la pijería. A los pobres los aplastan las inundaciones o se les descarrilan los trenes, pero no van a buscar las inundaciones, ni juegan con los trenes. A veces se tiran a ellos, si están locos o desesperados…

—No es el momento de juzgarla. Es el momento de buscarla.

Carvalho se tragó las palabras que tenía en la boca, dio la espalda al chico y salió de la agencia. Tenía la sensación de haber atropellado a un pájaro o quizá a un conejo. A aquel conejillo blanco y gris, deslumbrado, que una noche se alzó sobre las patas traseras y le hizo un gesto con las delanteras que no le salvó la vida. El pequeño ruido del cuerpo contra el parachoques le dolió en el pecho durante kilómetros y kilómetros, a él, a un hombre que sabía lo que era matar y morir. ¿Quién era el conejo? No, no era Teresa. Eran Ernesto o su abuela, en los que había visto capacidad de amar a una mujer de cristal, a la vez transparente y quebradiza.

—¡Que se vayan a tomar por culo!

Cruzó la calle. Se metió en una tienda de confección y se compró una chaqueta de tweed.

25

La prensa anunciaba la desarticulación de un golpe de Estado preparado para la víspera de las elecciones del 28 de octubre. De momento se había detenido a tres jefes militares, dos coroneles y un teniente coronel, y se conocía el plan general del golpe. A juzgar por el plan, los dos coroneles y el teniente coronel debían ser los encargados de llevar los bocadillos a los golpistas, pero el gobierno se mantenía en la prudente reserva que le había caracterizado desde el día en que nació y que, sin duda, podía acompañarle hasta el día en que muriera víctima de un golpe de Estado. El milagro de haber sobrevivido a la explosión de la primera materia existente en el universo se relativizaba en el Chad por la carencia de agua y en España por la generación espontánea de salvadores de la patria. En caso de golpe de Estado, Carvalho consideraba que su negocio iría mejor. La democracia liberaliza a las gentes y cada vez eran menos los maridos que buscaban o seguían a sus mujeres y los padres que le ponían tras la pista de adolescentes fugitivos de las oligarquías familiares. Sin duda las dictaduras dan una mayor clientela a los confesionarios, a los detectives privados y a los abogados laboralistas. Las contraindicaciones estéticas y éticas no iban con él. Ni siquiera le alcanzarían las salpicaduras de sangre ni los gemidos provocados por la represión. Estaba al margen del juego, como un tendero, exactamente igual que un tendero. Anduvo hasta el portal de la casa donde tenía el despacho, levantó la cabeza para ver a través de las ventanas la luz encendida por Biscuter y dio media vuelta. Mañana sería otro día. Pero fue media vuelta tardía o insuficiente porque allí, cortándole el paso, estaba Marta Miguel, con una expresión de sorpresa desigualmente repartida por el rostro. La boca decía oh, pero los ojos estudiaban a Carvalho como si hiciera ya tiempo que le estuvieran observando.

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