Carvalho no las olvidó y le ayudaron a distanciar la cháchara del taxista empeñado en demostrar todo lo que sabía de Tam Krabok.
—¿Les ha visto vomitar en público? No. Claro. Es por la mañana. Se pone cada enfermo delante de un cubo, se arrodilla, toma las hierbas y vomita en el cubo, en el jardín, delante de todos.
—Pero qué boba eres, qué bobita eres.
Rosa Donato dio un leve empujón a la muchacha para que quedara en el centro del recibidor a la vista de Marta Miguel.
—Es muy tímida, demasiado tímida. Marta, ésta es Merche, que desde ahora será mi secretaria, mi mano derecha.
Marta Miguel besó a la muchacha en las dos mejillas y dio un paso atrás para abarcarla de arriba abajo.
—Qué mona.
—Y muy inteligente. Pero pasa, que ya han llegado las otras y el pelma de Juli Rigol, que ya está borracho. ¿No le conoces? Es ese pintor de caballos que se casó con la trapecista.
Atravesó Marta el dintel que separaba el recibidor del "living" dividido en dos zonas de estar, la una para la música y la otra para la lectura, porque a mí me gusta mucho leer, me chifla leer, insistía Rosa Donato acentuando el hociquillo y con él las arrugas convergentes en los labios.
—Sírvete algo, Merche, a ver si te animas. La veis así, pero luego en los negocios es un hurón, peor que yo.
Merche se rió de su propia maldad. Para Marta Miguel estaba demasiado delgada, se acercaba demasiado al modelo Audrey Hepburn, en el que siempre se habían movido las apetencias de la Donato, salvo en el caso de su larga pasión por Celia Mataix.
—No es un "party" normal. Aquí tenéis a dos sospechosas de asesinato, Marta y yo. Qué pesada la policía, oye tú, qué pesada.
La traductora de novelas feministas, la ganadora del premio de novela breve más importante de la literatura murciana, el viejo pintor de caballos y su mujer ex trapecista se rieron ante la ocurrencia de Rosa Donato.
—Y usted ¿dónde estuvo el día de autos? Qué tontería, si no era día, que era noche. Qué pesados oye tú y con Marta, pobre Marta, es que se pasaron, como fue la última. Venga a beber, que no decaiga, hoy celebramos el fichaje de Merche, que es una joya.
Llenó las copas de champán Juvé y Camps Reserva Familiar y anunció que si querían otro un pelín más seco, seco del todo, seco de secante, tenía a su disposición un Brut Nature Torelló excelente. Se alzaron las copas y el pintor exclamó: Por Merche. Por Merche, secundaron los demás y bebieron mirándose entre sí, pero sobre todo Rosa a Merche y Marta a Rosa. La recién introducida se sentó en el sofá y Rosa junto a ella. Primero le puso una mano sobre una pierna, luego pasó un brazo por sus hombros y finalmente la obligó a ofrecerle la cara y la besó en los labios.
—Estás guapísima.
—Sí que lo está, sí.
—¡Qué casa tan bonita tienes, Rosa!
Comentó la ex trapecista, que, a juzgar por su evidente deterioro físico, sin duda se habría caído más de una vez del trapecio.
—Cuatro cosas pero buenas. Y eso, gracias a que, desde la tienda, pues sé lo que es una oportunidad y lo que no lo es. Y que me lo gasto todo en la casa y en mí misma. ¿Para qué tener dinero? Ya habéis visto. Ahora los socialistas.
—Pues yo he votado socialista.
Dijo la novelista.
—Y yo también.
Añadió la traductora. La ex trapecista había votado socialista, y su marido y Marta Miguel. Rosa Donato se echó a reír y se atragantó.
—¡Qué gracia! ¡Y yo también!
Todos habían votado socialista.
—Yo me dije, mira que sea lo que Dios quiera. Para mí, fue como la ruleta rusa. No sé si lo harán mejor, pero sólo con que no lo hagan peor que los otros ya me conformo.
—Es que a mí Guerra me encanta.
—Felipe es un buen chico, pero Guerra es un genio, se le nota una cosa, una cosa que… en fin, demasiado para el cuerpo como se dice ahora.
Merche iba mirando a unos y a otros, aceptaba y repartía champán.
—Lo extraño es que aquí en Barcelona no se ha notado alegría por la victoria socialista. El otro día salía un artículo muy bueno sobre este tema, de Esther Tusquets, en "La Vanguardia".
—Ya lo leí, pero como ella es suquera, pues las ganas o la rabia.
—No, sea lo que sea, el artículo era bueno. Es cierto, aquí no hubo la alegría que hubo en Madrid.
—Toma, porque los socialistas catalanes saben que las elecciones se las ha ganado Felipe González y eso tiene un precio.
—A mí que no me toquen Catalunya.
Alzaba la voz el pintor.
—Porque por delante de todo soy catalán.
—Yo por delante de todo soy mujer.
Le cortó la Donato.
—Mujer catalana.
Insistió el pintor con tozudez etílica.
—Toma y euroasiática. Ay, Martita, nena, que me parece que estos comilones no te han dejado canapés.
—Había pocos.
Dijo con suicida sinceridad la ex trapecista.
—Qué dices tú ahora, si había casi tres kilos. Martita, mira en la nevera a ver si encuentras algo. Anda, Merche, acompáñala.
Salieron las dos mujeres una detrás de la otra y, tras ellas, la voz de la Donato.
—A no perderse, ¿eh?, que la casa es grande.
Marta se indignó.
—¿Qué se habrá creído ésa?
—No le hagas caso, es una bromista.
Merche tenía una vocecilla del tamaño de los huesecillos de su cuerpo. Abrió la nevera y se inclinó. Marta le vio el cuello sedoso, los rizos negros escapándose de la contención del peinado y le puso una mano sobre la espalda, suavemente, como para secundarle el gesto. A su espalda sonó la voz de trueno de la Donato.
—Esa mano.
Marta dio un respingo y se volvió para ver venir a una airada Rosa Donato.
—Que ya lo sabía yo, que tienes las manos ligeras, demasiado ligeras.
Apartó la Donato a Merche y cerró la nevera de un portazo.
—Venga, tú al salón y tú a donde quieras.
Desde la puerta, una feroz Rosa Donato ladró:
—Cuidado con las manos, que luego te pasa lo que te pasa.
—Pero, ¿quién te has creído tú que eres? ¿La reina de Saba?
La Donato no quiso dejar cabos sueltos y volvió a entrar en la habitación para acercar su cara a la de Marta y decirle con voz sofocada.
—Lo que me pago yo me lo como yo, ¿te enteras?
—Pero, ¿qué chorrada es ésa? Me he limitado a hacer un gesto cariñoso.
—Pues se los haces a tu madre, que buena falta le hacen.
Marta pegó una bofetada en la cara de Rosa, que fue inmediatamente devuelta. Se quedaron frente a frente y fue Marta la que dio la espalda y se fue en busca de la salida, seguida por la implacable mirada de la Donato. Marta Miguel no se dio cabal cuenta de lo que había sucedido hasta que salió de la casa para atravesar el jardín con piscina de aquella pequeña comunidad de vecinos de lujo, y el frío de la primera noche de noviembre balsamizó el calor del champán y el de la bofetada. Sentía una rabia total contra sí misma y contra la Donato, una rabia que la convirtió en una imprudente conductora de su viejo Seat127 en dirección al centro de la ciudad. Recorrió Vía Augusta de un tirón, favorecida por los semáforos y se lanzó por la calle Balmes tumba abierta hacia la plaza de Catalunya y las Ramblas. Aparcó el coche en los alrededores de la iglesia de Santa Mónica y sus piernas cortas y fuertes llenaron la noche de taconeo de percusión. Sus pasos se dirigieron hacia la casa donde vivía Charo y ante ella se quedó, de nuevo calibrando su estatura, pero esta vez llegó la decisión y se acercó hasta la puerta para pulsar allí el llamador automático. Tardó en contestar una voz de mujer:
—¿Quién es?
—¿Es usted Charo? Soy Marta, una amiga de Pepe. Tengo urgente necesidad de hablar con usted.
—¿Pero a estas horas? Son las dos.
—Es urgente.
—¿Le ha pasado algo a Pepe?
—Es urgente, se lo ruego.
—Está bien. Suba.
El sonido del abridor automático pareció un estremecimiento.
—Es que no son horas.
Dijo Charo con la alarma en los ojos cargados de sueño y de rímel corrido. Llevaba un salto de cama casi transparente y Marta Miguel captó la colilla de habano que contenía el cenicero del pequeño "living" a donde fueron a parar y la botella de whisky, los dos vasos con los restos de agua teñida por el alcohol de los cubitos disueltos.
—No sabe cuánto lo siento, pero su amigo está de viaje y necesitaba hablar con usted. Se marchó con tanta rapidez. Ya le pregunté a su socio.
—¿Qué socio?
—Un chico delgadito, calvo, con el pelo así…
—Biscuter. Bueno, su socio, está bien. ¿Y qué le dijo él?
—Que tal vez usted sabría algo.
—Pero él me lo dijo por teléfono, delante de usted, ahora recuerdo, y le dije que no me había dicho nada.
—Pensé que contestaba usted por discreción, pero que si le forzara a recordar…
—No me dijo nada de usted, ni de usted ni de nadie. No me habla de su trabajo, sólo cuando me necesita y últimamente no sé donde para, porque nos vemos muy poco.
Charo se dio cuenta del abatimiento de Marta.
—Bueno, no se ponga usted así. Tome una copa.
—La he despertado.
—Ahora ya no hay quien me duerma y una copa me sentará bien.
Charo instó a Marta a que se sentara. Fue a la cocina a buscar dos vasos limpios y cubitos de hielo. Cuando volvió encontró a Marta con la cabeza reclinada sobre el respaldo del sofá y el antebrazo sobre los ojos. Retiró el brazo cuando oyó el tintineo de los cubitos en los vasos, empuñó un vaso y se llevó el helor del cristal a los párpados cerrados, como si le aliviara el dolor de los ojos convertidos en tumores.
—¿Qué le pasa? ¿Se encuentra mal?
Marta Miguel llevaba despeinados los cortos cabellos no muy limpios. El cansancio, la bebida, la jaqueca acentuaban la asimetría de sus facciones, el brillo de sus labios caídos, la estampa de animal de tercera clase cansado de sí mismo.
—A ellos nunca les pasará nada. Son tan brillantes. Tienen tanto dinero. Tantos amigos.
—¿De quién habla?
—De ellos.
Y el brazo en ángulo de Marta Miguel abarcaba una no delimitada tribu de triunfadores a la que sin duda ella no pertenecía.
—No les conoce. O quizá sí, porque son todos iguales. ¿Ha oído usted hablar del crimen de la botella de champán? ¿De esa mujer que apareció asesinada en su casa, de madrugada?
—Sí. Lo he leído. Por encima, pero lo he leído. ¿Lleva el caso Pepe?
—No. Lo llevo yo.
Y se echó a reír.
—Vaya si lo llevo yo.
Desde su divertimento intransferible, Marta Miguel estudió la reacción de Charo, de aquella morenita de ojos grandes y labios carnosos, con ojeras y patas de gallo.
—Yo estaba allí la noche del crimen. Era una fiesta en torno de Celia, la que murió. Celia era muy amiga de Rosa Donato, a la que acabo de mandar a la mierda. Era una fiesta horrible, llena de cursis, pero la daba ella, estaba ella y yo había suspirado años y años porque llegara aquel momento. ¿Vio la foto en el periódico? No le hacía justicia y eso que ya no era ninguna niña, ya era una mujer como yo, de cuarenta para arriba. Era rubia, tenía un pelo precioso, la cara de muchacha florentina -no sé por qué digo esto, tampoco sé muy bien cómo son las muchachas florentinas-, un cuerpo largo, que se movía como la música, una piel de lujo, de lujo, de melocotón dicen los escritores. Creo que se había hecho más hermosa con los años. Cuando era una muchacha también lo era, pero le faltaba el encanto de una cierta decadencia, eso es, de una cierta decadencia. Se estaba pudriendo, Celia Mataix, como yo, como la Donato, como usted. Pero ella se pudría desde la belleza absoluta. La recuerdo como si la estuviera viendo, hace veinte y algunos años, en la universidad. ¿Usted ha ido a la universidad?
—No.
—Siempre llevaba una rosa fresca y unos jerseys de cuello cisne que yo nunca he podido llevar, entonces porque eran muy caros y ahora porque soy cuellicorta. Viene de familia. Mi padre también era cuellicorto y mi madre, pobrecita, también. Tengo a mi madre inválida. Sólo tiene ojos y piel, la pobre.
—Cuánto lo siento.
—Usted lo siente porque tiene buen corazón. Pero ellos no lo sienten. No necesitan tener sentimientos. Tienen razón, porque desde niños han sabido que el mundo estaba hecho a su medida y bastaba con entenderlo desde sus propios intereses. Ella era igual, me refiero a Celia, pero tenía un no se qué de frágil. No era un tiburón. Era frágil. A veces les sale gente así, parásitos que alimentan y ocultan para que no haga el ridículo la clase social o la raza, porque ya son una raza, vaya si son una raza. Una clase social tan cínica, tan dominante, acaba convirtiéndose en una raza y te lo escupen a la cara, palabra a palabra, gesto a gesto: no eres de los nuestros, aunque tú valgas cien veces más que ellos y te hayas roto los codos para saber tanto como ellos, lo mismo que ellos, más que ellos. Pero por mucho que aprendas, nunca llegarás a saber lo que verdaderamente les distingue, una capacidad de aprecio a sí mismos y de relativización de lo ajeno para la que nosotros no estamos dotados. Por muy fuertes que consigamos ser, aunque tengamos dinero, incluso cultura o poder, seguimos pidiendo perdón por haber nacido.
—¿De quién habla?
—De ellos. De esa gentuza.
—¿Qué tiene que ver mi Pepe con todo esto?
—Él me buscó porque estaba interesado en el crimen y cuando me encontró no me hizo ni caso, al contrario, lo dejó correr todo.
Marta Miguel se bebió un segundo whisky. Levantó el vaso brindando silenciosamente por Charo y lo vació en dos tragos. Veía a Charo a través de una cortina de humedad inexplicable y le parecía una chica bonita, más cerca de los cuarenta que de los treinta.
—No permita que su Pepe la deje tan sola. Es usted joven y muy guapa.
—Gracias. Bueno, me quejo, pero él tiene su trabajo y yo el mío.
Marta se volcó hacia adelante y puso una mano sobre una rodilla de Charo que había quedado al descubierto por un vencimiento del salto de cama. Charo miró la mano y luego el rostro abotargado de Marta, donde campeaba una sonrisa lasciva y boba. Apartó la rodilla, pero la mano la siguió, como si fuera una ventosa. Charo cogió la mano de Marta y la apartó.
—Lo siento, señora, pero no me va la tortilla.
Marta quedó con la mano en el aire un instante. Luego la replegó a su posición de partida y suspiró.