—¿Francés?
—No, español.
—Ah, español francés.
Y antes de que Carvalho decidiera si valía la pena o no sacarle de su error, el gángster empezó a cantar.
47Frére Jacques, frére Jacques,
dormez-vous, dormez-vous
Sonnent les matines, sonnent les
matines
Ding dang dong, ding dang dong.
La primera parada fue en Chon Buri, donde el chófer recomendó a Carvalho que se desayunara con una o dos docenas de ostras. Las mejores ostras de Thailandia, le informó, se recogen entre Chon Buri y Sattahip, gran puerto construido para que pudieran entrar los barcos de guerra norteamericanos durante la guerra del Vietnam. Las ostras fueron regadas con una botella de cerveza, a pesar de los esfuerzos del chófer por materializar el loco deseo de Carvalho de encontrar un Chablis o en su defecto un Riesling en aquel pueblo del este del golfo de Siam. Otra vez en el coche, el chófer le propuso detenerse en Racha, ciudad famosa por sus productos alimenticios y porque en ella se centra la exportación de orquídeas.
—¿Orquídeas para madame?
Preguntó el gángster al tiempo que soltaba el volante y dibujaba en el aire una supuesta madame curvilínea. Carvalho rechazó la proposición. Pasaron junto a unas playas semidesiertas que a Carvalho le apetecieron, pero el chófer le prometió el paraíso de Pattaya, donde podría ver los fondos de coral y donde encontraría las mujeres más hermosas de Thailandia, insistía esculpiendo el aire con las dos manos. Carvalho quería llenar el día y sumergirse hasta el fondo en aquel pozo de sin sentido que significaba viajar con aquel matarife disfrazado de Bautista. Para el chófer, que Carvalho viera Pattaya era un motivo de orgullo patrio. Lo cierto es que Carvalho se arrepintió de no haberse detenido en las playas de Na Klua, porque a primera vista Pattaya le pareció Benidorm con vegetación tropical y unos cuantos madrileños menos, pero los suficientes para que se los oyera silabear por aquí y por allá, con el salacot de paja sobre los sesos y camisas con el nombre de pattaya en serigrafía. El coche se ciñó al arqueado paseo del mar que terminaba en Boatel Point. Allí se detuvo Carvalho, se cambió en su interior y salió disfrazado de bañista, entre vegetaciones, al encuentro de un mar de manso azul cálido. Se tumbó sobre la toalla del hotel en la arena y se dejó obsequiar con los tres whiskies escoceses que el chófer le sirvió durante las dos horas de sol. Luego se dejó conducir al restaurante abierto a una terraza protegida por un cobertizo de paja, donde le sirvieron una ensalada de arroz y marisco y un hermoso pescado parecido al pajel, excesivamente requemado sobre las brasas de tamarindo. Junto a la ensalada de arroz habían puesto una botella de Chablis y la mirada interrogadora de Carvalho fue contestada por una sonrisa del chófer, sonrisa de deber cumplido. Había encontrado una botella de Chablis en el restaurante Barbos, la había comprado y ordenado enfriar en el merendero playero donde suponía que a Carvalho le iba apetecer comer. Carvalho temía que el sol del trópico le despellejara y optó por dar por concluida la sesión de playa tras la comida y recorrer el meollo turístico de Pattaya, junto a los embarcaderos para las motoras de fondo transparente que viajaban por la bahía llenas de turistas, fascinados ante las maravillas coralinas de los fondos bajos. Se entretuvo ante un puestecillo de caracoles y objetos de nácar, compró un caracol de nácar que tenía el mar en su entraña y al volverse vio a su chófer discutiendo sordamente con dos individuos con pantalones cortos y caras de pocos amigos bajo las gorritas playeras. Carvalho mantuvo las distancias y observó de reojo cómo los dos hombres señalaban hacia un chiringuito de comidas situado junto a una casa de alquiler de motocicletas. El chófer puso una mano sobre cada uno de sus interlocutores y los empujó suavemente para que se fueran por donde habían venido. Pero los hombres rechazaron de un manotazo el intento del chófer y le empujaron a su vez para abrirse camino en dirección a Carvalho. El chófer se metió una mano bajo los faldones de la camisa y sacó una pistola que clavó en los riñones del malcarado más próximo. El otro también detuvo su avance y ambos se retiraron caminando hacia atrás y lanzando maldiciones contra el hombre armado. Finalmente dieron media vuelta y se fueron hacia el chiringuito para desaparecer dentro de él. Para entonces el chófer ya se había guardado la pistola y avanzaba hacia Carvalho con una sonrisa entregada.
—¿Qué querían esos dos?
—¿Qué dos?
—Esos con los que hablaba.
—Me preguntaban dónde podían encontrar chicas.
Rió y volvió a dibujar en el aire la silueta de una mujer. Pero algo había cambiado en su actitud. Tenía prisa y se adelantó a Carvalho marcando el ritmo del retorno a donde habían dejado el coche aparcado. De vez en cuando, el chófer miraba hacia atrás y Carvalho comprobó que no sólo se volvía para ver si le seguía su cliente, sino para otear el inmediato horizonte, en el que Carvalho sólo sabía ver toneladas métricas de turistas de carnes rojas y atuendos irrepetibles. Con una sonrisa, el chófer le indicó que le esperara y se fue a un teléfono ambulante desde el que habló, gesticulando con la misma violencia que llevaban sus palabras. Volvió del teléfono preocupado y le dijo a Carvalho que tendrían un pasajero durante el viaje de regreso. De pronto una sombra de alarma cubrió el rostro del hombre y Carvalho se volvió a tiempo de ver cómo avanzaban entre la multitud los dos interlocutores a los que su chófer había amenazado con la pistola.
—Siga usted hasta donde está el coche. Yo he de hacer un recado.
Carvalho obedeció. Anduvo durante unos treinta metros y se volvió para ver cómo el chófer esperaba a los otros dos en mitad de la acera. Pero no tuvo tiempo de abordarlos. Cuando los dos que avanzaban de cara llegaron a su altura, otros dos le bloqueaban desde atrás, y entre los cuatro le obligaron a desplazarse hacia un callejón lateral donde desaparecieron. Carvalho dudó entre acudir en su ayuda o dejar que se las entendieran, en cualquier caso de nada le servía el coche sin el chófer porque la llave la tenía él. Pero Carvalho estaba desarmado y decidió no intervenir. Griterío y revuelo de personas que salieron corriendo del callejón movilizaron sus piernas y corrió hacia allí. Pasó entre un pasillo de gente hasta llegar a un cuerpo caído en el suelo sobre su propia sangre. Era el chófer, y no sólo le manaba la sangre de una herida abierta en el abdomen, sino también de los labios y otros puntos de la cara maltratados por una paliza implacable. Carvalho se quedó clavado y una presencia humana le rozó al rebasarle, le susurró un "tranquilo" que le paralizó aún más y avanzó hasta el cuerpo. El hombre que le había tranquilizado se inclinaba hacia el herido, lo examinaba y se volvía dando gritos para que le ayudaran. Empezó a levantar el cuerpo y otros se sumaron a su acción, pero el herido salió del callejón sobre otros brazos que no eran los del provocador de la operación rescate. El recién llegado se acercó a Carvalho y le enseñó la llave que acababa de retirar del bolsillo del herido.
—He llegado a tiempo. Salgamos de aquí.
—¿Quién le envía a usted?
—Me llamó por teléfono hace un rato cuando vio que esto se complicaba.
—¿Para quién trabaja usted?
—Para madame La Fleur.
El hombre, al tiempo que daba explicaciones, empujaba a Carvalho y miraba a su alrededor. No salieron al paseo central, sino que recorrieron callejuelas traseras hasta llegar a la perpendicular del coche.
—Ahora corra detrás de mí.
Había sacado una pistola sin que Carvalho lo hubiera advertido y corrió calle abajo con ella por delante. Desembocaron en el paseo central, se abrieron paso entre los turistas en el tramo de treinta metros que los separaba del coche y saltaron dentro de él más que subieron. El conductor arrancó y dio media vuelta enérgica para orientar el vehículo en dirección opuesta a la ruta de Bangkok. A medio cumplir la maniobra, Carvalho tuvo tiempo de ver a un grupo de hombres que corrían por la acera en pos del vehículo. Dos de ellos eran los del pantalón corto y el otro, el más poderoso, con el cráneo al raso y una vitalidad cuadrada en su cuerpo maduro, a Carvalho le pareció que sólo podía ser "Jungle Kid".
—¿Era "Jungle Kid"?
—Sí.
—¿Pero no estaba en buenas relaciones con madame La Fleur?
—No sé nada. Son problemas entre jefes. Yo tenía que sacarle de este lío y llevarle a Bangkok.
—¿Y su compañero?
No contestó el hombre, obsesionado por terminar cuanto antes el viaje por el dédalo de caminos de barro que finalmente desembocaron en el cinturón trasero de Pattaya.
—¿Ha muerto?
—Sí.
—Nos perseguirán.
—No. Lo que querían conseguir ya lo han conseguido.
Locos de mierda, pensó Carvalho, pero agradeció la velocidad del coche, el mutismo del conductor, sus periódicos reojos a través de los retrovisores, y el propio Carvalho se recostó en el asiento de tal manera que dominaba el panorama de los coches que rebasaban y de los que intentaban inútilmente rebasarlos.
Cerró la puerta de la habitación del hotel con seguro. Abrió las dos maletas, la que había traído desde España y la que había comprado en el barrio chino. Colocó la mayor parte de equipaje en la maleta española y sólo el indispensable para dos días de viaje en la recién comprada. Bajó al "hall" y esperó a que se llenara de turistas vestidos de noche para acercarse al Bell Captain y explicarle que salía de viaje, que volvería al Dusit Thani y que quería dejar una maleta en el hotel. La explicación y cien baths convencieron al Bell Captain y Carvalho regresó a su habitación donde cinco minutos después vinieron a buscarle una maleta. Se sentía saturado de Mekong y hambriento, pero no quería salir del hotel y recurrió al "room service" donde sólo se ofrecía comida occidental. Pidió una ensalada de cangrejo, un "steak Sirloin" y fruta y se convenció una vez más de que no hay sensación de soledad superior que la de comer a solas en la habitación de un hotel. Comprobó el cierre de las puertas, puso la pipa de opio bajo la almohada y se dejó adormecer por otro capítulo de la historia de la virgen guerrera. Tras decidir que el sentido de la comicidad que había podido captar en el cine asiático era parecidísimo al de teatro parroquial de su infancia, se durmió.
Jacinto llegó cargado de eles y comunicó a Carvalho que eran cinco los expedicionarios del grupo que salían rumbo a Chiang Mai. Los otros cuatro ya estaban en la furgoneta que había sustituido al autocar. Eran dos matrimonios catalanes que acogieron sin inmutarse el parte político que les dio el guía:
—Se han hecho elecciones en España. Ganal pol mucha mayolía Felipe González. Socialista. Felipe González, socialista.
Comunicó o preguntó Jacinto. Los cinco aprobaron con la cabeza.
—¿Y Convergéncia i Unió? ¿Sabe usted lo que ha sacado?
La pregunta de una de las mujeres fue criticada por sus tres acompañantes.
—
"I ara, Remei. Com vols que aquí sápiguen qué és Convergéncia i Unió?
[Pero bueno, Remedios. ¿Cómo quieres que sepan aquí qué es Convergéncia i Unió?].
—
Bé que está enterat del resultat dels socialistes"
[Bien que sabe el resultado de los socialistas].
Jacinto asistía impertérrito a las muestras de prudencia e imprudencia histórica que se intercambiaban los catalanes.
—¿Y los comunistas?
Preguntó Carvalho.
—Nada. Nada. Pocos diputados. Cinco. Decil televisión.
—
"Prepara’t pels impostos, Quimet"
[Prepárate para los impuestos, Quimet].
Exclamó una de las mujeres, y la otra lanzó una carcajada asfixiada, una carcajada de ahogada histórica que gasta los últimos segundos de su vida en reírse de su asfixia. El "Bangkok Post" aún no recogía los resultados de las elecciones españolas, pero se sumaba a las malas noticias de los comunistas informando que el ejército malayo había dado muerte a cuatro guerrilleros y que un matrimonio de activistas comunistas thailandeses, antiguos estudiantes de medicina durante los desórdenes estudiantiles de los años setenta, se había entregado a la policía después de haber pertenecido a diferentes expediciones guerrilleras infiltradas de Laos desde 1976. Carvalho enseñó la noticia a Jacinto.
—Muchos estudiantes ilse selva en mil novecientos setenta y dos y setenta y tles polque policía y militales matal.
A los catalanes no les gustaba que los militares thailandeses matasen a los comunistas, porque cabeceaban desaprobando y uno de los hombres comentó a Carvalho, en busca de complicidad:
—Eso tampoco, ¿verdad, usted?
—No. Eso tampoco.
Jacinto estaba diciendo que la popularidad de los militares había descendido en picado desde las matanzas de huelguistas y manifestantes, masacre consecuencia del miedo a que, tras la inminente caída de Vietnam, estallara en Thailandia una revolución nacional popular. El guía hablaba sin pasión, como si les estuviera diciendo dónde encontrarían los zafiros a mejor precio, dónde los masajes más sofisticados. "Un antiguo estudiante activista y su mujer, que se fueron a la jungla en 1975 y 1976, respectivamente, para unirse a los comunistas, se entregaron a la oficialidad del Comando de Operaciones de Seguridad Interior, ayer, en Bangkok, según informa una fuente oficial" era el comienzo de la información del "Bangkok Post". Huyendo de la persecución de militantes de extrema derecha, el estudiante había pasado por París, Pekín y finalmente Laos, desde donde fue enviado a combatir con las guerrillas del nordeste, en Phuphan, bajo el nombre de camarada Khem. La historia de la mujer era convergente. Huyó de Bangkok tras la masacre de rojos de 1976 y se había encontrado en la selva con él para combatir durante seis años y finalmente entregarse. Carvalho quitó palmeras al asunto, las sustituyó por abetos pirenaicos y su recuerdo se pobló de caras de héroes comunistas españoles, envejecidas caras, difusas ahora, como si fueran rostros de ahogados en el océano de la normalidad. Habían vivido en la jungla durante cuarenta años para llegar a cinco diputados.
Jacinto tuvo la iniciativa amable de coger la maleta de Carvalho mientras él saltaba de la furgoneta.
—Pesa poco. Poco equipaje.
—Me molesta viajar con mucho equipaje.
—Maleta demasiado glande pala tan poco equipaje.
Carvalho se encogió de hombros, recuperó la maleta y tuvo la sospecha de que el guía, mientras tramitaban el ticket de embarque hacia Chiang Mai, lanzaba de vez en cuando miradas de reojo al maletón lleno de aire, un neceser, una muda y un traje de baño.