—Nucha, tómame la lección, que me parece que ya la sé.
Luego una impresión imborrable: la marcha de Santiago, el ingreso en el colegio de artillería de Segovia, los días terribles de la novatada, la sujeción al galonista, el llanto de furor reconcentrado que le abrasó las pupilas cuando por primera vez tuvo que limpiarle y embetunarle las botas… Y siempre el recuerdo de su hermana, para la cual, más bien que para su padre, se hizo fotografiar apenas vistió, radiante de orgullo y alegría, el uniforme del cuerpo, y de la cual hablaba a sus primeros amigos de colegio con tal insistencia y exageración, que alguno de ellos, sin conocerla, se puso a escribirle cartitas amorosas que leía a Gabriel… Luego, la confusión abrumadora de los primeros estudios serios, de las matemáticas sublimes, de tanta abstrusidad como tenían que meterse en la divina chola para los exámenes… Ahora que Gabriel reflexionaba acerca de tales estudios y mentalmente pasaba lista a sus compañeros de academia, maravillábase pensando que de aquella hueste nutrida desde sus tiernos años con tanta trigonometría rectilínea, tanta álgebra y tanta geometría del espacio, no había salido ningún portentoso geómetra, ningún autor de obras profundas y serias, ni siquiera ningún estratégico consumado, y al contrario, por regla general, apenas se encontraba compañero suyo que al terminar la carrera se distinguiese por algún concepto, o rebasase del nivel de las inteligencias medianas… Mucho caviló sobre el caso don Gabriel, y vino a dar en que la balumba algebraica, el cálculo, las geometrías y trigonometrías se las aprendían los más de memoria y carretilla, a fuerza de machacar, para vomitarlas de corrido en los exámenes; que los alumnos salían a la pizarra como sale el prestidigitador al tablado, a hacer un juego de cubiletes en que no toma parte el entendimiento; y que esta material gimnasia de la memoria sin el desarrollo armonioso y correlativo de la razón, antes que provechosa era funesta, matando en germen las facultades naturales y apabullando la masa encefálica que venía a quedarse como un higo paso. Todo esto se le había ocurrido a posteriori. En el colegio estaba lleno su corazón de esa buena fe absoluta de los primeros años de la vida, y ni soñaba en discutir las opiniones admitidas y las fórmulas consagradas: creía cuanto creían sus compañeros, viviendo persuadido como ellos de que ciertos profesores eran pozos de ciencia, aunque no se les conocía lo bastante, por encontrarse un tantico guillados del abuso de las matemáticas… Con el pundonor innato que le obligaba en Santiago a repasar de noche la lección, Gabriel se aplicó a aprender todas aquellas diabluras del programa, y como su inteligencia era sensible y fresca su retentiva, adelantó, adelantó… Recordaba, no sin cierta lástima de sí mismo, que había hecho unos estudios brillantes. Le alabaron los profesores, despertósele la emulación, no perdió curso…
Sólo hubo una temporada, poco antes de salir a teniente, en que atrasó bastante, poniéndose a dos dedos de ser perdigón. Fue al recibir la noticia de la muerte de su mamita, su hermana Nucha… Se la escribió su padre en persona, cosa que no ocurría sino en las ocasiones solemnes, pues el hidalgo de la Lage no se preciaba mucho de pendolista. Gabriel recordaba que en el primer momento sólo había sentido un asombro muy grande al ver que semejante desgracia no le producía más efecto. Con la carta abierta en la mano, miraba en torno suyo, pasando revista a todos los muebles del gran dormitorio artesonado, contando los hierros de las camas. Hasta recordaba haber acabado de abrocharse los botones de la levita de uniforme, faena interrumpida cuando llegó la carta fatal. Luego, de repente, daba dos o tres pasos vacilantes, sepultaba el rostro en la almohada de su lecho, y empezaba a llorar a gotitas menudas, rápidas, que se le metían entre el naciente bigote y de allí se le colaban a los labios, ¡con un sabor tan amargo!
¡Su pobre mamita! ¡Con qué vanidad le había él enviado su retrato; con qué orgullo había comprado, de sus economías, una sortija de oro para regalársela en su boda! ¡Qué admiración gozosa, unida a unos asomos de infantiles celos, había sentido al saber que su hermana tenía una chiquilla…! ¡Monada como ella! ¡Una chiquilla! Y ahora… fría, callada, apagados aquellos dulces y vagos ojos, metida en un ataúd, muerta, muerta, ¡muerta!
Bien seguro estaba de no haber querido probar bocado en dos días. ¡Cómo le mortificaban los consuelos de sus compañeros y amigotes! Eran bien intencionados, eso sí; pero indiscretos, inoportunos, fuera de sazón, como suelen ser los afectos en la zonza e ingrata edad de la adolescencia. Empeñábanse en divertirlo, en llevárselo al café, o a ver una compañía de zarzuela… ¡De zarzuela! Gabriel necesitaba un médico. A los ocho días se le declaraba una fiebre nerviosa, en la cual le contaron que había delirado con su mamita, diciendo que quería irse junto a ella, al cielo o al infierno, donde estuviese… Pronto convaleció, y quedó más fuerte y más hombre, como si aquella fiebre hubiera sido la solución de una crisis lenta de pubertad tardía, acaso retrasada por estudios prematuros… Salió a teniente, y recordaba el orgullo de los galones y el de un hermoso bigote castaño, ya poblado, que propuso no afeitar nunca.
Pasó de la academia al siglo con la entidad moral que imprimen los colegios de carreras especiales, y señaladamente el de artillería: segunda naturaleza, de la cual sólo se desprenden, andando el tiempo, los que poseen gran espontaneidad o cierto instinto crítico, y que sobrevive aun en los que se retiran, aun en los mismos que reniegan de la carrera y manifiestan que les causa hondo hastío el uniforme. Volviendo atrás la vista, Gabriel se asombraba de ser aquel muchacho que salió del colegio tan artillero, tan imbuido de ciertas altaneras niñerías que se llaman espíritu de cuerpo, tan convencido de la inmensa superioridad del arma de artillería sobre todas las demás del ejército español y aun del mundo, y en particular tan arisco, tan dado a esa cosa particular que en el cuerpo llaman la peña, tendencia mixta de orgulloso retraimiento y de feroz insociabilidad, que en él llegaba al extremo de pasarse tres horas en la esquina de una calle de Segovia, atisbando el momento en que saliesen de su casa unas señoras a quienes su padre le ordenaba visitar, para cumplir con dejarles una tarjeta en la portería.
¡Y que apenas era él entonces reaccionario, como los demás individuos del noble cuerpo! Sentía un odio profundo hacia las ideas nuevas y la revolución, la cual justo es decir que se hallaba en su más desatentado y anárquico período. Lo que Gabriel no le perdonaba a la setembrina maldecida, era el haberle echado a perder su España, la España histórica condensada en su cabeza de estudiante asiduo y formal, una España épica y gloriosa, compuesta de grandes capitanes y monarcas invictos, cuyos bustos adornaban el Salón de los Reyes en el Alcázar. Gabriel se tenía por heredero directo de aquellos héroes acorazados, esgrimidores de tizona. Arrinconados el montante y la espada, la artillería era el arma de los tiempos modernos. ¡Qué de ilusiones y de fermentaciones locas producía en Gabriel el solo nombre de batalla! A la idea de barrer a cañonazos un reducto enemigo, le parecía no caberle el corazón en el pecho, y un frío sutil, el divino escalofrío del entusiasmo, le serpeaba por la espina dorsal. En esta disposición de ánimo le incorporaban a una batería montada y le enviaban a la guerra contra los carlistas en el Norte…
Quince días a lo sumo recordaba que duraron sus fantasías heroicas. No eran aquellas las marciales funciones que había soñado. Si en las rudas montañas de Vasconia no faltaban las fatigas propias de la vida militar, los fríos, los calores, el agua hasta el tobillo, la nieve hasta media pierna, las raciones malas y escasas, el dormir punto menos que en el suelo, la ropa hecha girones, cuanto constituye el poético aparato de la campaña, en cambio no veía Gabriel el elemento moral que vigoriza la fibra y calienta los cascos; no veía flotar la sagrada bandera de la patria contra el odiado pabellón extranjero. Aquellas aldeas en que entraba vencedor, eran españolas; aquellas gentes a quienes combatía, españolas también. Se llamaban carlistas, y él amadeísta: única diferencia. Por otra parte la guerra, aunque civil, se hacía sin saña ni furor; en los intervalos en que no se disparaban tiros, los destacamentos enemigos, divididos sólo por el ancho de una trinchera, se insultaban festivamente, llamándose carcas y guiris; también se prestaban pequeños servicios, pasándose El Cuartel Real y El Imparcial de campo a campo; y en los frecuentes ratos de tregua, bajaban, se hablaban, se pedían fuego para el cigarro, y el teniente de artillería guiri fraternizaba muy gustoso con los oficiales carcas, tan buenos mozos y tan elegantes y marciales con sus guerreras orladas de astracán, a cuyo lado izquierdo lucía el rojo corazón del detente, y sus boinas con borla de oro, gentilmente ladeadas. A menudo hasta le sucedía a Gabriel dudar si el deber y la patria estaban del lado acá o del lado allá de la trinchera. A pesar de las burlas con que sus compañeros acogían los pepinillos carlistas, en el campamento se contaban maravillas de la improvisada artillería de don Carlos, organizada en un decir Jesús, por un par de oficiales que había ingresado en sus filas y algunos cabos y sargentos listos; cosa que inducía a Gabriel a pensar que no se necesitaban tantas matemáticas de colegio para santiguar al enemigo a cañonazos. Sí; Gabriel cumplía con su obligación; pero sin calor ni fe. Batirse, corriente, para eso vestía el uniforme; otra cosa que no se la pidieran. Un casco de metralla saltaba los sesos a su asistente, aragonés más cabal que el oro, a quien Gabriel profesaba entrañable cariño, y su muerte le causaba la impresión de haber presenciado un aleve asesinato, más bien que un episodio bélico.
Entre la oscuridad nocturna, Gabriel Pardo sonreía a la reminiscencia de un recelo que le apretó mucho por entonces. Al encontrarse tan frío en medio de las escaramuzas, al conocer que le hastiaba la guerrilla y la tienda, recordó que se había interrogado a sí mismo con un miedo atroz… de tener miedo.
—¿Si seré un cobardón? ¿Si tendré la sangre blanca?
Al ver cómo le felicitaban unánimemente los jefes y los compañeros por su serenidad, comprendió que lo que padecía era atrofia del entusiasmo. Y así le cogió la disolución del cuerpo de artillería por decreto revolucionario. Casi se alegró. Ya no tenía cariño al uniforme. Y sin embargo, todavía el espíritu de cuerpo le dominaba. Le cruzó por las mientes irse al campo carlista, y no lo hizo, porque los compañeros habían determinado «aguardar, estar a ver venir». Se fue a Madrid, hospedándose en casa de unos parientes encumbrados, un título primo de su madre.
¡Cuántos recuerdos se le agolpaban! La noche oscura parecía poblarse de estrellas y constelaciones, de centelleos misteriosos… Gabriel sentía una impresión, frecuente en las personas a quienes la viveza de la fantasía y de la sensibilidad hacen pasar, durante una existencia relativamente corta, por muchas y muy variadas fases psíquicas. Admirábase del cambio producido en él por aquellos meses de residencia en Madrid, y al mismo tiempo, se sorprendía ahora de lo que se había realizado en él entonces, y no creía ser la misma persona, sino evocar la historia de otro hombre. Él no fue ni pudo ser jamás el brillante y frívolo mancebo a quien tan especiales agasajos y tan lisonjera acogida dispensaron las damas de alto copete, que le obsequiaban por oficial del cuerpo hostil a la Revolución y por hidalgo provinciano, pero de vieja cepa, de veintitantos abriles y gallarda figura. ¡Cuán dulces bromas le habían sido disparadas entonces por risueños labios, recalcadas por el guiño semi-altanero y semi-picaresco de algunos flecheros ojos de rica hembra, a propósito de su afición a la peña, entonces erigida en sociedad reaccionaria, ojalatera del alfonsismo! Gabriel en el fondo se sentía muy peñasco, igual que antes, y abominaba de saraos y visitas de cumplido, de andar poniéndose el frac y el ramito en el ojal, de saludos en la Castellana y bailes por todo lo fino; pero el asunto es que iba, iba, iba, seguía yendo, arrastrado por una blanca mano cuya piel suave le causaba mareos deliciosos… Era una viuda, hermana de la mujer de su primo, en cuya casa vivía; hermosa hembra de treinta y tantos, dotada de ingenio, oro y blasones… Gabriel no había tenido sino aventuras de alojamiento o de días de salida en Segovia. Volviose loco, y un día, con la mente y la sangre caldeadas, habló de bodas, para asegurar hasta el fin de la vida la dicha actual… Se le rieron blandamente, y como insistió, le pusieron de patitas fuera del paraíso. ¡Qué crujida, Dios! Gabriel, al pensar en ella, se admiraba de su juventud, de su sincera pasión y de sus románticos desvaríos. Lo de menos era no dormir, no comer, sufrir abrasadora calentura, beber y jugar para aturdirse… ¿Pues no se le ocurrió cierta mañana mirar con ojos foscos y extraviados un par de pistolas inglesas?… ¡Aquello sí que tuvo gracia!, discurría hoy el hombre de pelo ralo acordándose de las fogosidades del teniente…
El caso es que con el desengaño amoroso, se había vuelto más peñasco que nunca. Por entonces, apartado ya del gran mundo y de sus pompas y vanidades, sin que le quedase más rastro que los buenos modales adquiridos, ese baño delicadísimo que sobre la corteza brusca del tenientillo recién salido de la academia derrama el trato con damas y el ingreso familiar en círculos selectos —baño permanente cuando se recibe en la primera juventud —empezaron para Gabriel estudios libres que se impuso a sí propio. Convencido de que podía beber bastante alcohol sin emborracharse, y de que la embriaguez en él jamás era completa, dejándole siempre cierta lucidez dolorosa; de que el fatal tapete verde no le divertía, y de que las mujeres, no queriéndolas mucho, le eran casi indiferentes, se dio a la lectura por recurso, y en ella encontró la deseada distracción, y la convalecencia de aquella herida al parecer tan profunda, y que en realidad no pasaba de la epidermis.
Con los libros sí que se había emborrachado de veras. Eran obras de filosofía alemana, unas traducidas al francés, otras en pésimo y bárbaro castellano. Pero Gabriel, más reflexivo que artista, más sediento de doctrina que de placer, no se entretenía con la forma; íbase al fondo, a la médula. Las matemáticas del colegio le tenían divinamente preparado para las peliagudas ascensiones de la metafísica y las generosas quintaesencias de la ética. Eran sus actuales estudios lo que el riego a la planta tierna cuyas raíces penetran en terreno bien cultivado y removido ya. La inteligencia de Gabriel se abría, comprendiendo períodos enrevesados y diabólicos, y lisonjeaba su orgullo el que los demás afirmasen no poder entender semejante monserga. Sus nuevas aficiones le pusieron en contacto con muchos jóvenes, prosélitos de la entonces flamante y boyante escuela krausista. Y resolvió que él era kantiano a puño cerrado, pero sin aplicar el método crítico del maestro, como entonces se decía, más que a las cosas de la ciencia; para las de la vida se agarró con dientes y uñas a la ética de Krause. No sólo renegó de las aventuras, los naipes y el absintio, sino que empezó a aquilatar con más que monjiles escrúpulos la trascendencia y móvil de sus menores actos, a tener por grave delito el asistir a una corrida de toros o a un baile de máscaras. Ponía cuidado especial en que no saliese de sus labios ni siquiera una mentira oficiosa, en no defraudar a nadie, en vivir de tal manera que sus acciones fuesen claras como el agua, honradas y serias… ¡La seriedad sobre todo!… Por las noches hacía examen de conciencia; por las mañanas elevaba, al despertarse, el pensamiento a Dios —¡al Dios impersonal y sin entrañas!—Reprimidos los impulsos y ardores juveniles por la especie de fiebre filosófica que le abrasaba dulcemente el cerebro, sentía en las iglesias, a donde asistía con frecuencia suma, impulsos místicos, ternuras inexplicables, ganas de llorar, y entonces se creía íntimo con el ser…