—¿Usted no se encuentra bien?
—No es nada… Parece como si este brazo se me hubiese resentido un poco; me cuesta trabajo moverlo. No se apure usted ahora… Cuando nos levantemos de la mesa tendrá la bondad de reconocérmelo, a ver qué ha sido.
Quería Juncal verificarlo al punto, mas el huésped afirmó que no valía la pena de darse prisa, y el médico en persona preparó el café con una maquinilla de espíritu de vino, mientras Catuxa subía de la bodega una botella de ron muy añejo, guarnecida de telarañas. Tal regalo fue, como suele decirse, pedir el goloso para el deseoso; porque si bien don Gabriel no se negó a gustar el rancio néctar, el caso es que Juncal le hizo la razón con tanta eficacia, que se bebió de él casi la mitad. Siempre había sido Juncal, aun en tiempos en que no se le caía de la boca la higiene, grande amigo del licor de la Jamaica; pero desde que se unió en santo vínculo a Catuxa, la ignorante panadera le obligó a practicar lo que predicaba, cerrando bajo siete llaves el ron y dándoselo por alquitara, o en ocasiones muy singulares, como la presente.
Alzados los manteles, retiráronse Juncal y don Gabriel al despacho del primero, donde había estantes de libros profesionales, una cabeza desollada y asquerosísima, con un ojo cerrado y otro abierto, que representaba el sistema venoso, estuches y carteras de lancetas y bisturíes, y no pocos números del Motín y Las Dominicales rodando por sillas, pupitre y suelo. Despojose don Gabriel de su americana de paño gris a cuadros; desabrochó el gemelo de su camisa y la levantó para mostrar el brazo lastimado. Lo palpó Juncal, se lo hizo mover, y observó concienzudamente, por las manifestaciones del dolor, de qué índole y en qué punto residía la lesión. Dos o tres veces notó en el semblante del viajero indicios de que reprimía un ¡Ay! Con seriedad e interés le dijo:
—No repare usted en quejarse… Estamos a saber qué le duele, y cuánto y cómo.
—Si he de ser franco —respondió sonriendo don Gabriel— me escuece unas miajas. Se conoce que al tratar de mover a aquel buen señor de Arcipreste, todo el peso de su cuerpo y del mío juntos cargó sobre este brazo, que hacía fuerza en la delantera de la berlina… Será una dislocación del hueso.
—No señor; creo que no tiene usted nada más que un tendón relajado, aunque el pronóstico de esta clase de lesiones es muy aventurado siempre, y se lleva uno cada chasco, que da la hora. Si usted fuese un labriego…
—¿Qué sucedería?
—Se lo voy a decir a usted con toda franqueza, por lo mismo que estoy hablando con una persona que me parece altamente ilustrada…
—Por Dios…
—No, no, mire usted que tengo buena nariz, y ciertas cosas se conocen en el olor. Pues lo que haría si usted fuese uno de esos que andan arando, sería llamar a un atador o algebrista, de los infinitos que hay por aquí…
—¿Curanderos?
—Componedores; son al curandero lo que al médico el cirujano operador. Justamente aquí cerca tenemos uno, el más famoso diez leguas en contorno, que hace milagros. Cuando yo llegué de la Universidad, llegué lleno de fantasía, y me enfadaba si me decían que los algebristas pueden reducir una fractura sin dejar cojo o manco al paciente; después me fui convenciendo de que la naturaleza, así como es madre, es maestra del hombre, y que el instinto y la práctica obran maravillas… Con cuatro emplastos y cocimientos, y sobre todo con la destreza manual, que esa raya en admirable…
Decía todo esto Juncal mientras aplicaba compresas empapadas en árnica y vendaba el brazo de don Gabriel.
—Creo —respondió el paciente— que usted habla así por lo mismo que domina su arte y no teme competencias. No todos los médicos pensarán como usted en ese punto…
—Pensar, tal vez, pero no quieren confesarlo; hasta los hay que persiguen de muerte a los algebristas. Los más encarnizados aún no son los médicos, sino los veterinarios, —porque los atadores curan indistintamente a hombres y animales, no reconociendo esta división artificial creada por nuestro orgullo. ¿Eh?
El médico miró a don Gabriel como reclamando su aquiescencia a este rasgo de osadía científica. Don Gabriel sonrió. Se había terminado la cura, y bajaba la manga para vestirse otra vez.
—Y decir —murmuraba el médico ayudándole a pasar un brazo por una manga— que se ha llevado usted ese barquinazo por meterse a redentor de un hipopótamo de cura… ¡de un parroquidermo! Suerte tuvo en dar con usted. Yo lo dejo allí en escabeche para toda su vida.
Esto lo insinuaba Juncal con la secreta esperanza de provocar al viajero a espontanearse en política, para saber cómo pensaba y tener el gusto de discutir; pero se llevó chasco, pues don Gabriel no se dio por aludido, contentándose con hacer un leve ademán, que podía significar: Usted y cualquiera persona regular obraría como yo.
—Ahora —ordenó Máximo— procure usted no hacer con ese brazo movimiento alguno, pues estas lesiones las cura la paciencia. Quietud y más quietud.
—¡Qué diablura! —exclamó don Gabriel incorporándose—. El caso es que para montar a caballo, tendré sin remedio que usar de él… Porque es el izquierdo.
—¡Bah! Las caballerías de aquí, lo mismo se rigen con la derecha que con la zurda. Mejor dicho, con ninguna de las dos. Ellas hacen lo que les da la real gana, y salen disparadas así que ven una hembra, y muerden, y bailan el walse, y otros excesos… ¿A dónde quería usted ir? Si no es indiscreción.
—De ninguna manera. Tengo que ir a la rectoral de Ulloa, y después a los Pazos, a casa de… mi cuñado.
En el rostro del médico se pintó un segundo la irresolución, el temor de sobrar o faltar que tanto acucia a los que llevan mucho tiempo de vida campestre, sin trato que pueda llamarse social. Al fin se determinó, y dijo con cordialidad suma:
—Don Gabriel, no me creerá tal vez, pero desde que le vi me ha inspirado simpatía… vamos, yo soy así; soy muy raro; hay gentes que no me llenan nunca, y usted me llenó incontinenti… Estoy con usted ya como si le hubiese tratado toda la vida… No le pondero… Soy franco, y lo que ofrezco lo ofrezco de corazón… Hoy es muy tarde ya para ir a donde usted quiera; ni tampoco conviene que mueva el brazo, al menos en las primeras veinticuatro horas. Ya que está en mi pobre choza, tenga la dignación de quedarse en ella. Sábanas lavadas y cena limpia no le han de faltar. Mañana por la fresca, después que descanse, le doy mi yegüecita, que la gobernará con la punta de un dedo, cojo otra hacanea, y le acompaño hasta la rectoral de Ulloa… ¡o hasta el cabo del mundo, si se precisa!
No era don Gabriel hombre capaz de contestar con mil y tantos cumplimientos a una improvisación semejante. Tomó la diestra del médico, la apretó, y dijo con sencillez afectuosa:
—Aquí me quedo, amigo Juncal… Y crea usted que doy por bien empleado el percance.
Sintió Juncal que se ponía colorado de placer… Para disimular la emoción, echó a correr hacia la puerta, gritando:
—¡Catalina!… ¡Catalina!… ¡Esposa!… ¡Catalina!
Presentose la lozana panadera, de mandil blanco lo mismo que en sus buenos tiempos, con el pelo alborotado y una sonrisa complaciente en su bermeja y apetecible boca.
—Prepararás la cama en el cuarto del armario grande… Don Gabriel nos hace el favor de se quedar esta noche.
La sonrisa del ama de casa fue al oírlo más alegre todavía; sus ojos chispearon, y pronunció con el acento gutural y cantarín de las muchachas de Cebre:
—De hoy en un año vuelva a quedarse, señor, y que sea con salú.
—Tray un pañuelo de seda, mujer… —murmuró su esposo—. Hay que hacerle un sostén para el brazo malo.
Con prontitud y no sin gracia se quitó Catuxa el que llevaba a la garganta, que era carmesí con lista negra, y ella misma lo ató al cuello del forastero, diciendo mimosamente, con suavidad del todo galiciana:
—¿Queda así a gustiño, señor?
Don Gabriel agradeció sonriendo. El diminutivo, el calor de la seda que había estado en contacto con la piel de la arrogante moza, le produjeron el efecto de una caricia del país natal, a donde volvía por vez primera después de una ausencia muy prolongada.
El cuarto que dio Juncal a su huésped era en la planta baja, cerca del comedor, y tenía puertecilla de salida a una especie de patio o corral, donde por el día escarbaba media docena de gallinas a la sombra de un emparrado. Don Gabriel, al retirarse después de una cena no menos regalada que la comida, sintió deseo de respirar el aire fresco de la noche; apagó la vela, y alzando el pestillo se encontró en el corral. Sentose en el banco de piedra entoldado por la parra, y encendiendo un papelito y recostándose en la pared, tibia aún del sol de todo el día, empezó a mirar a la oscuridad. La cual era completa, intensísima, sin que la disipase estrella alguna; una de esas noches como boca de lobo, en que le parece a uno más infinito el espacio, más alto e inaccesible el cielo, y la tierra menos real, pues al perder sus apariencias sensibles, sus variadísimas formas y colores, diríase que se funde y desvanece, sin que en ella quede existente más que nuestra imaginación soñadora.
En aquellas remotas y negras profundidades nada vio al pronto don Gabriel, pero al poco rato, fuese merced a los generosos espíritus del añejo ron de Juncal, o a que era para don Gabriel uno de esos momentos en que hace crisis la vida del hombre, y este se da cuenta exacta de que entra en un camino nuevo y el porvenir va a ser muy diferente del pasado, comenzó a alzarse del oscuro telón de fondo una especie de niebla mental, una nube confusa, blanquecina primero, rojiza después, y en ella se delinearon y perfilaron cada vez con mayor claridad escenas de su existencia.
Primero se vio niño, en un gran caserón de un pueblo triste, pero no en brazos de su madre, pues no recordaba haberla conocido jamás, sino en los de otra niña casi tan chica como él. Aquella niña era pálida; tenía los ojos grandes y negros, y algo bizcos; solía estar malucha; pero, sana o enferma, no se apartaba una línea de él. Acordábase de que le llamaba mamita, y la hacía rabiar y desquerer con sus travesuras. Un recuerdo sobre todo estaba fijo en su mente. Además de la niña pálida, vivían en el caserón otras niñas sonrosadas, enredadoras y alegres, que le trataban con menos blandura, y aun le cascaban las liendres con el menor pretexto. Un día —podría tener entonces Gabriel cinco años —, se le había ocurrido entrar en el cuarto de la mayor de sus hermanas, Rita, la cual poseía un canario domesticado que cantaba a maravilla y a quien llamaban el músico. Gabriel se moría por el canario, y soñaba siempre con imitar a Rita: sacarlo de la jaula, montarlo en el dedo, darle azúcar, y que se pusiese a redoblar y trinar allí. ¡Era tan gracioso cuando meneaba la cabecita a derecha e izquierda, cuando se sacudía erizando las plumas de oro! Para lograr su deseo, aprovechaba la ocasión de un domingo por la mañana: todo el mundo estaba en misa: momento decisivo y supremo. Escurríase al cuarto de su hermana, y divisaba la jaulita de alambre azul balanceándose ante la vidriera, con su hoja de lechuga entre los hierros, y el pájaro que saltaba de la varilla central, descendía al comedero a triturar un grano de alpiste, y vuelta a la varilla. Contempló ansiosamente el lindo avechucho. ¿Cómo llegarle? Ocurriósele una idea luminosa. Poner una silla sobre la cómoda de su hermana. Mi dicho, mi hecho. Colocarla más o menos trabajosamente, trepar, encaramarse, echar mano al garfio que sujetaba la jaula, todo se hizo en un verbo. Sólo que la silla, mal afianzada, no conservó el equilibrio al inclinarse Gabriel, y ¡oh dolor!, cuando ya tenía en sus manos el deseado músico, ¡pataplín!, se fue de cabeza al suelo, jaula en mano, desde una regular altura. Recibió el golpe en la frente, y quedose breves momentos aturdido. Al recobrar los espíritus se encontró con que tenía asida la jaula por la argolla… La jaula sí: ¿pero el músico? Gabriel miró hacia todas partes, y al pronto nada vio, o por mejor decir, vio algo que le paralizó de terror: en una esquina, el gatazo de la casa, tendido en postura de esfinge que acecha, contemplaba inmóvil un punto de la estancia… Gabriel siguió la dirección de aquellas pupilas de esmeralda, y divisó al músico, todo anhelante aún del golpe y del susto, hecho un ovillo entre los pliegues del cortinaje que cubría la vidriera… El niño perdió completamente la sangre fría, y loco de miedo, púsose a hacer lo más conveniente para el gato: sacudir la cortina y espantar al pajarillo. El aturdido músico revoloteó un momento, dio contra los cristales de la ventana, y dolorido y exánime, vino a caer sobre la almohada de la cama de Rita… ¡Horror!… el gato en acecho pega un brinco de tigre… ¡Adiós, música!
Gabriel, como Caín después de matar a su hermano, había corrido a esconderse al cuarto más oscuro de la casa, en que se guardaban baúles y trastos, y donde no tardó en descubrirle Rita al volver de misa y encontrarse con la jaula por tierra y algunas plumas amarillas, espeluznadas y sanguinolentas, revoloteando sobre su lecho… —¡Pícaro, infame!, te he de desollar vivo, ¡muñeco del demonio!, ¡te he de estirar las orejas hasta que sangren!—. Los oídos de Gabriel apenas pudieron recoger el sonido de estas ternezas, porque al mismo tiempo diez deditos recios y furiosos le tiraban con cuanta fuerza tenían de las orejas… Y luego pasaban a los carrillos, escribiendo allí los mandamientos, y después bajaban a parte que es ocioso nombrar, y se daban gusto con la mejor mano de azotaina que recuerdan los siglos; y en pos las uñas, por no quedar desairadas, se ejercitaron en pellizcar y retorcer la carne, ya hecha una amapola, hasta acardenalarla de veras, y en seguida, sin darle al culpable tiempo ni a gritar, le asieron de las muñecas, le llevaron arrastrando al desván, le metieron allí, echaron la llave… Al punto mismo se oyó en la puerta el altercado de dos vocecillas, y en pos la brega de dos cuerpos… Giró la llave otra vez, y la mamita pálida, la hermana protectora, entró anhelante, desgreñada y victoriosa, cogió en brazos a su niño, lo arrebató a su cuarto, lo curó, lo calmó, se lo comió a besos y a caricias…
¡Qué ojeriza le profesó desde aquel día Gabriel a la hermana mayor! ¡Cómo se acostumbró a envolverse en las faldas de la pequeña, hasta que fue adquiriendo su autonomía al desarrollársele el vigor masculino, con el cual, a los diez o doce años podía más él solo que lo que llamaba despreciativamente el gallinero de sus hermanas!
Se veía concurriendo al Instituto de segunda enseñanza, aprendiéndose por la noche de malísima gana la conferencia que había de dar al día siguiente, y merced a la fuerza y precisión con que se nos presentan ciertos recuerdos, en la negra inmensidad nocturna veía destacarse, como en el cristal de un claro espejo, al estudiantillo inclinado sobre el libro enfadoso, dando tormento con nerviosa mano a los mechones de pelo que caían sobre la frente, o pintando soldados con fusil al hombro y barcos y todo género de monigotes sobre el margen de las páginas, mientras torturaba la memoria para incrustar en ella, por ejemplo, los pretéritos y supinos de la segunda conjugación, moneo, mones, monere, monui, monitum, avisar… que los compañeros de clase se apuntaban unos a otros de esta manera: mono, mona, monitos, monitas, micos… Al recordar semejantes puerilidades, se sonreía don Gabriel… ¡Cuántas veces recordaba haberse levantado y llamado a su hermana!