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Authors: Emilia Pardo Bazán

Tags: #Clásico

Los pazos de Ulloa (62 page)

BOOK: Los pazos de Ulloa
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El montañés hablaba con presteza, accionando mucho, como escupiendo palabras y pensamientos que desde muy atrás le rebosaban del corazón. Su gallarda persona y su acción fogosa y expresiva parecían no caber en la ridícula sala, bien como el gran actor no encuentra espacio en un escenario estrecho; y a cada molinete de su fuerte brazo se hallaban en inminente peligro los cromos, las cajas de cartón, las orquestas de perritos y gatitos de loza, las figuras de yeso teñidas con purpurina imitando bronce, todas las simplezas importadas por el Gallo de sus excursiones orensanas, pues tan adelantado estaba el buen sultán en la ciencia suntuaria de nuestra época, que hasta cultivaba el bibelot. Gabriel oía, mostrando un rostro apenado, perplejo y meditabundo; a veces cruzaban por él vislumbres de compasión; otras, aquella pasión tan juvenil y fresca, tan vigorosamente expresada, le removía como remueve la escena de un drama magnífico; y su boca se crispaba de terror, lo mismo que si el conflicto, tan grave ya, creciese en proporciones y rayase en horrenda e invencible catástrofe… Viendo callado al artillero, Perucho se persuadió de que lo convencía, y continuó con más calor aún:

—Si Manola es rica, sepan que yo no quiero sus riquezas, y que me futro y me refutro en ellas… Que el padrino gaste su dinero en lo que se le antoje; que lo gaste en cohetes, o lo dé a los pobres de la parroquia. Dios se lo pague por la carrera que me está dando, pero con carrera o sin ella… yo ganaré para mí y para mi mujer. Manola se crió como la hija de un labriego; no necesita lujos ni sedas; yo menos todavía. Mi madre no es pobre miserable: heredó del abuelo un pasar, y me dará… Y si no me da, tal día hizo un año. Con cuatro paredes y unas tejas, allá en el monte, frente a las Poldras, vivimos como unos reyes, sin acordarnos del mundo y sus engañifas… Casualmente lo único para que sirvo yo es para arar y sachar: los estudios me revientan: paisano nací y paisano he de morir, con la tierra pegada a las manos… Una casita y una heredad y una pareja de bueyes con que labrarla, no hemos de ser tan infelices que eso nos falte…, y en teniendo eso, que se ría el mundo de mí, que yo me reiré del mundo… y estaré como en el cielo, y Manola también… mientras que con usted rabiaría y se condenaría, porque no le quiere, no le quiere y no le quiere.

Acabar su peroración el montañés y sentirse Gabriel Pardo definitivamente vencido y arrastrado por la corriente de simpatía que empezaba a ablandarle desde que había jadeado entre los brazos fuertes del mozo, fueron cosas simultáneas. Obedeciendo a impulso irresistible, tendió la mano para darle una palmada en el hombro; hízose atrás Perucho, tomando por nueva hostilidad lo que no era sino halago.

—¡No ponerse en guardia, amigo, que no hay de qué! —exclamó el artillero, cuya noble fisonomía respiraba ya concordia y bondad al par que dolor y pena—. Tan no hay de qué, que se va usted a pasmar… Deme usted esa mano, y perdóneme todo cuanto le he dicho al entrar aquí… He procedido con injusticia, con barbarie y con grosería; pero si usted supiese cómo me estaba doliendo el alma, y cómo me duele aún… No conserve usted nada contra mí: deme la mano…

Los ojos azules le miraron con desconfianza, y Perucho retiró el brazo.

—Mucho estimo eso que usted dice ahora, pero mejor fuera no venirse con esos desprecios de antes… Nadie tiene cara de corcho, y la vergüenza es de todo el mundo.

—Usted lleva razón, pero yo la he perdido media hora de este aciago día… Motivo me ha sobrado para ello. ¡Óigame usted, por lo que más quiera! Por… por mi sobrina. Deme usted su palabra de que hará lo que voy a rogarle.

—No señor, no; yo no prometo nada tocante a Manola. ¿Y a qué viene mentir? Mejor es desengañarle. Lo mismo da que lo prometa que que no lo prometa. Ahora prometería, pongo por caso, no arrimarme a ella en jamás, y de contado me volvería a pegar a sus faldas. Imposibles no se han de pedir a nadie.

—No es eso… ¡Si usted no me oye…!

—¿No es nada de dejar a Manoliña?

—No… Es que me prometa usted que de lo que vamos a hablar no dirá usted palabra a nadie… ¡a nadie de este mundo!

—Corriente. Si no es más que eso…

—No más.

—Pues venga.

—No… —replicó Gabriel bajando la voz—. Aquí no… Acompáñeme usted a mi cuarto… Tengo excelente oído… y juraría que anda gente en el corredor.

- XXVIII -

Como saliesen un poco más aprisa de lo justo, abriendo con ímpetu la puerta, estuvieron a punto de aplastar entre hoja y pared la nariz del Gallo, el cual, sin género de duda, atisbaba. Al impensado portazo, lejos de enfadarse, sonrió con dignidad y afabilidad, murmurando no sé qué fórmulas de cortesía: su gran civilización le obligaba a mostrarse atento con las personas que visitaban su domicilio. Pero Gabriel y Perucho cruzaron por delante de él como sombras chinescas, y no le hicieron maldito el caso. Lo cual, unido a otros singulares incidentes, la ira de Gabriel, su afán por encontrar a Perucho, lo extraño de la entrevista, la encerrona, le puso en alarma y despertó su aguda suspicacia labriega. Rascose primero detrás de la oreja, luego al través de las patillas, y estas operaciones le ayudaron eficazmente a deliberar y a dar desde luego no muy lejos del hito.

Al entrar Perucho y Gabriel en la habitación de este, se encontraron a oscuras: el montañés rascó un fósforo contra el pantalón, y encendió la bujía; el artillero acudió a echar la llave, prevención contra importunos y curiosos. Para mayor seguridad, acercose a la ventana, bastante desviada de la puerta. Ninguno de los dos pensó en sentarse. Recostado en la pared, con la izquierda metida en el seno, al modo de los oradores cuando reposan, el brazo derecho caído a lo largo del muslo, una pierna extendida y firme y otra cruzada y apoyada en la punta del pie, Perucho aguardaba, animoso y resuelto, como el que no ha de transigir ni renunciar por más que hagan y digan. Con las manos en los bolsillos de la cazadora, la cabeza caída sobre el pecho, y meneándola un poco de arriba abajo, los labios plegados, arrugada la frente, Gabriel Pardo se paseaba indeciso, tres pasitos arriba, tres abajo. Al fin hizo un movimiento de hombros como diciendo —pecho al agua —y, súbitamente, se enderezó, encarose con el montañés y articuló lo que sigue:

—Vamos claros… ¿Usted sabe o no sabe que es hermano de Manuela?

Si asestó la puñalada contando con los efectos de su rapidez, no le salió el cálculo fallido. El montañés abrió los brazos, la boca, los ojos, todas las puertas por donde puede entrar el estupor y el espanto; enarcó las cejas, ensanchó la nariz… fue, por breves momentos, una estatua clásica; el escultor que allí se encontrase lamentaría, de fijo, que estuviese vestido el modelo. Y sin lanzar la exclamación que ya se asomaba a los labios, poco a poco mudó de aspecto, se hizo atrás, bajó los ojos, y se vio claramente en su fisonomía el paso del tropel de ideas que se agolpan de improviso a un cerebro, la asociación de reminiscencias que, unidas de súbito en luminoso haz, extirpan una ignorancia inveterada; la revelación, en suma, la tremenda revelación, la que el enamorado, el esposo, el creyente, el padre convencido de la virtud de la adorada hija, se resisten, se niegan a recibir, hasta que les cae encima, contundente, brutal y mortífera, como un mazazo en el cráneo.

—¡No! —balbuceó en ronca voz—. No, Jesús, Señor, no, no puede ser… usted… vamos a ver… ¿ha venido aquí para volverme loco? ¿Eh? ¡Pues diviértase… en otra cosa! Yo… no quiero loquear… ¡No se divierta conmigo! Jesús… ¡ay Dios!

Llevose ambas manos a los rizos, y los mesó con repentino frenesí, con uno de esos ademanes primitivos que suele tener la mujer del pueblo a vista del cuerpo muerto de su hijo. Al mismo tiempo quebrantaba un gemido doloroso entre los apretados dientes. Rehaciéndose a poco, se cruzó de brazos y anduvo hacia Gabriel, retándole.

—Mire usted, a mí no me venga usted con trapisondas… usted ha entrado aquí traído por el diablo, para engañarme y engañar a todo el mundo… Eso es mentira, mentira, mentira, aunque lo jure el Espíritu Santo… Malas lenguas, lenguas de escorpión inventaron esa maldad, porque… porque nací sirviendo mi madre en esta casa… Pero no puede ser… ¡Madre mía del Corpiño! No puede ser… ¡No puede ser! ¡Por el alma de quien tiene en el otro mundo, señor de Pardo… no me mate, confiéseme que mintió… para quitarme a Manola…!

Gabriel se acercó al bastardo de Ulloa y logró apoyarle la mano en el hombro; después le miró de hito en hito, poniendo en los ojos y en la expresión de la cara el alma desnuda.

—La mitad de mi vida daría yo —dijo con inmensa nobleza— por tener la seguridad de que en sus venas de usted no corre una gota de la sangre de Moscoso. Créame… ¿No me cree? Sí, lo estoy viendo; me cree usted… Pues escuche; si usted fuese hijo del mayordomo de los Pazos… yo, Gabriel Pardo de la Lage, que soy… ¡qué diablos!, ¡un hombre de bien…!, me comprometía a casarlo a usted con mi sobrina. Porque he visto lo que usted la quiere… y porque… porque sería lo mejor para todos. ¿Cree usted esto que le aseguro?

Sin fuerzas para contestar, el montañés hizo con la cabeza una señal de aquiescencia. Gabriel prosiguió:

—No solamente mi cuñado le tiene a usted por hijo suyo, sino que le quiere entrañablemente, todo cuanto él es capaz de querer… más que a Manuela, ¡cien veces más!, y hoy, si se descuida, delante de todos los majadores le llama a usted… lo que usted es. Su propósito es reconocerle, y después de reconocido, dejarle de sus bienes lo más que pueda… Su padrastro de usted lo sabe; su madre… ¡figúrese usted!, y… ¡es inconcebible que no haya llegado a conocimiento de usted jamás!

—Me lo tienen dicho, me lo tienen dicho las mujeres en la feria y los estudiantes en Orense… Pero pensé que era guasa, por reírse de mí, y porque el… padrino… me daba carrera… ¡Estuve ciego, ciego! ¡Ay Dios mío, qué desdicha, qué desdicha tan grande! ¡Lo que me sucede… lo que me sucede! ¡Pobre, infeliz Manola!

Gimió esto cubriendo y abofeteando a la vez el rostro con las palmas; y a pasos inciertos, como los que se dan en el primer período de la embriaguez, se dejó caer de bruces, borracho de dolor, sobre la cama de Gabriel Pardo, cuya colcha mordió revolcando en ella la cara. Gabriel acudió y le obligó a levantarse, luchando a brazo partido con aquella desesperación juvenil que no quería consuelo.

—Vamos, serénese usted… ¿Qué hace usted, qué remedia con ponerse así? Serenidad… un poco de reflexión… Venga usted, criatura, venga a sentarse en el sofá… ¡Calma… calma! Con esos extremos lo echa usted más a perder… Venga usted… ¡Respire un poco!

En el sofá, donde le sentó medio por fuerza, Perucho volvió a dejar caer la cabeza sobre los brazos, y a esconder la cara, con el mismo movimiento de fiera montés herida, que sólo aspira a agonizar sola y oculta. Balanceaba el cuello, como los niños obstinados en una perrera nerviosa, que ya les tiene incapaces de ver, de oír, ni de atender a las caricias que les hacen.

—Sosiéguese usted —repetía el artillero—. ¿Quiere usted un sorbo de agua? Ea, ánimo, ¡qué vergüenza! Sea usted hombre.

Se volvió rugiendo.

—Soy hombre, aunque parezco chiquillo… Hombre para cualquiera, ¡repuño! Pero soy el hombre más infeliz, más infeliz que hay bajo la capa del cielo… y un infame… sí, un infame, el infame de los infames… Hoy mismo, hoy —y se retorcía las manos— he perdido a… a una santa de Dios, a Manola, malpocado… Debían quemarme como la Inquisición a las brujas… Que no quemase a la condenada que nos echó esta mañana la paulina… y nos hizo mal de ojo, ¡por fuerza! Maldito de mí, maldito… Pero qué más casti…

Al desventurado se le rompió la voz en un sollozo, y dejándose ir al empuje del dolor, se recostó en el pecho de Gabriel Pardo, abriendo camino al llanto impetuoso, el llanto de las primeras penas graves de la vida, lágrimas de que tan avaros son después los ojos, y que torciendo su cauce, van a caer, vueltas gotas de hiel, sobre el corazón. Movido de infinita piedad, Gabriel instintivamente le alisó los bucles de crespa seda. Así los dos, remedaban el tierno grupo de la última cena de Jesús; y en aquel hermoso rostro, cercado de rizos castaño oscuro, un pintor encontraría acabado modelo para la cabeza del discípulo amado.

—Que llore, que llore… Le conviene.

Casi agotado el llanto, agitaba los labios y la barbilla del montañés temblor nervioso, y un ¡ay! entrecortado y plañidero, del todo infantil, infundía a Gabriel tentaciones de estrecharle y acariciarle como a un niño pequeño. Perucho se levantó con ímpetu, y se metió los puños en los ojos para secar el llanto, dominando el hipo del sollozo con ancha aspiración de aire. Pardo le cogió, le sujetó, temeroso de algún acceso de rabia.

—No se asuste… Déjeme… ¿Por qué me sujeta? Me deje digo. ¡También es fuerte cosa! ¡Le matan a uno, y luego ni le dejan menearse!

—¿Es que quiere usted matar… por su parte… a Manuela? ¿Eh? ¿Se trata de eso? Le leo a usted en la cara… ¡y le sujeto para que no dé la última mano al asunto! Cuidado me llamo… ¡Manuela no ha de saber ni esto! ¿Eh, no se hace usted cargo de que tengo razón?

—Sí, sí señor, razón en todo… Que no lo sepa, no… ¡Así no se la llevarán los demonios como a mí!

—No se entregue usted a la desesperación… La desgracia que aflige a usted… ¡qué nos aflige a todos!, es enorme… pero todavía hay algo que, bien mirado, le puede a usted servir de consuelo.

—¿Algo? ¿Qué algo? —preguntó con ansia el mozo, agarrándose al clavo ardiendo de la esperanza.

—Que no hay por parte de usted tal infamia, sino impremeditación, locura, desatino, ¡infamia no! Usted tiene el alma derecha; aquí lo que está torcido son los acontecimientos… y la intención de ciertas gentes… Otros son los criminales; usted sólo ha delinquido porque la sangre moza… En fin, al caso. (Queriendo estrecharle afectuosamente la mano; pero el montañés la retira con violencia). Sí, comprendo que no le soy a usted demasiado simpático; en cambio usted a mí me ha interesado por completo… Acepte usted ahora mis consejos; demasiado conoce que me animan buenas intenciones. ¡Ea, valor! A lo hecho pecho: no hay poder que deshaga lo que ya ha sucedido: a remediar en lo posible el daño… A eso estamos y eso es lo único que importa… ¡Escuche, hombre! Usted se tiene que marchar inmediatamente de esta casa… y no volver en mucho tiempo, al menos mientras que Manuela no… no cambie de situación, o… ¡En fin, mucho tiempo! A estudiar a Barcelona o a Madrid… Yo le proporcionaré a usted fondos… colocación… Todo cuanto le haga falta.

Un quejido de agonía alzó el pecho del montañés.

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