Uno de los mayores placeres de aquel senado campesino era confundir y aturdir con su ciencia a los ignorantuelos, a los criados de escalera abajo, o sea de establo y labranza, haciéndoles preguntas capciosas y divirtiéndose en acrecentar su estupidez, cosa bastante difícil. A veces llamaban al pastor, aquel rapazuco escrofuloso que padeció persecución bajo Primitivo y era ahora un tagarote medio idiota; y excitando su vanidad (que todos la tienen) le hacían soltar peregrinos despropósitos. Generalmente lo examinaban de teología.
—Quitaday, marrano, que tan siquiera sabes quién es Dios.
—Sé, sé —contestaba muy ufano el mozo rascándose la oreja.
—Pues gomítalo.
—Es un ángel rebelde, que por su…
Coro de risotadas, de exclamaciones y de aplausos.
—A ver —exclamaba Goros—; ¿para qué es el Sacramento del Orden?
—Si me pregunta de cosas de allá de Madrí, yo mal le puedo dar sastifación.
—Soo… ¡mulo! El Sacramento del Orden (abre el ojo) es para… ¡criar hijos para el cielo!
—Bien, ya estamos en eso —contestaba muy serio el gañán, entre la algazara y regocijo del ateneo de Ulloa.
Con intermedios de este jaez se amenizaban las discusiones formales. Es de saber que en tiempo de verano, y más si el calor arreciaba, y con doble motivo si era en días de maja y siega, el ateneo trasladaba el local de sus sesiones de la cocina, a la parte del huerto lindante con la era: colocábanse allí bancos, tallos, cestas volcadas panza arriba, y sin derrochar más candela que la que los astros o la luna ofrecían gratuitamente, gozando el fresco y oyendo en la era el canticio y el bailoteo de segadoras y majadores, departían sabrosamente, echaban yescas para el cigarro, y la conversación giraba sobre temas de actualidad, agrícolas y rurales.
En mitad de una acalorada discusión sobre la calidad del trigo cayó allí Gabriel Pardo, que regresaba de su tremendo viaje a través del valle de Ulloa. Por fortuna, la luz estelar, con ser tan viva y refulgente, no bastaba a descubrir al pronto lo descompuesto de su semblante; pero bien se podía notar lo ronco de la voz en que exclamó, encarándose con el primer ateneísta que le salió al paso:
—¿Dónde está Perucho?
El Gallo se levantó obsequiosamente, y con sonrisa afable y la frase más selecta que pudo encontrar, respondió lo que sigue:
—Señor don Grabiel, no le saberé decir con eusautitú… Quizásmente que aún no tendrá voltado, en atención a que no se ha visto por aquí su comparecencia…
—¡Falso! Es usted un embustero —gritó brutalmente el comandante, ciego de dolor y necesitado, con necesidad física, de desahogar en alguien y de hacer daño… de pegar fuego a los Pazos, si pudiese—. ¡Ea! —añadió—a decirme dónde está su hijo de usted o lo que sea… ¡Aquí no vale encubrir!
¡Quién viera al rey del corral erguirse sobre sus espolones, enderezar la cresta, estirar el cuello, y exhalar este sonoro quiquiriquí!:
—Adispensando las barbas honradas de usté, señorito don Grabiel, esas son palabras muy mayores y mi caballerosidá y mi dicencia, es un decir, no me permiten…
—Eh… ¿quién le cuenta a usted nada? ¿Qué se me importa por usted? —vociferó Gabriel nuevamente—. A quien necesito es a Perucho… Llámenle ustedes, pero en seguida.
—Ha de estar en la era —indicó tímidamente el pastor.
Gabriel no quiso oír más, y desapareció como un rehilete en dirección de la era. Encontrola brillante, concurridísima. Una tanda de mozas y mozos bailaba el contrapás, al son de la pandereta y la flauta; la tañedora de pandero cantaba esta copla:
A lua vay encuberta…
A min pouco se me dá:
A lua que a min m'alumbra
dentro do meu peito está.
Oíala como en sueños el comandante, detenido a la entrada y presa entonces de un paroxismo de ira que le hacía temblar como la vara verde. Calma… sosiego… voy a echarlo todo a perder… decía consigo mismo; y al par que veía claramente su razón la necesidad de tener aplomo y presencia de ánimo, aquella parte de nosotros mismos que debiera llamarse la insurgente, le tenía entre sus uñas de fierecilla desencadenada, y le soplaba al oído: Qué gusto coger un palo… entrar en la era… deslomar a estacazos a todo el mundo… arrimar un fósforo a las medas… armar el revólver, y en un santiamén… pun, pun, a este quiero, a este no quiero…
A su izquierda divisó un grupo, compuesto de Sabel y de varias comadres del vecindario: y delante, en pie, algo ensimismado, a Perucho en persona. Gabriel se le acercó, hasta ponerle la mano en el hombro; y al tenemos que hablar del comandante, estremeciose el montañés, pero respondió con súbita firmeza:
—Cuando usted guste.
—Ahora mismo.
—Bueno, ya voy.
Echó delante el mozo, y siguiole Pardo, sin añadir palabra. Alejándose de la gente, atravesaron el huerto, entraron en el corredor, llegaron a la cocina, donde la fregatriz revolvía en la sartén, con cuchara de palo, algo que olía a fritanga apetitosa; y el montañés, sin detenerse, tomó una candileja de petróleo encendida, y guió a las habitaciones de la familia del Gallo, entre las cuales se contaba cierta salita, orgullo y prez del mayordomo, porque en seis leguas a la redonda, sin exceptuar las casas majas de Cebre, no la había mejor puesta, ni más conforme a las exigencias del gusto moderno, sin que le faltase siquiera —¡lujo inaudito, refinamiento increíble! —un entredós en vez de consola; un entredós de imitación de palo santo, con magníficos adornos de un metal que sin pizca de vergüenza remedaba el bronce. Frente a este mueble, en que el Gallo tenía puesto su corazón, un soberbio diván de repis amarillo canario convidaba al reposo, y Perucho, dejando la candileja sobre el entredós, hizo seña al comandante de que podía sentarse si gustaba, al mismo tiempo que se le plantaba enfrente, con la cabeza erguida, resuelto el ademán, algo pálidas, contra lo acostumbrado, las mejillas, y pronunciando en tono que a Gabriel le sonó provocativo:
—Usted dirá, señor de Pardo… ¿Qué se le ofrece?
El comandante midió de alto a bajo al bastardo, frunciendo la boca, con el gesto de desprecio más claro y más enérgico que pudo; acercose luego a la puerta, y dio vuelta a la llave, que halló puesta por dentro; y volviéndose hacia el montañés, le escupió al rostro estas frases:
—¡Se me ofrece decirte que eres un pillastre y un ladrón, y que voy a darte tu merecido, canalla! ¡A ti y a la perra que te parió! ¡Mamarracho indecente!
Lo raro era que Gabriel oía sus propias palabras como si las dijese otra persona; y allá en el fondo de su ser, las comentaba una voz, susurrando: —Es demasiado, ese hombre habla como un loco —. Y no podía, no podía sujetar la lengua, ni refrenar la indignación frenética. Por lo que hace a Perucho, oyendo aquellas cláusulas que abofeteaban, saltó lo mismo que si le hincasen en la carne un alfiler candente; desvió y echó atrás los codos, cerró los puños, y sacó el pecho, como para arrojarse sobre Gabriel. El furor ennegrecía sus pupilas azules, y daba a sus facciones correctas y bien delineadas la ceñuda severidad de un rostro de Apolo flechero.
—No… no me tutee usted —balbuceó reprimiéndose todavía—, no me tutee ni me insulte… porque tan cierto como que Dios está en el cielo y nos oye…
—¿Qué harás, bergante?
—Lo va usted a saber ahora mismo —gritó el montañés, cuyos ojos eran dos llamas oscuras en una máscara trágica de alabastro. Un segundo duró para Gabriel la visión de aquel rostro admirable, porque instantáneamente sintió que dos barras de hierro flexibles y calientes se le adaptaban al cuerpo, prensándole las costillas hasta quitarle la respiración. Intentó defenderse lo mejor posible, tenía los brazos en alto y libres y podía herir a su contrario en el rostro, arañarle, tirarle del pelo; pero aun en tan crítica situación, comprendió lo femenil y bajo de resistir así, y ¡extraña cosa!, al verse cogido en la formidable tenaza, preso, subyugado, vencido por el mismo a quien venía a confundir y humillar, su ciega y furiosa ira y el hervor animal e instintivo de su sangre se calmaron como por obra de un conjuro, y hasta le pareció que experimentaba simpatía por el brioso mozo. Todo fue como un relámpago, porque el achuchón crecía, y el ahogo también, y el montañés tenía a su rival a dos dedos del suelo, aprestándose a ponerle en el pecho la rodilla. Intentó Gabriel un esfuerzo para rehacerse y librarse, pero Perucho apretó más, y mal lo hubiera pasado su enemigo, a no ser por una casual circunstancia. La butaca contra la cual estaba acorralado el comandante era nada menos que una mecedora, mueble que hacía la felicidad del Gallo, por lo mismo que nadie de su familia ni de seis leguas en contorno acertaba a sentarse en ella sino después de reiterados ensayos, continuas lecciones y fracasos serios. Al peso de los dos combatientes, la mecedora cedió con movimiento de báscula, y el grupo vino a tierra, haciendo la dichosa mecedora el oficio de Beltrán Claquin en la noche de Montiel, pues Perucho, que estaba encima, se halló debajo, y Gabriel, sin más auxilio que el de su propio peso y corpulencia, con la rapidez de movimientos que dicta el instinto de conservación, le sujetó y contuvo, teniéndole cogidas las muñecas e hincándole la rodilla en el estómago.
—¡Máteme, ya que puede! —tartamudeaba el montañés—. Máteme o suélteme, para que yo… le… ahog…
El aliento se le acababa, porque el cuerpo de su adversario, gravitando sobre su pecho, le impedía respirar. Terminó la frase con un ¡z!, ¡z!, ¡z! cada vez más fatigoso… Vio en el espacio unas lucecitas amarillentas y moradas… luego sintió un bienestar inexplicable, y oyó una voz que decía:
—Pues anda, levántate y ahógame… ¿No puedes? La mano.
Se levantó sostenido por Gabriel, tambaleándose; dio dos o tres pasos sin objeto; se pasó la diestra por los ojos, y miró al artillero fijamente; y como viese en su rostro una tranquilidad muy distinta de la furia de antes, la tuvo por señal de mofa, cerró otra vez los puños, y bajando la cabeza como el novillo cuando embiste, se precipitó… Gabriel adelantó las manos para parar el golpe, con calma desdeñosa; entonces, el montañés se contuvo, dejó caer los brazos, dio media vuelta, y encogiéndose de hombros, exclamó:
—Yo no pego a quien no me resiste… ¿Somos aquí chiquillos? ¿Estamos jugando, o qué?
Callaba Gabriel y reflexionaba, sintiéndose ya, con íntima satisfacción, dueño de sí y capaz de regir sus acciones. Seamos francos, pensaba; me he comportado como un bruto; he hablado como un demente. A bien que en mí son momentáneas las excitaciones; que si me durase como me da, yo me dejaría atrás a todos los salvajes. Un poco de juicio, señor de Pardo… Pero ahora se me figura que ya lo tengo de sobra.
—Oiga usted… —dijo a Perucho, tosiendo para afianzar la voz—. Le he maltratado a usted hace un instante; hice mal, y lo reconozco. Es decir: no me faltan motivos de hablarle a usted con toda la dureza posible; pero con razones, no con injurias… Debí empezar por ahí.
—Los motivos que usted tiene, ya los sé yo… Demasiado que los sé.
—Se equivoca usted… Hágame el obsequio de sentarse; ya ve que no le tuteo, ni le ofendo en lo más mínimo. Pero tenemos que hablar largamente y ajustar cuentas, de las cuales no he de perdonarle a usted un céntimo si sale alcanzado… Vuelvo a rogarle que se siente.
Perucho se dejó caer en el sofá con hosco además, arreglándose maquinalmente el cuello y la corbata, que ya no tenía muy en orden antes y que con la refriega se habían insubordinado por completo. Ocupó Gabriel la mecedora de enfrente, y empezó a mecerse con movimiento automático. Arreglaba un discurso; pero lo que salió fue un trabucazo.
—¿Usted sabe de quién es hijo? (al preguntarlo se encaró con Perucho).
—¿Y a qué viene eso? —contestó el mozo—. ¿No está usted cansado de conocer a mis padres? Déjeme usted en paz.
—¿Y siendo sus padres de usted… un mayordomo y una criada… cómo se ha atrevido usted… a poner los ojos en mi sobrina? ¿Cómo se ha atrevido usted… (ensordeciendo la voz, que vibraba de enojo aún) a levantarse hasta donde usted no puede ni debe subir? ¡Sólo un hombre vil (acercándose al montañés) se aprovecha del descuido y de la confianza ajena para… apoderarse de… una señorita… y… abusar de ella, cuando come el pan de su casa!
Perucho contenía los bramidos que se le venían a la laringe, y oía royéndose la uña del pulgar con tal ensañamiento, que ya brotaba sangre. Al fin pudo formar voz humana en la garganta.
—Quien… quien abusa es usted, señor de Pardo… Sí, señor, abusa usted de mi posición, de verme un infeliz, un hijo de pobres, un desdichado que no se puede reponer contra usted como corresponde… Pero me repondré, caramba si me repondré… que tampoco no es uno ningún sapo, para dejarse patear sin volverse a quien lo patea… Y nos veremos las caras donde usted guste, que aunque me ve sin pelo en ella, soy hombre para cualquier hombre, y a mí no me espantan palabras ni obras… Y si a obras vamos… si se trata de romperse el alma por Manuela, porque usted la quiere para sí y ha venido a hacerle los cocos… ¡mejor, mejor! Nos la rompemos, y en paz… También le puedo contar algunas cositas que le lleguen adentro, para que tenga más modo otra vez… Que yo como el pan de esta casa; que Manuela es mi señorita, y que tumba y que dale… De eso de comer el pan, podíamos hablar mucho; porque, según le oí a mi madre, más dinero le debía a mi abuelo la casa de los Pazos que mi abuelo a ella… De ser Manola mi señorita… cierto que ella es hija de un señor… pero maldito si se conoció nunca que lo fuese… Desde chiquillos andamos juntos, sin diferencias de clases ni de señoríos; y nadie nos recordó nuestra condición desigual, hasta que cayó aquí, llovido del cielo, el señor don Gabriel Pardo de la Lage… Manola, ahí donde usted la ve, no tuvo en toda su vida nadie que la quisiese más que yo, yo (y se golpeaba el fornido pecho), nadie que se acordase de ella, no señor, ni su padre, ¿usted lo oye?, ni su padre… Yo, desde que levantaba del suelo tanto como una berza, la enseñé a andar, cargué con ella en brazos, para que no se mojase los pies cuando llovía, le di las sopas, le guardé el sueño, y le discurrí los juguetes y las diversiones… Yo le enseñé lo poco que sabe de leer y escribir, que si no, ahora estaría firmando con una cruz… Yo la defendí una vez de un perro de rabia… ¿Sabe usted lo que es un perro de rabia? ¡No, que en los pueblos eso no se ve nunca! Pues al perro, con aquellos ojos encarnizados y aquel hocico baboso, lo maté yo, pero no de lejos, sino desde cerquita, así, echándome a él, machacándole la cabeza con una piedra grande, mientras la chiquilla lloraba muerta de miedo… ¡Si no estoy yo allí, a tales horas Manola es ánima del purgatorio! En el brazo y en la pierna me mordió el perro, y gracias que la ropa era fuerte, y allí se quedó la baba… Otra vez la cogí a la orillita de un barranco, que si me descuido, al Avieiro se me larga… Yo me quemé la mano en el horno por sacarle una bolla caliente, que se le había antojado… ¿ve usted…?, aquí anda todavía la señal… Y yo por ella me echaría de cabeza al río, y me dejaría arrancar las tiras del pellejo… Ni ella tiene sino a mí, ni yo sino a ella. ¿Qué es usted su tío? ¿Y qué? ¿Se ha acordado usted de ella hasta la presente? ¡Buena gana! Andaba usted por esos mundos, muy bien divertido y recreado. Yo con ella, con ella siempre… ¡hasta morir! Me quiere, la quiero, y ni usted ni veinte como usted… ¡ni el mismo Dios del cielo que bajase con toda la corte celestial!, me la quitan. ¡Así me valga Cristo, y antes yo ciegue que verla casada con usted!