Cierto domingo de cuaresma, cuando todo el mundo estaba de mal humor porque hacía tres semanas que no se comía carne, Alfred acudió al trabajo con expresión triunfante. El día anterior había estado en Shiring. Jack ignoraba lo que podía haber hecho allí; pero, a todas luces, se sentía muy satisfecho.
Durante el descanso de media mañana, cuando Enid Brewster abrió un barril de cerveza en medio del presbiterio para vendérsela a los constructores, Alfred mostró un penique.
—Eh, Jack Tomson, tráeme algo de cerveza —dijo.
Va a decir algo sobre mi padre
, pensó Jack. Y no hizo caso de Alfred. Uno de los carpinteros, un hombre ya mayor llamado Peter, le advirtió.
—Más te valdrá hacer lo que te dicen, aprendiz.
Se suponía que un aprendiz había de obedecer siempre a cualquier maestro artesano.
—No soy hijo de Tom —dijo Jack—. Tom es mi padrastro, y Alfred lo sabe.
—Sin embargo haz lo que te dice —repitió Peter en tono razonador.
Jack cogió reacio el dinero de Alfred y se puso en la cola.
—El nombre de mi padre era Jack Shareburg —dijo en voz alta—. Todos podéis llamarme Jack Jackson si queréis diferenciarnos a Jack Blacksmith y a mí.
—Jack Bastard será más propio —dijo Alfred.
—¿Os habéis preguntado alguna vez por qué Alfred nunca se ata los cordones de las botas?
Los presentes miraron los pies de Alfred. Y así era. Sus botas pesadas y embarradas, que habrían de estar atadas hasta arriba con los cordones, estaban descuidadamente abiertas. Jack explicó:
—Es para poder verse antes los dedos por si tiene que contar más allá de diez.
Los artesanos sonrieron y los aprendices rieron divertidos. Jack entregó a Enid el penique de Alfred y cogió un cántaro de cerveza. Se lo llevó a Alfred presentándoselo con una leve reverencia burlona. Alfred estaba irritado, aunque no demasiado, y todavía guardaba algo en la manga. Jack se alejó y bebió su cerveza con los aprendices, con la esperanza de que Alfred le dejara en paz. Esperanza vana. Momentos después, Alfred le siguió.
—Si Jack Shareburg fuera mi padre, yo no me sentiría tan dispuesto a reconocerlo en público. ¿Acaso no sabes lo que era?
—Era un juglar —dijo Jack; trató de mostrarse seguro de sí mismo; pero temía lo que Alfred pudiera decir—. Supongo que no sabrás lo que es un juglar.
—Era un ladrón —dijo Alfred.
—Bah, cierra el pico, pedazo de tarugo.
Jack se volvió y tomó un trago de cerveza pero apenas sí pudo tragarla. Alfred debía de tener algún motivo para afirmar aquello.
—¿Acaso no sabes cómo murió? —insistió Alfred.
Eso es
, se dijo Jack.
Eso es de lo que se enteró ayer en Shiring. Ése es el motivo de su estúpida y sonriente mueca.
Volvióse reacio y se enfrentó a Alfred.
—No; no sé cómo murió mi padre, Alfred, pero creo que tú vas a decírmelo.
—Lo colgaron por asqueroso ladrón.
Jack lanzó un grito involuntario de angustia. Sabía, por intuición, que aquello era cierto. Alfred estaba demasiado seguro de sí mismo para haberlo inventado. Y Jack comprendió rápido que ello explicaba la reticencia de su madre, que había estado años temiendo en secreto algo semejante. Durante todo el tiempo se había querido convencer de que nada andaba mal, de que no era un bastardo, de que tenía un verdadero padre con nombre auténtico. De hecho siempre había temido que hubiera algo deshonroso respecto a su padre, que los improperios estaban justificados, que en realidad tenía algo de que avergonzarse. Ya se sentía deprimido, el rechazo de Aliena le había dejado con la sensación de inutilidad y pequeñez. Y ahora la verdad sobre su padre fue como un mazazo.
Alfred seguía allí en pie sonriendo, satisfechísimo de sí mismo. El efecto producido por su revelación le había encantado. Su expresión puso fuera de sí a Jack, para quien ya era bastante terrible que hubieran ahorcado a su padre. Pero que Alfred se sintiera feliz por ello, era ya demasiado. Sin pensarlo dos veces, Jack arrojó su cerveza a la cara sonriente de Alfred.
Los demás aprendices, que habían estado atentos a los hermanastros y disfrutando con su altercado, se apresuraron a retirarse uno o dos pasos. Alfred se limpió la cerveza de los ojos, rugió furioso y, con un movimiento tan rápido que sorprendía en un hombre tan grande como él, descargó su inmenso puño. El golpe alcanzó a Jack en la mejilla con tal fuerza que, en lugar de dolerle, se la dejó insensible. Antes de que tuviera tiempo de reaccionar el otro puño de Alfred se hundió en su estómago. Ese golpe le produjo un terrible dolor. Jack tuvo la impresión de que nunca volvería a respirar. Se desmadejó y cayó al suelo. Al hacerlo, Alfred le dio un puntapié en la cabeza con una de sus pesadas botas y, por un instante, no pudo ver nada, sólo luces blancas.
Rodó por el suelo a ciegas y luchó para levantarse. Pero Alfred todavía no estaba satisfecho. Al incorporarse Jack, sintió que le agarraba. Empezó a forcejear. Ahora ya estaba aterrado. Alfred no tendría compasión. Le golpearía hasta hacerlo polvo si no conseguía escapar. En un principio, Alfred le agarraba con tal fuerza que Jack no lograba soltarse; pero al echar aquél hacia atrás el poderoso puño para golpearle de nuevo, pudo librarse al fin. Salió corriendo, y Alfred se precipitó en su seguimiento. Jack evitó un barril de cal, haciéndolo rodar delante de Alfred para impedir su persecución. La cal se derramó por el suelo. Alfred saltó sobre el barril; pero salió disparado contra un tonel de agua que se derramó a su vez. Al entrar el agua en contacto con la cal ésta empezó a hervir y a sisear intensamente. Algunos de los constructores, cuando se dieron cuenta del desperdicio de un material costoso protestaron a gritos. Pero Alfred estaba sordo y Jack no pensaba en otra cosa que en tratar de alejarse de su hermanastro. Siguió corriendo encorvado todavía por el dolor y medio ciego por el puntapié en la cabeza.
Pegado a sus talones, Alfred alargó un pie y le puso la zancadilla. Jack cayó todo lo largo que era. Voy a morir, se dijo mientras rodaba para apartarse. Quedó debajo de una escala apoyada contra el andamio en lo alto de la construcción. Alfred se acercaba con deliberación a él. Jack se sintió como un conejo acorralado. La escala lo salvó. Al inclinarse Alfred para ponerse detrás de ella, Jack avanzó a gatas, colocándose delante de la escala, y con un impulso se lanzó a los primeros peldaños. Trepó como una ardilla.
Sintió temblar la escala al subir Alfred detrás de él. En circunstancias normales, podía ganar a Alfred corriendo; pero todavía se sentía aturdido y sin aliento. Llegó al final de la escala y se encaramó al andamio. Tropezó y cayó contra el muro. Las piedras habían sido colocadas aquella misma mañana y la argamasa aún no se hallaba seca. Al desplomarse Jack sobre ellas se estremeció toda una sección del muro; se soltaron tres o cuatro piedras y cayeron al costado. Jack pensó que iría tras ellas. Se balanceó en el borde y, al mirar hacia abajo, vio caer las grandes piedras dando tumbos, desde una altura de ochenta pies, desplomándose sobre los tejados de las viviendas colgadizas que se encontraban al pie del muro. Se enderezó con la esperanza de que en aquellas viviendas no hubiera nadie. Alfred había llegado al final de la escala y avanzaba hacia él sobre el endeble andamiaje. Alfred estaba congestionado y jadeante, con una mirada rebosante de odio. Jack no tenía duda alguna de que, en aquel estado, Alfred era capaz de matarlo. Si llega a agarrarme, se dijo Jack, me arrojará por el lado. Alfred avanzaba al tiempo que Jack retrocedía. Encontró algo blando y se dio cuenta de que era argamasa. Entonces tuvo una inspiración y, parándose de repente, cogió un puñado y lo arrojó con puntería perfecta a los ojos de Alfred. Éste, cegado, detuvo su avance y sacudió la cabeza para librarse de la argamasa. Al fin Jack tenía una posibilidad de escapar. Corrió hacia el extremo más alejado de la plataforma del andamiaje, con la intención de descender, salir como un rayo del recinto del priorato y pasar el resto del día escondido en el bosque. Pero entonces descubrió horrorizado que en el otro extremo de la plataforma no había escala alguna, porque no tocaba el suelo, estaba construido sobre viguetas introducidas dentro de mechinales en el muro. Se encontraba atrapado. Miró hacia atrás. Alfred se había quitado la argamasa de los ojos y avanzaba hacia él.
Se encontraba imposibilitado de bajar.
En el extremo sin terminar del muro, donde el presbiterio se uniría al crucero, cada hilada de albañilería era media piedra más corta que la de abajo, formando un empinado tramo de angostos escalones que, en ocasiones, utilizaban los peones más audaces como alternativa para subir a la plataforma. Con el corazón en la boca, Jack alcanzó la parte superior del muro y avanzó a lo largo, con todo cuidado aunque deprisa, intentando no ver hasta dónde caería si se escurriera. Llegó a la parte superior de la sección escalonada, se detuvo en el borde y miró hacia abajo. Sintió un ligero mareo. Echó una ojeada por encima del hombro. Alfred estaba sobre el muro siguiéndolo. Empezó a bajar.
A Jack no le cabía en la cabeza cómo era posible que Alfred se arriesgara tanto. Jamás había sido valiente. Era como si el odio hubiera entumecido su sentido del peligro. Mientras bajaban aquellos empinados y angostos escalones, Alfred iba ganando terreno a Jack, el cual se dio cuenta, cuando se encontraba a más de doce pies del suelo de que Alfred le pisaba prácticamente los talones. Desesperado, saltó por el costado del muro sobre el tejado de barda de la vivienda de los carpinteros. Volvió a saltar del tejado al suelo; pero cayó de mala manera torciéndose el tobillo, lo que le hizo rodar de nuevo. Se incorporó a duras penas. Los segundos perdidos a causa de la caída habían permitido que Alfred alcanzara el suelo y corriera hacia la vivienda. Durante un segundo, Jack permaneció en pie con la espalda contra la pared y Alfred se detuvo, calculando para ver por dónde podría atacar. Jack sufrió un momento de indecisión y terror. Luego, haciéndose a un lado entró de espaldas en la vivienda. Estaba vacía, ya que los artesanos se encontraban en pie, alrededor del barril de Enid. Sobre los bancos se veían los martillos, las sierras y los cinceles de los carpinteros, así como los trozos de madera en los que habían estado trabajando. En medio del suelo se encontraba una gran pieza de una nueva cimbra para utilizarla en la construcción de un arco. Y al fondo, contra el muro de la iglesia, ardía un gran fuego alimentado con las virutas y los desperdicios del material de los carpinteros. No había salida alguna.
Jack se volvió para hacer cara a Alfred. Estaba acorralado. Por un instante quedó paralizado por el pánico. Pero luego el miedo dio paso a la furia.
Poco me importa que me mate,
se dijo,
siempre que pueda hacer sangrar a Alfred antes de morir
. No esperó a que éste le golpeara sino que, con la cabeza baja cargó contra él. Estaba tan fuera de sí que ni siquiera utilizó los puños. Se lanzó contra su adversario con la fuerza de un toro.
Era lo último que Alfred esperaba. La frente de Jack golpeó contra su boca. Jack era dos o tres pulgadas más bajo que él y mucho más delgado. Pese a ello, su ataque hizo retroceder a Alfred. Al recuperar Jack el equilibrio pudo ver la boca ensangrentada de Alfred y se sintió satisfecho.
Por un instante, Alfred quedó demasiado sorprendido para reaccionar con rapidez. En ese preciso momento la mirada de Jack se detuvo en un gran macho de madera que se encontraba sobre un banco. Al recuperarse Alfred y precipitarse sobre Jack, éste levantó el martillo haciéndolo girar a ciegas. Alfred lo esquivó retrocediendo y el martillo no le alcanzó. De repente, era Jack quien tenía ventaja.
Envalentonado persiguió a Alfred, percibiendo ya la sensación de la sólida madera rompiendo los huesos de su hermanastro. Esa vez descargó el golpe con todas sus fuerzas. De nuevo fue esquivado; pero lo recibió la viga que sostenía el tejado de la vivienda. No era una construcción demasiado sólida. Allí nadie vivía. Sólo servía para que las carpinteros trabajaran en ella cuando llovía. Al ser golpeada con el martillo, la viga se movió. Las paredes eran unas endebles vallas hechas con ramitas entretejidas que no prestaban el menor apoyo. El tejado de barda cedió. Alfred miró hacia arriba asustado. Jack sopesó el martillo. Alfred se echó atrás y, al tropezar con un montoncillo de madera, cayó pesadamente y quedó sentado. Jack levantó mucho el martillo para el golpe de gracia. Alguien le sujetó con fuerza los brazos. Miró alrededor y vio al prior Philip con expresión tormentosa. El monje arrancó el martillo de las manos de Jack.
Se desplomó el techo de la vivienda detrás del prior. Jack y Philip se volvieron a mirar. Al caer sobre el fuego, la barda seca se prendió al instante y un momento después ardía con fuerza.
Apareció Tom y se dirigió a los tres trabajadores que tenía más cerca.
—Tú, tú y tú, traed el tonel de agua que hay delante de la herrería. —Se volvió hacia otros tres—. Peter, Rolf, Daniel, id a buscar baldes. Y vosotros, aprendices, arrojad tierra sobre las llamas..., todos vosotros. ¡Y deprisa!
Durante los minutos que siguieron, todo el mundo se mantuvo ocupado con el fuego, y Jack y Alfred quedaron aliviados. El primero se quitó del paso y permaneció allí mirando, aturdido e impotente. Alfred también seguía allí, en pie, a cierta distancia. Jack se preguntaba incrédulo si en realidad estuvo a punto de aplastar la cabeza de Alfred con un martillo. Todo aquello parecía irreal. Todavía seguía en un estado de ofuscado sobresalto cuando la combinación de la tierra y el agua extinguieron por completo las llamas. El prior Philip permanecía allí en pie mirando aquel desastre, con la respiración entrecortada a causa del esfuerzo.
—Mira eso —dijo a Tom, muy enfadado—. Una vivienda en ruinas. El trabajo de los carpinteros echado a perder. Desperdiciado un barril de cal y destruida toda una sección de la nueva albañilería.
Jack comprendió que Tom se encontraba en dificultades. Su trabajo consistía en mantener el orden en el enclave de la construcción, y Philip le culpaba por todo aquel desastre. El hecho de que los causantes fueran los hijos de Tom empeoraba las cosas.
Tom puso la mano sobre el brazo de Philip y habló con calma.
—Nos ocuparemos de la vivienda —dijo.
Pero Philip no estaba dispuesto a mostrarse magnánimo.
—Yo me ocuparé de ella —dijo con tono tajante—. Soy el prior y todos vosotros trabajáis para mí.