—Entonces, permitid que los albañiles deliberen antes de que vos toméis decisión alguna —pidió Tom con un tono de voz tranquila y sensata—. Es posible que os hagamos una proposición que encontréis razonable. De no ser así seguiréis siendo libre de hacer lo que queráis.
Philip se mostraba reacio a permitir que la iniciativa pasara a otras manos; pero la tradición estaba de parte de Tom. Los albañiles se castigaban a sí mismos.
—Muy bien. Pero cualquiera que sea la decisión que toméis no estoy dispuesto a permitir que tus hijos trabajen aquí los dos. Uno de ellos tiene que irse —dijo Philip al cabo de una pausa. Luego, se alejó todavía furioso.
Tom, después de mirar sombrío a Jack y a Alfred, dio media vuelta y se encaminó a la vivienda más grande de los albañiles. Jack comprendió, mientras seguía a Tom, que se encontraba en una situación grave. Cuando los albañiles imponían castigos a algunos de los suyos era casi siempre por delitos como embriaguez mientras trabajaban, robo de materiales de construcción... Y tales castigos solían ser multas. Las peleas entre aprendices se resolvían, por lo general, poniendo en el cepo a ambos contendientes durante todo un día. Pero Alfred no era un aprendiz y, además, por lo general, las peleas no causaban tantos daños. La logia podía expulsar a un miembro que trabajara por menos de los salarios mínimos establecidos. También podía castigar a un miembro que cometiera adulterio con la mujer de otro albañil, pero Jack jamás tuvo noticia de nada semejante. En teoría se podía azotar a los aprendices, y aunque a veces se amenazaba con ese castigo, nunca vio que se hubiera puesto en práctica.
Los maestros albañiles abarrotaron la logia de madera, sentados en los bancos y recostados contra el muro posterior que, de hecho, era el lateral de la catedral.
—Nuestro patrón está enfadado y con motivo. El incidente ha redundado en una gran cantidad de pérdidas costosas. Y lo que todavía es peor, ha hecho caer un baldón sobre nosotros, los albañiles. Hemos de tratar con firmeza a quienes lo provocaron. Es la única manera de que recuperemos nuestra buena reputación de constructores orgullosos y disciplinados, hombres dueños de sí mismos y también de su oficio —dijo Tom una vez que todos estuvieron dentro.
—Bien dicho —aprobó Jack Blacksmith, y hubo un murmullo de asentimiento.
—Yo sólo vi el final de la pelea —dijo Tom—. ¿Alguien la vio empezar?
—Alfred fue por el muchacho —dijo Peter Carpenter, el que aconsejó a Jack que fuera obediente y llevara a Alfred la cerveza.
—Jack tiró cerveza a la cara de Alfred —intervino un joven albañil de nombre Dan, que trabajaba para Alfred.
—Pero él había provocado al chaval —aseguró Peter—. Alfred insultó al padre natural de Jack.
Tom miró a Alfred.
—¿Lo hiciste?
—Dije que su padre era un ladrón —contestó Alfred—. Y es verdad. Por eso le ahorcaron en Shiring. El sheriff Eustace me lo dijo ayer.
—Es triste que un maestro artesano haya de morderse la lengua si a un aprendiz no le gusta lo que dice —intervino Jack Blacksmith.
Se oyó un murmullo de aprobación. Jack se dio cuenta abatido de que, fuese como fuese, no iba a salirse de rositas de aquel embrollo.
Tal vez esté condenado a convertirme en un criminal como mi padre,
se dijo.
Tal vez acabe también en la horca.
—Pues yo digo que la cosa cambia cuando el artesano pretende adrede enfurecer al aprendiz —insistió Peter Carpenter, que al parecer se erigía en defensor de Jack.
—Aun así, hay que castigar al aprendiz —afirmó Jack Blacksmith.
—No lo niego —respondió Peter—. Sólo creo que el artesano también deberá recibir su merecido. Los maestros artesanos deberían hacer uso de la prudencia que le otorgan sus años para lograr la paz y la armonía en una construcción. Si provocan peleas, están faltando a su deber.
Aquello pareció despertar cierta aprobación; pero intervino de nuevo Dan, el partidario de Alfred.
—Sería un principio arriesgado perdonar al aprendiz porque el artesano no se muestre amable. Los aprendices siempre creen que los maestros no son amables. Si empezáis a discutir en ese sentido, resultará que los maestros nunca hablarán a sus aprendices por temor a que éstos les golpeen por mostrarse descorteses.
Aquella arenga fue acogida con mucho entusiasmo, ante el fastidio de Jack. Sólo servía para sostener que había de apoyarse sin recato la autoridad de los maestros, sin tener en cuenta lo justo o injusto del caso. Se preguntaba cuál podría ser su castigo. No tenía dinero para pagar una multa. Aborrecía la idea de que le metieran en el cepo. ¿Qué pensaría Aliena de él? Pero todavía sería peor que le azotaran.
Pensó que acuchillaría a cualquiera que lo intentara.
—No debemos olvidar que nuestro patrón tiene también una idea muy firme sobre esto. Dice que no debemos tener trabajando a Alfred y a Jack en el mismo lugar. Uno de ellos habrá de irse —dijo Tom.
—¿No se le podría hacer cambiar de idea? —preguntó Peter.
—No —respondió Tom al cabo de una pausa en la que permaneció pensativo.
Jack se mostró sobresaltado. No había tomado en serio el ultimátum del prior Philip. Pero, al parecer, Tom sí lo había hecho.
—Si uno de ellos ha de irse, confío en que no habrá discusión acerca de quién ha de hacerlo —planteó Dan.
Era uno de los albañiles que trabajaban para Alfred y no directamente para el priorato. Por tanto si Alfred se fuera, Dan con toda probabilidad habría de irse también.
Una vez más Tom pareció pensativo.
—No, no habrá discusión —dijo y luego, mirando a Jack, añadió—: Jack deberá ser el que se vaya.
Jack comprendió que había calculado de manera desastrosa las consecuencias de la pelea. Apenas podía creer que fueran a echarle. ¿Qué sería de su vida si no trabajara en la catedral de Kingsbridge? Desde que Aliena se había retirado a su caparazón, lo único que le importaba era la catedral. ¿Cómo iba a abandonarla?
—Es posible que el priorato acepte un compromiso. Podría suspenderse a Jack por un mes —propuso Peter Carpenter.
Sí, por favor
, suplicó Jack en su fuero interno.
—Demasiado flojo —alegó Tom—. Tenemos que demostrar que actuamos con firmeza. El prior Philip no se contentará con menos.
—Que así sea —dijo Peter cediendo al fin—. Pero esta catedral pierde al joven tallista de piedra de más talento que la mayoría de nosotros hemos conocido, y todo porque Alfred no ha podido tener cerrada su condenada boca.
Varios albañiles expresaron en voz alta el mismo sentimiento.
Alentado con ello, Peter siguió con su andanada.
—A ti, Tom Builder, te respeto más de lo que nunca he respetado a cualquier otro maestro constructor para los que he trabajado; pero debo decir que sientes debilidad por esa cabeza dura de hijo tuyo.
—Nada de improperios, por favor —pidió Tom—. Ajustémonos a los hechos del caso.
—Muy bien —convino Peter—. Yo digo que debe castigarse a Alfred.
—Estoy de acuerdo —asintió Tom ante la sorpresa de todos—. Alfred ha de sufrir castigo.
—¿Por qué? —preguntó éste indignado—. ¿Por pegar a un aprendiz?
—No es tu aprendiz sino el mío —respondió—. E hiciste algo más que pegarle. Le perseguiste por todo el enclave. Si le hubieras dejado irse, no se habría caído la cal, el trabajo de albañilería no se hubiera venido abajo y la vivienda de los carpinteros no habría ardido. Y podrías haberle leído la cuartilla cuando hubiera vuelto. No había necesidad de que hicieras lo que hiciste.
Los albañiles se mostraron de acuerdo.
Dan, que parecía haberse convertido en portavoz, intervino.
—Espero que no estarás proponiendo que expulsemos a Alfred de la logia. Yo, por mi parte, me opondré a ello.
—No —dijo Tom—. Ya es bastante malo perder a un aprendiz de talento. No quiero perder también a un buen albañil con una cuadrilla excelente. Alfred tiene que quedarse, pero creo que habrá que multarle.
Los hombres de Alfred parecieron aliviados.
—Una fuerte multa —intervino Peter.
—El salario de una semana —propuso Dan.
—El de un mes —dijo Tom—. Dudo que el prior se satisfaga con menos.
—A favor —exclamaron varios de los hombres.
—¿Estamos todos de acuerdo sobre esto, hermanos albañiles?
—A favor —exclamaron todos.
—Entonces comunicaré al prior nuestra decisión. Y a vosotros más os valdrá volver al trabajo.
Jack, desolado, vio cómo iban saliendo. Alfred le miró con farisaico triunfo. Tom esperó a que todo el mundo hubiera salido.
—He hecho por ti cuanto he podido —dijo a Jack—. Espero que tu madre lo comprenderá así.
—¡Tú jamás has hecho nada por mí! —explotó Jack—. No pudiste darme de comer, ni vestirme ni darme un techo. ¡Mi madre y yo éramos felices hasta que tú apareciste! ¡Y entonces empezamos a pasar hambre!
—Pero al final...
—¡Jamás me protegiste de ese animal sin seso que llamas hijo!
—Intenté...
—¡Ni siquiera hubieras tenido este trabajo si yo no hubiera prendido fuego a la vieja iglesia!
—¿Qué has dicho?
—Sí, yo prendí fuego a la vieja catedral.
Tom se quedó pálido.
—Fue a causa del rayo...
—No hubo rayo alguno. Era una noche hermosa. Y tampoco nadie encendió fogata alguna en la iglesia. Yo prendí fuego al tejado.
—Pero, ¿por qué?
—Para que pudieras tener trabajo. De lo contrario, mi madre habría muerto en el bosque.
—No, no habría...
—Tu primera mujer murió, ¿no?
Tom se puso lívido. De repente pareció envejecer. Jack comprendió que había herido profundamente a Tom. Había salido triunfante de la discusión pero probablemente había perdido a un amigo. Se sintió agriado y triste.
—Sal de aquí —musitó Tom.
Jack se fue. Casi a punto de llorar, se alejó de los altivos muros de la catedral. Su vida había quedado arrasada en cuestión de momentos. Le resultaba increíble pensar que fuera a alejarse de aquella iglesia para siempre. Al llegar a la puerta del priorato se volvió a mirar. Había estado planeando tantas cosas. Quería esculpir él solo un pórtico entero, quería convencer a Tom para que hubiera ángeles de piedra en el presbiterio, tenía un dibujo innovador para los arcos ciegos en los cruceros, el cual no había mostrado todavía a nadie. Ahora ya no podría realizar ninguna de esas cosas. Era injusto. Los ojos se le llenaron de lágrimas.
Hizo todo el camino hasta su casa viéndolo todo entre brumas.
Madre y Martha se encontraban sentadas a la mesa de la cocina. Madre estaba enseñando a Martha a escribir con una piedra afilada y una pizarra. Quedaron sorprendidas al verlo.
—No es posible que ya sea la hora del almuerzo —dijo Martha.
Madre leyó en la cara de Jack.
—¿Qué pasa? —le preguntó inquieta.
—He tenido una pelea con Alfred y me han expulsado de la construcción —dijo ceñudo.
—¿Expulsaron también a Alfred? —preguntó Martha.
Jack negó con la cabeza.
—¡Eso no es justo! —exclamó la hermana.
—¿Por qué os peleasteis esta vez? —preguntó madre fastidiada.
—¿Ahorcaron en Shiring a mi padre por ladrón? —preguntó Jack.
Martha lanzó una exclamación entrecortada.
Madre parecía triste.
—No era un ladrón —dijo—. Pero, sí. Lo colgaron en Shiring.
Jack estaba harto de aquellas declaraciones misteriosas sobre su padre.
—¿Por qué no habrás de decirme nunca la verdad? —se lamentó con tono salvaje.
—¡Porque me da muchísima pena! —exclamó.
Y, ante el horror de Jack, estalló en llanto.
Nunca la había visto llorar. ¡Siempre fue tan fuerte! También él estaba a punto de desmoronarse. Sin embargo se contuvo e insistió.
—Si no era un ladrón, ¿por qué lo colgaron?
—¡No lo sé! —gritó ella—. Jamás lo supe. Y él tampoco lo supo nunca. Dijeron que había robado una copa incrustada con piedras preciosas.
—¿A quién?
—De aquí..., del Priorato de Kingsbridge.
—¡Kingsbridge! ¿Le acusó el prior Philip?
—No, no. Fue mucho antes de que llegara Philip —miró a Jack a través de las lágrimas—. No empieces a preguntarme quién le acusó y por qué. No entres en ese juego. Podrías pasar el resto de tu vida intentando enderezar un daño que se hizo antes de que tú nacieras. No te he criado para que tomaras venganza. No le hagas eso a tu vida.
Jack se juró a sí mismo que algún día averiguaría más cosas, pese a lo que su madre había dicho. Pero, por el momento, sólo quería que dejara de llorar. Se sentó junto a ella en el banco y la rodeó con el brazo.
—Bien, ahora parece que la catedral ha salido de mi vida.
—¿Qué harás, Jack? —le preguntó Martha.
—No lo sé. No puedo vivir en Kingsbridge, ¿verdad?
La muchacha estaba aturdida.
—¿Y por qué no?
—Alfred ha intentado matarme y Tom me ha expulsado de las obras. No voy a vivir con ellos. De cualquier manera, ya soy un hombre. He de separarme de mi madre.
—¿Pero qué harás?
Jack se encogió de hombros.
—Sólo conozco la construcción.
—Puedes trabajar en otra iglesia.
—Supongo que es posible que llegue a sentir por otra catedral el mismo cariño que le tengo a ésta —dijo desalentado al tiempo que pensaba:
Pero jamás amaré a otra mujer como amo a Aliena.
—¿Cómo es posible que Tom te haya hecho esto? —dijo la madre.
Jack suspiró.
—En realidad, no creo que quisiera hacerlo. El prior Philip dijo que no estaba dispuesto a permitir que Alfred y yo trabajáramos en el mismo lugar.
—¡De manera que ese condenado monje está en el fondo de todo esto! —exclamó la madre furiosa—. ¡Juro que...!
—Estaba muy enfadado por todos los perjuicios que habíamos causado.
—Me pregunto si no se le podría hacer entrar en razón.
—¿Qué quieres decir?
—Se supone que Dios es misericordioso... Tal vez también deberían serlo los monjes.
—¿Crees que he de ir a suplicar a Philip? —preguntó Jack algo asombrado ante la dirección de las ideas de su madre.
—Estaba pensando en que yo podría hablar con él —dijo Ellen.
—¿Tú?
Eso era todavía más extraño. Jack se sintió inquieto. Para que su madre estuviera dispuesta a suplicar clemencia a Philip, debía sentirse muy trastornada.
—¿Qué te parece? —le preguntó.