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Authors: Ken Follett

Tags: #Novela Histórica

Los Pilares de la Tierra (137 page)

BOOK: Los Pilares de la Tierra
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En una mano tenía una piedra y en la otra una honda como la que utilizaba de muchacho cuando mataba patos para comer. Se preguntaba si su disparo seguiría siendo certero. Se apercibió de que estaba apretando sus armas con toda la fuerza de que era capaz, y se forzó a relajar sus músculos. Las piedras resultaban efectivas contra los patos, pero daban la impresión de que serían ineficaces contra hombres con armaduras montando grandes caballos y que se acercaban a pasos agigantados. Tragó con dificultad. Vio que algunos de los enemigos llevaban arcos y flechas encendidas. Un instante después vio que los hombres con los arcos se dirigían hacia las murallas de piedra en tanto que los otros lo hacían en dirección a los terraplenes de tierra. Ello significaba que William había decidido no atacar la muralla de piedra. No se había enterado de que la argamasa estaba tan fresca que hubiera podido derribar el muro sólo con empujarlo con una mano. Le habían engañado. Jack disfrutó de aquel breve momento de triunfo.

Los atacantes estaban ya frente a los muros.

Las gentes de la ciudad empezaron a disparar a lo loco y una lluvia de apresuradas flechas cayó sobre los jinetes. Pese a su mala puntería no dejaron de producir algunas víctimas. Los caballos alcanzaron el vado. Algunos hicieron un renuncio y otros cargaron mojándose y subiendo por el otro lado. Justo frente a la posición que ocupaba Jack un hombre inmenso, con una baqueteada cota de malla, hizo saltar a su caballo a través del vado de tal manera que alcanzó la parte baja de la pendiente del terraplén y se disponía a subirla. Jack cargó su honda y la disparó. Su puntería seguía siendo tan buena como siempre. La piedra dio de lleno en el hocico del caballo, el cual lanzó un relincho de dolor, se levantó de manos y luego dio media vuelta. Se alejó cojeando. Pero su jinete había descabalgado, y sacó la espada.

La mayoría de los caballos dieron media vuelta, bien por propia iniciativa, bien porque les habían obligado sus jinetes. Pero varios hombres atacaban a pie y otros volvían de nuevo dispuestos a otra carga. Mirando por encima del hombro, Jack vio que algunos tejados de barda estaban ardiendo, pese a los esfuerzos de las apagadoras ocasionales, las mujeres jóvenes de la ciudad, por extinguir las llamas. Jack tuvo la aterradora sospecha de que la defensa no iba a dar resultado. Que, pese al esfuerzo heroico de las últimas treinta y seis horas, aquellos bárbaros atravesarían la muralla, prenderían fuego a la ciudad y cometerían terribles desmanes con la gente. Le aterraba la perspectiva de una lucha cuerpo a cuerpo. Jamás le habían enseñado a luchar; nunca manejó una espada. Ni siquiera la tenía. Su única experiencia de lucha fue cuando Alfred le venció. Se sentía desvalido.

Los jinetes cargaron de nuevo. Los atacantes que habían perdido sus monturas subían a pie por los terraplenes. Sobre ellos caían sin cesar piedras y flechas. Jack utilizaba su honda de manera sistemática, cargaba y disparaba, cargaba y disparaba como una máquina.

Varios asaltantes cayeron bajo aquel derroche de proyectiles. Frente a Jack un jinete se fue al suelo y perdió el yelmo, dejando al descubierto una cabeza de pelo amarillo. Era el propio William.

Ningún caballo alcanzó el terraplén de tierra, pero sí lo hicieron algunos hombres a pie y, ante el horror de Jack, los ciudadanos se vieron obligados a la lucha cuerpo a cuerpo con ellos, oponiendo a las espadas y lanzas de los atacantes sus estacas y hachas. Algunos de los enemigos llegaron hasta arriba y Jack vio caer cerca de él a tres o cuatro vecinos de la ciudad. Le embargó el espanto. Sus gentes estaban perdiendo la batalla.

Pero ocho o diez vecinos rodearon a cada uno de los agresores que lograron atravesar la muralla, golpeándoles con estacas y propinándoles hachazos inmisericordes. Aun cuando varios ciudadanos resultaron heridos, todos los atacantes fueron muertos rápidamente.

Y entonces los ciudadanos empezaron a hacer retroceder a los otros pendiente abajo de los terraplenes. La carga resultó un fracaso. Aquellos guerreros que seguían montados en sus cabalgaduras iban de un lado a otro inseguros, mientras en los terraplenes seguían librándose algunas refriegas sueltas. Jack descansó por un momento, jadeante, agradecido a aquella tregua, esperando temeroso el siguiente movimiento del enemigo.

William levantó su espada al aire y gritó para llamar la atención de sus hombres. Trazó un círculo con la hoja de su arma para que se reunieran, y luego señaló hacia las murallas. Los agresores se reagruparon y se prepararon a cargar de nuevo contra las murallas.

Jack vio su oportunidad.

Cogió una piedra, la colocó en la honda y apuntó con sumo cuidado a William.

La piedra voló por los aires tan recta como una hilada de albañil, golpeando a William en plena frente con tal fuerza que Jack pudo oír el impacto que produjo contra el hueso.

William se desplomó.

Sus huestes vacilaron inseguras y la carga resultó fallida.

Un hombre grande y moreno saltó de su caballo y acudió junto a William. Jack creyó reconocer a Walter, el escudero de William que siempre cabalgaba con él. Sin soltar las riendas, se arrodilló junto al cuerpo postrado de William. Por un instante Jack pensó que éste pudiera haber muerto. Luego, se movió y Walter le ayudó a incorporarse. William parecía obnubilado. Los dos grupos de combatientes le observaban. La lluvia de piedras y flechas cesó un momento. Con aire todavía inseguro, William montó el caballo de Walter ayudado por éste, que a su vez montó detrás de él. Hubo un rato de vacilación, mientras todos se preguntaban si William estaría en condiciones de seguir adelante. Walter agitó su espada en círculo, indicando así que se reunieran y, a continuación, ante un alivio indecible, apuntó hacia los bosques.

Walter espoleó al caballo e iniciaron la marcha. Otros jinetes les siguieron. Los que todavía peleaban en los terraplenes renunciaron a la lucha, retrocedieron y corrieron a través del campo a la zaga de su jefe.

Les siguieron algunas piedras y flechas por encima de la cebada.

Los ciudadanos lanzaron vítores.

Jack miró en derredor suyo y se sintió confuso. ¿Había terminado todo? Apenas podía creerlo. Los fuegos iban extinguiéndose, pues las mujeres habían sido capaces de contenerlos. Los hombres danzaban en los terraplenes abrazándose gozosos. Richard se acercó a Jack y le dio unas palmadas en la espalda.

—Ha sido tu muralla la que lo ha logrado, Jack —le dijo—. Tu muralla.

Los vecinos de la ciudad y los monjes se agolparon alrededor de ambos. Todos querían felicitar a Jack, y también se felicitaban así mismos.

—¿Se han ido de veras? —preguntó Jack.

—Desde luego —le contestó Richard—. No volverán ahora que han descubierto que estamos decididos a defender las murallas. William sabe que no se puede tomar una ciudad amurallada cuando la gente ha resuelto oponer resistencia. Al menos no se puede sin disponer de un gran ejército y prepararse para un asedio de seis meses.

—Así que todo ha terminado —concluyó aturdido.

Aliena se le acercó abriéndose camino entre la gente con Tommy en brazos. Jack la abrazó emocionado. Estaban vivos y juntos y por ello se sentía feliz.

De repente acusó los efectos de dos días sin dormir y le apeteció tumbarse. Pero no fue posible. Dos jóvenes albañiles lo agarraron y lo subieron en hombros. Sonaron vítores. Los muchachos se pusieron en marcha y la multitud marchó tras ellos. Jack quería decirles que no era él quien los había salvado, sino ellos mismos. Pero sabía que no iban a escuchar. Querían un héroe. A medida que corrían las noticias y que toda la ciudad se daba cuenta de que habían ganado, los vítores se hicieron estruendosos. Jack se dijo que, durante años, habían estado viviendo bajo la amenaza de William; pero que ese día habían ganado su libertad. Lo llevaron por toda la ciudad en procesión triunfal, saludando y sonriendo; pero ansioso de que llegara el momento en que pudiera reposar la cabeza, cerrar los ojos y entregarse a un apacible sueño.

3

La Feria del vellón de Shiring era más grande y mejor que nunca.

La plaza ante la iglesia parroquial, donde se celebraban mercados y ejecuciones, y también la feria anual, estaba atestada de puestos y de gente. La mercancía principal era la lana; pero podían verse asimismo, todos los demás artículos que era posible comprar y vender en Inglaterra. Brillantes espadas nuevas, sillas con motivos decorativos grabados, cochinillos cebados, botas rojas, bizcochos de jengibre y sombreros de paja. Mientras William recorría la plaza acompañado del obispo Waleran, calculaba que el mercado iba a proporcionarle más dinero que nunca. Sin embargo, en esa ocasión, no sentía placer alguno.

Todavía no había logrado sobreponerse a la humillación de su derrota en Kingsbridge. Había pensado lanzarse a la carga sin que le opusieran resistencia y prender fuego a la ciudad. Por el contrario, perdió hombres y caballos y tuvo que retirarse sin haber logrado nada. Y lo peor de todo era que sabía que la construcción de la muralla había sido organizada por Jack Jackson, el amante de Aliena, precisamente el hombre al que se proponía matar.

Había fracasado en su intento; aunque seguía decidido a tomar venganza. Waleran también estaba pensando en Kingsbridge.

—Todavía no sé cómo pudieron construir la muralla con tanta rapidez —dijo.

—Probablemente no tendría mucho de muralla —opinó William.

Waleran hizo un ademán de asentimiento.

—Pero estoy seguro de que el prior Philip estará ya muy ocupado mejorándola. Si yo fuera él, haría la muralla más fuerte y más alta, construiría una barbacana y apostaría un centinela de noche. Tus días de incursiones a Kingsbridge han terminado.

William lo reconoció para sus adentros pero simuló no estar de acuerdo.

—Todavía puedo poner sitio a la ciudad.

—Eso ya es una cuestión diferente. Es posible que el rey deje pasar una incursión rápida. Pero un asedio prolongado durante el cual los ciudadanos pueden enviarle un mensaje suplicando que los proteja... podría resultar embarazoso.

—Stephen no actuaría en contra mía —aseguró William—. Me necesita.

Sin embargo no las tenía todas consigo. Al final aceptaría el punto de vista del obispo; pero quería que Waleran se lo ganara a pulso para contraer así una pequeña deuda con él. Luego, haría la petición que le obsesionaba.

Ante ellos surgió una mujer flaca y fea que empujaba delante de sí a una bonita chiquilla de unos trece años, con toda probabilidad hija suya. La madre apartó la pechera del deleznable vestido de la niña para mostrarle sus senos pequeños y todavía sin desarrollar.

—Sesenta peniques —silbó entre dientes.

William sintió que empezaba a excitarse; pero movió negativamente la cabeza y pasó de largo.

La niña prostituta le hizo pensar en Aliena. Cuando la desfloró apenas era una adolescente. Había pasado casi una década pero seguía sin poder olvidarla. Tal vez ya nunca podría tenerla para sí; pero podía impedir que la tuviera otro.

Waleran estaba pensativo. Apenas parecía ver a dónde iba. La gente se apartaba de su camino como si temieran que les rozaran siquiera los faldones de su ropaje negro.

—¿Te has enterado de que el rey tomó Faringdon? —preguntó al cabo de un momento.

—Yo estaba allí.

Había sido la victoria más decisiva de toda la larga guerra civil.

Stephen había capturado a centenares de caballeros y se había adueñado de un gran arsenal. También había obligado a Robert de Gloucester a retirarse al oeste del país. Tan crucial había sido la victoria, que Ranulf de Chester, el viejo enemigo de Stephen en el norte, había depuesto las armas y jurado lealtad al rey.

—Ahora que Stephen está más afirmado, no se mostrará tan tolerante con aquellos barones suyos que libren sus propias guerras —opinó Waleran.

—Es posible —admitió William.

Se preguntaba si era el momento oportuno para mostrarse de acuerdo con Waleran y hacer su petición. Vaciló porque se sentía incómodo. Al hacer aquella petición iba a revelar algo de su alma y aborrecía hacerlo ante un hombre tan despiadado como el obispo Waleran.

—Deberías dejar tranquila a la ciudad de Kingsbridge, al menos por un tiempo —siguió diciendo Waleran—. Tienes la Feria del vellón, sigues teniendo un mercado semanal, aunque algo más pequeño de lo que fue antes. Tienes el negocio de la lana. Y también toda la tierra más fértil del Condado, ya sea directamente bajo tu control o cultivada por tus arrendatarios. Mi situación es también mejor de lo que solía ser. He mejorado mi propiedad y racionalizado mis arrendamientos. He construido mi castillo. Cada vez es menos necesario luchar con el prior Philip..., en el preciso momento en que la situación se está poniendo políticamente peligrosa.

Por toda la plaza del mercado la gente hacía y vendía comida y el aire estaba invadido por los olores. Sopa de especias, pan recién horneado, manjares dulces, jamón cocido, bacón frito, tarta de manzanas. William sentía nauseas.

—Vayamos al castillo —propuso.

Los dos hombres abandonaron la plaza del mercado y caminaron colina arriba. El sheriff iba a darles de almorzar. William se detuvo ante la puerta del castillo.

—Tal vez tengáis razón respecto a Kingsbridge —convino.

—Me alegro de que lo comprendas.

—Pero aún tengo que vengarme de Jack Jackson y vos podéis proporcionarme la ocasión si queréis.

Waleran enarcó, elocuente, una ceja. Su expresión decía que le fascinaba escuchar, pero que no se consideraba en la obligación de hacerlo.

William se lanzó de cabeza.

—Aliena ha solicitado la anulación de su matrimonio.

—Sí, lo sé.

—¿Cuál creéis que será el resultado?

—A lo que parece el matrimonio nunca llegó a consumarse.

—¿Y sólo es preciso eso?

—Creo que sí. Según Graciano, un erudito a quien he estudiado mucho, lo que constituye un matrimonio es el consentimiento mutuo de las dos partes. Pero también mantiene que el acto de unión física "completa" o "perfecciona" el matrimonio. Y dice de manera específica que, si un hombre se casa con una mujer y no copula con ella, y luego se casa con una segunda con la que sí copula, el matrimonio valido es el segundo, es decir, el consumado.

Sin duda la fascinante Aliena había mencionado dicho extremo en su solicitud, si es que la han aconsejado bien, e imagino que lo había hecho el prior Philip. William estaba impaciente ante todas aquellas teorías.

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