Los Pilares de la Tierra (160 page)

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Authors: Ken Follett

Tags: #Novela Histórica

BOOK: Los Pilares de la Tierra
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Golpeó a Alfred una y otra vez con ambos puños. Alfred retrocedía tambaleándose alrededor de la mesa, y hacía un débil intento de protegerse con los brazos levantados. Richard le alcanzó en la barbilla con un potente derechazo y Alfred cayó de espaldas.

Quedó tumbado sobre los junquillos mirando hacia arriba aterrado. Aliena se hallaba asustada por la violencia de su hermano.

—¡Basta ya, Richard! —le gritó.

Él la ignoró por completo y se adelantó para seguir dando puntapiés a Alfred, el cual, de repente, se dio cuenta de que todavía tenía en la mano la daga de Aliena. Esquivó los golpes y, poniéndose rápidamente en pie, atacó con el arma. Richard, cogido por sorpresa, saltó hacia atrás. Alfred se lanzó de nuevo contra él, haciéndole retroceder a través de la habitación. Aliena observó que los dos hombres eran de estatura y constitución semejantes. Richard era un luchador nato pero Alfred tenía un arma. Las fuerzas estaban ya desgraciadamente equilibradas. De repente, Aliena temió por su hermano. ¿Qué pasaría si fuera Alfred quien venciera? Entonces sería ella la que habría de luchar contra Alfred.

Miró en derredor buscando algo con que atacar. Clavó los ojos en el montón de leña que había junto al hogar. Cogió un pesado tronco.

Alfred se lanzó de nuevo contra Richard. Éste le esquivó. Luego, cuando Alfred tenía el brazo tensado, Richard lo agarró por la muñeca y tiró de él. Alfred avanzó hacia delante tambaleándose, perdido el equilibrio. Richard le dio rápidos y repetidos golpes con los puños en el cuerpo y la cara. Richard tenía el rostro contraído en una mueca salvaje, la sonrisa de un hombre que estaba tomándose venganza.

Alfred empezó a gimotear levantando de nuevo los brazos para protegerse.

Richard vaciló jadeante. Aliena pensó que aquello acababa allí. Pero, de repente, Alfred atacó de nuevo con rapidez sorprendente y esa vez la punta de la daga rozó la mejilla de Richard, quien retrocedió de un salto, sintiendo el escozor del rasguño. Alfred avanzó con la daga en alto. Aliena comprendió que iba a matar a su hermano.

Corrió hacia Alfred enarbolando el leño con todas sus fuerzas. No acertó con la cabeza; pero le alcanzó en el hombro derecho. Oyó el crujido al chocar el madero con el hueso. La mano de Alfred quedó inerte por el golpe y se le cayó la daga.

Aquello terminó de una manera espantosamente rápida.

Richard se inclinó, cogió la daga de Aliena y, con ese mismo movimiento, cogiendo a Alfred desprevenido se la hundió en el pecho con terrible fuerza.

La daga se hundió hasta la empuñadura.

Aliena se quedó mirando horrorizada. Había sido un golpe espantoso. Alfred chilló como un cerdo en el matadero. Richard sacó la daga, lo cual hizo brotar la sangre. Alfred abrió la boca para volver a gritar pero sin emitir sonido alguno. La cara se le puso blanca; luego gris y, cerrando los ojos, cayó al suelo. La sangre empapó los junquillos.

Aliena se arrodilló junto a él. Los párpados se agitaron levemente.

Todavía respiraba pero su vida se extinguía. Miró a Richard que estaba en pie respirando con fuerza.

—Se está muriendo —le dijo.

Richard asintió. No parecía muy impresionado.

—He visto morir a hombres mejores —dijo—. Y he matado a hombres que lo merecían menos.

Aliena se sintió turbada ante su frialdad; pero no dijo nada. Acababa de recordar la primera vez que Richard mató a un hombre. Fue después de que William se hubiera apoderado del castillo. Richard y ella iban de camino a Winchester cuando dos ladrones les atacaron. Aliena apuñaló a uno de ellos, pero había obligado a Richard, que sólo tenía quince años, a asestarle el golpe de gracia.
Si es cruel, ¿quién le empujó a ello?
, se dijo sintiéndose culpable.

Observó de nuevo a Alfred. Tenía los ojos abiertos y la contemplaba. Casi se sintió avergonzado de la escasa compasión que le inspiraba ese hombre moribundo. Pensó, mientras le miraba a los ojos, que él jamás se había mostrado compasivo, indulgente ni generoso. Durante toda su existencia había alimentado sus resentimientos y rencores y había disfrutado con acciones vengativas y maliciosas.
Tu vida, Alfred, pudo haber sido diferente
, se dijo.
Pudiste mostrarte cariñoso con tu hermana y perdonar a tu hermanastro que fuera más inteligente que tú. Pudiste haberte casado por amor en lugar de hacerlo por venganza. Pudiste haber sido leal al prior Philip. Pudiste haber sido feliz.

De repente abrió los ojos desmesuradamente.

—¡Dios, qué dolor! —dijo.

Aliena ansiaba que se muriera pronto.

Alfred cerró los ojos.

—Es el final —dijo Richard.

Alfred dejó de respirar.

Aliena se puso en pie.

—Soy viuda.

Alfred fue enterrado en el cementerio del priorato de Kingsbridge.

Así lo había deseado Martha, que era su única pariente consanguínea. También fue la única persona que sintió pena. Alfred jamás había sido bueno con ella, y hubo de refugiarse siempre en su hermanastro Jack en busca de cariño y protección. Sin embargo, quiso que lo enterraran cerca para así poder visitar la tumba. Cuando el ataúd fue descendido a tierra, sólo Martha lloró.

Jack parecía aliviadísimo de que Alfred ya no existiera. Tommy, en pie junto a Aliena, se mostraba muy interesado por todo aquello. Era el primer funeral familiar, y el ritual de la muerte le resultaba nuevo. Sally, muy pálida y asustada, se aferraba a la mano de Martha.

Richard también estaba allí. Dijo a Aliena, durante el oficio, que había acudido para pedir el perdón de Dios por haber matado a su cuñado. Se apresuró a añadir que no era que creyese haber hecho algo malo. Sólo quería estar a salvo.

Aliena, que tenía todavía la cara herida e hinchada por los golpes de Alfred, recordaba al difunto cómo era la primera vez que lo vio.

Había ido a Earlcastle con su padre, Tom Builder, y con Martha, Ellen y Jack. Ya entonces Alfred era el camorrista de la familia, grande, fuerte y bovino, un retorcido trapacero con una vena de bascosidad. Si por aquel entonces Aliena hubiera podido imaginar que acabaría casándose con él se habría sentido tentada de arrojarse desde las almenas. No pensó ni por un momento que volvería a ver a aquella familia una vez que hubieran marchado del castillo. Pero tanto unos como otros habían acabado viviendo en Kingsbridge. Alfred y ella habían creado la comunidad parroquial, que en aquellos momentos era una institución tan importante en la vida de la ciudad. Fue entonces cuando Alfred le pidió que se casara con ella. Ni por un momento se le ocurrió que hubiera podido hacerlo por rivalidad con su hermanastro y no por propio deseo. Entonces le había rechazado. Pero, más adelante, Alfred descubrió cómo manipularla, convenciéndola al fin de que acudiera a tomarlo como esposo, con la promesa de ayudar a su hermano. Rememorando todo ello, Aliena llegó a la conclusión de que Alfred se merecía toda la frustración y humillación derivada de su matrimonio. Sus motivos habían sido crueles y merecido el desamor recibido.

Aliena no podía evitar sentirse feliz. Ya no había motivo para que se fuera a vivir a Winchester. Jack y ella se casarían de inmediato. Durante el funeral, adoptó una expresión solemne y, pese a las ideas graves que ocupaban su mente, su corazón rebosaba de gozo. Philip, con su capacidad al parecer ilimitada para perdonar a quienes le habían traicionado, consintió en enterrar allí a Alfred. Mientras los cinco adultos y los dos niños permanecían en pie ante la tumba abierta, llegó Ellen.

Philip estaba disgustado. Aquella mujer había maldecido una boda cristiana y su presencia en el recinto del priorato no era bienvenida. Claro que no podía impedirle que asistiera al funeral de su hijastro. Y, como los ritos habían llegado a su fin, Philip se limitó a retirarse. Aliena lo sentía de veras. Tanto Philip como Ellen eran buenas personas y consideraba una pena que existiera enemistad entre ellos. Pero es que eran buenos de distinta manera, y ambos se mostraban intolerantes con la ética del otro.

Ellen había envejecido. Mostraba más arrugas en la cara y tenía el pelo más canoso. Pero conservaba sus hermosos ojos dorados. Llevaba una túnica de piel, de confección rústica, sin nada más, ni siquiera zapatos. Tenía los brazos y piernas bronceados y musculosos. Tommy y Sally corrieron a besarla. Jack los siguió y la abrazó, apretándola con fuerza.

Ellen ofreció la mejilla a Richard para que la besara.

—Hiciste lo que debías. No te sientas culpable —le alentó.

Permaneció en pie al borde de la tumba mirando hacia el interior.

—Fui su madrastra. Me hubiera gustado saber cómo hacerle feliz —declaró.

Al apartarse de la tumba. Aliena la abrazó.

Luego, se alejaron caminando despacio.

—¿Quieres quedarte a almorzar? —preguntó Aliena a Ellen.

—Me agradará mucho. —Alborotó el pelo rojo de Tommy—. Deseo charlar con mis nietos. Crecen tan deprisa. Cuando conocí a Tom Builder, Jack tenía la edad de Tommy. —Se estaban acercando a la puerta del priorato—. Los años parecen pasar con más rapidez a medida que te vas haciendo mayor. Creo.

Se interrumpió a mitad de la frase y se detuvo.

—¿Qué pasa? —preguntó Aliena.

Ellen miraba a través de la puerta del priorato que estaba abierta.

La calle se encontraba desierta salvo por un puñado de chiquillos, arracimados en la parte más alejada y con los ojos clavados en algo oculto a la vista.

—¡No salgas, Richard! —le advirtió rápida Ellen.

Todos se detuvieron y Aliena pudo ver lo que la había alarmado.

Los niños parecían estar mirando algo o a alguien que se encontrara esperando en el exterior, oculto por el muro.

Richard reaccionó con celeridad.

—Es una estratagema —dijo.

Y, sin pensarlo dos veces, dio media vuelta y echó a correr.

Un momento después, una cabeza con casco se asomó por la puerta. Pertenecía a un corpulento hombre de armas. Al ver a Richard correr hacia la iglesia, dio la alarma y se precipitó al interior del recinto. Le siguieron tres, cuatro, cinco o más hombres.

El grupo que había asistido al funeral se dispersó. Los hombres, ignorándolos por completo, corrieron tras Richard. Aliena estaba asustada y confundida. ¿Quién se atrevería a atacar al conde de Shiring abiertamente y en un priorato? Contuvo el aliento mientras los veía perseguir a Richard a través del recinto. Éste saltó el muro bajo que los albañiles estaban construyendo. Sus perseguidores lo saltaron a su vez, sin importarles, al parecer, hacer irrupción en una iglesia. Los artesanos se quedaron inmóviles, con las trullas y los martillos en alto; primero ante Richard; luego, frente a sus perseguidores. Uno de los aprendices más jóvenes y de impulsos más rápidos, alargó una pala e hizo tropezar a uno de los hombres de armas, el cual salió por los aires. Pero nadie más intervino. Richard llegó junto a la puerta que conducía a los claustros. El perseguidor que estaba más cerca de él levantó la espada sobre su cabeza. Por un terrible momento, Aliena pensó que la puerta estaría aherrojada y que Richard no lograría entrar. El hombre de armas, descargó su espada sobre Richard pero, en ese preciso momento, éste abrió la puerta y pasó. La espada se clavó en la madera al cerrarse ésta.

Aliena respiró de nuevo.

Los hombres de armas se agruparon frente a la puerta del claustro y luego miraron inseguros en derredor. De repente, pareció que se daban cuenta de dónde se encontraban. Los artesanos les dirigían miradas hostiles sopesando sus hachas y martillos. Había cerca de un centenar de trabajadores y sólo cinco hombres de armas.

—¿Quiénes diablos son estas gentes? —preguntó furioso Jack.

—Son los hombres del sheriff —le contestó una voz a sus espaldas.

Aliena dio media vuelta irritada. Conocía aquella voz demasiado bien, por desgracia. Allí, junto a la puerta, montando un nervioso garañón negro, armado y con cota de malla, se encontraba William Hamleigh. Sólo de verle sintió un escalofrío.

—Largo de aquí, despreciable insecto.

William enrojeció ante el insulto pero no se movió.

—Ha venido a hacer un arresto.

—Adelante. Los hombres de Richard te harán pedazos.

—No tendrá hombres cuando esté en prisión.

—¿Quién te crees que eres? ¡Un sheriff no puede encarcelar a un conde!

—Sí puede cuando se trata de asesinato.

Aliena lanzó una exclamación entrecortada. Comprendió de inmediato lo que tramaba la mente retorcida de William.

—¡No ha habido asesinato! —explotó.

—Lo ha habido —afirmó William—. El conde Richard asesinó a Alfred Builder. Y ahora tengo que informar al prior Philip de que está protegiendo a un asesino.

William espoleó a su caballo, pasó junto a ellos y atravesó hasta el extremo oeste de la nave en construcción. Se dirigió al patio de la cocina, donde eran recibidos los seglares. Aliena le seguía con la mirada incrédula. Era tan diabólico que resultaba difícil de creer. El pobre Alfred, al que acababan de enterrar, había hecho mucho daño por su falta de seso y debilidad de carácter. Su maldad resultaba más trágica que otra cosa. Pero William era un auténtico servidor del diablo.
¿Cuándo nos veremos libres de este monstruo?
, se preguntó Aliena.

Los hombres de armas se reunieron con William en el patio de la cocina y uno de ellos golpeó la puerta con la empuñadura de su espada. Los constructores habían abandonado su trabajo y se encontraban allí en pie, todos reunidos, mirando desafiantes a los intrusos. Tenían un aspecto peligroso con sus pesados martillos y sus aguzados cinceles. Aliena dijo a Martha que se llevara a los niños a casa. Jack y ella permanecieron junto a los constructores.

El prior Philip acudió a la puerta de la cocina. Era de menor estatura que William, y con su ligero hábito de verano parecía aún más pequeño en comparación con aquel robusto hombre a caballo, con cota de malla. Pero el rostro de Philip revelaba una ira tan justa que le hacía parecer más formidable.

—Estáis acogiendo a un fugitivo —dijo William.

—¡Abandona este lugar! —le interrumpió con voz estentórea.

William lo intentó de nuevo.

—Ha habido un asesinato.

—¡Sal de mi priorato inmediatamente! —le gritó Philip.

—Soy el sheriff.

—Ni siquiera el rey puede introducir hombres violentos en el recinto de un monasterio. ¡Fuera de aquí! ¡Fuera de aquí!

Los constructores, furiosos, empezaron a murmurar entre sí. Los hombres de armas los miraban con cierto nerviosismo.

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