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Authors: Ken Follett

Tags: #Novela Histórica

Los Pilares de la Tierra (89 page)

BOOK: Los Pilares de la Tierra
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El canal constituía el borde del campo de batalla. Philip observó al ejército del rey Stephen saliendo de la ciudad en desordenado tropel y, ya en la serranía, formar tres perfectas columnas. El prior vio que Stephen había colocado a los condes a su derecha porque ofrecían un mayor colorido con sus túnicas rojas y amarillas y sus llamativos estandartes. También eran los más activos, pues cabalgaban arriba y abajo, dando órdenes, celebrando consultas y haciendo planes. Los miembros del grupo situado a la izquierda del rey, en la ladera de la serranía que descendía hasta el canal, iban vestidos con tonos mortecinos, grises y marrones, tenían menos caballos y no mostraban tanta actividad, reservando sus energías. Ésos debían ser los mercenarios.

Más allá del ejército de Stephen, donde la línea del canal se hacía borrosa y se fundía con los setos vivos, el ejército enemigo cubría los campos como un enjambre de abejas. En un principio, daba la impresión de que se mantenían estacionados. Pero luego, cuando volvió a mirar al cabo de un rato, descubrió que se hallaban más cerca. Y, si se concentraba un poco, podía ver ya cómo se movían. Se preguntaba qué fuerza tendrían. Según todos los indicios, ambos ejércitos estaban a la par.

No había nada que Philip pudiera hacer para influir sobre el resultado, una situación que solía sacarle de quicio. Intentó tranquilizar su espíritu y mostrarse fatalista. Si Dios quería una nueva catedral en Kingsbridge, haría que Robert de Gloucester derrotara en esa batalla al rey Stephen. Así, él podría pedir a la victoriosa emperatriz Maud que le devolviese la cantera y le permitiera abrir de nuevo el mercado. Si, por el contrario, Stephen derrotara a Robert, no tendría más remedio que aceptar la voluntad de Dios, renunciar a sus ambiciosos planes y dejar, una vez más, que Kingsbridge fuera declinando hasta una adormecida oscuridad.

Por mucho que lo intentara, a Philip no le era posible pensar en esa posibilidad. Quería que Robert venciera.

Un fuerte viento azotó las torres de la catedral, amenazando con derribar a los espectadores más débiles y arrojarlos al cementerio que estaba debajo. El viento era glacial. Philip sintió escalofríos y se arrebujó en la capa.

Los dos grupos se encontraban ya bastante cerca uno del otro.

El ejército rebelde se detuvo cuando se hallaba a una milla más o menos de la primera línea de las huestes del rey. Era irritante poder verlos así, en conjunto, sin lograr distinguir detalle alguno. William quería saber hasta qué punto iban bien armados, si marchaban al encuentro animados y agresivos, o cansados y reacios. Incluso le interesaba su estatura. Seguían avanzando con un lento serpentear, como si los que formaban la retaguardia, víctimas de la misma ansiedad que embargaba a William, quisieran adelantarse para echar una ojeada al enemigo.

En el ejército de Stephen, los condes y los caballeros que iban montados se alinearon lanza en ristre, como si estuvieran en un torneo, a punto de empezar las justas. William, reacio, envió a la retaguardia a todos los caballos de su contingente. Dijo a los escuderos que no volvieran a la ciudad, sino que mantuvieran allí a las cabalgaduras por si acaso las necesitaban... Se refería, por supuesto, a si las necesitaban para huir; pero no lo dijo. Si se perdía una batalla, siempre era preferible correr que morir.

Hubo un tiempo de calma durante el cual parecía que la lucha jamás iba a empezar. Paró el viento y los caballos se calmaron. No así los hombres. El rey Stephen se quitó el casco y se rascó la cabeza. William se sintió inquieto. Lo de luchar estaba muy bien; pero pensar en ello le producía nauseas.

Luego, sin motivo aparente, el ambiente volvió a ser tenso. Alguien lanzó un grito de guerra. Todos los caballos se mostraron de pronto espantadizos. Se inició un vítor que quedó al punto ahogado por el estruendo de los cascos. La batalla había comenzado. William percibió el olor acre y penoso del miedo.

Miró en derredor, en su desesperado intento de averiguar lo que estaba ocurriendo. Pero la confusión reinaba por doquier y, al ir a pie, tan sólo podía ver lo que tenía a su lado. Los condes, a la derecha, parecían haber iniciado la batalla al cargar contra el enemigo. Era de presumir que las fuerzas que se enfrentaban a ellos, el ejército de los nobles desheredados del conde Robert, estuvieran respondiendo de la misma manera, cargando en formación. Casi de inmediato, le llegó un grito desde la izquierda y, al volverse, William vio que aquellos de los mercenarios bretones que todavía montaban caballos los estaban espoleando para que avanzasen. Ante aquello, se alzó una terrorífica cacofonía en el sector correspondiente del ejército enemigo, seguramente la chusma galesa. No podía ver de qué lado se hallaba la ventaja.

Había perdido de vista a Richard.

De detrás de las filas enemigas, salieron disparadas docenas de flechas semejantes a una bandada de pájaros. Cayendo por todas partes. William aborrecía las flechas porque mataban al azar. El rey Stephen rugió un grito de guerra y se lanzó a la carga. William desenvainó su espada y corrió hacia delante. Pero los jinetes a derecha e izquierda se habían desplegado en su avance, situándose entre él y el enemigo.

A su derecha, se produjo un ensordecedor estruendo de hierro contra hierro, y el aire se impregnó de un olor metálico que conocía bien. Los condes y los desheredados se habían incorporado a la batalla. Todo cuanto William podía ver era hombres y caballos chocando, dando vueltas, cargando y cayendo. Los relinchos de los animales se confundían con los gritos de guerra de los combatientes y, en alguna parte, entre todo aquel ruido, William podía oír ya los chillidos espantosos, que helaban la sangre, de los heridos agonizantes. Albergó la esperanza de que Richard fuera uno de los que gritaban.

William miró a la izquierda y quedó horrorizado el ver que los bretones estaban retrocediendo ante las clavas y las hachas de la salvaje horda galesa. Éstos habían enloquecido. Gritaban, chillaban y se pateaban los unos a los otros en su avidez por alcanzar al enemigo. Tal vez les impulsara su codicia por saquear la opulenta ciudad. Los bretones, sin más perspectiva que les sirviera de acicate que otra semana de paga, luchaban a la defensiva cediendo terreno. William se sintió asqueado. Se sentía frustrado al no haber podido siquiera descargar un solo golpe. Le rodeaban sus caballeros y, delante de él, estaban los caballos de los condes y los bretones. Forzó el paso al lado del rey y un poco adelantado. Se peleaba por todas partes. Caballos derribados, hombres enfrentados mano a mano como gatos enfurecidos, el ensordecedor chocar de las espadas y el olor dulzón de la sangre. Pero William y el rey Stephen se encontraron, por un momento, inmovilizados en una zona muerta.

Philip lo veía todo; pero no comprendía nada. No tenía la menor idea de lo que estaba pasando. Sólo apreciaba una gran confusión. Espadas centelleantes, caballos cargando, estandartes ondeando y cayendo, y los ruidos de batalla que, arrastrados por el viento, le llegaban en sordina, a causa de la lejanía. Aquello era demencial y desolador. Algunos hombres caían y morían; otros se levantaban de nuevo y volvían a la lucha. Pero le resultaba imposible saber quién llevaba ventaja.

—¿Qué está sucediendo? —preguntó un sacerdote de la catedral que se hallaba en pie junto a Philip y que llevaba un abrigo de piel.

—No logro saberlo —respondió el prior moviendo la cabeza.

Pero mientras hablaba, percibió un movimiento. Por el lado izquierdo del campo de batalla, algunos hombres bajaban corriendo la colina en dirección al canal. Eran mercenarios andrajosos y por lo que Philip podía ver, los que huían eran los hombres del rey y quienes los perseguían eran los mercenarios tribales y pintarrajeados del ejército atacante. Hasta allí llegó el grito victorioso de los galeses. Philip sintió levantársele el ánimo. ¡Ya estaban ganando a los rebeldes!

Entonces, se produjo un cambio de marea en el otro lado. A la derecha, donde luchaban los hombres a caballo, dio la impresión de que el ejército del rey retrocedía. La retirada llegó a convertirse en descarada huida. Fueron muchos los hombres del rey que hicieron volver a sus caballos y empezaron a alejarse del campo de batalla. Philip se dijo exaltado:
¡Debe ser la voluntad de Dios!

¿Era posible que todo hubiera terminado tan pronto? Los rebeldes avanzaban por los dos flancos. Pero el centro seguía resistiendo con firmeza. Los hombres que rodeaban al rey Stephen luchaban con mayor fiereza que los que estaban situados a ambos lados. ¿Serían capaces de contener el torrente? Tal vez Stephen y Robert de Gloucester lucharan frente a frente, un combate en solitario de los líderes podía a veces solventar la cuestión, pese a lo que estuviera ocurriendo en el campo de batalla. La cuestión todavía no había quedado resuelta.

La marea creció con aterradora rapidez. En un determinado momento, los dos ejércitos se encontraron igualados, ambos luchando de manera feroz. Al instante siguiente, los hombres del rey retrocedían con rapidez. William se sintió muy descorazonado. A su izquierda, los mercenarios bretones bajaban corriendo la colina perseguidos hasta dentro del canal por los galeses. A su derecha, los condes, con sus caballos de guerra y sus estandartes, se batían en retirada tratando de escapar hacia Lincoln. Tan sólo el centro ofrecía resistencia. El rey Stephen se batía denodadamente, descargando su espada a diestro y siniestro y los hombres de Shiring luchaban como manadas de lobos en derredor suyo. Pero la situación era insostenible. Si los flancos seguían retirándose, el rey pronto se encontraría rodeado. William quería que Stephen retrocediera. Pero el monarca era más valiente que prudente y siguió luchando tenaz.

William advirtió que el centro de la batalla se desplazaba hacia la izquierda. Miró alrededor y vio que los mercenarios flamencos avanzaban desde atrás y caían sobre los galeses, los cuales se vieron forzados a dejar de perseguir a los bretones colina abajo y hubieron de dar la vuelta para defenderse. Por un momento se estableció una refriega. Luego, los hombres de Ranulf de Chester, en el centro de la primera línea del enemigo, atacaron a los flamencos, que se encontraron emparedados entre ellos y los galeses. Al ver el repliegue, el rey Stephen apremió a sus hombres para que avanzaran. William pensó que acaso Ranulf había cometido una equivocación. Si ahora las fuerzas del rey se cernieran sobre los hombres de Ranulf, sería éste quien quedaría inmovilizado entre ambos lados.

Uno de los caballeros de William cayó a los pies de éste, que de repente se encontró en pleno combate.

Un robusto norteño con la espada ensangrentada arremetió contra William, que esquivó la estocada con facilidad. No había gastado fuerzas y, en cambio, su adversario estaba ya cansado. William atacó buscando la cara del hombre, falló y paró otra estocada. Luego, levantó bien alta la espada, exponiéndose deliberadamente a otro ataque, y cuando el otro hombre avanzó, como era de esperar, para su nuevo ataque, William lo esquivó una vez más y sujetando la empuñadura de la espada con ambas manos, la descargó sobre el hombro de su contrincante. El golpe le partió la armadura y le rompió la clavícula. Rodó por el suelo.

En ese instante, William disfrutó jubiloso. Ya no sentía miedo.

—¡Venid aquí, perros! —rugió.

Otros dos caballeros ocuparon el lugar del que había caído y atacaron a William al mismo tiempo. Los mantuvo alejados; pero se vio obligado a retroceder.

Hubo un movimiento a su derecha y uno de sus adversarios hubo de hacerse a un lado para defenderse de un hombre de rostro congestionado. Iba armado con una clava y parecía un carnicero enloquecido. De esa manera, William ya sólo tuvo que ocuparse de un atacante. Se abalanzó sobre él con una mueca salvaje. A su adversario lo dominó el pánico y empezó a dar estocadas sin orden ni concierto, dirigidas a la cabeza de William, el cual las esquivó y hundió la daga en el muslo del hombre, justo debajo del borde de su chaqueta corta de malla. Al doblársele la pierna, el hombre cayó.

Una vez más, William se había quedado sin adversario. Permaneció allí, inmóvil, respirando de forma entrecortada. Por un instante, había creído que el ejército del rey iba a ser derrotado, pero se había rehecho y por el momento ninguno de los dos contendientes parecía llevar ventaja. Miró a su derecha preguntándose qué sería lo que había desviado la atención de uno de sus contrarios. Y entonces pudo ver, atónito, que los ciudadanos de Lincoln estaban presentando al enemigo dura batalla. Tal vez se debiera a que lo que defendían eran sus propios hogares. Pero ¿quién los había reunido después de que los condes hubieran huido en ese flanco? Su pregunta obtuvo rápida respuesta. Para su consternación, vio a Richard de Kingsbridge montado en su caballo de guerra urgiendo y animando a la lucha a los ciudadanos. Si el rey llegara a ver a Richard comportándose con bravura, todo el trabajo de William habría sido en vano. En aquel momento el rey se encontró con la mirada del joven caballero y agitó la mano a modo de aliento. William lanzó un rabioso juramento.

Al rehacerse las fuerzas de los ciudadanos, se alivió la presión sobre el rey, pero sólo durante un momento. Por la izquierda, los hombres de Ranulf habían provocado la desbandada de los mercenarios flamencos y, en aquellos instantes, éste se lanzaba hacia el centro de las fuerzas defensoras. Al propio tiempo, los llamados desheredados concentraban sus fuerzas contra Richard. La lucha se hizo encarnizada.

Un hombre inmenso, enarbolando un hacha de combate, atacó a William, quien lo esquivó con un movimiento desesperado, temiendo de repente por su vida. A cada acometida del hacha, William retrocedía de un salto, dándose cuenta aterrado de que todo el ejército del rey retrocedía a su vez al mismo ritmo. A su izquierda, los galeses volvían a subir por la colina y empezaron a arrojar piedras. La acción resultaba ridícula, pero era efectiva, porque ahora William había de vigilar, por una parte las piedras que llovían por doquier, y, por la otra, defenderse contra el gigante que blandía el hacha de combate. Parecía como si hubiera muchos más enemigos que antes, y William comprendió, abatido, que aquellos efectivos superaban en mucho a los hombres del rey. Sintió la garganta agarrotada por un miedo histérico al darse cuenta de que la batalla estaba perdida y que él se encontraba en peligro mortal. El rey debería huir ya. ¿Por qué diablos seguía luchando? Era demencial. Lo matarían. ¡Los matarían a todos! Se impusieron los instintos de lucha de William y, en lugar de retroceder como había estado haciendo, saltó hacia delante dirigiendo su espada a la cara del hombre. Lo alcanzó en el cuello, justo debajo de la barbilla. Hundió la espada con fuerza. El hombre cerró los ojos. Por un instante William sintió un alivio agradecido. Sacó la espada y esquivó rápido el hacha que caía de las manos del hombre muerto.

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