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Authors: Ken Follett

Tags: #Novela Histórica

Los Pilares de la Tierra (91 page)

BOOK: Los Pilares de la Tierra
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Otro soldado salió arrastrando a una mujer por el pelo. Era de mediana edad y, probablemente, la esposa del judío.

—Dinos dónde está el dinero o le meteré la espada por el culo —vociferó el primero de los hombres. Levantó la falda de la mujer, dejando al descubierto el vello grisáceo y apuntando una larga daga a su pubis.

Philip estaba a punto de intervenir, pero el viejo cedió de inmediato.

—No le hagáis daño. El dinero está en la parte de atrás —dijo con tono apremiante—. Se halla enterrado en el jardín, junto a la pila de leña... Soltadla, por favor.

Los tres hombres entraron corriendo en la casa. La mujer ayudó a su marido a levantarse. Otro grupo de jinetes cabalgó con estruendo por la angosta calle. Philip se apresuró a quitarse de la vista. Cuando volvió a salir, los dos judíos habían desaparecido.

Un joven con armadura bajó, desolado, por la calle, intentando salvar la vida, perseguido por tres o cuatro galeses. El primero de los perseguidores enarboló su espada y alcanzó al fugitivo en la pantorrilla. A Philip no le pareció que la herida fuera profunda; pero resultó suficiente para que el joven tropezara y cayera al suelo. Otro de los perseguidores llegó junto al caído y balanceó un hacha de combate. Philip se adelantó con el corazón en la boca.

—¡Detente! —gritó.

El hombre levantó el hacha.

Philip se precipitó sobre él.

El agresor descargó el hacha; pero Philip le empujó en el último momento. La afilada hoja resonó al chocar contra el pavimento de piedra, a un palmo de la cabeza de la víctima. El atacante recuperó el equilibrio y se quedó mirando asombrado a Philip, el cual le devolvió la mirada con firmeza, intentando no temblar y deseando poder recordar algunas palabras en galés. Antes de que ninguno hiciera el menor movimiento, los otros dos perseguidores llegaron junto a ellos, y uno le dio un fuerte empujón a Philip, derribándolo. Eso fue lo que le salvó la vida, como pudo apreciar un instante después. Cuando se recuperó, todos se habían olvidado de él. Con un salvajismo increíble, estaban dando muerte al pobre muchacho que yacía en el suelo. Philip se puso en pie a duras penas. Era ya demasiado tarde; sus martillos y hachas seguían golpeando un cadáver.

—Si no puedo salvar a nadie, ¿para qué me habéis enviado aquí? —gritó airado levantando los ojos al cielo.

A modo de respuesta, oyó un grito procedente de una casa cercana. Era un edificio de una sola planta, de madera y piedra, no tan costoso como los que lo rodeaban. La puerta estaba abierta y Philip entró corriendo. Había dos habitaciones, con un arco entre ambas y paja sobre el suelo. En un rincón, se acurrucaba aterrorizada una mujer con dos niños pequeños. Tres soldados se encontraban en el centro de la casa enfrentándose a un hombre menudo y calvo. En el suelo, yacía una joven de unos dieciocho años. Le habían rasgado el traje de arriba abajo y uno de los agresores estaba arrodillado sobre ella, sujetándole los muslos abiertos. Era evidente que el hombre trataba de evitar que violaran a su hija. Al entrar Philip, el padre se lanzó contra uno de los soldados, el cual lo apartó de un manotazo. Retrocedió tambaleándose. El soldado hundió su espada en el abdomen del padre. La mujer del rincón gritó como un alma en pena.

—¡Deteneos! —vociferó Philip.

Lo miraron como si estuviera loco.

—¡Todos iréis al infierno si hacéis eso! —sentenció intentando hablar con el tono más autoritario.

El que había matado al padre levantó su espada para descargarla sobre él.

—Un momento —dijo el hombre que se encontraba en el suelo y que seguía sujetando las piernas de la muchacha—. ¿Quién eres tú, monje?

—Soy Philip de Gwynedd, prior de Kingsbridge y, en el nombre de Dios, te ordeno que dejes tranquila a esa muchacha si es que estimáis en algo vuestras almas inmortales.

—¡Un prior! Eso me pareció —dijo el hombre del suelo—. Vale un buen rescate.

—Ve al rincón con la mujer, que es tu sitio —dijo el primero de los hombres envainando la espada.

—No pongáis vuestras manos sobre los hábitos de un monje —ordenó Philip intentando mostrarse peligroso; pero él mismo escuchaba una nota de desesperación en su voz.

—Llévatelo al castillo, John —dijo el hombre que estaba todavía sentado sobre la muchacha, y que parecía ser el jefe.

—Vete al infierno —contestó John—. Antes quiero joderla yo también.

Agarró a Philip por los brazos antes de que pudiera resistirse y lo arrojó al rincón. El monje cayó al suelo junto a la madre.

El hombre llamado John se levantó la parte delantera de la túnica y cayó sobre la joven.

La madre volvió la cabeza y empezó a sollozar.

—¡No lo permitiré! —exclamó Philip.

Se puso en pie, cogió al violador por el pelo y lo apartó de la joven.

El tercer hombre levantó una cachiporra. Philip vio venir el golpe; pero ya era demasiado tarde. La cachiporra cayó sobre su cabeza. Por un instante, sintió un dolor espantoso; luego, todo se hizo negro y perdió la conciencia antes de caer al suelo.

Los prisioneros fueron llevados al castillo y encerrados en jaulas de madera, estrechas y de la altura de un hombre. En lugar de paredes compactas, tenían postes verticales, poco separados entre sí, pero que permitían al carcelero vigilar su interior. En época normal, cuando se utilizaban para encerrar a ladrones, asesinos y herejes, solía haber una o dos personas por jaula. En aquellos momentos, los rebeldes tenían encerrados ocho o diez en cada una de ellas, y todavía quedaban más prisioneros. A estos últimos los ataron juntos y los condujeron a un lugar aislado del castillo. Habrían podido escapar con bastante facilidad; pero no lo hicieron, quizás porque se sentían más seguros allí que fuera, en la ciudad.

Philip se sentó en un rincón de una de las jaulas, con un espantoso dolor de cabeza. Se consideraba un loco y un fracasado. A fin de cuentas, había resultado tan inútil como el cobarde obispo Alexander. No había salvado una sola vida ni evitado un solo golpe. Sin él, los ciudadanos de Lincoln no habrían estado peor. A diferencia del abad Peter, se había visto impotente para detener la violencia. Se dijo que, sencillamente, él no era el mismo tipo de hombre.

Y, lo que era peor aún, en su vano intento por ayudar a los ciudadanos, era muy posible que hubiera perdido toda probabilidad de obtener concesiones de la emperatriz Maud cuando se convirtiera en su soberana. En aquellos momentos, era prisionero de su ejército. Por lo tanto, se daría por sentado que había estado al lado de las fuerzas del rey Stephen. El priorato de Kingsbridge tendría que pagar un rescate para su liberación. Lo más probable era que todo aquel asunto llegara a conocimiento de Maud, en cuyo caso ésta no mostraría buena disposición hacia él. Se sentía enfermo, decepcionado y torturado por los remordimientos.

Durante todo aquel día, fueron llegando más prisioneros. La afluencia cesó alrededor de la caída de la noche. Pero el saqueo de la ciudad continuaba fuera de los muros del castillo. Philip podía oír gritos, las voces bárbaras y los ruidos de destrucción. Hacia la media noche, cesaron todos los ruidos, seguramente porque los soldados estaban tan borrachos con el vino robado y tan saciados de violaciones y violencia que ya ni siquiera podían causar más daño. Algunos de ellos entraron tambaleándose en el castillo, fanfarroneando de sus triunfos, peleándose entre sí y vomitando sobre la hierba, hasta quedar agotados y dormidos.

Philip también durmió, aunque no tenía espacio suficiente para tumbarse y hubo de hacerlo en un rincón de la jaula con la espalda apoyada en los barrotes de madera. Se despertó con el alba, temblando de frío; pero, gracias a Dios, se le había calmado el dolor de cabeza reduciéndose a una sorda molestia. Se levantó para estirar las piernas y se dio golpes en el cuerpo con los brazos para entrar en calor. Las cuadras abiertas mostraban a hombres durmiendo en los cubículos, mientras los caballos se encontraban atados afuera. A través de la puerta de la panadería y del sótano de la cocina, aparecían pares de piernas. Los pocos soldados que permanecían sobrios habían levantado tiendas. Se veían caballos por todas partes. En la esquina sureste del castillo se encontraba la torre del homenaje, un castillo dentro del castillo, construida sobre un alto montículo. Sus potentes muros de piedra rodeaban media docena o más de edificios de madera. Los condes y los caballeros del lado de los vencedores se encontrarían allí durmiendo después de haber hecho su propia celebración.

El pensamiento de Philip se centró de nuevo en las implicaciones de la batalla del día anterior. ¿Significaría aquella que la guerra había terminado? Era muy probable. Stephen tenía una esposa, la reina Matilda, que acaso siguiera con la lucha. Era condesa de Boulogne y, con sus caballeros franceses, había tomado el castillo Dover durante los comienzos de la guerra. Ahora, controlaba gran parte de Kent en beneficio de su marido. Sin embargo, le resultaría difícil reunir el apoyo de los barones mientras Stephen estuviera cautivo. Era posible que resistiera por un tiempo en Kent, pero no cabía esperar que realizara avance alguno.

Sin embargo, aún no habían terminado los problemas de Maud. Todavía tenía que consolidar su victoria militar, obtener la aprobación de la Iglesia y ser coronada en Westminster. Pese a todo, con decisión y cierta prudencia era posible que saliera triunfante.

Y ésas eran buenas noticias para Kingsbridge, o deberían serlo si Philip lograra salir de allí sin estar marcado como partidario de Stephen.

No había sol, pero el ambiente fue haciéndose algo más cálido a medida que avanzaba el día. Los compañeros de prisión de Philip fueron despertándose; se quejaban de dolores y molestias. La mayoría de ellos habían recibido al menos golpes, y se sentían peor después de una noche fría con el mínimo cobijo del techo y los maderos de la jaula. Algunos eran ciudadanos acaudalados y otros caballeros capturados durante la batalla. Cuando la mayoría de ellos estuvieron despiertos Philip preguntó:

—¿Sabe alguien qué le ha ocurrido a Richard de Kingsbridge?

Por Aliena esperaba que Richard hubiera sobrevivido.

—Luchó como un león... Al ponerse las cosas mal, reunió a los ciudadanos —respondió un hombre con un vendaje ensangrentado en la cabeza.

—¿Murió o ha sobrevivido?

—Cuando llegó el final no lo vi —dijo el hombre, agitando despacio la cabeza herida.

—¿Y qué le pasó a William Hamleigh?

Sería un bendito alivio que William hubiese caído.

—Estuvo junto al rey durante casi toda la batalla. Pero luego huyó... Lo vi a caballo, atravesando raudo los campos, muy por delante del grupo.

—¡Ah!

Se esfumó la débil esperanza. Los problemas de Philip no se resolverían con tanta facilidad.

La conversación fue extinguiéndose y en la jaula reinó el silencio. Afuera, los soldados empezaban a moverse, tratando de vencer sus resacas, comprobando su botín, asegurándose de que sus rehenes seguían cautivos y cogiendo su desayuno de la cocina. Philip se preguntaba si darían de comer a los prisioneros. Tenían que hacerlo, se dijo; de lo contrario, morirían y no cobrarían rescate alguno. ¿Pero quién aceptaría la responsabilidad de alimentar a toda aquella gente? Eso le indujo a pensar cuanto tiempo iba a estar allí. Sus aprehensores enviarían un mensaje a Kingsbridge exigiendo un rescate. Los hermanos enviarían a uno de sus miembros para negociar su liberación. ¿A cuál de ellos? Milius sería el mejor; pero Remigius, que en su calidad de sub-prior estaba a cargo del priorato durante la ausencia de Philip, enviaría a alguno de sus incondicionales; hasta era posible que acudiera él mismo. Remigius actuaría con extrema lentitud, pues era incapaz de una acción rápida y decisiva, ni siquiera en su propio interés. Podrían pasar meses. Philip se sintió cada vez más pesimista.

Otros prisioneros tuvieron mejor fortuna. Poco después de la salida del sol, empezaron a llegar las mujeres, los hijos y los parientes de los cautivos, en un principio temerosos y vacilantes, y luego más seguros de sí mismos, para negociar el rescate de las personas queridas. Solían regatear durante un rato con los aprehensores, alegando su falta de dinero, ofreciendo joyas baratas u otros objetos. Hasta que, al fin, llegaban a un acuerdo, se iban y volvían poco después con el rescate convenido, por lo general dinero. Crecían sin cesar los montones del botín, y las jaulas empezaban a vaciarse.

Hacia mediodía, la mitad de los prisioneros habían salido. Philip supuso que serían gentes de la localidad. Los que quedaban debían proceder de ciudades lejanas y se trataba probablemente de los caballeros capturados durante la batalla. Aquella suposición quedó confirmada al aparecer el alguacil del castillo y preguntar los nombres de cuantos allí quedaban. La mayoría de ellos eran caballeros del sur. Philip observó que, en una de las jaulas, no había más que un hombre, y estaba sujeto a un cepo, como si alguien quisiera asegurarse por partida doble contra el riesgo de fuga. Luego de mirar durante algunos minutos a aquel prisionero tan especial, Philip se dio cuenta de quién era.

—¡Mirad! —dijo a sus tres compañeros de jaula—. Ese hombre que está ahí solo. ¿Es quien creo que es?

Los otros lo miraron.

—¡Por Cristo, es el rey! —exclamó uno de ellos.

Los demás asintieron.

Philip se quedó mirando al hombre de pelo leonado, lleno de barro, con las manos y los pies sujetos cruelmente con los tornillos del cepo. Su aspecto no se diferenciaba del de cualquiera de ellos. El día anterior era el rey de Inglaterra. El día anterior había negado una licencia de mercado a Kingsbridge. Hoy no podía ponerse en pie sin la ayuda de alguien. El rey había recibido su merecido; aunque, de todas maneras, Philip sentía lastima por él.

A primera hora de la tarde, llevaron alimento a los prisioneros. Eran los restos tibios de la comida cocinada para los combatientes. No obstante, se lanzaron voraces sobre ella. Philip se contuvo y dejó a los otros la mayor parte, ya que consideraba el hambre como una baja debilidad a la que uno había de resistirse de cuando en cuando. Cualquier ayuno obligado le parecía una oportunidad de mortificación de la carne.

Cuando se encontraban rebañando la escudilla, hubo un brote de actividad en la torre del homenaje de la que salió un grupo de condes. Philip observó que dos de ellos caminaban un poco adelantados a los otros, que los trataban con deferencia. Tenían que ser Ranulf de Chester y Robert de Gloucester. Pero Philip no sabía quién era cada uno.

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