Bruscamente, Niémans percibió un pequeño trote, como en un sueño. El perro era todo músculos, su corto pelaje brillaba bajo la llovizna. Sus ojos, dos bolas de laca oscura, miraban fijamente al policía. Se acercaba, meneando las ancas. El oficial se inmovilizó. El perro siguió aproximándose. Su hocico húmedo temblaba. De repente, se puso a gruñir. Sus ojos centellearon. Había sentido miedo. El miedo que emanaba del hombre.
Niémans estaba petrificado.
Una fuerza incontenible parecía golpearle los miembros. La sangre se le escapaba por un sifón invisible en alguna parte de su vientre. El perro ladró, y levantó el hocico. Niémans conocía el proceso. El miedo producía moléculas olfativas que el perro sentía y que desencadenaban en él temor y hostilidad. El miedo engendraba miedo. El perro ladró y después carraspeó e hizo crujir los dientes. El policía desenfundó el arma.
- ¡Clarisse! ¡Clarisse!
¡Vuelve,
Clarisse!
Niémans salió del paréntesis de inmovilidad. Divisó, tras un velo rojo, a un hombre gris con jersey de camionero. Se acercó a pasos rápidos.
—¿Está loco o qué?
Niémans masculló:
—Policía. Lárguese y llévese a su fiera.
El hombre estaba atónito.
—Vaya, esto es increíble. Ven,
Clarisse,
ven, bonita…
El amo y su chucho se eclipsaron. Niémans intentó tragar saliva. Notó las asperezas de su garganta, seca como un horno. Sacudió la cabeza, enfundó su arma y rodeó el edificio. Al torcer hacia la izquierda, hizo un esfuerzo de memoria: ¿cuánto tiempo hacía que no había visto a su psiquiatra?
En el segundo ángulo del gimnasio, el comisario descubrió a la mujer.
Fanny Ferreira estaba de pie, cerca de un pórtico abierto, y pulimentaba con papel de lija una tabla de gomaespuma de color rojo. El poli supuso que sería la canoa sobre la que la mujer descendía por los torrentes.
—Buenos días —dijo inclinándose.
Había vuelto a encontrar calor y seguridad.
Fanny levantó la vista. Debía de tener apenas veinte años. Su piel era mate y sus cabellos ondulados se enroscaban en finos rizos sobre las sienes y en pesadas cascadas sobre los hombros. Su rostro era oscuro, aterciopelado, pero sus ojos tenían una claridad deslumbrante, casi indecente.
—Soy Pierre Niémans, comisario de policía. Investigo el asesinato de Rémy Caillois.
—¿Pierre Niémans? —repitió ella, incrédula—. Mierda, entonces. Es increíble.
—¿Qué?
Ella señaló con la cabeza una pequeña radio colocada en el suelo.
—Acaban de hablar de usted en los informativos. Dicen que esta noche ha detenido a dos asesinos cerca del Parque de los Príncipes, lo cual está bien. También dicen que ha desfigurado a uno de ellos, lo cual está bastante mal. ¿Posee el don de la ubicuidad o qué?
—Sencillamente, he conducido toda la noche.
—¿Qué hace entre nosotros? ¿Es que los polis de aquí no son suficientes?
—Digamos que soy un refuerzo.
Fanny prosiguió su trabajo: estaba humedeciendo la superficie oblonga de la tabla y apoyando las dos palmas para aplastar el papel de lija doblado. Su cuerpo parecía robusto, sólido. Vestía sin elegancia: un traje de inmersión, de neopreno, con capucha, botas altas de cuero claro, bien atadas, con cordones. La luz velada proyectaba iridiscencias sobre toda la escena.
—Parece haber encajado bien el impacto —continuó Niémans.
—¿Qué impacto?
—Bueno, pues… el hallazgo del…
—Evito pensar en ello.
—¿Y no le molesta mencionarlo de nuevo?
—Está aquí para eso, ¿no?
No miraba al policía. Sus manos no dejaban de subir y bajar por la canoa. Sus gestos eran secos, brutales.
—¿En qué circunstancias descubrió el cuerpo?
—Cada fin de semana desciendo por los rápidos… —señaló su embarcación invertida— en esta especie de cascara de nuez. Acababa de terminar uno de mis paseos. En los alrededores del campus hay un muro de rocas, un embalse natural que detiene la corriente del río y permite acercarse a la orilla sin problemas. Subía mi canoa cuando distinguí…
—¿En las rocas?
—Sí, en las rocas.
—Mentira. Yo fui hasta allí y me di cuenta de que no se podía retroceder. Es imposible ver algo, a lo largo de toda la pared, a quince metros de altura…
Fanny tiró en el cubilete la hoja de papel de lija, se limpió las manos y encendió un cigarrillo. Estos simples gestos suscitaron de repente en Niémans un deseo violento.
La joven echó una larga bocanada de humo azulado.
—El cuerpo estaba en la muralla. Pero yo no lo vi en la muralla.
—¿Dónde?
—Lo vi en las aguas del río. Reflejado. Una mancha blanca en la superficie del lago.
Las facciones de Niémans se distendieron.
—Es exactamente lo que yo pensaba.
—¿Es importante para su investigación?
—No. Pero me gustan las cosas claras.
Niémans hizo una pausa y luego añadió:
—¿Practica el alpinismo?
—¿Cómo lo sabe?
—No sé… La región. Y además, me ha parecido muy… deportiva.
Ella se volvió y abrió los brazos hacia las montañas que dominaban el valle. Era la primera vez que sonreía.
—¡He aquí mi feudo, comisario! Desde el Grand Pic de Belledonne a las Grandes Rousses, conozco de memoria todas estas montañas. Cuando no bajo por los riachuelos, escalo las cumbres.
—A su juicio, ¿para colocar el cuerpo a lo largo de la muralla hacía falta ser alpinista?
Fanny recobró la seriedad y observó el extremo incandescente de su cigarrillo.
—No necesariamente. Las rocas forman prácticamente escalones naturales. Pero es preciso tener mucha fuerza para llevar semejante peso sin perder el equilibrio.
—Uno de mis inspectores cree que el asesino saltó desde el otro lado, donde la pendiente es menos abrupta, y después bajó el cuerpo colgado de una cuerda.
—Esto requeriría un buen rodeo. —La mujer titubeó, y añadió—: De hecho, hay una tercera solución, muy sencilla, siempre que se conozcan un poco las técnicas del salto.
—La escucho.
Fanny Ferreira apagó el cigarrillo bajo la bota y lo lanzó con un giro de muñeca.
—Venga conmigo —ordenó.
Penetraron en el interior del gimnasio. En la penumbra, Niémans distinguió pequeñas colchonetas amontonadas, las sombras rectilíneas de barras paralelas, pértigas y cuerdas de nudos. Fanny comentó, dirigiéndose hacia el muro de la izquierda:
—Es mi guarida. Durante el verano, nadie pone los pies aquí. Puedo guardar mi equipo.
Encendió un quinqué, colgado sobre una especie de mesa sobre la cual había muchas piezas metálicas en punta y en forma de eslabones de diferentes tamaños, que proyectaban reflejos plateados y de tonos vivos. Fanny encendió otro cigarrillo. Niémans preguntó:
—¿Qué es todo esto?
—Clavos para hielo, ganchos de resorte, triángulos, palancas: material de alpinismo.
—¿Y qué?
Fanny expelió humo una vez más, pero simulando un hipo repetido.
—Pues que entonces, señor comisario, un asesino que tuviera estos instrumentos y supiera utilizarlos habría podido subir el cuerpo sin problemas desde la orilla del río.
Niémans cruzó los brazos y se apoyó contra la pared. Fanny retuvo el cigarrillo en los labios y manipuló los utensilios. Ese gesto anodino incrementó el deseo del policía. La muchacha le gustaba muchísimo.
—Ya se lo he dicho —continuó—. En este lugar la pared forma escalones naturales. Para una persona que sepa de alpinismo o que esté acostumbrada a las caminatas, subir primero sin el cuerpo sería un juego de niños.
—¿Y después?
Fanny cogió una polea verde y fluorescente, constelada de pequeños orificios.
—Después fija esto en la roca, encima del nicho.
—¡En la roca! ¿Cómo? ¿Con un martillo? Esto debe requerir una eternidad, ¿no?
La mujer declaró a través de las volutas de su cigarrillo:
—Sus conocimientos de alpinismo se aproximan al grado cero, comisario. —Cogió unos cáncamos de rosca del mostrador—. Esto son
spits
, pitones para las rocas. Con un perforador como éste —señaló una especie de taladro, negro y grasiento—, se pueden clavar varios
spits
en cualquier roca en pocos segundos. Fija sus poleas y ya sólo le falta izar el cuerpo. Es la técnica que se utiliza para hacer subir los sacos hasta lugares estrechos o difíciles.
Niémans hizo una mueca escéptica.
—No he subido hasta allí arriba pero, en mi opinión, el nicho es muy estrecho. No veo cómo el asesino habría podido, afianzado en esta falla, tirar del cuerpo con la simple fuerza de sus brazos. O bien hemos de remitirnos al mismo perfil del sospechoso: un gigante.
—¿Quién ha hablado de tirar de él hasta allí arriba? Para izar a su víctima, el alpinista sólo tenía que hacer una cosa: dejarse caer por el otro lado de las poleas, para hacer contrapeso. El cuerpo subiría por sí solo.
El policía comprendió enseguida la técnica y sonrió ante la evidencia.
—Pero sería preciso que el homicida fuese más pesado que el muerto, ¿no?
—O de un peso igual: al lanzarse al vacío, su peso se incrementa. Una vez izado el cuerpo, su asesino podría haber subido rápidamente, por las peñas, y empotrar a su víctima en esa falla espectacular.
El comisario miró otra vez todos los pitones, tornillos y aros que descansaban sobre la mesa. Pensó en el material para un robo con escalo, pero era un delito particular: un escalador conocedor de elevadas altitudes y gravedades.
—Según usted, ¿cuánto tiempo requeriría semejante operación?
—Para alguien como yo, menos de diez minutos.
Niémans asintió: se dibujaba un perfil de asesino. Los dos interlocutores salieron. El sol se filtraba a través de las nubes, iluminando las cimas con una claridad cristalina. El policía preguntó:
—¿Es usted profesora de esta facultad?
—De Geología.
—¿Y de qué más?
—Enseño varias disciplinas: la taxonomía de las piedras, las dislocaciones tectónicas, también la glaciología, la evolución de los glaciares.
—Parece muy joven.
—Aprobé el doctorado con veinte años. Y ya era profesora adjunta. Soy la diplomada más joven de Francia. Ahora tengo veinticinco años y soy profesora titular.
—Una verdadera empollona de facultad.
—Exacto. Una empollona de facultad. Hija y nieta de profesores eméritos, aquí, en Guernon.
—¿De modo que pertenece a la cofradía?
—¿Qué cofradía?
—Uno de mis tenientes hizo sus estudios en Guernon. Me ha explicado que en la universidad había una élite aparte, compuesta por los hijos de los profesores de la facultad…
Fanny meneó la cabeza con gesto malicioso.
—Yo diría más bien una gran familia. Los hijos de los que usted habla crecen en la facultad, en la enseñanza, en la cultura. Después alcanzan excelentes resultados. Parece natural, ¿no?
—¿Incluso en el terreno deportivo?
Ella arqueó las cejas.
—Eso se debe al aire de la montaña.
Niémans continuó:
—Usted conocía sin duda a Rémy Caillois. ¿Cómo era?
Fanny contestó sin vacilar:
—Solitario. Introvertido. Arisco, incluso. Pero muy brillante. Cultivado hasta el vértigo. Un rumor corría por aquí… Se decía que había leído todos los libros de la biblioteca.
—¿Cree que ese rumor era fundado?
—Lo ignoro. Pero conocía a fondo la biblioteca. Era su antro, su refugio, su madriguera.
—El también era muy joven, ¿verdad?
—Había crecido en esta biblioteca. Su padre ya era el jefe de bibliotecarios de la facultad.
Niémans dio algunos pasos.
—No lo sabía. ¿Pertenecían también los Caillois a su «gran familia»?
—Desde luego que no. Al contrario, Rémy era hostil. A pesar de su cultura, nunca había obtenido los resultados que esperaba. Creo… en fin, supongo que tenía celos de nosotros.
—¿Cuál era su especialidad?
—Filosofía, me parece. Estaba terminando su tesis.
—¿Sobre qué tema?
—No tengo ni idea.
El comisario se calló. Escrutó las montañas, cada vez más soleadas. Parecían gigantes deslumbrados.
—Su padre —continuó—, ¿vive todavía?
—No. Desapareció hace varios años. Un accidente de alpinismo.
—¿Nada sospechoso por ese lado?
—¿Qué busca? Murió bajo una avalancha. La de la Grande Lance d'Allemond, en el 93. Es usted un poli, no cabe duda.
—Tenemos dos bibliotecarios alpinistas. Un padre y un hijo. Muertos ambos en las montañas. La coincidencia merece ser señalada, ¿no?
—Nada dice que Rémy haya sido asesinado en las montañas.
—Es cierto. Pero salió para una larga caminata la mañana del sábado. El asesino debió de sorprenderle en las alturas. Tal vez conocía su itinerario y…
—Rémy no era de los que siguen un itinerario clásico. Ni de los que lo revelan a otros. Era un hombre muy… secreto.
Niémans se inclinó.
—Muchas gracias, señorita. Ya conoce la fórmula: si recuerda un detalle… puede ponerse en contacto conmigo en uno de estos números.
Niémans anotó los números de su móvil y de una sala que el rector le había asignado en la universidad; el policía prefería instalarse en la facultad que en la gendarmería.
Murmuró:
—Hasta pronto.
La joven no levantó los ojos. El policía ya se iba cuando ella dijo:
—¿Puedo hacerle una pregunta?
Le miraba fijamente con sus pupilas cristalinas. Niémans sintió una especie de malestar. Esos iris eran demasiado claros. Eran de cristal, de agua viva, cortantes como la escarcha.
—La escucho —respondió.
—Han dicho por la radio… En fin, ¿es cierto que era usted del equipo que mató a Jacques Mesrine?
—Era joven. Pero es cierto, sí.
—Me preguntaba… ¿Qué se siente después?
—¿Después de qué?
—Después de una historia semejante.
Niémans dio varios pasos hacia la muchacha. Ésta retrocedió instintivamente. Pero levantó la mirada con valentía, con arrogancia.
—Siempre me complacerá conversar con usted, Fanny. Pero nunca me oirá hablar de eso. Ni de lo que perdí aquel día.
Su interlocutora bajó los ojos. Dijo con voz sorda:
—Ya veo.
—No, no ve nada. Y es una gran suerte para usted.
Los gorgoteos del agua restallaban en su espalda. Niémans había pedido prestados unos zapatos de marcha a la gendarmería y subía ahora los escalones naturales de la pared, relativamente fáciles de escalar. Una vez llegado a la altura de la falla, el policía observó el estrecho orificio donde había sido descubierto el cuerpo. Escrutó con atención todos los lados de la pared rocosa. Con las manos protegidas por guantes de látex, buscaba huellas de pitones en la muralla.