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Authors: Eden Phillpotts

Los rojos Redmayne

BOOK: Los rojos Redmayne
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Marc Brendon, joven cuya ascendente carrera en Scotland Yard le ha reportado cierta notoriedad, pasa sus vacaciones en Dartmoor dedicado a la pesca de la trucha, reflexionando sobre el giro que una vida dedicada por entero a su absorbente trabajo parece reclamar, cuando un terrible suceso sacude la tranquilidad del condado: un hombre ha desaparecido en lo que se perfila como un caso de asesinato, y con él el principal sospechoso.

La esposa de la supuesta víctima aprovecha la estancia de Brendon para pedirle ayuda, y así, sometido por el arrollador encanto de la mujer, se ve envuelto en una sorprendente intriga.

Eden Phillpotts

Los rojos Redmayne

ePUB v1.0

chungalitos
19.06.11

PRÓLOGO

Eden Phillpotts ha dicho: «Según los indiscretos catálogos del Museo Británico, soy autor de ciento cuarenta y nueve libros. Estoy arrepentido, resignado y maravillado.»

Eden Phillpotts, «el más inglés de los escritores ingleses», era de evidente origen hebreo y nació en la India. Sin negar a su estirpe, no fue nunca un judío profesional, a la manera de Israel Zangwill. A los cinco años, hacia 1867, su padre, el capitán Henry Phillpotts, lo envió a Inglaterra. A los catorce atravesó por primera vez el páramo de Dartmoor, que es una pampa nebulosa y sedienta en el centro de Devonshire. (Misterios del proceso poético: esa caminata de 1876 —ocho rendidas leguas— determinó casi toda su obra ulterior, cuyo primer volumen,
Hijos de la neblina
, data de 1897.) A los diez y ocho años fue a Londres. Tenía la esperanza y la voluntad de ser un gran actor. El público logró disuadirlo. De 1880 a 1891 trabajó ingratamente en una oficina. De noche redactaba, releía, tachaba, amplificaba, reponía, arrojaba al fuego. En 1892 se casó.

La fama —sería una exageración hablar de la gloria— ha sido muy considerada con Eden Phillpotts. Phillpotts era un hombre apacible que no fatigaba el atareado Atlántico para asestar un ciclo de conferencias, que sabía discutir con el jardinero el destino de los alhelíes y de los jacintos y a quien aguardaban taciturnos lectores en Aberdeen, en Auckland, en Vancouver, en Simla y en Bombay. Esos lectores taciturnos e ingleses que alguna vez escriben para confirmar un rasgo verídico en una descripción del otoño o para deplorar —seriamente— el trágico final de la fábula. Esos lectores que de todas partes del mundo enviaban semillas minuciosas para el jardín inglés de Eden Phillpotts.

A tres categorías suelen corresponder sus novelas. La primera, sin duda la más importante, la integran las novelas de Dartmoor. De estas obras de tipo regional básteme citar
El jurado, Hijos de la mañana, Hijos de hombres
. La segunda, las novelas históricas:
Evandro, Los tesoros de Tifón, El dragón heliotropo, Amigos de la luna
. La tercera, las novelas policiales:
El señor Digweed y el señor Lumb, Médico, cúrate a ti mismo, La pieza gris
. La economía y severidad de estas últimas es admirable. Juzgo que la mejor es
The Red Redmaynes
. Otra,
Bred in the Bone
(«Lo tiene en la sangre») empieza como relato policial y se ahonda después en historia trágica. Esa indiferencia (o pudor) es típica de Phillpotts.

Es asimismo autor de comedias —alguna redactada en colaboración con su hija, otras con Arnold Bennett— y de libros de versos:
Cien y un sonetos, Una fuente de manzanas
.

Me ha tocado en suerte el examen, no siempre laborioso, de centenares de novelas policiales. Quizá ninguna me ha intrigado tanto como
The Red Redmaynes
, libro cuyo argumento repetiría con las variaciones del caso Nicholas Blake en
There's Trouble Brewing
. En otras ficciones de Phillpotts la solución es evidente desde el principio; ello no importa, dado el encanto de la historia. No así en este volumen que sumirá al lector en la más grata de las perplejidades.

Jorge Luis Borges

1

El rumor

Alguien ha dicho que todo hombre tiene el derecho de ser vanidoso mientras no adquiere celebridad; y Marc Brendon, tal vez inconscientemente, compartía este parecer.

Sin embargo, su propia estimación no era visible, aun cuando sostenía que únicamente los hombres mediocres son tímidos y modestos. A los treinta y cinco años desempeñaba un alto cargo en el Departamento de Investigaciones Criminales de la policía. Pronto lo nombrarían inspector, ascenso bien ganado gracias a sus dotes intuitivas y de imaginación, que sumadas a las imprescindibles condiciones de valor, ingenio y laboriosidad, le habían proporcionado el sólido prestigio de que gozaba.

Su hoja de servicios era excelente y, durante la guerra de 1914, ciertos éxitos en el campo internacional habían favorecido su carrera. Estaba convencido de que pasados diez años se retiraría de su empleo oficial y abriría la agencia privada que siempre había ambicionado.

Por entonces Marc se hallaba de vacaciones en Dartmoor dedicado a la pesca de la trucha, su pasatiempo preferido; al mismo tiempo aprovechaba la oportunidad que le brindaba el descanso para examinar su vida en una visión de conjunto, sopesar sus éxitos y reflexionar imparcialmente sobre el futuro, tanto en su calidad de detective como en la de hombre.

Se hallaba en una encrucijada, o mejor dicho, en un punto en que nuevos intereses y proyectos entrarían tal vez en juego en el escenario de su vida, dedicada hasta aquel momento a un solo espectáculo. Había vivido únicamente para su trabajo. Desde la guerra, absorbido de nuevo por las rutinarias tareas de los casos de misterio, duda y crimen, no había hecho más que resolver estos enigmas, sin otro interés que su sombría ocupación. Había sido una máquina tan carente de vida interior, aspiraciones espirituales y designios propios como un par de esposas.

Su constancia y aplicación habían tenido recompensa parcial. Se hallaba, por fin, en situación de ampliar sus miras, de considerar aspectos más elevados de la existencia y de decidirse a ser, además de una máquina, un hombre.

Tenía ahorradas cinco mil libras procedentes de subvenciones especiales otorgadas durante la guerra y de los espléndidos honorarios ganados al servicio del gobierno francés. Recibía además un buen sueldo y abrigaba la certeza de ser ascendido en fecha no muy lejana, cuando alguno de los empleados más viejos se retirara. Demasiado inteligente para creer que su trabajo le brindaría todo lo que ofrece la vida, Marc orientaba ahora sus pensamientos hacia la cultura y las satisfacciones humanas y hacia el interés y la responsabilidad que una esposa y una familia añadirían a su existencia.

Conocía a muy pocas mujeres y ninguna le había inspirado cariño. En realidad, al cumplir los veinticinco años se había dicho que convenía no incluir el matrimonio en sus proyectos, puesto que su profesión ponía la vida en constante peligro; además, considerando la naturaleza de su trabajo, no era razonable complicarlo compartiéndolo con una mujer. El amor —había reflexionado— podía disminuir su poder de concentración, entorpecer sus extraordinarias facultades policíacas e introducir tal vez un elemento de cálculo y cobardía cuando se encontrara en trances decisivos de su carrera y, por ende, reducir sus posibilidades y comprometer sus éxitos futuros.

Pero ahora, diez años más tarde, pensaba de otra manera: deseaba experimentar nuevas emociones, estaba dispuesto a cortejar a la mujer adecuada, si se presentaba, y a casarse con ella. Soñaba con una compañera instruida que le transmitiese la ilustración que le faltaba.

Por lo general, una persona en estado de ánimo tan acogedor no tarda en recibir la necesaria respuesta; pero Brendon, chapado a la antigua, no se sentía atraído en absoluto por la mujer de postguerra. Reconocía sus excelentes cualidades y la excepcional inteligencia que frecuentemente demostraba, pero su ideal femenino pertenecía a un tipo distinto y anterior: al de su madre, quien después de enviudar y hasta su muerte, había seguido ocupándose del hogar. Ella —reposada, comprensiva, leal— era su ideal femenino; ella, que olvidaba sus intereses por los de su hijo, concentrándose más en la vida de éste que en la propia y extrayendo de los progresos y triunfos de ese hijo la sal de su existencia.

En realidad, Marc deseaba hallar a alguien que se sintiera feliz de unirse con él sin tratar de imponerle su personalidad ni de establecer un ambiente de indepedencia. Tenía suficiente inteligencia para comprender que el punto de vista de una madre es muy distinto de la propia mujer, por intenso que sea el cariño de ésta. Recordando los matrimonios que conocía, le parecía difícil encontrar en el mundo de postguerra a la mujer que buscaba; no obstante, conservaba la esperanza de que existiesen aún mujeres a la antigua y se preguntaba dónde hallaría a tan inapreciable compañera.

Estaba cansadísimo después de un año de abrumadoras tareas; y, como siempre que se le ofrecía la oportunidad, había ido a Dartmoor a fin de reponer su salud y descansar. Era la tercera vez que se alojaba en el Hotel del Ducado, en Princetown, y pensaba reanudar allí viejas amistades; además se divertiría pescando truchas, durante los largos días de junio y julio, en los ríos de la región.

Disfrutaba con el interés que despertaba entre los demás pescadores y, aunque siempre iba solo a sus expediciones de pesca, solía reunirse con los otros, después de la comida, en el salón de fumar. Como era conversador ameno, nunca le faltaba público. Sin embargo, le agradaba más charlar (algunas veces hasta durante una hora) con los guardias del presidio; porque el penal que domina ese tiznón denominado Princetown, situado en el corazón de las ciénagas, encerraba a muchos interesantes y famosos delincuentes, algunos de los cuales habían sido «retirados de la circulación» por Brendon y cumplían, gracias a la laboriosidad y audacia del detective, sus respectivas condenas a trabajos forzados.

Entre el personal de la cárcel había hombres inteligentes y de gran experiencia que podían contar a Brendon muchas cosas relacionadas con su trabajo. La psicología del crimen atraía intensamente a Marc y muchos incidentes extraños o frases oscuras de presidiarios, relatados sin comentarios por los testigos presenciales, debían de tener, en opinión del detective, una explicación.

Había descubierto un lugar ignorado, morada de algunas hermosas truchas, y una tarde de mediados de junio se puso en marcha hacia él para desafiarlas. Era una cantera abandonada donde existían varias charcas profundas, alimentadas por un arroyuelo, que contenían peces de mayor tamaño que los pescados diariamente en los ríos Dart y Meavy, Blackbrook y Walkham.

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