Los rojos Redmayne (11 page)

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Authors: Eden Phillpotts

BOOK: Los rojos Redmayne
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—¿Por qué no? —preguntó.

—Tengo entendido que es hombre de quien las mujeres se enamoran fácilmente.

—¡Oh, sí!... Su belleza física es extraordinaria y posee una mentalidad superior.

Marc sentía el impulso de prevenirla; pero comprendió que cualquier consejo de su parte sería una impertinencia. Joanna, sin embargo, parecía leer sus pensamientos.

—Nunca volveré a casarme —dijo.

—Nadie se atrevería a pedirle que lo hiciera... Nadie que conozca lo que usted ha sufrido. Quiero decir, hasta después de mucho tiempo —agregó Brendon con torpeza.

—Comprenda usted —contestó ella, tomándole impulsivamente la mano—. Creo que existe un abismo entre nosotros los anglosajones y los latinos. Éstos tienen una mentalidad más ágil que la nuestra. Están ávidos de obtener el máximo de lo que ofrece la vida. En muchos aspectos, Doria es un niño; pero un niño deliciosamente poético. Creo que Inglaterra lo hiela un poco; pero jura que no existen mujeres ricas en Italia. A pesar de todo, ansia estar allí. Supongo que volverá pronto a su patria. Se irá de aquí en la primavera... Así me lo ha confiado; pero no lo diga usted, porque mi tío lo estima mucho y lo afligirá perderlo. Doria es habilísimo y nos adivina el pensamiento en forma milagrosa.

—Muy bien; no quiero que pierda usted más tiempo por causa mía.

—Esté seguro de que no lo pierdo. Me alegra mucho, pero mucho, verlo, Mr. Brendon. ¿Se quedará a almorzar? Almorzamos a las doce.

—¿Puedo hacerlo?

—Se lo ruego. Y también que se quede a tomar el té. Suba ahora a ver a mi tío Benjamin. Lo dejaré una hora con él. Luego estará listo el almuerzo. Doria siempre nos hace compañía. ¿No le importa, verdad?

—¡El último de los Doria! ¡Creo que nunca he comido en tan encumbrada compañía!

Joanna lo condujo por la escalera hasta el refugio del viejo marino.

—Mr. Brendon ha venido a visitarnos, tío Benjamin —dijo, y Redmayne se apartó del gran catalejo.

—Se acerca un vendaval —anunció—. El viento ha virado un poco hacia el Sur. El tiempo está malo ya en el Canal.

Estrechó la mano de Brendon y Joanna se retiró. Benjamin se mostró contento de ver a Marc; pero, al parecer, su interés por su hermano había disminuido. No mencionó a Robert Redmayne; abordó otros temas que ocupaban su pensamiento y lo hizo en forma tan directa que asombró al policía.

—Soy hombre rudo —dijo—, pero me mantengo alerta para observar de dónde sopla el viento; y me costó poco advertir, cuando vino usted aquí el verano último, que mi sobrina le agradaba. Según parece, pertenece al tipo de mujer que hace perder la cabeza a los hombres. Por mi parte, desde que mi madre dejó de alimentarme, nunca tuve necesidad de mujer alguna; y siempre he desconfiado de esas sirenas, porque he visto a muchos de mis compañeros encallar en las rocas por culpa de ellas. Pero confieso que Joanna ha hecho más confortable mi casa y creo que siente afecto por mí.

—Naturalmente, señor.

—Espere que termine de hablar. En estos días me enfrento con un problema muy enojoso, porque mi brazo derecho, Giuseppe Doria, ha puesto sus ojos en Joanna; él no tiene precio como soltero y ella es valiosísima sola; pero si el pícaro la convence y consigue que ella se enamore de él, se casarán el año próximo y tendré que despedirme de los dos.

Esta confidencia molestó mucho a Marc.

—En su lugar —dijo—, le haría a Doria una insinuación inequívoca. Sabe mejor que nosotros lo que se considera de buen tono en Italia; y si no lo sabe, debería saberlo, puesto que es un caballero. Dígale que es de muy mal tono cortejar a una viuda reciente..., en especial si ésta amaba a su marido con locura, como es el caso de su sobrina que, además, se ha visto separada de él en trágicas circunstancias.

—Me parece bien y, si sólo se tratara de una de las partes, quizá lo haría; aunque, a decir verdad, temo que Doria no permanezca mucho tiempo aquí. No me lo ha dicho; pero veo que Joanna es lo único que lo retiene. También es menester pensar en ella. No diré que lo alienta, ni nada por el estilo. Evidentemente no lo hace. Pero como le dije, tengo bien abiertos los ojos, y es inútil negar que tolera de buena gana su compañía. Es hombre espléndido y atrayente, y ella es joven.

—Tenía entendido que buscaba una heredera... con bastante dinero para restaurar las perdidas glorias de su familia.

—Así era y, por supuesto, sabe que no podrá hacerlo con las veinte mil libras de Joanna. Pero el amor, más que el temor, vence muchas cosas. Aniquila la ambición (aunque sólo sea por un momento) y pone al hombre en situación de desventaja en la carrera de la vida. Actualmente Doria sólo quiere a Joanna Penrod y, si no me equivoco, la conseguirá. Nada me importaría si se quedaran conmigo y si siguiéramos como ahora; pero esto, como es natural, no podría ser. Doria se ha convertido en amigo. Cumple con creces su obligación, pero más que sirviente es un huésped y lo echaré mucho de menos cuando se vaya.

—Es difícil saber qué podría usted hacer, Mr. Redmayne.

—Muy difícil. No deseo interponerme entre mi sobrina y su felicidad; y, sinceramente, no me atrevería a asegurar que Doria no sería un buen marido, aunque los buenos maridos son raros en todas partes y creo que, más que en ninguna, en Italia. No sería raro que ese hombre cambiara de opinión después de un año de casados y ansiara otra vez el logro de sus ambiciones y el dinero para ponerlas en práctica. Algún día, Joanna será rica, porque tarde o temprano nos entregarán el dinero del pobre Robert; luego tendrá el mío y el de su tío Albert; al menos si las cosas no cambian. Pero, analizando a fondo la cuestión, preferiría que no se casaran. Le digo estas cosas porque es usted célebre y porque sus antecedentes revelan que posee excelente criterio.

—Agradezco la confidencia y se la corresponderé con otra —contestó Brendon, después de reflexionar un instante—. Admiro fervientemente a Mrs. Penrod. Además de ser asombrosamente bella, tiene una naturaleza bondadosa y encantadora. Semejante distinción de carácter es garantía de que nada sucederá por el momento. Su sobrina se matendrá fiel, durante muchos meses, al recuerdo de su marido muerto. Y quizá definitivamente.

—No creo —afirmó Benjamin—. No dudo de que el plazo se extenderá hasta el año próximo, o tal vez más. Pero el hecho es que están diariamente juntos y aunque Joanna se cuidaría mucho de mostrarme sus sentimientos, y acaso hasta de confesárselos a sí misma, estoy convencido de que Doria vencerá.

Brendon no contestó. Se sentía descorazonado y no lo ocultaba.

—Créame, preferiría mil veces que fuera un inglés —siguió diciendo el marino—; pero no hay nadie por estos contornos capaz de rivalizar con Doria. Giuseppe corre la carrera solo —luego cambió de tema—. ¿No hay noticias de mi pobre hermano?

—Ninguna, Mr. Redmayne.

—Confiaba en que hallaría otra explicación a aquella horrible cosa. ¿Se probó que la sangre era humana?

—Sí.

—Otro secreto del mar, entonces, en lo que respecta a Penrod. En cuanto a Robert, el Día del Juicio Final se sabrá dónde descansan sus huesos.

—También tengo la convicción de que ha muerto.

Minutos más tarde sonó un gong y los dos hombres bajaron al comedor. Giuseppe Doria tomó la palabra mientras los cuatro hacían honor a un sustancioso almuerzo. Se mostró muy egoísta y encantado de relatar sus pintorescas ambiciones, a pesar de su confesión de que las había modificado.

—Pertenezco a una familia que, en determinada época, dominaba la Italia occidental —declaró—. En el centro, hacia el interior, entre Ventimiglia y Bordighera, se halla situada nuestra vieja fortaleza, al pie de las montañas y junto al río. Un antiguo puente, en forma de arco iris, se extiende sobre el Nervia; las casas suben por los montes entre viñedos y olivares y, dominando el conjunto, se alzan las austeras ruinas del poderoso castillo de los Doria, fantasma de un magnífico pasado. En medio del bullicio y de los asuntos humanos, secularmente apartado de las preocupaciones de los hombres, se eleva, hueco y vacío, mientras la vida se agita a su alrededor como el mar que rompe al pie de estos acantilados. El pueblo lo invade; lo invaden los humildes que antaño se arrodillaban con la cabeza descubierta delante de mis antepasados. ¡Los de baja esfera se pasean por nuestros grandes salones; los habitantes del pueblo secan su ropa en nuestros pisos de mármol; los niños juegan en los gabinetes de los grandes consejeros, los murciélagos vuelan a través de los ventanales junto a los cuales se han sentado princesas llenas de esperanza o de temor!

»Mi familia —prosiguió— descendió muchos escalones, y mi abuelo se vio obligado a adoptar el oficio de leñador y a transportar con dos mulas carbón de leña de las montañas. Mi tío cultivaba limones en Menton y ahorró varios miles de francos; pero su mujer los despilfarró. Ahora quedo yo solo, el último del linaje, y el solar de los Doria está en venta desde hace mucho tiempo.

»El castillo y el título van unidos; ésta es nuestra grotesca costumbre italiana. Cualquier carnicero o comerciante en manteca puede mañana convertirse en conde de Doria, si tiene los bolsillos bastante llenos. Pero la salvación está en que, pese a lo barato que cuestan el título y la propiedad, restaurar las ruinas y devolverlas a su antigua magnificencia exige la fortuna de un millonario.»

Siguió charlando y después del almuerzo encendió uno de sus cigarros toscanos, bebió un coñac especial que Redmayne ofreció en honor de Brendon y luego se marchó.

Hablaron de él y Marc observó con especial curiosidad la actitud de Joanna; pero ésta no mostró mucho interés por el italiano y se limitó a alabar su voz, su adaptabilidad y su buen carácter.

—Es hábil para todo —dijo—. Se disponía a pescar esta tarde, pero como el mar está muy agitado, trabajará en el jardín.

Luego expresó su esperanza de que Doria hallara una mujer rica y alcanzara la cima de su ambición. Era evidente que aquel hombre no formaba parte de ninguno de sus planes para el futuro. Pero, refiriéndose a él, dijo una cosa que sorprendió a Marc.

—No le gustan las mujeres —declaró—. Me enfada a veces la actitud despectiva que tiene hacia mi sexo. Es igual o peor que mi tío Benjamin, quien se ha convertido en un solterón empedernido. Dice: «A las mujeres, los curas y las gallinas nada les basta.» Pero sostengo que los hombres son mucho más voraces que las mujeres y que siempre lo han sido.

El marino rió y salieron a la terraza; estuvieron allí hasta que se insinuaron las primeras sombras del crepúsculo vespertino. No había estallado aún la tormenta y una luz ígnea se extendió por el Oeste; durante un rato el viento huracanado despejó casi por completo el cielo. Luego, cuando el faro de Start abrió su ojo blanco y centelleante sobre el color púrpura que se intensificaba sobre el mar y las olas embravecidas acrecentaron su estruendo, los tres regresaron a la casa y Redmayne mostró a Brendon sus colecciones de curiosidades. Tomaron el té a las cinco y media y una hora más tarde el detective se marchó.

Lo habían invitado a que volviera cuando quisiese; el viejo marino le había asegurado que en cualquier momento tendría gran placer en recibirlo como huésped. Esta proposición tentaba no poco a Brendon.

—Ha hecho usted maravillas —le dijo Joanna mientras le acompañaba hasta el portón exterior—. Ha conquistado por completo a mi tío; es una verdadera proeza.

—¿Le disgustaría a usted que aceptase la invitación y que viniera a pasar unos días en Navidad? —inquirió él, y Joanna le aseguró que sería para ella un gran placer verlo en la casa.

Algo más alentado, Marc se alejó; pero pronto perdió la sensación de euforia que experientaba en presencia de Joanna. Lo asaltaban graves sospechas y creía posible que la indiferencia de la joven con respecto a Doria fuera simulada. Seguramente, Joanna se obligaba a no demostrar sentimiento alguno hasta que pasaran sus días de luto; y Brendon se sintió invadido por la melancólica certeza de que después del siguiente verano, Joanna Penrod se casaría por segunda vez.

Reflexionó sobre si era cuerdo volver pronto a casa de Benjamin Redmayne y sintió vehementes deseos de hacerlo. Sin adivinar que estaría allí de nuevo al día siguiente, decidió que en los primeros días de primavera recordaría al viejo marino su invitación. Hasta entonces podían suceder muchas cosas, pues su intención era mantener correspondencia con Joanna o, por lo menos, dar el primer paso en este sentido.

Mientras Brendon avanzaba en su solitario camino, la luna había salido y brillaba claramente a través de nubéculas que se juntaban, amenazando ocultar pronto la plateada luz. Las nubes pasaban velozmente y sobre la cabeza de Brendon los alambres telegráficos susurraban el canto de una tormenta cercana. Los pensamientos del caminante se sucedían con la irregularidad del viento caprichoso y vocinglero. Pensaba en todas las palabras que había pronunciado Joanna y trataba de interpretar cada una de las miradas que le había dirigido.

Intentó convencerse de que la teoría de Benjamin Redmayne era falsa; no era posible que la viuda de Michael Penrod entregara su corazón lleno de tristeza a un extraño llegado de Italia. La idea era absurda, porque una mujer de tan delicada naturaleza, que había sufrido pérdida tan repentina y trágica, no podía hallar en aquel charlatán bien parecido y palpitante de egoísmo, solaz para su pena ni promesa de dicha futura. En teoría, sus puntos de vista resultaban perfectos. Pero, pese a sus reflexiones, sabía que el amor, cuando madura, es capaz de hacer añicos todas las teorías y de trastornar el carácter más firme.

Sumido en sus pensamintos, Brendon avanzaba; de pronto, en un punto donde el camino descendía, flanqueado a la izquierda por una loma y a la derecha por un bosque de pinos, experimentó una de las mayores sorpresas que la vida le había deparado hasta aquel instante.

Junto a un rústico portón, paralelo al camino que marcaba el límite de un espeso matorral, se hallaba Robert Redmayne.

Sólo los separaba el portón; el hombre estaba apoyado en él, con los brazos cruzados sobre la barra superior. La luz de la luna iluminaba de lleno su rostro y, sobre su cabeza, sacudidos por la violencia del viento, los pinos emitían un rumor áspero y tétrico, mientras de allá abajo subía el grito sordo del mar embravecido que azotaba los acantilados. El pelirrojo estaba inmóvil, vigilante. Tenía puesto el traje de «tweed», la gorra y el chaleco rojo que Brendon recordaba haberle visto en Foggintor; la luz de la luna brillaba en sus ojos sobresaltados y descubría su bigote y la blancura de sus dientes. Su rostro ojeroso reflejaba miedo y dolor, pero ningún síntoma de demencia.

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