Los señores de la estepa (18 page)

BOOK: Los señores de la estepa
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Koja los imitó y, tras un instante de vacilación, también hizo una reverencia. Antes de que el Khahan pudiese llamarlo, se alejó deprisa. En cuanto llegó a su campamento, se acostó en las alfombras y pieles que Hodj le había preparado, y unos segundos más tarde dormía profundamente.

Cuando Koja abrió los ojos, se encontraba otra vez en el otero que dominaba el valle, contemplando la puesta de sol sobre el ejército. Los colores eran espléndidos; nunca había visto colores tan vivos. Las tropas formaban una hirviente masa negra, que se movía y se encrespaba sobre la tierra. Los hombres se fundían en un solo cuerpo, primero con la forma de un extraño ciempiés, y luego en un dragón que se enrollaba sobre sí mismo. Las hogueras se avivaron para convertirse en las pupilas de sus ojos. En silencio, el animal se arrastró en su dirección. Brazos, manos y cabezas de caballos asomaban y desaparecían en la masa. Koja se miró las manos y las estiró delante de sus ojos. Estaban cubiertas de gruesas gotas de sudor. De pronto tuvo miedo, un miedo que le impedía moverse.

—Me alegra verte, astuto Koja —dijo una voz desapasionada a sus espaldas. El miedo se esfumó en el acto, y el sacerdote se volvió para mirar a su interlocutor. Los guardias permanecían erguidos y atentos al pie de la roca, y más allá, en la ladera, se encontraba su viejo maestro. Las arrugas rodeaban los ojos del lama, pero su rostro se veía brillante y limpio, sin ninguna marca propia de su edad. Vestía las prendas de los días de fiesta; la túnica amarilla con una banda roja en el hombro, y el gorro blanco con orejeras.

—Ha pasado algún tiempo desde la última vez que nos vimos, Koja —dijo el anciano—. Mis saludos.

—¿Por qué, maestro, has...?

—Silencio, Koja —lo interrumpió el viejo maestro con suavidad—. Muy pronto tendrás que enfrentarte a las paredes que has construido, muros más duros que la roca. Hay secretos encerrados en las paredes, enterrados muy adentro de ellas. Aprende los secretos de tus paredes.

Koja se adelantó para sujetar las manos de su maestro, pero la distancia entre ellos no se acortaba. El joven lama abrió la boca para hablar, pero el maestro continuó con su discurso con una extraña monotonía, y con una voz que no era la suya.

—Vuestro señor es llamado por alguien más poderoso que él. El espíritu que lo llama busca ayuda. Antes de que puedas hacer tu parte, tu señor temerá que estés en su contra. Debes estar preparado para demostrar lo contrario. —La figura se volvió para marcharse.

—¿Qué? ¿Cuál señor? ¿Quién? ¿Cuál señor? ¡Espera! ¡No te vayas! ¡Dime qué debo hacer! —le gritó Koja a la figura que se esfumaba.

El viejo lama no respondió y desapareció en la distancia de la estepa. El maestro de Koja se esfumó con la misma rapidez con la que había aparecido.

—El que llama espera detrás de ti. —Las palabras del maestro le llegaron desde las sombras.

Koja permaneció solo, con la mirada puesta en la luz agonizante. A sus espaldas, podía sentir la presencia de la criatura, que arañaba la ladera mientras trepaba. Sus manos se extendían cada vez más cerca, dispuestas a sujetarlo. Deseaba poder volverse y mirarla, pero le era imposible. El miedo lo dominaba otra vez.

La cosa llegó a lo alto de la piedra. Koja no podía verla ni oírla aunque sabía que estaba allí, dispuesta a cogerlo. El sudor le cubría el rostro y le goteaba por los dedos. Algo frío y viscoso le rozó el hombro.

Koja despertó bruscamente y se levantó como un rayo. Hodj, aterrorizado por el efecto que el roce de su mano había provocado en el lama, se apartó de un salto. El sacerdote jadeaba con la mirada extraviada y las prendas empapadas de sudor.

Hodj miró a su amo, y enseguida volvió a ocuparse de su trabajo. Sin comentarios, el criado preparó el té y le sirvió una taza. Después, preparó las bolsas con cuajada fresca. Cuando Koja acabó de desayunar, Hodj ya tenía los caballos ensillados para la marcha.

Aquel día, el ejército cabalgó de firme. El esquema habitual de cabalgar y luego pastorear se interrumpió. Sólo se detuvieron el tiempo necesario para ordeñar las yeguas. Hodj se ocupó de esta tarea mientras Koja aprovechaba la ocasión para estirar las piernas.

El descanso se acabó demasiado pronto. «¡Nos vamos!», gritó uno de los
yurtchis
. Los sirvientes acabaron deprisa con su trabajo, y corrieron a sus caballos. La marcha se reanudó tan súbitamente como se había producido la parada.

Ahora ya oscurecía, pero los jinetes continuaron hacia la noche. Con la puesta del sol, los guerreros se guiaban por las estrellas, y la débil luz de la luna les servía para ver el terreno. Entre la enorme masa de hombres, sólo brillaban algunas antorchas.

En cambio, la carreta con la tienda del Khahan aparecía iluminada como en pleno día, por primera vez desde el comienzo del viaje. La luz se veía a través del fieltro, y brillaba cada vez que se abría la puerta. Una multitud de escuderos cabalgaba alrededor del carro, munidos de antorchas para iluminar el camino a los mensajeros. Los guardias nocturnos se movían en las sombras, sin descuidar ni por un instante la vigilancia de su amo.

El ejército cabalgó durante toda la noche. Las siluetas iluminadas por la luna se acercaban y alejaban en las tinieblas. Los resoplidos de los animales y las conversaciones en voz baja flotaban en la noche. De vez en cuando, se escuchaba un golpe, seguido por un grito airado o una maldición, y después un coro de risas que festejaba la caída de algún jinete dormido en la montura. Koja perdió toda noción del tiempo y del lugar.

—Amo, nos hemos detenido. He preparado la cama. —La voz de Hodj penetró la bruma, y Koja volvió lentamente a la conciencia. 

El sol brillaba bien alto, pero el aire era frío. El dolor de estar veinticuatro horas en la montura era como fuego en cada uno de los músculos del sacerdote; le destrozaba la espalda y le atormentaba la cadera. Poco a poco, caminó arrastrando los pies hasta la cama. Las imágenes de su última pesadilla volvieron a surgir en la mente de Koja. «¿Quién es mi señor? —se preguntó—. ¿Ogandi o Yamun?»

«¿Tiene alguna importancia lo que yo haga? —se planteó finalmente—. No —fue la respuesta—. Dormir es lo único que importa.» Tomada la decisión, y con los ojos cerrados, Koja avanzó tambaleante, y ya roncaba antes de que su cuerpo tocara las mantas.

Chanar estudió la escena que tenía ante los ojos; una imagen translúcida del ejército, desplegado a lo largo de las colinas polvorientas, ocupaba el centro de la tienda. Bayalun permanecía de pie, medio oculta por las imágenes en movimiento, al otro lado del recinto. Entre ellos había un pequeño cristal resplandeciente, la fuente de la escena mágica.

—Bien, Bayalun, el Khahan ha llegado al oasis de Orkhon. Mirad, allí está el hito junto a la fuente. ¿Ya es la hora?

—Todavía no. No podemos ser demasiado obvios —le advirtió la segunda emperatriz—. Si golpeamos ahora, recaerán sobre mí todas las sospechas, y nuestros esfuerzos habrán sido en vano. Nos encontramos fuera de las tierras muertas, y podemos vigilarlos de cerca. Cuando llegue el momento apropiado..., una batalla o alguna otra cosa, mi agente entrará en acción. —Bayalun atravesó la imagen y, acercándose a Chanar, apoyó suavemente una mano en el pecho del hombre—. Paciencia, mi bravo general. La paciencia nos recompensará.

La mirada de Chanar se movió de la imagen del ejército a Bayalun y después otra vez a las tropas. Se mordió el labio para contener su impaciencia.

—Muy, muy pronto —le aseguró Bayalun—. Hasta entonces, hemos de tener paciencia.

7
Manass

—Amo —susurró Hodj con su voz nasal—. Amo, el Khahan reclama vuestra presencia.

Koja abrió los ojos y descubrió que contemplaba el cielo tachonado de estrellas. Parpadeó y volvió a estudiar el firmamento. En una dirección, los puntos luminosos se extendían hasta donde alcanzaba su vista; por la otra, las luces quedaban ocultas por una cordillera oscura ribeteada de plata; eran las montañas iluminadas por la luna.

—El señor Yamun os llama, amo —repitió Hodj.

—Ya te oí, Hodj —respondió Koja. Apoyó las manos en el suelo y se sentó con gran esfuerzo. Tenía los hombros y la espalda rígidos y doloridos, aunque no tanto como antes. Sin embargo, no creía que pudiese estar en condiciones de saltar y brincar durante un rato. De hecho, moverse con lentitud parecía lo más conveniente.

—Ayúdame a levantarme.

Hodj pasó un brazo alrededor del sacerdote, y levantó el delgado cuerpo del lama. Koja se balanceó inseguro, y probó su peso en cada pierna antes de soltarse de su criado. Convencido de que las rodillas no cederían, dio unos pocos pasos para desentumecer sus músculos. Por su parte, Hodj entró en la yurta para buscar ropas limpias.

Koja tardó un poco en advertir que el campamento era distinto. Esta vez su criado había montado la yurta. Se movió en círculo para echar un vistazo a la zona. Por todas partes se veían las siluetas de cúpulas iluminadas por la luna: los domos de las tiendas de fieltro. Entre las yurtas, brillaban las llamas de las hogueras, y los tuiganos iban y venían ocupados en sus quehaceres.

El aire de la noche le trajo los acordes de una música, las vibrantes notas del
khuur
y el rítmico latido del tambor de piel de yac. Un cantante se sumó de pronto al estrépito, berreando en el peculiar estilo de dos voces característico de la pradera. De alguna manera, el hombre era capaz de emitir al mismo tiempo un sonido grave y nasal, junto con una nota aguda. Koja agradeció que los músicos estuviesen lejos, pues todavía no había aprendido a disfrutar de la música tuigana. A sus oídos, le sonaba como los chillidos de los espíritus malignos, o, por lo menos, lo que él consideraba como las voces adecuadas a los espíritus del mal.

Hodj salió de la tienda con la túnica de seda naranja, que el sacerdote había reservado para el viaje. Si bien consideraba extraña la insistencia de su amo por tener ropa limpia, Hodj hacía todo lo posible por complacerlo. Ayudó a Koja a ponerse la prenda sobre sus ropas sucias. Hacía demasiado frío para desnudarse, a pesar de que apestaban a sudor y estaban cubiertas de barro y grasa. Con un aspecto más presentable, el sacerdote se dirigió a la tienda de Yamun.

Por el camino, Koja observó que, aquella noche, los soldados parecían estar de un humor muy diferente. En apariencia se mostraban alegres y satisfechos, pero el sacerdote percibió una actitud severa y decidida, oculta tras sus risas. Alrededor de muchas de las hogueras, los hombres permanecían recostados contra sus monturas, bebiendo tazones de cumis mientras intercambiaban historias. En uno de los fuegos, un soldado con unos mostachos muy grandes sostenía su espada entre las piernas, y la afilaba con una piedra de amolar. El resplandor del metal junto a otra fogata llamó la atención del lama. Un guerrero, sentado con las piernas cruzadas, tenía la armadura extendida en el suelo. Se trataba de una pieza muy bien hecha, con el mismo corte de su
kalat
, pero construida con escamas de acero superpuestas; el hombre tiraba de las costuras de cada placa para asegurarse de que estuviesen bien sujetas al grueso respaldo de cuero.

El campamento de Yamun era más grande y se veía mejor montado que la noche anterior. El carromato con la tienda había desaparecido, reemplazado por la yurta blanca del Khahan. El estandarte de Yamun se erguía junto a la entrada. Un poco más allá había otra tienda, casi del mismo tamaño, adornada con rayas blancas y negras. Un estandarte más pequeño, desconocido para Koja —un palo coronado por una media luna de plata y un cráneo humano—, aparecía plantado delante de la puerta. Había muchos más guardias nocturnos de lo habitual, ataviados con corazas, y muy alertas.

Koja fue introducido de inmediato en la tienda del Khahan. Yamun y un hombre más joven ocupaban el centro de la yurta, y se inclinaban sobre una mesa baja dispuesta ante ellos. En el suelo, había bandejas con tazas de té tuigano y pilas de huesos roídos.

El joven se interrumpió cuando Koja cruzó el umbral. Se volvió y miró al sacerdote. Su rostro, semejante al de Yamun, era más afilado y de rasgos menos pronunciados. Su mejilla derecha aparecía muy marcada por la viruela, y una cicatriz en forma de media luna le cruzaba la frente. Al igual que Yamun, tenía los cabellos rojizos, y los llevaba peinados en dos gruesas trenzas que le caían por detrás de los hombros. Objetos de plata y de concha adornaban las puntas de sus trenzas.

El extraño llevaba una túnica ajustada de seda negra, importada de Shou Lung, cortada con el patrón del
kalat
de los guerreros. Cordones rojos de cuentas, sujetos con tachones de plata, colgaban de sus hombros. Bordado en la pechera de la túnica, llevaba un dragón que saltaba sobre un mar azul brillante y nubes plateadas. Un sable, con la vaina incrustada de lapislázuli, pendía de su ancho cinturón dorado. Koja se sorprendió, porque muy pocos visitantes podían llevar armas en el interior de la yurta real.

Yamun no prestó atención a la entrada del lama y continuó la conversación con el desconocido.

—Tus hombres están demasiado cerca del río. Ordena a los
tumens
más adelantados que retrocedan. Instala sus campamentos entre las dos colinas que hay al sur. Mantendrás tu tienda aquí. Que tus comandantes me informen por la mañana. —El joven asintió en silencio, y anotó todas las órdenes de Yamun.

—Me habéis mandado llamar, Khahan —dijo Koja, con una rodilla en tierra y la cabeza inclinada.

—Siéntate —gruñó el señor de la guerra, señalando un espacio junto a la mesa. El joven no dijo nada, pero observó con atención a Koja, mientras el lama ocupaba el sitio indicado.

»Acompáñanos a tomar el té, historiador —lo invitó Yamun, que colocó su taza sobre la mesa—. Éste es Jadaran Kan, comandante del ala izquierda. Llevaba aquí un día, a la espera de nuestra llegada.

Koja comprendió que el hombre sentado a su lado, el comandante de la gran ala izquierda, era el segundo hijo de Yamun, el príncipe Jad. Se volvió y, sin levantarse, saludó con una profunda reverencia al príncipe.

—Me siento honrado ante la presencia del comandante de la gran ala izquierda —manifestó Koja con toda la cortesía posible.

—Ya está bien —lo interrumpió Yamun—. Nos hemos ocupado de nuestros asuntos mientras dormías. Mañana mi ejército cabalgará hacia Manass. ¿Conoces el lugar?

Koja asintió, con el rostro súbitamente pálido.

—Manass está en Khazari —dijo.

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