Los señores de la estepa (13 page)

BOOK: Los señores de la estepa
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—Siéntate —le ordenó Yamun con voz firme—, y cállate. —Un sirviente extendió una alfombra al otro lado de la hoguera, opuesto al Khahan, y colocó un taburete.

Sin desviar su mirada de Yamun, Chanar se sirvió el cumis de su pellejo. Dejó caer la bota al suelo, y bebió sin prisa el contenido de su tazón. Satisfecho, se acercó al taburete y se sentó con un gruñido. Después, miró furioso a Yamun.

Koja no tenía muy claro si le correspondía romper el silencio. Podía percibir cómo la cólera crecía entre los dos hombres. Las mujeres abandonaron sus asientos y desaparecieron en la noche.

—Khahan —dijo por fin el lama—, me habéis nombrado vuestro historiador. —Koja notó la boca seca y el sudor en las palmas de sus manos—. ¿Cómo puedo ser vuestro biógrafo si desconozco vuestra historia?

Por un momento, Yamun no respondió a la pregunta de Koja.

—Tienes razón, historiador —repuso al fin con voz pausada, al tiempo que dejaba de mirar a Chanar—. No has estado conmigo desde el principio.

—Entonces, ¿cómo puedo escribir una historia correcta? —insistió Koja, para desviar la atención de Yamun del general.

La pregunta consiguió despertar el interés de Yamun, que se dedicó a meditar la respuesta. Koja aprovechó la pausa para observar a Chanar, que no apartaba la mirada del Kan. Por fin, los ojos del agasajado enfocaron por un momento al lama antes de volver otra vez al Khahan. Koja notó que la tensión se relajaba un poco a medida que los dos hombres recordaban gestas del pasado.

—¿Por dónde empezar? —reflexionó Yamun en voz alta. Sus dedos comenzaron a jugar con el bigote.

—No lo sé, Khahan. Quizá con el momento en que os convertisteis en señor de los tuiganos —sugirió Koja.

—Ésa no es una historia —declaró Yamun—. Me convertí en Khahan porque mi familia es la de Hoekun, y éramos fuertes. Sólo los fuertes son escogidos para ser Khahan.

—¿Uno de vuestra familia siempre ha sido el Khahan? —preguntó Koja.

—Sí, pero yo soy el primer Khahan de los tuiganos en muchas generaciones. Durante mucho tiempo, los tuiganos no formaron una nación; estaban divididos en muchas tribus que combatían entre sí.

—¿Y cuándo surgió todo esto? —Koja extendió las manos para abarcar la ciudad de Quaraband.

—La construí durante el último año..., después de que la última de las tribus se sometió a mi voluntad —explicó Yamun—. Pero no es mi historia. —El Khahan hizo una pausa, y se chupó los dientes. Después, comenzó su relato.

»Cuando tenía diecisiete años —dijo—, murió mi padre, el
yeke-noyan
, y...

—Mil perdones, Khahan, pero no sé qué significa
yeke-noyan
—lo interrumpió el lama.

—Significa «gran cacique» —contestó Yamun—. Cuando muere un kan, está prohibido pronunciar su nombre. Es una muestra de respeto a nuestros antepasados. Ahora, te contaré mi relato.

Koja recordó que Bayalun no había tenido el mismo temor porque había mencionado a Burekai en varias ocasiones. El khazari se mordió el labio para contener su curiosidad natural, y limitarse a escuchar.

—Cuando yo era más joven, mi padre, el
yeke-noyan
, concertó mi matrimonio —prosiguió Yamun—. Abatai, kan de los commanis, era
anda
de mi padre. Abatai prometió que su hija sería mi esposa cuando yo cumpliera la mayoría de edad. Pero, cuando el
yeke-noyan
murió, Abatai no cumplió con el juramento hecho a su
anda
. —Yamun pinchó con su cuchillo un buen trozo de antílope, y se lo sirvió en su plato.

—Abatai no era bueno —opinó el viejo Goyuk, desde el otro lado de la hoguera.

—Me habían prometido la hija de Abatai, y decidí reclamarla. Levanté mi estandarte de nueve colas y llamé a mis siete hombres valientes. —El Khahan hizo una pausa para recuperar el aliento—. Cabalgamos por las riberas del río Rusj, y cerca del monte Bogdo encontramos las tiendas de los commanis.

»Aquella noche, hubo una gran tormenta. Los naicanos tenían miedo. Mis siete hombres valientes tenían miedo. La tierra se sacudía con la voz de Teylas, y el señor del cielo habló conmigo. —Los kanes reunidos junto al fuego miraron el cielo nocturno cuando Yamun mencionó el nombre del dios, como si esperasen una respuesta divina—. La tormenta mantuvo a los hombres commanis en sus tiendas, y no advirtieron que estábamos ocultos detrás del monte Bogdo.

»Por la mañana, To'orl atacó por el ala derecha. También mis siete hombres valientes iniciaron su ataque, Destrozamos las tiendas de los commanis y nos llevamos a sus mujeres. Reclamé a la hija de Abatai, y se convirtió en mi primera emperatriz. —Yamun dio un bocado al trozo de carne, todavía caliente.

Koja contempló los rostros de los presentes. Chanar tenía los ojos cerrados, y los otros dos kanes escuchaban con una expresión embelesada. Ni siquiera los cantos de un grupo de borrachos en una de las hogueras vecinas conseguían distraerlos. El propio Yamun estaba entusiasmado con su relato, y le brillaban los ojos al recordar las glorias de épocas pasadas.

—Después de derrotar a los commanis, los dispersé entre los hoekuns y los naicanos —añadió el Khahan, como una posdata, entre bocado y bocado de antílope—. A To'orl de los naicanos le di quinientos como esclavos para él y sus nietos. A mis siete hombres valientes, les entregué un centenar de esclavos a cada uno. A To'orl también le regalé la gran yurta y las tazas doradas de Abatai.

»Así fue como hice fuerte a los hoekuns y como conseguí mi primera emperatriz —concluyó Yamun la historia.

Chanar abrió los ojos con el fin del relato, y los kanes sonrieron en una felicitación al relator.

—¿Qué le ocurrió a la primera emperatriz? —quiso saber Koja.

—Murió al dar a luz a Hubadai, hace muchos inviernos.

Koja se preguntó si había un rastro de pena en sus palabras.

—¿Y qué fue de Abatai, kan de los commanis? —lo interrogó el lama, para cambiar de tema.

—Lo maté. —Yamun hizo una pausa, y después llamó a un escudero—. Trae la copa de Abatai —le ordenó al hombre, que se dirigió a la yurta real y regresó, al cabo de un momento, cargado con un paquete del tamaño de un melón, envuelto en seda roja, que entregó a Yamun. El kan lo desenvolvió. En el interior había una calavera humana con la parte superior cortada, y un tazón de plata insertado en el hueco.

—Éste era Abatai —dijo Yamun, sosteniendo en alto el cráneo para que Koja pudiese verlo.

Las cuencas vacías contemplaron a Koja. De pronto, resplandecieron con una fuerte luz blanca. El lama se sobresaltó tanto que estuvo a punto de tumbar su taburete, y derramó el contenido del bol de carne y caldo que sostenía sobre los muslos.

—Los ojos... —exclamó.

Se repitió el destello. Koja estudió el cráneo con más atención y comprendió que lo que veía a través de las órbitas vacías era el reflejo del fuego en el tazón.

—¿Qué pasa, sacerdote, lees tu futuro en los huesos? —le preguntó Chanar desde el otro lado de la hoguera. El viejo kan, Goyuk, festejó la broma con una risotada. Incluso Yamun encontró risueña la reacción del lama.

—Está muerto y los muertos no pueden hacernos daño —afirmó Yamun convencido. Se volvió hacia Chanar—. Koja tiene el poder de su dios, pero teme a los huesos. Los verdaderos guerreros no temen a los espíritus.

Koja se avergonzó por haberse comportado como un tonto.

—Debemos beber en honor del Khahan —anunció Chanar y, levantándose con esfuerzo, rodeó la hoguera para situarse delante de Koja. Destapó la bota de cumis y sirvió la fuerte bebida en el tazón de la calavera. Después, cogió el cráneo de las manos de Yamun y se lo alcanzó a Koja, que lo aceptó sin entusiasmo.

—¡Ai! —Chanar gritó el brindis tuigano y bebió directamente de la bota.

—¡Ai! —contestaron Yamun y los kanes; levantaron sus tazas y bebieron un buen sorbo de su bebida favorita.

Koja miró el cráneo que sostenía en sus manos. Los ojos vacíos lo contemplaban, y el líquido lechoso se movía en el cuenco. Giró la calavera para no verla de frente.

—Bebe, sacerdote —lo apremió Chanar, al tiempo que se enjugaba el bigote con la manga—, ¿o piensas que el Khahan no tiene honor?

Yamun observó a Koja, y descubrió que el lama no había participado del brindis. Frunció el entrecejo, molesto con su historiador.

—¿No bebes?

Koja se armó de valor y se acercó el cráneo a los labios. Cerró los ojos y bebió un trago de la repugnante bebida. A toda prisa, antes de que pudiesen insistir en que bebiese un poco más, el lama le ofreció la calavera a Chanar.

—Un brindis por el poder del Khahan —jadeó Koja.

—Ai —exclamaron los kanes, y llenaron sus copas.

Chanar sonrió al ver la expresión de angustia reflejada en el rostro del sacerdote. Aceptó el cráneo y bebió el contenido de un trago. Después, sostuvo el siniestro recipiente con una mano, lo llenó de cumis, y se lo devolvió a Koja.

—Brindo por la salud del Khahan —dijo con una sonrisa malvada.

Koja se ahogó.

—Ai —asintieron los kanes, con la lengua estropajosa. Los brindis hacían su efecto.

—Ya está bien —interrumpió Yamun, que apartó el cráneo de Koja—. No hace falta beber a mi salud. He narrado una historia, y ahora le toca el turno a algún otro. —El Khahan miró al lama con toda intención.

—Yo tengo una historia que contar —declaró Chanar, antes de que Koja pudiese contestar—. Es una buena historia, y cierta de cabo a rabo. —Dio un paso atrás para tener un poco más de espacio, y apartó las cenizas amontonadas al borde de la hoguera.

—¿De qué se trata? —inquirió Yamun, que a duras penas consiguió dominar su irritación.

—Khahan, el sacerdote sabe cómo derrotasteis a los commanis con la ayuda de los naicanos y los siete hombres valientes. Ahora le contaré lo que le ocurrió a uno de aquellos siete hombres valientes. —Chanar dejó caer al suelo el pellejo de cumis, y se apartó todavía más del fuego.

—Sí, cuéntanos qué pasó —rogó el desdentado Goyuk Kan.

Koja miró a Yamun antes de manifestar su propia opinión. El kan permanecía impasible. El lama no sabía si estaba disgustado o aburrido, y optó por mantener la boca cerrada.

—Después de que el kan..., el Khahan derrotó a los commanis —comenzó Chanar, casi a gritos—, se los entregó a sus compañeros, tal como nos lo ha contado. Dijo a sus siete hombres valientes que reunieran a todos los sobrevivientes, viejos y jóvenes, de los commanis. «Medid a todos los hombres con la vara del carro, y matad a todos aquellos que no puedan caminar por debajo», les ordenó el Khahan.

—¿Medir a los hombres con la vara del carro? —preguntó Koja, humildemente—. ¿Qué significa?

—Se mata a todos los varones que no pueden pasar por debajo de la vara donde van sujetos los bueyes. Sólo los niños pequeños se salvan —respondió Chanar—. Matamos a todos los hombres commanis, tal como nos ordenó el kan. Todavía no era el Khahan. —El general se paseó alrededor de la hoguera, sin dejar de hablar—. Así que matamos a los hombres.

»Entonces, el kan nos dio a las mujeres y a los niños, porque estaba complacido con sus guerreros. Se acercó a los siete hombres valientes y les dijo: «Somos hermanos del hígado. Hemos sido
andas
desde que éramos jóvenes. Continuad sirviéndome con lealtad y os daré grandes recompensas». Él lo dijo; yo lo escuché. —Chanar dio un puntapié a un trozo de leño encendido, que fue a parar otra vez a las llamas.

»Los hombres valientes se mostraron agradecidos por estas palabras. —Chanar hizo una pausa y miró a Yamun—. La historia no acaba aquí, pero quizás el Khahan no quiera escucharla.

—Cuenta tu historia —replicó Yamun, y Chanar asintió al pedido.

—No hay mucho más que contar —añadió el general—. Tal vez conocéis el relato. Uno de los hombres valientes le dijo al kan: «Somos
andas
, hermanos del hígado. Permaneceré a tu lado». Y yo escuché la promesa del Khahan. «Tú eres de mi hígado y siempre serás mi mano derecha». Cuando el kan se marchó a la guerra, este hombre valiente fue su mano derecha. Con su mano derecha, el kan conquistó al pueblo quirish; y reunió a las tribus dispersas de los tuiganos: los basymats y los jamaquas. Su mano derecha era fuerte.

El relato de Chanar se volvió más apasionado. El general daba taconazos contra el suelo y se golpeaba el pecho para subrayar sus palabras.

—Nunca fracasé o retrocedí. Acompañé al kan contra los zamogedis cuando sólo nueve regresaron. Luché para proteger su retaguardia de los zamogedis. Llevé al kan al
ordu
de mi familia, y le di refugio. Marché una vez más con él para enfrentarnos a los zamogedis y cobrarnos nuestra venganza. Juntos los derrotamos; matamos a sus hombres, y tomamos como esclavos a sus mujeres y niños.

»Y todo esto porque yo era su
anda
. Cuando acepté la rendición de los khassidis, y me ofrecieron regalos de oro y plata, ¿acaso no envié los regalos al Khahan? Las cosas que se dan corresponden al gran kan. ¿No es ésta la ley? —Chanar se enfrentó a los demás kanes reunidos junto a la hoguera. Sus preguntas iban dirigidas a ellos, y no a Yamun o al sacerdote.

—Es verdad, gran príncipe —murmuró Goyuk, con la mirada puesta en Yamun. Sus palabras casi no se entendían por culpa de la bebida—. Te los envió todos.

Satisfecho con la respuesta de Goyuk, el general se volvió para mirar al lama.

—Pero ahora —gruñó Chanar, con una mirada de odio—, el hombre valiente ya no tiene regalos para enviar, y otro se sienta a la mano derecha de su
anda
. Y es así como acaba la historia. —El general volvió la espalda al sacerdote, caminó hasta su taburete y se sentó, satisfecho de haber manifestado su opinión.

Con una exclamación colérica, Yamun se puso en pie y dio un paso hacia Chanar, que lo vigilaba como un gato. El Khahan tenía los puños apretados, y su cuerpo oscilaba con la tensión.

—No está bien —dijo Goyuk en voz baja, con una mano puesta sobre el brazo de Yamun—. Chanar es tu invitado.

Yamun se contuvo, al escuchar la verdad en las palabras de Goyuk. Con toda discreción, Koja apartó su taburete, asustado por lo que podía ocurrir a continuación. Los cantos se reanudaron alrededor de las otras hogueras.

—¡Guardias! —llamó Yamun—. Acompañadme. Voy a visitar a los demás invitados. —Dicho esto, se volvió y desapareció en la oscuridad. Los guardias se desplegaron a su alrededor, seguidos por los escuderos cargados con comida y bebida para el Khahan.

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