Los señores de la estepa (12 page)

BOOK: Los señores de la estepa
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—Sí, Yamun —contestó orgulloso, irguiéndose y sacando pecho.

—Escriba, envía este mensaje a Hubadai —ordenó Yamun, después de volver a ocupar su taburete—. Tiene que dividir sus tropas en tres partes. Él estará al mando de una, y yo le enviaré a los comandantes de las otras dos. Ningún hombre de su ejército saldrá a cazar excepto en busca de comida para los caballos. Si un hombre incumple la orden, recibirá tres azotes. La segunda vez, recibirá tres veces tres y la tercera, tres veces tres veces tres. Sus hombres tendrán que contar con provisiones para dos semanas, en todo momento, y deberá disponer del forraje suficiente para los caballos. Tendrá que estar listo para marchar a la guerra en el momento que reciba la orden. —Koja escribía a toda prisa para no perder palabra de las órdenes de Yamun.

»Sus hombres han de tener las armas preparadas —añadió el kan. Llamó a un sirviente para que le sirviera una bebida—. Cada soldado dispondrá de dos lanzas, dos arcos y cuatrocientas flechas. Aquel que no las tenga será azotado: cinco latigazos. Cualquiera que no tenga su caballo preparado, recibirá el mismo castigo. Cualquier hombre que abandone el campamento para reunirse con su familia será capturado y entregado a su kan, que dictará la sentencia apropiada.

Koja acabó de escribir con un floreo, y mantuvo el pincel dispuesto para reanudar la escritura.

—La audiencia de la mañana ha concluido —anunció Yamun sin más—. Esta noche habrá una fiesta para celebrar el retorno de Chanar Ong Kho. Que asistan todos aquellos que se alegran de su regreso.

Chanar no ocultó su asombro. Le complacía la fiesta en su honor, pero había esperado tener un encuentro más largo con el kan. En el pasado, siempre había disfrutado del favor de Yamun. Ahora, las cosas parecían haber cambiado. Sin muchas ganas, se puso en pie y saludó al kan con una reverencia antes de retirarse. Koja también se levantó, con un gesto de dolor por la rigidez de sus piernas.

—Koja —dijo Yamun de pronto, utilizando el nombre del sacerdote por primera vez—, quiero que te quedes. Siento curiosidad por tu príncipe.

El lama obedeció la orden del kan, un tanto asombrado. Podía percibir la mirada de odio de Chanar a sus espaldas, pero el general se alejó sin decir palabra.

—Yo también me retiro, esposo mío —manifestó Madre Bayalun. Yamun no le contestó.

Después de la marcha de Bayalun y de Chanar, el kan ordenó a los sirvientes que trajeran bebidas; cumis negro para él y vino caliente para Koja. Una vez más, se acomodó en su asiento.

—Koja de los khazaris, has tenido la oportunidad de conocer una parte de nuestros planes. Quizás ahora puedas decirme qué clase de hombre es tu príncipe Ogandi. —Yamun bostezó.

Koja hizo una pausa, sin saber muy bien qué responder. ¿Cuánto podía revelar sin traicionar a su señor? ¿Hasta qué punto estaba en deuda con el Khahan?

Al final de la ladera, Madre Bayalun alcanzó a Chanar, que caminaba hacia su yegua blanca, y lo acompañó, clavando la punta del bastón en el suelo para aliviar su cojera.

—Salud a nuestro bravo general —exclamó—. ¿Tenéis tiempo para visitar a una anciana?

Chanar la observó con cuidado. La luz del sol le daba a su rostro un cálido resplandor. Era una belleza madura, avivada por la confianza y la voluntad. Bayalun sonrió a Chanar con un aire sabio y tentador. «Anciana» no era el término que Chanar habría escogido para describirla.

—Os agradezco el cumplido —respondió Chanar, intrigado. No era habitual en Bayalun mostrarse tan directa.

—No he podido evitar ver que hoy estáis solo, en lugar de con vuestro
anda
, Yamun.

—Sois muy observadora —comentó el general, desabrido, al tiempo que acortaba el paso para acomodarlo al de la mujer. Dirigió una mirada a la yurta del kan. Yamun y el sacerdote extranjero mantenían una conversación muy animada.

—Sólo pretendo ofrecer una disculpa y manifestaros que, a mi juicio, no es correcto. —Su tono era un bálsamo para el orgullo herido del hombre—. En los últimos tiempos habéis viajado mucho, general Chanar.

—He cumplido con los deseos de Yamun —repuso Chanar, sorprendido por el interés de la segunda emperatriz.

—El kan tiene mensajeros para ocuparse de este tipo de trabajos —dijo Bayalun, apoyada en su bastón—. Os envió a Semfar...

—¡Fue un honor! —afirmó Chanar.

—No lo dudo, aunque no muy exigente para vuestros méritos —contestó ella, sin preocuparse del estallido del general—. El sacerdote que habéis traído es todo un botín de guerra. —Chanar la miró furioso, molesto con el comentario.

»Desde luego, también ha sido un honor ir al
ordu
de Tomke —añadió Bayalun, que se detuvo al acercarse a su tienda y se volvió para mirar al kan—. Desde que os habéis marchado, Yamun ha pasado mucho tiempo con el extranjero. Ha nombrado al sacerdote como su historiador.

—Lo sé —murmuró Chanar, malhumorado, con la mirada puesta en los dos hombres sentados.

—Han ocurrido más cosas mientras os ocupabais de llevar mensajes —prosiguió Bayalun con un tono de mal agüero—. Yamun pide consejo al sacerdote, escucha sus palabras. Es como si el lama hubiese encantado a Yamun.

—Bayalun, sabéis que los encantamientos no funcionan aquí. Él —Chanar movió la cabeza en dirección a la yurta de Yamun— escogió este lugar pensando en vos.

—Hay otras maneras de encantar además de los hechizos, general —le recordó Bayalun, disponiéndose a entrar en su yurta—. El sacerdote es peligroso... para los dos.

—No para mí. Soy el
anda
de Yamun —la corrigió Chanar, aunque sin mirarla a los ojos.

—Chanar, las cosas han cambiado, y todavía pueden cambiar mucho más. Mirad allá arriba. El lugar que ocupa el khazari es el vuestro. —Bayalun apartó la manta de la puerta—. El kan se olvida de vos, se olvida de todas las cosas que habéis hecho... Os olvida por un lama. —Hizo una pausa para que sus palabras causaran efecto.

Chanar agachó la cabeza hasta casi tocar el pecho con la barbilla, y estudió a la segunda emperatriz por el rabillo de sus ojos entrecerrados. La luz del sol destacaba su figura, la esbeltez de su cuerpo por debajo de las pesadas prendas.

—Tenéis razón —concedió Chanar—. Yamun tendría que escuchar a sus kanes, a su
anda
, y no a los extraños.

—Desde luego —asintió Bayalun, con un tono magnánimo—. El kan necesita buenos consejeros, y no malos. Si no tiene cuidado, Yamun podría llegar a olvidar las costumbres de los tuiganos. Entonces, general Chanar, ¿qué sería de nosotros? Entrad en mi tienda —lo arrulló Bayalun—. Creo que debemos hablar un poco más.

Con una sonrisa fría y de pocos amigos, Chanar se agachó para entrar en la yurta. La alfombra cerró la abertura sin hacer ruido.

5
Los hombres valientes

—¡Ven, Koja —gritó Yamun—, siéntate aquí a mi lado!

Bajo el cielo nocturno, Yamun estaba sentado en la semioscuridad, iluminado por las llamas de una gran hoguera maloliente. Una columna de humo espeso se elevaba del fuego alimentado con estiércol, y flotaba como una nube en el aire helado de la noche estrellada. Koja se envolvió con su abrigo de oveja y caminó hasta el círculo de luz que marcaba la fogata de Yamun.

La fiesta para celebrar el regreso de Chanar acababa de comenzar cuando Koja se presentó. Ya era de noche, y la luna estaba casi llena. Esa noche brillaba con un tono rojizo que iluminaba suavemente el paisaje, y las sombras mostraban un color sepia oscuro. Detrás de la luna, aparecía un cordón de luces brillantes. Las leyendas tuiganas decían que eran nueve viejos pretendientes rechazados por Becal, la luna. Según las mismas historias, ella a su vez perseguía a Tengris, el sol.

La celebración había congregado a una multitud. En su camino hacia la cumbre de la colina donde se levantaba la yurta de Yamun, Koja pasó junto a una docena o más de hogueras. Alrededor de cada una había un círculo de hombres, dedicados a comer y a beber. En varias de las fogatas, los soldados berreaban canciones obscenas a voz en cuello. En una, dos hombres fornidos y con el torso desnudo se sujetaban por los brazos mientras sostenían un combate de lucha libre. Sus compañeros aplaudían los esfuerzos de su favorito e intercambiaban apuestas. Muchos soldados habían bebido hasta desplomarse, y ahora dormían la borrachera en medio del fango. Koja se apresuró a dejar atrás a estos grupos.

A lo largo de la subida, Koja notó un cambio en la calidad de los hombres. Cerca de la base estaban aquellos que llevaban
paitzas
de hierro, el pase de menor categoría otorgado por el Khahan. Koja lo sabía porque reconoció a algunos de los hombres como comandantes de
jaguns
, grupos de un centenar de soldados. Como escriba, los había visto en las audiencias con Yamun. Alrededor de estas hogueras se reunían también los guardias de día, ahora fuera de servicio, que eran los miembros menos importantes de la escolta de Yamun, aunque tenían un rango superior al de las tropas.

En el segundo anillo se encontraban los
noyans
, oficiales al mando de los
minghans
, formados por un millar de hombres. Koja conocía sólo a unos pocos, pero adivinó su rango por el tema de sus conversaciones. El lama respondió al saludo de los conocidos.

En el círculo interior, apiñados alrededor de la hoguera de Yamun, se reunían los
noyans
de grado superior, los jefes de los
tumens
de diez mil hombres. Todos ellos eran kanes de las diversas tribus, importantes por derecho propio. De vez en cuando, alguno de ellos se apartaba de su hoguera y, con mucho cuidado de no alarmar a los guardias nocturnos que custodiaban a Yamun, se acercaba lentamente al centro, donde se hallaba el Khahan.

—Ven y siéntate, Koja —le repitió Yamun a Koja, que se mantenía a unos pasos del gobernante—. Serás mi huésped. —Señaló un lugar vacío a su izquierda; un escudero se apresuró a extender una alfombra y a colocar un taburete para el lama.

El sacerdote miró con disimulo a su alrededor, buscando a Chanar. La fiesta era en honor del general, y no quería ofender al hombre con una torpeza sin mala intención. Chanar ya le tenía bastante inquina.

Koja no consiguió ver al general entre los rostros de los asistentes. Cerca del Khahan, estaban sentadas varias de las esposas de Yamun, el viejo Goyuk y otro kan que no conocía. Una olla de hierro colgaba de un trípode sobre el fuego, y se podía oler el apetitoso aroma del estofado de carne. Había varias botas de cuero, llenas de cumis y vino, a disposición de los invitados.

—¡Siéntate! —insistió Yamun con la lengua apenas trapajosa—. ¡Vino! ¡Traed vino para el historiador! —El Khahan cogió un trozo de carne de la olla.

—¿Dónde está el general Chanar? —preguntó Koja, desembarazándose del abrigo de oveja para poder sentarse. Se lo había cambiado a un guardia nocturno por una daga con la empuñadura de marfil, y después había dedicado el resto de la tarde a quitarle las pulgas y los piojos. Ahora estaba bastante limpio y lo mantenía abrigado. Yamun no contestó a la pregunta de Koja, y dedicó su atención a una de sus bonitas esposas. El sacerdote no se dio por vencido—. El general Chanar, ¿dónde está?

Esta vez, Yamun decidió darse por enterado e interrumpió la charla con la mujer.

—Por allí —contestó, señalando las hogueras—. Ha ido a ver a sus hombres.

—¿Ha dejado la fiesta? —preguntó Koja, confundido.

—No, no. Ha ido a las otras hogueras para ver a sus comandantes. No tardará en regresar. —Yamun bebió otro tazón de cumis—. Historiador —añadió, con voz severa—, no estabas aquí cuando comenzó la fiesta. ¿Qué hacías?

—Tengo muchas cosas que hacer, Khahan. Como historiador necesito tiempo para escribir. Lamento llegar tarde —mintió Koja. En realidad, se había demorado en sus oraciones a Furo, para pedirle su guía y consejo, y también para pensar en la forma de poder enviar sus cartas al príncipe Ogandi.

—Entonces, no has comido. Traedle un plato —le ordenó el Khahan a un escudero.

Uno de los sirvientes apareció con un tazón de vino y un bol de plata para Koja; con una cuchara llenó el bol con el estofado. La olla contenía trozos de carne de caza, cocida en un caldo grasoso. Un segundo sirviente le ofreció un plato con gruesas rebanadas de chorizo. Koja lo olió con desconfianza, pero, consciente de la mirada de Yamun, escogió una de las rebanadas más pequeñas. Por fortuna, Furo no se preocupaba de los alimentos de sus sacerdotes, pensó Koja.

Cerró los ojos y mordió un trozo de chorizo. Tenía buen sabor, aunque no sabía de qué carne estaba hecho. Metió una mano en un bolsillo de su abrigo, sacó un cuchillo con mango de marfil, compañero del que había entregado al guardia, y removió el contenido del bol. Después ensartó una buena porción de carne cartilaginosa. Tenía especias y le quemó los labios. Koja bebió un trago de vino para refrescarse la boca.

—La comida es buena —cumplimentó Koja a su anfitrión.

—Antílope —le informó Yamun con una sonrisa.

—Mi señor Yamun lo mató en la cacería de esta tarde —comentó uno de los kanes sentados al otro lado de la hoguera. Se trataba de Goyuk, el consejero del Khahan. El viejo sonrió mostrando sus desdentadas encías, y los ojos casi invisibles entre la piel arrugada—. Sólo necesitó una flecha. Teylas bendice su puntería.

Un murmullo de admiración se escuchó entre los presentes.

—Goyuk Kan perdió casi todos los dientes en la batalla de la Montaña del Gran Sombrero, en la guerra contra los zamogedis —explicó Yamun. El viejo asintió y volvió a sonreír.

—Es verdad —confirmó Goyuk, muy contento. La falta de dientes y el exceso de bebida hacían que sus palabras sonaran como la letanía de un adivino o un chamán.

—¿De qué está hecho el chorizo? —preguntó Koja, alzando una rodaja.

—Carne de caballo —contestó Yamun, sin darle importancia.

El lama observó la rebanada con una opinión muy distinta.

—¡Mi kan! ¡He regresado! —gritó una voz desde la oscuridad. Chanar, todavía vestido con las mismas prendas de la mañana, subía por la ladera. Llevaba un pellejo debajo del brazo, que chorreaba cumis por la espita, y una taza en la otra mano. Cuando Chanar llegó más cerca de la hoguera, se detuvo para mirar a Yamun y a Koja.

—Eres bienvenido a mi fuego —lo saludó Yamun, mientras bebía de su taza de cumis. Chanar permaneció donde estaba.

—¿Dónde está mi sitio? Él ha ocupado mi asiento. —El general señaló a Koja.

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