Los señores de la instrumentalidad (121 page)

BOOK: Los señores de la instrumentalidad
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Saltó con impulso, rozando las llamas.

El caballo lo vio.

El caballo saltó en dirección contraria, casi al mismo tiempo, y también rozó las llamas.

El hombre-tigre lo había asustado más que el peñasco.

El caballo aterrizó en medio de la cuadrilla. Trató de no herir a nadie con las patas, pero empujó a un hombre, un hombre verdadero. El grito del hombre se perdió en la impenetrable negrura del precipicio.

Los robots actuaron deprisa. Como no tenían más emociones que
encendido, apagado
y
alto
, no se excitaron. Amarraron al caballo e indicaron al operador de la grúa que lo levantara incluso antes de que los hombres verdaderos y las subpersonas hubieran recobrado el equilibrio. El caballo se elevó pataleando.

El hombre-tigre volvió a saltar sobre las llamas hasta el borde más cercano. La imagen se desvaneció.

En la sala de proyección, el dictador hereditario Philip Vincent se levantó. Se desperezó, mirando alrededor.

Genevieve contempló ansiosamente a Casher O'Neill.

—Esta es la historia —comentó el dictador—. Ahora debes resolverla.

—¿Dónde está ahora el caballo? —preguntó Casher O'Neill.

—En el hospital, desde luego. Mi sobrina te llevará a verlo.

3

Tras un breve, doloroso y muy profundo sondeo mental por parte del dictador hereditario, Casher O'Neill se dirigió con Genevieve al hospital, donde el caballo guardaba cama. La gente de Pontoppidan no habían sabido qué hacer con él, así que le habían administrado fuertes calmantes y trataban de alimentarlo por vía intravenosa con disoluciones de agua y
azúcar.
Genevieve le dijo a Casher que el caballo se estaba consumiendo.

Caminaron hacia el hospital pisando guijarros de amatista.

En vez del traje espacial, Casher usaba un casco de superficie que le enriquecía el oxígeno. Sus anfitriones no habían pensado que el huésped sufriría una molesta picazón a causa de la escasa presión atmosférica. No se atrevió a mencionar el asunto, pues aún esperaba conseguir el rubí verde como arma en su guerra privada para liberar los Doce Nilos del gobierno del coronel Wedder. Cuando la picazón se hacía menos irritante, disfrutaba del paseo y de la compañía de la esbelta y bella muchacha que lo acompañaba al hospital por los campos enjoyados. (En años posteriores se preguntó lo que podría haber ocurrido. ¿Era la picazón parte de su destino, y le permitió sobrevivir para liberar la ciudad de Kaheer y el planeta Mizzer? De lo contrario, el inocente y fulgurante encanto de la muchacha quizá lo habría tentado a renunciar a su deber y quedarse para siempre en Pontoppidan.)

La muchacha usaba otro tipo de cosmético para caminar en el exterior, un polvo cálido de color melocotón que realzaba el color rosado de sus mejillas. Casher O'Neill reparó en los ojos de la muchacha, grises y vivaces, en las largas pestañas, en la sonrisa inocentemente provocativa. Consideraba inaudito que el dictador hereditario no hubiera tenido que prohibir duelos y asesinatos entre jóvenes ansiosos de los favores de la joven.

Al fin llegaron al hospital, justo cuando Casher O'Neill pensaba que ya no podría soportar más y tendría que pedir a Genevieve alguna ayuda o transporte para entrar en un sitio donde no sufriera la espantosa picazón.

El edificio era subterráneo.

La entrada le pareció suntuosa. Diamantes y rubíes del tamaño de los ladrillos de Mizzer enmarcaban la puerta, que al parecer era de acero esmaltado. Kuraf no había gastado dinero en nada semejante a esa puerta, ni aun en su mayores arrebatos de prodigalidad. Genevieve vio la expresión de Casher.

—Costó muchos créditos. Tuvimos que traer un artista ciego desde Olimpia para pintar ese esmalte. El pobre se pasó gran parte del tiempo tratando de robar más gemas. Tenía que haber sabido que pagamos lo justo y jamás permitimos que nadie robe impunemente.

—¿Qué hacéis? —preguntó Casher O'Neill.

—Confinamos a los ladrones al espacio, en el linde de la atmósfera. Tenemos más naves tripuladas en órbita que cualquier otro planeta que yo conozca. Quizá Vieja Australia del Norte tenga más, pero nadie logra acercarse tanto a Vieja Australia del Norte y volver para contarlo.

Entraron en el hospital.

Un respetuoso jefe de cirujanos insistió en retenerlos en su despacho y agasajarlos con té y golosinas, pero ambos querían ver al caballo; aunque las normas de cortesía les impidieron mostrarse rudos. Al fin superaron el protocolo y entraron en la sala donde estaba internado el caballo.

De cerca, pudieron ver cuánto había sufrido. Tenía cortes y quemaduras en casi todo el cuerpo. Uno de los cascos —el doctor les dijo que «casco» era el nombre correcto de esa gran uña en que se apoyaba— estaba partido; el médico le había puesto un clavo de cadmio plata. El caballo irguió la cabeza cuando entraron, pero vio que sólo eran personas, no gente equina, así que bajó la cabeza con resignación.

—¿Qué perspectivas hay, doctor? —preguntó Casher O'Neill, apartando los ojos del animal.

—¿Puedo hacer primero una pregunta tonta?

El sorprendido Casher sólo atinó a responder que sí.

—Tú eres un O'Neill. Tu tío es Kuraf. ¿Por qué te llamas «Casher»?

—Es sencillo —rió Casher—. Es mi nombre de juventud. En Mizzer todos tenemos un nombre de niño, el cual nadie usa. Luego recibimos un apodo. Más tarde recibimos un nombre de joven, basado en alguna característica o en alguna broma amistosa, hasta que escogemos una carrera. Cuando nos iniciamos en nuestra profesión, escogemos un nombre profesional. Si libero Mizzer y derroco al coronel Wedder, tendré que pensar un nombre profesional adecuado.

—¿Pero por qué «Casher»? —insistió el médico.

—Cuando era pequeño y la gente me preguntaba qué quería, siempre pedía
cash.
Supongo que eso contrastaba con los hábitos derrochadores de mi tío, así que me llamaron Casher.

—¿Pero qué es
cash?
¿Uno de vuestros productos agrícolas?

Esta vez fue Casher quien se asombró.


Cash
es dinero. Créditos de papel. La gente los hace circular cuando compra cosas.

—En Pontoppidan —dijo Genevieve— todo el dinero me pertenece a mí. Todo. Mi tío es el depositario, pero jamás me ha permitido tocarlo ni gastarlo. Sólo se usa para negocios del planeta.

El médico parpadeó respetuosamente.

—Perdona que te haya preguntado acerca del nombre, señor. En cuanto a este caballo, es un caso muy extraño. Fisiológicamente es de tipo terráqueo puro. Sólo tolera una dieta vegetal, pero por lo demás es un pariente muy cercano al hombre. Tiene un único estómago y un corazón muy grande de forma cónica. Ese es el problema. El corazón anda mal. El caballo está agonizando.

—¿Agonizando? —exclamó Genevieve.

—Eso es lo más triste, lo más espantoso —dijo el médico—. Está agonizando pero no puede morir. Podría seguir así durante muchos años. Perinö le dio suficiente
stroon
para dar la inmortalidad a un planeta entero. Ahora el animal está consumido, pero no puede morir.

Casher O'Neill soltó un silbido largo y ululante. Todos los presentes se sobresaltaron. No les prestó atención. Era el silbido que solía usar cerca de los establos, allá en los Doce Nilos, cuando quería llamar un caballo.

El caballo reconoció el sonido e irguió la cabeza con una mirada implorante. Casher pensó que el animal iba a llorar, aunque estaba casi seguro de que los caballos no podían segregar lágrimas.

Se acuclilló en el piso, cerca de la cabeza del caballo, apoyándole una mano en la crin.

—Deprisa —le murmuró al cirujano—, consigue un terrón de azúcar y una subpersona telépata que no sea de origen carnívoro.

El médico quedó estupefacto. Pidió azúcar a un asistente, pero se acuclilló junto a Casher O'Neill y dijo:

—Tendrás que repetir lo que dijiste sobre una subpersona. Este hospital no es para subpersonas. Aquí tenemos muy pocas. El caballo está aquí sólo por voluntad del excelentísimo Philip Vincent, quien ordenó que el caballo de Perinö recibiera el mejor trato posible. Si algo malo le pasa al caballo, pagaré por ello durante los próximos ochenta años. Así que haré lo que pueda. ¿Me consideras demasiado parlanchín? No serías el único. ¿Qué clase de subpersona quieres?

—Necesito una subpersona telepática —repitió Casher con calma— para averiguar qué necesita este caballo y comunicarle que estoy aquí para ayudarlo. Los caballos son vegetarianos, así que no se encuentran cómodos con los carnívoros. ¿Tienes una subpersona vegetariana en el hospital?

—Tuvimos algunos hombres-ardilla —contestó el cirujano principal—, pero cuando cambiamos el sistema de circulación de aire los hombres-ardilla se fueron con el viejo equipo. Creo que fueron a una mina. Tenemos hombres-tigre y hombres—gato, y mi secretario es un lobo.

—¡No! —exclamó Casher O'Neill—. ¿Te imaginas a un caballo enfermo confiando en un lobo?

—Es precisamente lo que haces tú —murmuró el cirujano, cerciorándose de que Genevieve no le oía—. Los dictadores hereditarios a veces descuartizan a los huéspedes sospechosos cuando se marchan del planeta. A menos que los visitantes sean mercaderes con licencia. Tú no lo eres. Podrías ser un espía que planea saquearnos. ¿Cómo saberlo? Yo no daría una astilla de diamante por tus probabilidades de permanecer con vida la próxima semana. ¿Qué quieres hacer por el caballo? Eso podría agradar al dictador. Y tú podrías vivir.

Casher O'Neill quedó tan anonadado por la confidencia del cirujano que se quedó pensando en sí mismo, no en el paciente. El caballo lo lamió, como si intuyera que Casher necesitaba consuelo.

El cirujano tuvo una idea.

—Los caballos y los perros solían andar juntos en los viejos días de la Cuna del Hombre, ¿verdad? Cuando toda la gente vivía en el planeta Tierra.

—Desde luego —dijo Casher—. En Mizzer los usábamos juntos en cacerías, pero las nuevas leyes de la Instrumentalidad nos han dejado sin subpersonas criminales para cazar.

—Tengo una buena perra —dijo el cirujano principal—. Habla bastante bien, pero es tan compasiva que trastorna a los pacientes con un exceso de atenciones. La tengo en el segundo subsuelo, cuidando las máquinas de esterilizar platos.

—Tráela —susurró Casher.

Recordó que no necesitaba susurrar para hablar de esto, así que se levantó y se dirigió a Genevieve:

—Han encontrado a una buena perra telépata que quizá nos permita llegar a la mente del caballo. Quizás hallemos la respuesta.

Ella le apoyó la mano en el brazo, con el gesto aprobatorio de una princesa. Le hundió los dedos en el músculo. ¿Le deseaba suerte en sus tratos con un tío traicionero, o era el mero gesto impulsivo de una joven amable que ignoraba cuanto ocurría en este mundo?

4

La entrevista anduvo muy bien.

La mujer-perra era casi perfectamente humaniforme. Parecía una anciana cansada, jovial y demacrada, no lo bastante valiosa para recibir la droga santaclara que prolongaba la vida, llamada
stroon.
Había consagrado la vida al trabajo, y en efecto había trabajado muchísimo. Casher O'Neill sintió una punzada de envidia al advertir que la felicidad acompañaba a las pequeñeces de la vida y no a los grandes destinos. La mujer-perra, con su cara ojerosa y su pelo duro y gris, disfrutaba de más amor, felicidad y compasión de los que Kuraf había encontrado con sus placeres, el coronel Wedder con su poder o él mismo con su cruzada. ¿Por qué era así la vida? ¿Nunca había justicia? ¿Por qué una anciana inútil y demacrada era feliz cuando él no lo era?

—No te preocupes —dijo ella—, superarás todo esto y luego serás feliz.

—¿Superar qué? —preguntó él —. Yo no he dicho nada.

—No lo diré —replicó ella, queriendo decir que era telépata—. Eres prisionero de ti mismo. Algún día escaparás hacia la insignificancia y la felicidad. Eres un buen hombre. Tratas de salvar tu propio pellejo, pero este caballo te gusta de veras.

—Claro que sí —dijo Casher O'Neill—. Se portó como un valiente en su intento de salir de ese infierno para regresar a las personas.

Cuando Casher dijo
«infierno»
, la mujer-perro abrió los ojos, pero no dijo nada. Casher vio en su mente el signo de un pez garrapateado en una pared oscura y captó el pensamiento que ella le proyectaba:
¿Conque tú también sabes algo sobre el «oscuro y maravilloso conocimiento» que aún no se ha de revelar a toda la humanidad?

Él le respondió
cruz
y volvió a pensar en el caballo, temiendo que esa comunicación telepática fuera captada y extraños castigos los aguardaran a ambos.

—¿Nos conectamos?, —preguntó ella verbalmente.

—Conectémonos —dijo él.

Genevieve se acercó. Su hermoso e inteligente perfil estaba radiante de excitación.

—¿Puedo participar? —preguntó.

—¿Por qué no? —dijo la mujer-perra, mirando a Casher de soslayo. Él asintió. Los tres se cogieron de la mano. La mujer-perro apoyó la mano izquierda en la frente del viejo caballo.

La arena les salpicaba las patas mientras galopaban hacia Kaheer. Sentían la deliciosa presión de un cuerpo humano en el lomo. El rojo cielo de Mizzer refulgía en lo alto. Se oyó un grito:

—¡Soy un caballo, soy un caballo, soy un caballo!

—¡Eres de Mizzer! —pensó Casher O'Neill—. ¡Eres de Kaheer!

—No sé nombres —pensó el caballo—, pero tú eres de mi tierra. La tierra, la buena tierra.

—¿Qué haces aquí?

—Estoy muriendo —pensó el caballo—. Muriendo durante cientos de miles de atardeceres. El viejo me trajo. Ya no cabalgo, no hay galope, no hay personas. Sólo el viejo y el pequeño terreno. He estado muriendo desde que llegué aquí.

Casher O'Neill entrevió a Perinö sentado, contemplando el caballo, ignorante del dolor y la soledad a que había condenado a su gran mascota al volverla inmortal y privarla de cualquier trabajo.

—¿Sabes qué es morir?

—Claro —pensó el caballo—. No-caballo.

—¿Sabes qué es la vida?

—Sí. Ser caballo.

—Yo no soy caballo —pensó Casher O'Neill—, pero estoy vivo.

—No compliques las cosas —transmitió el caballo, aunque Casher advirtió que era su mente, no la del caballo, la que proporcionaba las palabras.

—¿Quieres morir?

—¿Ser no—caballo? Sí, si esta habitación es para siempre el final de las cosas.

—¿Qué preferirías? —pensó Genevieve. Sus pensamientos llovieron en la mente de los demás como una cascada de monedas de plata recién acuñadas: brillantes, limpios, luminosos, inocentes.

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