Los señores de la instrumentalidad (59 page)

BOOK: Los señores de la instrumentalidad
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El señor Crudelta admitiría luego que había cometido un eran error.

La Guerra de los Dos Minutos estalló de inmediato.

Para comprender cómo sucedió, hay que conocer la estructura de la Instrumentalidad. La Instrumentalidad era una corporación que se perpetuaba a sí misma, con enormes poderes y un riguroso código. Cada señor era la plenitud de la justicia baja, media y alta. Cada cual podía hacer lo que considerara necesario o apropiado para preservar la Instrumentalidad y la paz entre los mundos. Pero si cometía un error o un delito, todo cambiaba de golpe. Cualquier señor podía provocar la muerte de otro señor en una emergencia, pero se condenaba a la muerte y la vergüenza si asumía esta responsabilidad. La única diferencia entre el honor y el repudio consistía en que los señores que mataban en una emergencia y resultaban haberse equivocado se incluían en una lista muy vergonzosa, mientras que los que mataban por una razón justificada (a la luz de un análisis posterior) pasaban a formar parte de una lista muy honorable, aunque morían igualmente.

Con tres señores, la situación era distinta. Tres señores integraban un tribunal de emergencia; si actuaban juntos y de buena fe, e informaban a los ordenadores de la Instrumentalidad, quedaban exentos de castigo, aunque no de culpa, ni aun de degradación a la categoría de ciudadano. Siete señores, o aun todos los señores de un planeta determinado en un momento dado, estaban más allá de toda crítica, excepto la de una versión dignificada de sus actos si un análisis posterior demostraba que eran erróneos.

Ésta era la tarea de la Instrumentalidad. La consigna perpetua de la organización era: «Observa, pero no gobiernes; detén la guerra, pero no la libres; protege, pero no controles. ¡Y ante todo, sobrevive!»

El señor Crudelta se había puesto al mando de las tropas —no sus tropas, sino las tropas ligeras y regulares del gobierno de la Cuna del Hombre— porque temía que la persona a quien él mismo había enviado por el espacio tres provocara el mayor peligro que había corrido la humanidad en toda su historia.

No esperaba que le arrebataran el mando, un poder dominante reforzado por telepatía rebotica y por la incomparable red de comunicaciones abiertas y secretas, reforzada por cientos de años de embustes, derrotas, secretos, victorias y la simple experiencia, que la Instrumentalidad había perfeccionado desde que había surgido de las Guerras Antiguas.

¡Dominante, dominado!

Tales eran las disposiciones que la Instrumentalidad ordenaba desde antes de los tiempos documentados. A veces detenía a sus antagonistas con artimañas legales, a veces con la hábil y fatal inserción de armamentos, en general interfiriendo en los controles mecánicos y sociales de otros y haciendo su voluntad, sólo para abandonar los controles tan pronto como los había tomado.

Pero no las tropas que Crudelta había reunido apresuradamente.

8

La guerra estalló con un cambio de paso.

Dos escuadras entraban en la sección del hospital donde Elizabeth aguardaba los incesantes retornos a los baños de gelatina que le reconstruirían el cuerpo estropeado.

Las escuadras cambiaron el paso.

Los sobrevivientes no pudieron explicar lo sucedido.

Todos admitieron una gran confusión mental... después.

Entonces creyeron haber recibido la clara y lógica orden de dar media vuelta y defender el sector de mujeres mediante un contraataque dirigido hacia su propio batallón principal, situado a retaguardia.

El hospital era un edificio muy sólido. De lo contrario se habría derretido o incendiado.

Los soldados de vanguardia de pronto dieron media vuelta, buscaron refugio y dispararon las puntas de alambre contra los camaradas de retaguardia. Las puntas de alambre estaban sintonizadas para materia orgánica, aunque resultaban bastante inocuas para lo inorgánico. Se alimentaban de la fuente de energía que cada soldado llevaba en la espalda.

Durante los primeros diez segundos de la media vuelta, veintisiete soldados, dos enfermeras, tres pacientes y un ordenanza murieron. Otras ciento nueve personas quedaron heridas en ese primer intercambio de disparos.

El comandante de las tropas nunca había estado en situación de combate, pero tenía un buen entrenamiento. Enseguida desplegó sus reservas alrededor de las salidas del edificio y envió a su escuadrón favorito bajo las órdenes de un tal sargento Lansdale, que le merecía mucha confianza, hacia el sótano, para que pudiera subir desde allí hasta el sector de las mujeres y averiguar quién era el enemigo.

Ignoraba que sus propias tropas de vanguardia habían dado media vuelta para luchar contra sus compañeros.

Luego, en el juicio, declaró que él no había sentido ninguna interferencia insólita con su propia mente. Sólo supo que sus hombres se habían topado con la imprevista resistencia armada de antagonistas —¡identidad desconocida!— con armas similares a las suyas. Como el señor Crudelta los había traído por si se entablaba combate con antagonistas no identificados, creyó correcto suponer que un señor de la Instrumentalidad se había enterado de sus movimientos. Ése era el enemigo, sin duda.

En menos de un minuto, ambos bandos quedaron equilibrados. La línea de fuego había penetrado en las fuerzas del comandante. Los hombres de delante, algunos de ellos heridos, simplemente daban media vuelta para defenderse de los que venían detrás. Era como si una línea invisible, que se movía deprisa, hubiera dividido las dos secciones de la fuerza militar.

El humo espeso y negro de los cuerpos en disolución comenzó a obturar los conductos de aire.

Los pacientes gritaban, los médicos maldecían, los robots andaban sin ton ni son y las enfermeras intentaban comunicarse.

La guerra terminó cuando el comandante vio al sargento Lansdale, a quien él mismo había enviado arriba, al mando de un grupo que atacaba desde el sector de las mujeres... ¡contra su propio comandante!

El oficial conservó la cabeza.

Se arrojó al suelo y rodó de lado bajo un chisporroteo invisible mientras los disparos de la punta de alambre de Lansdale mataban todas las bacterias del aire. En el auricular del casco, llevó todos los controles manuales a VOLUMEN MÁXIMO y SUBOFICIALES ÚNICAMENTE y exclamó en un arranque de ingenio:

—¡Buen trabajo, Lansdale!

La voz de Lansdale sonaba débil, como si viniera desde fuera del planeta:

—¡Esta sección es nuestra, señor!

El comandante de las tropas respondió en voz alta pero serena, sin dar a entender que a su juicio el sargento estaba loco:

—Calma ahora. Conserve esa posición. Voy hacia usted. —Sintonizó el otro canal y ordenó a los hombres que tenía cerca—: Cesen el fuego. Cúbranse y esperen.

Un grito salvaje llegó por los auriculares. Era Lansdale.

—¡señor, señor! ¡Estoy luchando contra
usted
, señor! Acabo de comprender. Empieza de nuevo. Apártese.

El zumbido y bordoneo de las armas cesó de golpe.

El salvaje tumulto humano del hospital continuó.

Un médico de alto rango, y con las insignias del personal superior, se acercó serenamente al comandante.

—Levántese y llévese a sus tropas, joven amigo. La batalla ha sido un error.

—No estoy bajo sus órdenes —replicó el joven oficial—. Obedezco al señor Crudelta. Él requisó estas tropas al gobierno de la Cuna del Hombre. ¿Quién es usted?

—Puede cuadrarse, capitán —dijo el doctor—. Soy el coronel general Vomact, de la Reserva Médica Terrestre. Pero será mejor que no espere al señor Crudelta.

—Pero, ¿dónde está él?

—En mi cama —respondió Vomact.

—En su
cama?
—exclamó el joven oficial, totalmente desconcertado.

—En cama. Totalmente anestesiado. Yo lo tranquilicé. Estaba muy exaltado. Evacué a sus hombres. Atenderemos a los heridos en el parque. Podrá ver a los muertos en los refrigeradores del sótano dentro de unos instantes, excepto los que se disolvieron por impactos directos.

—Pero la pelea...

—Un error, joven, o bien...

—O bien, ¿qué? —gritó el joven oficial, aterrado ante la confusión de esta experiencia de combate.

—O bien un arma jamás vista. Sus tropas pelearon entre sí. Alguien interceptó las órdenes.

—Lo noté —repuso el oficial— en cuanto vi que Lansdale me atacaba.

—¿Pero sabe usted qué lo dominó? —preguntó suavemente Vomact, asiendo al oficial por el brazo y llevándolo fuera del hospital. El capitán se dejó guiar sin advertir hacia dónde iba, tan atento estaba a las palabras de Vomact—. Creo que lo sé —continuó el médico—. Los sueños de otro hombre. Sueños que han aprendido a transformarse en electricidad, plástico o piedra, O cualquier otra cosa. Sueños que nos llegan desde el espacio tres.

El joven oficial asintió aturdido. Esto era demasiado.

—¿Espacio tres? —murmuró. Era como enterarse de que los invasores extraterrestres a quienes los hombres habían temido en vano durante catorce mil años lo esperaban en el parque. Hasta ahora el espacio tres había sido un concepto matemático, el ensueño de un novelista, pero no un hecho,

El señor y doctor Vomact ni siquiera hizo preguntas al joven oficial. Le acarició suavemente la nuca y le inyectó un tranquilizante. Luego lo condujo al parque. El joven capitán se quedó solo, silbando felizmente a las estrellas del cielo. A sus espaldas, los sargentos y cabos apartaban a los supervivientes y hacían atender a los heridos.

La Guerra de los Dos Minutos había terminado.

Rambó había dejado de soñar que su Elizabeth corría peligro. Aun en su sueño profundo y enfermo, había reconocido que el trote en el pasillo era el avance de hombres armados. Su mente había preparado defensas para proteger a Elizabeth. Tomó el mando de las tropas de vanguardia y ordenó detener al cuerpo principal. Los poderes que le había dado el espacio tres le permitieron llevar a cabo la acción, aunque ni siquiera supo que lo hacía.

9

—¿Cuántos muertos? —preguntó Vomact a Grosbeck y Timofeyev.

—Unos doscientos.

—¿Y cuántos muertos irrecuperables?

—Los que se disolvieron en humo. Doce, quizá catorce. Los demás muertos se pueden reparar, pero la mayoría necesitará nuevos implantes de personalidad.

—¿Sabéis lo que ocurrió? —preguntó Vomact.

—No, señor y doctor —le respondieron a coro.

—Yo sí. Creo que sí. No,

que sí. Es la historia más descabellada de la historia del hombre. Nuestro paciente lo hizo... Rambó. Tomó el mando de las tropas y las obligó a luchar entre sí. Ese señor de la Instrumentalidad que quiso tomar el mando... Crudelta. Hace mucho tiempo que lo conozco. Él está detrás de todo esto. Pensó que las tropas servirían de ayuda, sin advertir que las tropas se lanzarían a un ataque contra sí mismas. Y hay algo más.

—¿Sí? —invitaron al unísono.

—La mujer de Rambó, la que él busca. Tiene que estar aquí.

—¿Por qué? —dijo Timofeyev.

—Porque
él
está aquí.

—Das por sentado que él ha venido aquí por propia voluntad, señor y doctor.

Vomact sonrió con la sabia y artera sonrisa de su familia: era casi un emblema de la casa Vomact.

—Doy por sentadas todas las cosas que no puedo demostrar de otro modo.

«Primero, doy por sentado que vino aquí desnudo desde el espacio, impulsado por una fuerza que ni siquiera imaginamos.

«Segundo, doy por sentado que vino precisamente
aquí
porque quería algo. Una mujer llamada Elizabeth, que seguramente debe de estar aquí. Dentro de un momento haremos un inventario de todas nuestras Elizabeths.

«Tercero, doy por sentado que el señor Crudelta sabía algo sobre el asunto. Trajo tropas al edificio. Se puso a desvariar en cuanto me vio. Conozco la fatiga histérica tanto como vosotros, hermanos míos, así que le administré condamina para que durmiera toda la noche.

»Cuarto, dejemos a nuestro hombre en paz. Habrá audiencias y juicios de sobra, el Espacio lo sabe, cuando se investiguen estos hechos.

Vomact tenía razón.

Como de costumbre.

Se celebraron juicios, en efecto.

Era una suerte que la Vieja Tierra ya no permitiera los periódicos ni las noticias por televisión. La población se habría horrorizado y rebelado si hubiera descubierto lo ocurrido en el Viejo Hospital Principal, al oeste de Meeya Meefla.

10

Veintiún días después, Vomact, Timofeyev y Grosbeck comparecieron en el juicio del señor Crudelta. Un tribunal de siete señores de la Instrumentalidad estaba allí para conceder a Crudelta una amplia audiencia y, en caso necesario, una muerte instantánea. Los doctores comparecían como médicos de Elizabeth y Rambó y también como testigos del señor Investigador.

Elizabeth, que acababa de salir de la muerte, era tan bonita como un bebé recién nacido en una exquisita y adulta forma femenina. Rambó no le quitaba los ojos de encima, pero ponía cara de desconcierto cada vez que ella le dirigía una cordial, serena y distante sonrisa. (A Elizabeth le habían dicho que era la novia de Rambó, y estaba dispuesta a creerlo, pero no tenía recuerdos de él ni de nada más excepto de las últimas sesenta horas, cuando le habían reimplantado el lenguaje en la mente; y él, por su parte, aún hablaba con dificultad y sufría espasmos que los médicos no entendían del todo.)

El señor Investigador era un hombre llamado Starmount.

Pidió a los miembros del jurado que se pusieran en pie.

Así lo hicieron.

Starmount se encaró con el señor Crudelta con gran solemnidad.

—Estás obligado, señor Crudelta, a hablar con rapidez y claridad ante este tribunal.

—Sí, mi señor —respondió Crudelta.

—Tenemos poder sumario.

—Tenéis poder sumario. Lo reconozco.

—Dirás la verdad o mentirás.

—Puedes mentir, si así lo deseas, en cuanto a hechos y opiniones, pero de ningún modo mentirás en lo referente a relaciones entre humanos. No obstante, si mientes, pedirás que tu nombre se incluya en la Lista de la Deshonra.

—Comprendo al tribunal y los derechos del tribunal. Mentiré si lo deseo, aunque no considero que sea necesario... —Crudelta dirigió a todos una sonrisa fatigada e inteligente—. Pero no mentiré en cuanto a las relaciones. Si lo hago, exigiré mi deshonra.

—¿Has recibido un buen entrenamiento como señor de la Instrumentalidad?

—He recibido un buen entrenamiento y quiero bien a la Instrumentalidad. En rigor, yo mismo soy la Instrumentalidad, al igual que tú y los honorables señores que te acompañan. Sabré comportarme mientras viva esta tarde.

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